miércoles, 22 de enero de 2025

"Con Delibes y con Jiménez Lozano. Cena en Valladolid." por Elisa Lamas ("Destino", segunda época — Año XXX — N.° 1548, 8 de abril de 1967)

 


HACE tiempo que deseaba conocer a Miguel Delibes y a José Jiménez Lozano, es decir, a dos hombres a quienes estimaba y admiraba a través de sus escritos. Que Delibes sea uno de nuestros maestros en lengua castellana no era la razón última de mi deseo, aunque siempre resulte un placer oír hablar a quien posee un idioma de manera tan auténtica y vital. Que Jiménez Lozano sea un especialista en historia de la Iglesia, de quien siempre se aprenden cosas interesantes, tampoco era lo que me hacía desear su encuentro. Pensándolo bien creo que son dos notas comunes a ambos lo que azuzaba mi interés por su personalidad: que en los dos se trasluzca una ininterrumpida preocupación religiosa, y que los dos vivan y trabajen en una ciudad castellana de brillante pasado y mortecino presente, Valladolid.

Por ahí fuera, la etapa de cristiandad ya está rebasada hace tiempo, y eso tiene, entre otras ventajas, la de que. rota la presión social que obligaba a muchos a parecer cristianos, el que se declara creyente suele serlo de verdad. Aquí, por ahora, no ocurre lo mismo. La fuerza de la opinión tiene gran influencia en lo que cada uno declara o calla. Reconocer externamente a alguien que, con todas sus limitaciones y defectos personales, siente una auténtica preocupación religiosa, no es muchas veces sencillo. Tanto Delibes como Jiménez Lozano han ido logrando que muchos lectores, entre los que me cuento, detectaran que en ellos aquella preocupación no es postiza. Encontrar personas auténticas es difícil. Apetece.

Por otro lado, quería conocerles por el hecho de que vivieran y trabajaran en Valladolid. (Jiménez Lozano tiene su casa en Alcazarén, a unos kilómetros, pero va y viene todos los días.) Aunque en Barcelona esta observación quizá resulta extraña, considero que Madrid y su excesivo centralismo no sólo ha perjudicado a regiones como Cataluña, Galicia o el País Vasco, que se han venido quejando de ella y planteando endémicos problemas; Madrid, por de pronto, se ha ido chupando a Castilla, que nunca se ha quejado, al menos como región. En este aspecto, el desolado panorama de la ruta del Cid, salpicada de aldeas abandonadas y semidesierto, es ilustrativo. Que existan focos de cultura castellana en Castilla quiero decir, fuera de Madrid, parece muy saludable. Madrid, como todas las capitales de Estado, no pertenece a ninguna región, y necesita puntos exteriores que ofrezcan resistencia y se equilibren entre sí. El grupo que en Valladolid hace cultura castellana merece ser conocido,

Surgió últimamente la ocasión de encontrar a estos dos escritores y de encontrarlos además en su propia salsa, en Valladolid. En un escenario lleno de sabor, la sala de máquinas de «El Norte de Castilla», y en una cena entre amigos, después.

Desde que leí la última novela de Miguel Delibes, Cinco horas con Mario, pensé que el libro resulta una medicina excelente contra los empachos de mala hagiografía, contra esas inhumanas vidas de santos que lo son desde la cuna, que rezan en brazos de su niñera y cuya perfección moral es tan evidente como la belleza de una señorita guapa en traje de baño. Mario es un cristiano que va de camino, como todo el mundo, con sus defectos iniciales a cuestas, aquí caigo y allí me levanto, luchando con suerte desigual, y conservando muchos rasgos exteriores imperfectos que ocultan a los ojos de los demás, y a los suyos, sus victorias interiores.

Durante la cena salta la conversación a hablar de la santidad que no es aparatosa, la que no se ve. La mujer de Delibes califica con gracia;

El pobre Mario es un poco «rollo».

El padre Sopeña, otro de los comensales, de paso por Valladolid, está de acuerdo en que los santos de verdad tienen a menudo defectos llamativos que los traen en jaque toda su vida, y que tapan a la vista de todos, y a la suya, el mérito de la lucha en que van venciéndolos poco a poco. Aunque a Néstor Luján no le va a caer simpático el ejemplo, la verdad es que el padre Sopeña habla ahora de san Antonio María Claret.

Se acaba de publicar su diario, y dice cosas graciosísimas. Un día escribe: «Ayer estalló la revolución. Hoy tengo colitis.»

El pobre Mario, un poco «rollo», tiene que aguantarse a sí mismo, y tiene que aguantar a una serie de hombres y mujeres, empezando por la suya, que no le entienden. Pasa por su correspondiente depresión nerviosa. Para su mujer es un bicho raro porque rechaza los regalos que le huelen a intento de soborno; un despistado porque es amable con los bedeles y en cambio se enfrenta con el gobernador civil cuando cree que debe hacerlo; un tipo sin sentido de la realidad porque cree de buena fe que para conseguir un piso lo necesario es encontrarse dentro de los requisitos que la ley exige —funcionario. familia numerosa—, en vez de buscar recomendaciones para las autoridades. Mario es un hombre que no vive en el mundo porque no quiere comprar un «seiscientos»: «Un catedrático de Instituto no es un millonario...»

Yo creo que debería haberlo comprado — dice la mujer de Delibes.

A todo esto, miro a Jiménez Lozano, que me tiene intrigada. No sé bien el motivo, pero me parece un personaje chestertoniano. Quizá por la impresión, a primera vista contradictoria, que me ha producido su último libro. Meditaciones sobre la libertad religiosa El libro refleja un conocimiento muy profundo de la historia religiosa española, un conocimiento de investigación personal, y esa historia dista mucho de ser alegre. Sin embargo. de su lectura se desprende un hálito de alegría. ¿No será, por casualidad, que el autor, además de escribir sobre temas religiosos, es él mismo un cristiano? Parece difícil, en otro supuesto, conseguí esa respiración tranquila y suave, esa especie de soplo de esperanza que revolotea por todo el libro. Los datos, uno por uno, de nuestra convivencia religiosa, de nuestra sangrienta y despiadada historia, son muy tristes, y el libro está lleno de datos. Jiménez Lozano se ríe con facilidad, es bajo y de sincera mirada, va y viene todos los días en autobús de Alcazarén a Valladolid. Si, me parece que a Chesterton le hubiera gustado muchísimo.

Hablamos de un acto cultural al que acabamos de asistir. Yo tengo la impresión de que el auditorio pasó todo el tiempo espiando la irremediable llegada de los alguaciles de la Santa Inquisición a prendernos para organizar con nosotros un magnífico auto de fe. Nadie se reía, nadie se sonreía siquiera, y las posturas eran de lo más envarado. Pienso que más allá de los Pirineos el acto sería calificado de conservador. Cuando hablo de mis impresiones. Delibes me mira, muy serio:

—Nada de eso. Es que aquí somos muy sobrios. Estamos en Castilla. En Cataluña la gente es sentimental, mediterránea.

Me parece ver muy en el fondo de su mirada una chispita de guasa A lo mejor son figuraciones mías, no sé.

Lo que desde luego no es una figuración es que tanto Delibes como Jiménez Lozano están dedicados a una tarea, ¡ay!, muy difícil. Están dedicados a barrer mitos, cada uno en su propio campo. Fuerzas necesitan. En este apasionado país nuestro, de tradicional amor a la caza periodística de brujas, es una labor imprescindible, pero heroica.

Ya terminada la cena, no puedo alejar una idea de la cabeza: Si en cada ciudad trabajara un grupo de personas inteligentes... Si en cada gran ciudad lucharan varios grupos de diversos matices, pero todos lúcidos. ¿Sería suficiente?

A los pocos días, ya en Barcelona, leo el número que DESTINO dedica a un periodo reciente y agitado de nuestra Historia, de Isabel n a la Restauración. Encuentro una frase que da escalofríos. «España resultó una "jaula de locos” para Amadeo de Saboya.» Él no era español. Abdicó y se fue. ¿Qué haremos nosotros? ¿Seguir lanzando hacia la diáspora a los que piensan por su cuenta y estorban? ¿Destruirlos físicamente? ¿Integrarlos por fin, como fermento para crear un país europeo?

Que a estas alturas puedan plantearse tales interrogantes da la medida del esfuerzo de quienes hoy trabajan en cualquier ciudad —Valladolid, por ejemplo— para que nuestros hijos no puedan planteárselas nunca más.

Destino, Segunda época — Año XXX — N.° 1548 Barcelona. 8 de abril de 1967 p.31)

martes, 21 de enero de 2025

Eliseo Bayo entrevista a José Jiménez Lozano (Destino, Segunda época — Año XXXII — N.º 1639 Barcelona. 1 de marzo de 1969)

 


JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO: UN CRISTIANO IMPACIENTE

¿PUEDE alguien ser impaciente en este pueblo de Castilla. Alcazarén, donde a las doce del mediodía el silencio sólo puede ser definido por la tópica expresión? Silencio de cristal roto por la voz estrangulada de los gallos. Dentro de unos minutos la exigua tropa de la chiquillería se adueñará brevemente de las calles encharcadas y, piafando como polluelos recién liberados, corretearán hasta que el vaho, que sale a borbotones de las narices y de la boca, les indique la conveniencia de recluirse en la casa. Los campesinos, en esta época del año aguardan junto al fogón que cese la mala tregua del invierno. La remolacha ha sido ya descoronada. acarreada a la fábrica en la larga caravana de los carros y de los tractores y troceada. Los pinos resinables curan sus heridas bajo el manto de escarcha, enfundados en la grisácea sábana de la niebla. La tierra, endurecida por el hielo y el viento. inicia la lenta putrefacción de las semillas; los tallos del cereal, de un verde dudoso y frágil, resisten, con tanta voluntad como los hombres, las heladas ventoleras.

El otoño ha sido una mala estación para las piñas. La epidemia rara y mal combatida se señoreó de las copas verdinegras de los pinos e hizo inútiles las frecuentes salidas de los hombres y de las mujeres. En septiembre hubo pocas lluvias y apenas aparecieron los hongos níscalos, tan codiciados por los comerciantes catalanes que acuden con sus camiones a estas tierras de Castilla. La sequía agotó, también, los bolsillos de las familias campesinas que encontraban en los hongos una importante ayuda económica para resistir el lento invierno. «A pesar de que se les paga a veinticinco pesetas el kilo de hongos —en el mercado se venden a más de veinte duros—, hay familias que obtienen mil pesetas diarias

Treinta kilómetros antes de llegar a Valladolid, por la carretera general de Madrid, hay que tomar, a la izquierda, una carretera rota y llena de guijarros que conduce a Alcazarén. Las casas, por un proceso de mimetismo absoluto, se confunden con el paisaje, seco y desértico, como una extraña excepción en la llanura de Castilla la Verde. José Jiménez Lozano, el cristiano impaciente, vive su extraño y voluntario exilio en un chalet de una planta, a la entrada del pueblo. Es, probablemente la única casa de construcción reciente, salvo su contigua, destinada a residencia del médico e inhabitada desde siempre.

José Jiménez Lozano, con pinta de liberal decimonónico, con la juventud a cuestas disimulada por un ancho sombrero que encubre la reluciente calva, con los ojos abultados por la miopía y el perpetuo gesto de asombro ante el mundo, ejecuta su paseo diario hasta el río, antes de encerrarse con sus libros y sus papelotes. Llega al castillo de la Mejorada, el antiguo reducto de los monjes jerónimos que pagaron con ominosas persecuciones el tremendo pecado de ser liberales y hasta erasmistas. En él se refugiaron los amigos de fray Luis de León y de Vives y a buen seguro que lograron contagiar a las piedras de su espíritu abierto y omnicomprensivo y que Jiménez Lozano, con su talante de alquimista y de dómine de la vieja escuela, sabe husmear entre las ruinas y que al conjuro de una fórmula que él sólo conoce, se pone en comunicación con los espíritus ilustrados de aquella época.

El cristiano impaciente me mira con sus ojos de pájaro de Minerva, entre picaros y cómplices, y sin pronunciar palabra, abre su archivo de fotografías y me muestra el daguerrotipo de un portalón castellano en el que se lee. grabado enérgicamente en la piedra: «Viva la fe de Dios y muera la libertad». A continuación, y prolongando todavía más el silencio, saca un puñado de cartas y por un momento su rostro queda oculto tras una nube pestilente de tabaco liado que asciende desde la colilla pegada al labio. Jiménez Lozano frunce las cejas y sus pupilas adquieren un brillo enérgico, acerado como la punta de una navaja. Me deja leer los anónimos que recibe con puntualidad escrupulosa, escritos a lo largo de los años por la misma docena de manos, sucesoras. evidentemente, de las que empuñaron el buril para grabar el sacrosanto lema del portalón.

No hace frío en la casa porque dos estufas de butano hacen permanente guardia encendida en los pasillos y en la chimenea del despacho de Jiménez Lozano arden olorosos troncos de pino. Si el visitante se acerca a la campana encalada podrá leer un edicto que el cristiano impaciente clavó con la delectación del coleccionista de raras mariposas. Jiménez Lozano se ha definido, a través de sus escritos, como un entomólogo de las ideas y, para ejecutar limpiamente la faena, se precisan buenas dosis de masoquismo El edicto, colgado de la pared, dice así: «Nos, los Inquisidores Apostólicos contra la herética pravedad y apostasía...». etc. «Saber que a nuestra noticia ha llegado haberse escrito. Impreso y divulgado varios libros, tratados y papeles los cuales mandamos prohibir o expurgar como aquí se expresa y son los siguientes: una obra intitulada 'Lettres chinoises, ou correspondance philosophique, historique et critique entre un chinois voyageur à Paris, et ses correspondans à la Chine'. Y otras lettres françaises y juives. Obras todas atribuidas al marqués de Argens. las cuales prohibimos en cualquier lengua e impresión en que se hallen por contener proposiciones heréticas. Impías, temerarias, escandalosas y que llevan al Tolerantismo y al Deísmo: y declaramos por la experiencia que se tiene en el Santo Oficio de los daños que ha causado la lectura de estos libros, que esta prohibición se extiende aun a aquellos que tienen licencia general de leer libros prohibidos

Y sigue una serie de obras más, incluidos doce tomos llenos de proposiciones «denigrativas de la memoria de muchos príncipes y por contener aventuras y pasajes de la mayor obscenidad e impureza». En el apartado 10 se prohíbe «La historia del famoso predicador Fr. Gerundio de Campazas, alias Zotes, por el licenciado don Francisco Lobón de Salazar » y se prohíben también todos los escritos en favor de la obra. Y viene luego la lista de los libros que se mandan expurgar, por mandato del Santo Oficio de la Inquisición de Navarra. Firma don Francisco Xavier de Badarán.

Era obligatorio exponer el edicto en sitio bien visible de forma que «nadie lo quite, so pena de excomunión mayor».

José Jiménez Lozano nació en 1930. en Langa, junto a Arévalo. Su padre era el secretario del Ayuntamiento, cargo que ha venido desempeñando hasta la fecha, trashumando de pueblo a pueblo. Cuando acaba su jornada en el destartalado y frío Ayuntamiento de Alcazarén acude a casa, donde la nuera ha preparado un sabroso cocido. En honor al visitante, que trae noticias de otras tierras, se quedará después de la comida, renunciando a jugar al dominó en el mohoso casino. El padre es otra vieja estampa liberal. Sus ojos han visto el doler de la Castilla auténtica y de la historia jamás escrita. Ha aprendido de sus paisanos campesinos el difícil y antiguo arte de la prudencia de escuchar y de mantener la mano derecha en el más supino y premeditado desconocimiento de lo que hace la izquierda. Sólo así ha sido posible sobrevivir, al margen de los rostros enmarcados.

José obtuvo la licenciatura de Derecho por la Universidad de Valladolid. Preparó oposiciones a Judicatura, pero las abandonó y se hizo periodista. En el 56 llegó a Alcazarén.

Me pides que te explique mi evolución ideológica. Necesitaría más reposo y más tiempo para poder ofrecerte un hilo coherente. Fui integrista, como muchos. ¿Acaso no se nos había enseñado y calado hasta los tuétanos que esa era la razón de nuestra existencia? Tuve suerte de conocer a muchas gentes. Leí a Bernanos, a Maritain, al joven Mauriac, a Unamuno... Pero mi ascensión empezó, también, a partir de las vivencias de cada día. ¿Sabes dónde señalaría el primer mojón? Un día de ánimas. Era yo un crio todavía y no recuerdo por qué fuimos al cementerio civil de Salamanca a rezar el rosario. Inmediatamente sentí una gran preocupación por los hombres que no eran de nuestro corral. Aquel día dejó un poso en mí. «Los demás también son hombres.» Era una constatación elemental recién descubierta, un grano que empezó a fermentar. A partir de ahí, de los muertos pasé a fijarme en los vivos, y observé el sufrimiento de los humillados. Pero, fíjate. No tengo una idea revolucionaria. Yo me he aislado voluntariamente en este pueblo y todos los conocimientos pasan antes por el cerebro. Tengo que moverme en el plano de las ideas porque los hombres, excepto los de mi pueblo, quedan muy lejos. Yo pretendo transformar el mundo empezando por mí mismo. Si, quizás esto sea reaccionario, pero no puedo evitar actuar de esta manera.

Los lectores que siguen sus crónicas en DESTINO y en otras publicaciones nacionales, se han planteado, invariablemente una pregunta: ¿Quién es este cristiano impaciente que casi alardeando de escribir desde un planeta lejano, desde un pueblo perdido en la meseta castellana, «está en todo» y maneja las ideas como dardos que siempre dan en el blanco? A partir del Concilio las columnas «religiosas» de algunas publicaciones nacionales han cobrado una vida sorprendente. Suenan ya tres o cuatro nombres de ensayistas católicos que han dado verdadera profundidad al pensamiento religioso. Los lectores, despertados al nuevo entretenimiento de las adivinanzas políticas, dan un respingo perplejo a la hora de «encasillar» a ese «cristiano impaciente». ¿Qué y quién está detrás de él? A fuerza de tanta dispersión y de guerrillismo intelectual, los españoles hemos intentado ver fantasmas en todas partes. En nuestro magín no existe un apartado para clavar la ficha de los hombres que actúan en solitario. José Jiménez es un columnista independiente.

No pertenezco a ninguna asociación religiosa. Ni siquiera nadie me lo ha pedido. Para tener fe no hace falta ningún carnet —los ojos de búho acostumbrados a bucear en la penumbra de la historia se cubren de una ligera escama cuando Jiménez Lozano dice en tono sibilino—. Además, no me fío de los progresistas hispánicos. Creo que hay mucho snobismo. ¿Cómo vamos a hablar de secularización si no hemos llegado al siglo XVIII? El catolicismo hispánico necesita toneladas de información. Queremos llegar a los teólogos americanos, sin haber superado el paso intermedio.

Jiménez Lozano intenta explicar el presente, aproximándose al pasado. En Castilla la historia no ha muerto. No ha habido un cataclismo y los manuales más elementales están de acuerdo en señalar que no se ha producido jamás un borrón ni una cuenta nueva. El pensador solitario reúne las piezas más sorprendentes. Intenta «cazar» el pasado obsesivamente. angustiosamente, barruntando que en él está la clave, la resolución del enigma de hoy. Como cualquier otro historiador se ha quemado las pestañas examinando documentos, pergaminos. incunables. Castilla es un archivo en cualquier rincón. Husmea en todas partes; en los arcones de las sacristías, en los desvanes del Ayuntamiento de los pueblos, en los baúles olvidados de las casas particulares. Y siempre encuentra algo, movido por la idea fija de hallar nuestros eslabones perdidos.

¿Por qué somos así? La historia nos condiciona. Tenemos un pasado muy singular que explica nuestras peculiaridades actuales. Hay que tomar conciencia de este hecho. Somos así, porque nos han pasado determinadas cosas. Es fundamental detectar las pervivencias del pasado. El hombre culto es como los churros, todos son iguales. El no culto guarda muchas cosas del pasado. Mira, fíjate. ¿Sabes lo que he descubierto? Durante mucho tiempo he estado leyendo los censos de la población española en determinadas épocas. Se sabía exactamente qué es lo que estaba buscando entre aquellas columnas interminables de números. Un día. tras comparar los censos de tres épocas bien significativas hallé una cosa bien singular. Figúrate, los pueblos que en tiempos de Felipe II dieron mayor porcentaje de «progresistas» siguieron en la misma línea en los periodos más críticos.

Jiménez Lozano se ha empeñado en enseñarme no sé qué retablo guardado en la parroquia de Alcazarén. Antes de llegar a ella pasamos ante una Iglesia mudéjar, a un tiro de piedra de la casa donde fue apresado Luis Candelas. Otra vez los ojos de búho destilan un vaho parecido al vitriolo. «Hace ya años un inspector de enseñanza venia protestando de la ignorancia de estos pueblos. Pasó por esta iglesia mudéjar y dijo: "Buen estilo románico”. Y para que todos nos diéramos cuenta de su profunda erudición redondeó la frase: "¡Hay que ver las cosas que hacían los romanos!"»

La iglesia parroquial es una nevera. Los toscos bancos de madera y las losas del suelo están brillantes por el uso. El pensador solitario no se siente al margen de la fe de los campesinos que acuden con más o menos frecuencia a la iglesia.

Mi fe me cuesta esfuerzos. No creo en hipopótamos. Se ha hablado mucho de la fe castellana; sigue vigente el catolicismo barroco con enorme carga de superstición y de milagrería y con un profundo sentido de casta. Por otra parte, los errores históricos no comprometen la verdad y creo que hay que ir con mucho tiento a la hora de enjuiciarlos. Existe una fe popular que se debe respetar. No hay que escandalizar inútilmente. Además, hay una fe simple que creo que no ha sido aliena-dora. Fíjate, aquí, en este pueblo, he recibido profundas lecciones de teología. Una mujer, por ejemplo, que objetivamente tendría suficientes motivos para no pisar la iglesia, acude a ella y me dice: “Dios es una cosa, los hombres, otra”. Tengo un ensayo terminado sobre el anticlericalismo y me enfrento con graves problemas de conciencia a la hora de decidir publicarlo. Es una píldora demasiado fuerte. Respeto las conciencias sencillas. Fíjate en esos exvotos. Son piñas depositados por los campesinos para lograr una buena cosecha. Rezan para que haya lluvia y para que no se caigan de un árbol o de un andamio.

De regreso a la casa, antes de sentamos a la amplia mesa familiar. Junto a los niños que han salido de la escuela, Jiménez Lozano me muestra la última pieza encontrada, un oficio que se recibió en el pueblo en el siglo pasado. La Real Junta de Purificación de las Universidades pidió informes a los alcaldes de los pueblos para conocer con detalle la opinión de los ciudadanos. «La conducta política y religiosa que desde el atentado cometido en 7 de marzo de 1820 hasta el feliz restablecimiento del Gobierno de SM siguieron cada uno de los individuos sospechosos.» El oficio pide datos muy precisos. «Si durante el ominoso sistema constitucional ha obtenido algún empleo o destino.» «Si manifestó decidida adhesión al sistema.» «Si perteneció a sociedades secretas de masones o comuneros o carbonarios.» «Si enseñó doctrinas y opiniones antimonárquicas o antirreligiosas.» El escrito va firmado por Antonio de la Parra, el 13 de abril de 1825.

Sobre las ruinas del Convento de los Jerónimos vuela una banda de grajos desaforados. La niebla se adhiere a los bronquios y el barro se convierte en cristal turbio en la carretera. Chisporrotean los troncos en la chimenea del voluntario exiliado. El calendario dice que estamos en 1969.

Texto y fotos de Eliseo Bayo Destino, Segunda época — Año XXXII — N.º 1639 Barcelona. 1 de marzo de 1969. pp. 24-25.

Rosa María Echevarría entrevista a José Jiménez Lozano (ABC, 4 de mayo de 2002)

 


«Creo que los libros ganarían mucho si no llevaran el nombre del autor»

Aparece «Elegías menores», su quinto libro de poemas, que reúne versos de los últimos 15 años

José Jiménez Lozano (Ávila, 1930) es una de las voces más sabias y profundas de la narrativa y la lírica españolas. Premio Nacional de las Letras (1992) mantiene en Elegías menores (Pre-Textos) su lenguaje independiente y crítico, que se adentra en la dimensión más profunda del hombre para descubrir la belleza del mundo.

MADRID. Habla de ese viento que anoche aullaba de ira y del que hay que desconfiar porque es un dios terrible. Habla de la precipitación de la vida, de aviones supersónicos, de Internet, del correo electrónico y de que ni siquiera a la Muerte le da tiempo de avisarnos. Sus Elegías menores están llenas de gorrioncillos urbanos y de verdades eternas.

—Una larga vida como periodista que culminó como director del «Norte de Castilla» y una prolífica actividad en el campo de la narrativa y de la lírica galardonada con los más importantes premios. ¿Se mueven estos dos universos en la misma órbita?

—No, son órbitas distintas. En la narración y la poesía no se escoge ni se domina intelectualmente lo que se quiere decir. Aunque claro está que pensamos lo que podemos, no lo que queremos. En otro caso, todos querríamos pensar la teoría de la relatividad. El autor no es más que un vehículo que expresa sus fracasos, sus sueños, ese fulgor que descubre no sólo en la vida sino en los libros. Recibirnos de los muertos mucho más que de los vivos. Si la escritura tiene intensidad, hondura, si tiene verdad; procede del alma. Si sólo es palabrería, no procede de ningún sitio, ni tampoco va a ninguno. En el periodismo se ajustan ahora las noticias, con juicio ya hecho sobre las mismas para indicar al lector hasta lo que tiene que pensar. Y la opinión adquiere categoría de certeza o saber. Las opiniones son para las tertulias, y las tertulias son para hablar entre amigos en el café, El periodismo ha de hacerse ahora muy deprisa, en un mundo de improvisación y eso es una moneda de curso poco valiosa.

—En su poema «Antiqua imbecillitas» expresa que Pablo dijo a los de Éfeso que había que soportar a los imbéciles, pero en aquel momento no había televisión ni best-sellers y no era entonces su consejo impracticable. ¿Qué es lo que le preocupa del hombre de hoy?

—Me preocupa la pérdida del yo en el ser humano, la manipulación a la que se ve sometido, su indefensión. Es muy fácil alzar a un hombre contra otro, denigrarlo o ponerlo por las nubes. Antes, la falsedad o la burrez la fabricaba un ser humano, pero ahora se lleva a cabo industrialmente y eso es alarmante. Ese es el éxito, la respuesta fácil. La cultura exige trabajo y estudio. No se puede abaratar y es lo que se está haciendo.

—¿Qué opina del actual fenómeno de globalización?

—Me preocupa sobre todo la globalización de las mentes. Vivimos en una sociedad tan plural, tan plural, que todo el mundo dice lo mismo. Antes de las educaciones globales cada hombre era él mismo. Ahora nos forman como a chorizos, todos iguales. Es el totalitarismo, la granja, algo terrible. Pero los hombres perviviremos, porque aunque en general la especie deje mucho que desear, también se ha revelado como una maravilla, dando ejemplares estupendos.

—¿Cómo ha sido la gestación de Elegías menores?

—Horacio decía que dejaba reposar sus escritos alrededor de 10 años y yo lo supero porque algunos de estos poemas tienen más de 15 años. No me pongo a escribir poesía, sino que llevo un cuaderno y escribo cuando surge. He tirado muchísimos poemas al fuego y a lo mejor he quemado los mejores, pero es un derecho elemental que tengo, me parece...

—¿De qué modo se estructura?

— Es un libro que escribo para cuatro lectores siguiendo un poema maravilloso de Ezra Pound, que es el leitmotiv del libro; un libro íntimo, porque la intimidad de la intimidad es la del alma. Está dividido en varias partes: Los lirios del campo y las aves del cielo, título de un hermoso sermón de Kierkegaard y constituye un reflejo de la naturaleza y el goce de la vida. Después Memorias, una recuperación de la memoria histórica, luego una estancia digamos de soledad y oracional; y por último, La fina punta del alma, ese ápice del alma, aquello que el hombre no debe nunca perder. Según Emerson, todo hombre tiene un momento poético en la vida, aunque para algunos es la agonía. Pero la gente corriente suele tener expresiones muy profundas y personas sencillas hablan con la propiedad de Ezra Pound o de San Juan de la Cruz. Si tienen un problema, afirman «que se encuentran en un pozo», como los místicos y no «que tienen los nervios deshechos». Hay gentes a la que no les gusta el mundo tal y como es, y necesitan la belleza y la poesía para vivir. Pero si a San Juan de la Cruz una visitadora social le hubiera sacado de su ambiente, quizá sería Virrey de las Indias, pero no Juan de la Cruz. Por favor, huyamos de lo que se llama enseñanza de calidad.

***

Hoy día lo moderno es lo «light»

—¿Cuál es su opinión respecto a la poesía de la experiencia?

—Huxley hablaba, y estoy de acuerdo con él, de la atemporalidad. Si las cosas son, dentro de mil años seguirán siendo. La originalidad es una necedad. El hombre lleva 5.000 años escribiendo. Casi todo lo que uno piensa ya se les ha ocurrido a otros señores antes y conviene enterarse. En realidad todos tenemos una longitud de onda que constituye nuestra familia espiritual. Uno tiene sus poetas que le acompañan siempre. La poesía de la experiencia no está en mi onda.

—¿Le interesa la poesía que se alimenta del espíritu del ser humano?

—Hoy día la trascendencia es un desvalor y hemos llegado a puntos cómicos. Lo moderno es lo «light». Luce un momento y mañana es otra cosa. Allá cada cual, siempre ha habido comercialidad. El Conde de Lemos se lleva a los hermanos Argensola a Italia porque lucían más que Cervantes en los salones. Es muy distinto ser conocido que ser reconocido según por quienes. Los libros ganará mucho si no llevaran el nombre del autor, así nos libraríamos de tópicos. Nos movemos entre manifestaciones industriales, pero en el plano moral hay que empezar por recuperar la propia libertad cada día porque se pierde con facilidad. La cabra tira al monte y nosotros al Neanderthal.

Rosa María Echeverría, ABC, 4 de mayo de 2002, p. 47.

Juan Catavella entrevista a José Jiménez Lozano (Diario de Burgos, 6 de junio de 1993)

 


JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, ESCRITOR Y PERIODISTA

«Un narrador debe ir más allá de su tiempo»

«La novela siempre es historia, porque nunca reflejamos el presente: cuando menos, escribimos sobre lo que sucedió anteayer. Pero al concebir una novela del pasado es porque se desarrolla en el presente, ya que de lo contrario está muerta. Por eso cuento lo que nos pasa a nosotros. En el ensayo, los períodos del pasado nos hacen comprendemos a nosotros mismos», afirma el escritor y subdirector de El Norte de Castilla, José Jiménez Lozano, nacido en Langa (Ávila), aunque afincado en Valladolid desde hace años. El pasado día 9 de mayo, fue galardonado con el Premio Nacional de las Letras.

EL año pasado se le concedió el Premio Nacional de las Letras Españolas al escritor y periodista José Jiménez Lozano. Ahora se están desarrollando una serie de conferencias y mesas redondas, junto con una exposición bibliográfica, para divulgar v profundizar en una obra que es original, enraizada en su tierra y en los hombres, fruto de su independencia y de su compromiso.

José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930), es autor de narraciones como Duelo en la casa grande, Historia de un otoño, o El grano de maíz rojo; de ensayos, como Los cementerios civiles y la heterodoxia religiosa o la Guía espiritual de Castilla; de poesía, como Tantas devastaciones, que acaba de aparecer. Desde el mes de diciembre es director de El Norte de Castilla.

-Con lo retirado que ha vivido siempre, eso de que le den premios y que además tenga que asistir a las conferencias que pronuncian sobre usted le debe resultar algo duro.

-Bueno, bueno... agradezco que se acuerden de mí, aunque no puedes hacer depender de un premio tu obra o tu escritura. En cuanto a las conferencias, es una carga muy llevadera.

-Cuando asiste a las que se pronuncian sobre sus libros, como estos días ocurre, se desvelan algo nuevo sobre ellos?

-Sin duda: como cuando lees. Son gentes acostumbradas a estudiar textos, que aprecian facetas que ni sospecho yo, que los he escrito. Descubren levaduras de cosas y de ideas que son nuevas para mí. Claro que aprendo de todo ello.

-En general, ¿cree que su obra ha sido bien comprendida por los lectores?

-En esto de leer siempre hay una especie de complicidad entre el lector y los libros. Puede que no haya un mismo nivel de intereses, pero se supone que te han buscado porque por alguna misteriosa razón les interesa lo que haces. No es lo mismo que cuando nos compramos uno de esos libros de éxito, sobre el que se ignora todo. Claro que en algunas ocasiones hay equívocos. pero eso es inevitable?

-¿Es que un autor escribe para ser comprendido?

-Sí, claro que quieres ser comprendido. Bueno, en realidad no sabes por qué escribes, quizá porque no sabes hacer otra cosa. Algo de eso explico en el prólogo que he redactado para la exposición que me han dedicado en Madrid. Pero, claro está que cuando escribes esperas y deseas que alguien eche una ojeada a esas páginas, que esté conforme o no, pero que se establezca un cierto diálogo entre tú y él.

-Se escribe para los contemporáneos o para la gente que lea dentro de muchos años?

-Un autor decía, con una ironía atroz, que tal como están las cosas culturales es mejor que no te lean en el futuro. No sabes qué es mejor. Ya no estamos en la época de la inmortalidad y de la gloria. Escribes para terminar el libro, pero no sabes cómo será el resultado. Es así de difícil, pero hay que intentarlo. Mirar hacia delante.

-A San Juan de la Cruz, al que ha estudiado usted a fondo y al que ha dedicado muchas páginas, le leyeron sus contemporáneos?

-Juan escribió para que lo leyeran y la prueba es que corrigió sus escritos. Le atendió el mundo al que estaban destinados sus textos. Él no tenía interés en que lo leyeran más que los que tenían que entenderlo. Lo mismo le sucedió a Cervantes. Esto es difícil que ocurra en el futuro. Los de Juan eran textos restringidos, para los que se ocupaban de estas cuestiones.

Cervantes no era contemporáneo de la gente de su tiempo: si lo hubiera sido tendríamos novelas picarescas o barrocas, no lo que hizo. Un escritor debe ir más allá de su tiempo, porque si no lo hace así sólo nos deja estereotipos o lo ya sabido: eso es cosa de bufones o de halagadores. Hay una alteridad del hombre de cultura con su tiempo para poder seguir avanzando. No se hace nada cuando uno se deja llevar por lo inmediato, sólo vivir o negociar... un conformismo total. Escribe aquel al que no le basta la realidad, sino que quiere algo más.

-Usted vuelve con frecuencia los ojos hacia el pasado, ¿es por un afán historicista o porque piensa que ahí se encuentra lo que algún día fuimos?

-Depende. La novela siempre es historia, porque nunca reflejamos el presente: cuando menos, escribimos sobre lo que sucedió anteayer. Pero al concebir una novela del pasado es porque se desarrolla en el presente, ya que de lo contrario está muerta. Al contar una historia de entonces, cuento lo que nos pasa a nosotros. En el ensayo, los períodos del pasado nos hacen comprendernos a nosotros mismos. Por último, la memoria pone en cuestión nuestro presente: cuando éste es terrible hay que procurar que no lo sea, intentando mejorarlo. Hay quién quiere impedirlo y para ello lo prohíbe o lo banaliza, pero eso es horrible.

-Usted ha investigado sobre el pasado de los españoles: ¿dónde situaría nuestras raíces?

-Ese es un problema gordísimo, porque aquí la ilustración falló esplendorosamente. No ha llegado todavía y ya estamos en la postmodernidad, lo que sin duda es correr demasiado. Aquí no ha triunfado todavía la razón y por eso nuestro mundo está lleno de irracionalidad. Se percibe una desorientación cultural, porque se imponen unas modas detrás de otras que no nos llenan. Al español se le ha sacado de la cultura tradicional, que tenía muchos aspectos criticables, pero no se le ha ofrecido ningún suelo en el qué apoyarse: de ahí se derivan muchas insatisfacciones. El español no es que esté en crisis, sino que vive mareado.

-Cuando se escarba en nuestro pasado, oímos hablar de intolerancia, envidia, cerrazón... ¿son esos nuestros defectos?

-La intolerancia no es un defecto del español, porque se encuentra en todas partes, en forma de personas racistas y aplastadoras. En España ha habido una situación de tolerancia que se rompió por la intolerancia europea, que no podía comprender que aquí vivieran tres culturas en paz. La tolerancia española no tiene que ver con la europea, porque nace de la experiencia. Cuando mi vecino no vive ni piensa como yo, pero convivimos cada día, entonces la tolerancia nace por sí misma. Yo llevo tu carga para que tú lleves la mía. Ahora esa actitud no es tan común. Hablamos de pluralismo, que es que lodos pensemos de la misma manera, pero eso no es tolerancia. Nosotros no tenemos gran ocasión de ejercerla, porque todos somos iguales, pero cuando de repente se acerca una comunidad distinta, de gitanos o de marroquíes, entonces se acabó. El mundo moderno es un vil ejemplo de intolerancia total. Aquí se da la estupidización de la que hablaba Nietzsche.

-Algunas veces se ha dicho de usted que es un autor castellanista, ¿cree que es así?

-Sí que me lo han dicho, pero me parece una tontería. En Castilla hay cosas que me parecen muy importantes para la cultura, pero que me apliquen ese adjetivo no va a ninguna parte. Hay muchos territorios espirituales que a mí me seducen y que no están en Castilla: por ejemplo, Portugal, Port-Royal o los países nórdicos. Estos también le atraían a Cervantes, sólo hay que ver el Persiles.

Juan Catavella/COLPISA, Diario de Burgos (Letras), 6 de junio de 1993, p. VIII.

Foto: Henar Sastre

Antonio Astorga entrevista a José Jiménez Lozano (ABC, 2 de octubre de 2000)


Jiménez Lozano: «Me aterra el totalitarismo intelectual y espiritual de nuestra cultura»

El escritor publica Un hombre en la raya, una novela donde hace eco a los desheredados

José Jiménez Lozano, maestro de periodistas, es una de las grandes voces de la literatura española actual. Y su voz y su palabra la concede ahora a los desheredados en Un hombre en la raya (Seix Barral): «Ellos están clamando y por lo menos yo les hago eco». Confiesa que le aterra el totalitarismo intelectual y espiritual de nuestra cultura y una palabra -«¡horrible!»-que no dice nada: la globalización.

José Jiménez Lozano se incardina a cada personaje como al verbo y a la palabra:

-Cuando se está viviendo la historia, uno tiene que creérsela para que el lector se la pueda creer después. Hay que meterse en la piel del personaje.

-¿A qué debe renunciar el escritor cuando se involucra en un álterego?

-A todo. Y a sí mismo, desde luego.

-¿Qué frontera delimita usted en Un hombre en la raya?

-La mayor parte de la acción transcurre en la raya de Portugal. Y el protagonista, César Lagasca, está siempre en una raya. En el filo de una navaja. Es un hombre que ha vivido la guerra, la posguerra, situaciones límite...

La modernidad y el campo

-¿Cómo ha conseguido retratar magistralmente el sufrimiento, el padecimiento de su protagonista?

-La escritura te lleva de la mano. Yo dejo dormir mucho el texto y al cabo de los años veo dónde se puede cortar. Mis novelas están bastante cortadas, porque creo que lo demás sobra.

-¿Cómo evoluciona César Lagasca desde el páramo rural hacia la modernidad?

-Bueno, él se encuentra con un mundo que le sorprende y ante el que no puede hacer nada. Sabe que es un cambio total y brutal. Él mismo es víctima de él y no puede hacer nada.

-¿La modernidad ha aplastado el espíritu rural?

-Bueno, todo eso que llamamos modernidad —los cambios tecnológicos y sociológicos— evidentemente, ha condenado al campo.

-¿Por razones meramente económicas?

-Pues a lo mejor. Pero también por otro tipo de razones. La «globalización» —que es una palabra horrible— me aterra en su sentido totalitario. En el sentido de que haya una homologación y una unificación total. Estamos todos los días hablando del pluralismo pero resulta que todos decimos lo mismo y tenemos los mismos valores. Por lo tanto, el pluralismo no se ve por ninguna parte. Entonces, el campo, la cultura rural que tiene 7.000 años encima, estorba un poco. Me da miedo y me aterra la tendencia al totalitarismo intelectual y espiritual de nuestra cultura.

-También se escucha a los muertos en Un hombre en la raya...

-Sí, los muertos tienen una voz terrible.

-¿Él hombre es un lobo para él?

-Es el mismo siempre. Dejando a un lado las cuestiones de tipo religioso, del hombre nuevo llevamos hablando desde el Renacimiento. Claro el hombre nuevo pues no es nuevo. Se dice que el hombre moderno no tolera la autoridad. Bueno, la autoridad no es que nos guste o no nos guste; es necesaria y ese hombre moderno verdaderamente es igual que el antiguo: lo que desea es una felicidad gris, el aura mediocre de Horacio y no quiere en general otra cosa. Hombre, los hay que sí, los hay que quieren todo el mundo. Bueno, ya lo vemos, y de esos deseos tan exacerbados y tan universales pues pagamos todos la cuenta.

-¿A qué aspiran sus personajes?

-Pues a poder vivir. A encontrarse un poco consigo mismos como este señor Lagasca, que busca una paz que no tiene y abriga todavía sentimientos de culpa. La novela arranca por una cosita muy pequeña que ocurrió en un colegio y eso pone a dos personas a desatar un drama. Y las cosas pequeñas, claro, cuando crecen pueden ser terribles.

-¿El hombre se equivoca más en la vida que en la literatura?

-Yo creo que la literatura de la vida viene y también nos equivocamos en ella. Realmente el escritor pone poco. Yo creo que se le regala todo. Se le ha regalado penetrar dentro de lo que es el hombre, de lo complicado que somos y del laberinto.

-Los seres desprotegidos, los que no tienen nada, le deben mucho a usted?

-Ya Walter Benjamín decía que son los únicos que tienen que decir algo, porque los demás han estado hablando durante siglos. Y esta gente nunca ha tenido eco y que de vez en cuando se les oiga, tampoco está mal. En fin, ya lo dijo Dostoievsky; de una manera magistral.

El escritor perpetuo

-¿César Lagasca está inspirado en alguien real?

-No. Nunca. Desconfío mucho de mis propios recuerdos y siempre hay algo que no queremos recordar. Hombre, yo conozco esa zona, la frontera de Portugal. Me gusta y evidentemente uno de alguna manera deja algo suyo al escribir.

-Es usted un escritor perpetuo...

-Siempre tengo durmiendo textos.

-¿Hacia dónde va la modernidad?

-No se sabe. El panorama, en el aspecto cultural, no es muy reluciente, al menos para nosotros. Ha habido muchas culturas que han desaparecido y la nuestra también puede desaparecer. De modo que no hay muchas razones para estar muy optimistas. Pero la esperanza es una cuestión que es más sólida que todo lo que está encima. Y esperemos que el hombre no renuncie a ser hombre. Cuando está junto con otros, se convierte en la masa. Y cuando está a solas, vuelve. A uno le cuesta creer que el humus cultural vaya a desaparecer.

Antonio Astorga, ABC, 2 de octubre de 2000, p.37

Daniel G. Rojo entrevista a José Jiménez Lozano (El día de Valladolid, 9 de mayo de 2006)

 


«El lenguaje y la vida no tienen correcciones»

Aunque es perfectamente consciente de que desde hace «bastantes años» los cuentos «no tienen mucha acogida en el país, al contrario que en Europa», José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930) vuelve a demostrar una vez más que permanece al margen de gustos y tendencias -«las modas se imponen y no sabemos si nos gusta o nos han dicho que nos guste», afirma- con la publicación de El ajuar de mamá (Menoscuarto Ediciones), un volumen compuesto por más de 40 relatos cortos en los que deja constancia de su buen oficio.

Dijo la semana pasada, en la Feria del Libro, que escribió estos cuentos hace seis u ochos años. ¿Es habitual que deje reposar tanto las cosas?

Siempre, para verlas con otros ojos, como algo más extraño, y tener otra perspectiva.

¿Trata con ello de distanciarse de sus propias palabras?

Sin duda. Creo que uno no debe compenetrarse con sus cosas. Esa distancia es necesaria porque la narración exige que uno deje de ser uno mismo y sea las personas de las que habla. No se puede decir: «Yo dije en un cuento», porque se supone que usted no dijo, que lo dijo alguien. Es verdad que eso ha nacido de uno pero no se sabe de dónde viene. Tampoco quiere decirse que sea de uno. Si ya en un artículo o en un ensayo -que dudo que sean literatura porque está todo controlado por la razón-, cualquiera sabe que cuando lo escribe lo entiende mejor que cuando lo piensa, en la narración esto queda más claro.

Eso dice mucho de cómo entiende el oficio de escribir...

Mi manera de escribir es directa, rápida, por lo que es necesario verlo después y hacer la corrección lingüística, de las repeticiones. Aunque hay repeticiones que deben hacerse porque escribir literatura no es escribir correctamente, la corrección es para otras cosas porque el lenguaje, la vida, no tienen correcciones.

No es muy amigo, entonces, de desnaturalizar mucho lo escrito.

No, siempre hay cosas ante las que uno se queda sorprendido, pero las deja. Por ejemplo, cuando hice Los compañeros (1997), al corregir las pruebas me di cuenta de que este señor de quien hablaba, echando cuentas, prácticamente tenía que haber terminado Derecho a los 12 años, lo que resultaba raro, ridículo. Pero en la vida también sucede que a alguien le echamos 50 y tiene 70 y a la inversa. De modo que decidí dejarlo. La vida es así. No echamos cuentas. Además, como no es el autor el que habla sino el personaje, allá él...

Cuando empezó a escribir, ¿le costó mucho dejar de hablar usted y permitir que fueran los personajes los que lo hicieran?

Al principio suele costar más, entre otras cosas porque uno no conoce el oficio, pero también depende de ciertas circunstancias. Lo que es evidente es que si uno ve un personaje y le fascina -le fascina o le repugna, no se trata de atracción, se trata de interés-, eso se hace dentro, por sí solo. Un cuento o una novela pueden estar ahí años, sin decidirse uno a escribir. Si rueda, bien, si no, lo suelo dejar, no me dedico a inventarlo. No suelo forzarlo porque entonces estoy inventando.

¿Son los personajes los que le dicen qué escribir o ésta es una visión muy ingenua o romántica de la literatura?

Es ingenua pero es así. Cuando uno se sienta a escribir piensa que ya sabe el final. ¡Pues no! Las cosas se tuercen, se ajustan por si solas. Freud, que lo dio muchas vueltas, consideró que era un misterio.

¿Qué le permite hacer el cuento que no pueda la novela?

Son cosas distintas. En el cuento hay siempre un acontecimiento presidiéndolo. Hay algo que golpea, una mirada. Los niños lo entienden muy bien cuando dicen: «Y luego, ¿qué pasó?». La novela es una historia larga y está sujeta a muchas matizaciones, implica muchas dimensiones para las que el cuento no tiene tiempo por su brevedad. En él no cabe mobiliario.

¿Es más complicado dominar el arte del cuento por la capacidad de síntesis que requiere?

Uno ve lo que es cuento y lo que es novela y puede dársele mejor una cosa que otra. Pero esto de mejor y peor, en el arte difícilmente existe. Vivimos en este mundo y hay que poner unos carteles para administrarnos pero: ¿por qué es mejor la capilla Sixtina que un cuadrito de Utrillo? No es mejor ni peor. Es distinto. Kierkegaard lo explica muy bien con el vuelo de los pájaros. Los pájaros son los mismos, unas veces vuelan alto y otras, bajo.

Daniel G. Rojo, El día de Valladolid, 9 de mayo de 2006, p. 16.

David Casillas entrevista a José Jiménez Lozano. Diario de Ávila [El Argonauta] (24 de mayo de 2003)

 

“Me preocupa que se hayan erigido contravalores”

El escritor José Jiménez Lozano, primer abulense que consigue el Premio Cervantes, pasó por su tierra natal. En el Monasterio de Santo Tomás, lugar que fuese sede de la universidad del mismo nombre, desgranó un poco de su filosofía, la forma de ver la vida de un hombre que tiene mucho que contar permanente sobre la relación que existe entre la cultura y la religión.

Aparte de en una visita privada y breve, no había vuelto José Jiménez Lozano a la ciudad de Ávila desde que le fuese concedido el Premio Cervantes. Ya ungido por el más prestigioso galardón de las letras en castellano, este abulense de Langa regresó a la ciudad que de niño creía Constantinopla para participar como ponente en la Cátedra Santo Tomás, esa iniciativa cultural que pretende convertirse en foro de reflexión permanente sobre la relación que existe entre la cultura y la religión.

-Las letras de Ávila recuperan con usted un nivel no alcanzado en mucho tiempo.

-No sé si es una cota. No había ningún Premio Cervantes pero hay mucha gente ilustre en Ávila muy antigua, de modo que no es eso, pero yo me alegro mucho de que se alegren.

-Vd. se caracteriza por utilizar un lenguaje limpio, sencillo, de gran profundidad, en tiempos en que se busca más la artificiosidad. ¿Es un estilo castellano?

-El estilo de escritura depende en parte de la educación, de lo que se ha leído. Pero parece evidente que cuando no queremos decir una verdad decimos las cosas con complicaciones, con barroquismos para encubrir; mientras que cuando decimos una cosa sencillamente usamos palabras más sencillas. Y me parece que es mucho más difícil escribir sencillamente que adjetivando, porque dejar que el sustantivo se tenga solo exige un sustantivo de verdad, pero poner diez adjetivos es comérsele. Es una visión estética, pero que sí creo que tiene que ver con nuestra tradición española de lengua castellana.

-¿Escribir claro es tener claridad de ideas?

-Sí. Hay ocasiones en las que las cosas deben decirse con las menos palabras posibles, por eso decía que si queremos excusamos de algo o no decir la verdad complicamos el discurso enormemente; cuando no, decimos las cosas más tranquilamente.

-¿La artificiosidad traiciona el mensaje?

-Sin duda, porque son las palabras las que dan el sentido, y hay dos maneras de acercarse a la escritura. Una, para decir algo que yo quiero, y entonces manejo las palabras, las utilizo; pero cuando vas a decir una verdad es ésta la que gobierna las palabras, adelgazamos el lenguaje hasta el silencio.

-Se percibe un evidente paralelismo entre su obra y la de Miguel Delibes.

-Si, quizás porque los dos estábamos en el mismo periódico, los dos escribíamos y los dos hemos sido directores; además, somos amigos. Una situación así se dio en El Norte de Castilla y podría haberse dado en otros periódicos, difícilmente en Madrid.

-¿Literatura y periodismo están muy unidos?

-Sí lo han estado, pero ahora están separados totalmente. Hoy son lenguajes muy distintos porque quizás el periodismo ya no existe como concepto clásico, es más medio de comunicación, es decir, un canal. El periodista ya no se responsabiliza, ni puede hacerlo, de lo que comunica a veces. Ha cambiado también en el sentido de que el periodista tema antes muy claro que tenía que hablar del qué, del donde, del como, del cuándo, y del por qué; pero, sin embargo, ahora hay una tendencia a ideologizar, a dar la noticia anunciando ya o casi diciendo lo que debe leer, o como un resumen tendenciado, y yo creo que eso no tiene nada que ver con el periodismo.

-¿Quizás porque el periodismo es reflexión?

-Ojalá lo fuera, pero la reflexión tiene que ser pausada y luego se firma. Una cosa es informar y otra opinar. El hecho no se puede determinar ni se puede colorear. Seguimos adoctrinando, impidiendo que quien lo lea juzgue como le parezca o que busque la reflexión. El periódico ha sido siempre la reflexión, pero ésta no es mera opinión, parece que es razonamiento. Y quizás, de manera circunstancial, hay que ser rápido, pero un periódico no puede ser una televisión ni una radio. El periodista necesita su tiempo para pensar.

-Su literatura también es de claro contenido social; ¿le preocupa la pérdida de valores?

-Que le preocupe a uno poco adelantamos. Lo que ocurre no es tanto que se hayan perdido valores sino que se han erigido contravalores. Por ejemplo, el mal tiene la apariencia de bien; la basura puede aparecer como un valor estético. Son cosas muy serias: no es lo mismo una pérdida de un valor que una afirmación como valor de algo tan horrendo. No sabemos qué va a pasar mañana, pero el pensamiento no es una cosa inocente. Hoy hay niños que matan, situación que nunca se había dado en la historia, porque no cabía en la mente del niño. Todo lo que pensamos lo hacemos, esto es lo terrible, por eso no podemos tener malos pensamientos, porque si se aceptan, se realizan. Después de la crisis de entreguerras ocurre que lo que es feo es estéticamente valioso, aunque veamos que es feo u hostil. La belleza es sensual, entra por los sentidos, produce complacencia, y ahora ocurre todo lo contrario, que produce pesadumbre, honor, y lo vamos asumiendo.

-¿Cuál es el gran problema de la sociedad actual?

-Yo creo que es la pérdida de la cultura, que es la capacidad de simbolizar la vida, y es básica para ser hombre. En el mundo nos vamos a encontrar lo que llevemos dentro. La cultura nos ha impuesto unas normas. Si no se lleva dentro nada, lo más probable es que nos comportemos como Neanderthal, como niños de dos años. No es que me preocupe o no, es que es un problema de instrucción que hay que exigir al Estado que resuelva, porque educar es otra cosa que pertenece a la familia, las iglesias o los grupos culturales. Falta, además, actitud para mejorar: si ahora los chicos no quieren ser como su profesor o su profesora, pues mal vamos... si se encuentran a gusto sin saber nada, se quedan así para toda la vida.

-¿Cuántas fes hay actualmente?

-No muchas, y parece que sólo no teniendo ninguna convicción podríamos vivir en paz, algo muy bonito teóricamente pero que no es verdad, porque si uno no se respeta a sí mismo por algo difícilmente va a respetar a los demás. Hay opiniones, pero no son nada. En el caso de que sepamos sólo un poco cabe hacer hipótesis, pero eso no son opiniones. La opinión no tiene valor ninguno. Que hay gente con convicciones es evidente; que hay gente de muchas opiniones, también. Pero eso no plantea opiniones culturales ni sociopolíticos. Lo que importa es la actitud ante las cosas serias, ante una visión de la vida, de una filosofía, y eso se utiliza en las manifestaciones externas, porque lo que uno lleve en su corazón si no lo dice no se puede saber.

-¿ Cómo ve usted la sociedad actual?

-Las sociedades siempre necesitan un grado de cohesión, que puede ser real o, como en la nuestra, puramente formal, donde se es políticamente correcto con lo que se lleve, todo el mundo dice ahora que es antirracista, una mentira grande porque racistas somos todos, pero lo sobreponemos por razones éticas, curioso que en un mundo que llamamos plural todo el mundo piense igual, la pluralidad no existe por ningún sitio si todo el mundo piensa igual; y si uno piensa distinto, ya hiere al conjunto. Es bastante grotesco que hablemos tanto de tolerancia.

-¿Se practicaba en el siglo XV tolerancia en España?

-Sí la hubo, pero no fue una especificidad española. Imagine que un obispo católico fue visir de un gran sultán de Constantinopla durante 42 años. Aquello fue una experiencia de la convivencia, que es normal, y de ahí nace la tolerancia, no como ahora, que procede de una ley jurídica o una educación.

David Casillas, Diario de Ávila [El Argonauta], 24 de mayo de 2003, p. IV.