Soljenitsin y la crítica al Estado leninista
Un proceso de crítica y revisión absolutas que, en Occidente, sólo nuestros intelectuales están silenciando sin pudor
La reciente
publicación castellana de las entregas III y IV del «Archipiélago Gulag»
(1911-1966)[1] ha sido
saludada, entre nosotros, con la habitual muralla de férreo silencio. Sin
embargo el debate intelectual que abre ese libro esté siendo decisivo en la
vida intelectual de Occidente. Günter Grass y los radicales de izquierdas
alemanes, tras su versión alemana, hicieron pública su reconsideración critica
de Lenin y la concepción leninista del Estado. «Le Nouvel Observateur» le
consagró seis páginas, entre la defensa más apasionada de la critica de
Alexander Soljenitsin al leninismo, y la crítica de su mesianismo de raíz
religiosa. «The New York Times» consagró las primeras diez páginas de su
célebre suplemento literario dominical. Y Octavio Paz publicó en su revista
«Plural» (quizá la revista cultural más importante en el ámbito lingüístico
castellano) la traducción castellana de ese texto, acompañado de una reflexión
propia, simultáneamente publicada en DESTINO, acerca de Soljenitsin, al que
compara con Job y la apocalíptica cristiana.
Tan graves y
aprobatorios argumentos contrastan con el oceánico silencio, cuando no los
ataques más mesiánicos (y el mesianismo, como estilo intelectual, siempre está
cercano a la tentación totalitaria, al fascismo) con que en nuestra península
ha sido recibida la obra literaria de este autor ruso. No he visto publicada ni
una sola critica de sus libros. Ni un solo argumento intelectual que refute sus
ideas. Ni un solo debate critico que se plantee alguno de los temas, decisivos
para la cultura occidental, que proliferan ante los alegatos morales de toda su
obra. Mientras en revistas como «Le Nouvel Observateur» el calificativo «Gulag»
empieza a utilizarse como sinónimo del terror concentracionario del genocidio,
la tontería policial de nuestras revistas políticas continúa perpetrando su ya
excesiva tentación del silencio.
El «Archipiélago
Gulag» plantea un debate decisivo: el estaliniano, el terror concentracionario,
los millones de muertos, asesinatos y suicidios, tiene sus raíces en la obra
teórica de Lenin. No estoy versado en estas cuestiones. Me limito a exponer una
opinión. Y el relato literario de Soljenitsin es la ilustración moral de tal
aventura.
Su tesis
elemental está siendo repetida por loa grandes periódicos de todo el mundo.
excepto en nuestro país: es en la teoría leninista del partido, en su organización
policial, donde hacen las bases teóricas de una práctica política que inventa
el campo de concentración antes que Hitler. Los teóricos de la estrategia
política tienen la palabra. Pero, a la vista del maniqueísmo policial de
nuestros medios intelectuales, será bueno recordar que esta opinión goza de una
aceptación muy considerable. Y que tiene sus orígenes en la masacre de los marineros
del Kronstadt.
El pasado 7 de
mayo, escribía en «Le Monde» Maximilien Rubel (traductor de Marx y profesor en
el CNRS): «...es el partido que se arroga el derecho de decidir si el proletariado
debe o no ejercer su dictadura, quien, sustituyendo a la clase y a la masa de
trabajadores, decide tachar de un trazo pluma lo que, según Marx representa un
periodo de transición» y agrega más adelante: «…el partido se guarda bien de poner
en cuestión lo esencial: a saber, sus prerrogativas de representante autoproclamado
de la clase obrera. Es siempre quien, por la voz de sus jefes, decide el
motivos de la dase obrera, es quien define la naturaleza y la forma que debe
tomar la acción de esta clase».
(Ese «él» mayestático,
¡cómo recuerda a la teología cristiana medieval!, con su secuela de represión
policial iluminista) Es necesario recordar todavía que ese «él» supuso el
asesinato en masa de socialistas, anarquistas, socialdemócratas, trotskistas y
liberales, por hablar sólo de fuerzas progresistas…
Por su parte,
Claude Roy, en «Le Nouvel Observateur» (números del 3 al 9 mayo de 1976), escribe de estos temas «Rusia ha vivido, aproximadamente, un año sin censura:
entre la explosión de los soviets en la revolución de febrero y el decreto de
Lenin de noviembre de 1917 que prohibía la prensa no bolchevique». Y comenta el
destino de este decreto policial: «es el control absoluto del partido sobre
toda palabra». Respecto a los famosos «redaktor»
(censores que trabajan en todas las editoriales y periódicos del país), ha
comentado Louis Aragon «el «redaktor» es un chupatintas particularmente odioso,
necesariamente espía y censor». Claude Roy, en el artículo de «Le Nouvel
Observateur» que he citado, multiplica a lo largo de cuatro páginas (que forman
parte del informe que la revista anuncia a toda página su portada) una relación
de crímenes y atentados contra la libertad perpetrada por el estado leninista,
citando como testigos y fuentes de información y critica a Aragon y a Ilya Ehrenburg.
Hasta aquí esta
mera enumeración expositiva, que podría, lógicamente, ampliarse más que
substancialmente. Quizá sólo nuestro país, en Occidente, se está hurtando, de
este proceso de indagación critica, frontal y decisiva hacia el estado concebido
por Lenin. Los «gauchistas» franceses (maoístas, anarquistas, «situacionistas»,
radicales de izquierda, de Sartre a Cohn-Bendit o Glucksmann, no hablemos ya de
los partidos e intelectuales de derechas) han multiplicado sus críticas totales,
frontales al estado imaginado por Lenin. Sus acusaciones son terminantes: se
le acusa de policía, de creador de un estado policial.
«Archipiélago
Gulag» es la ilustración literaria tardía de la toma de conciencia de los
intelectuales de la orilla izquierda parisina. Octavio Paz da modo ejemplar, ya
ha hecho referencia, en esta misma revista, como decía, a este proceso de
degradación e indigencia ideológica. El Gulag forma parte, ya, de la ignominia
moderna, de una marea asesina sin antecedentes (por su gigantismo) en la
historia de los hombres. En nuestro país, este océano de sangre y crímenes continúa
siendo un tema poco grato para nuestros intelectuales, perdidos en eternos desvaríos
y trivialidades estratégicas, temerosos de la sagrada inquisición
contemporánea, la estrategia política, a la que adulan del modo más vergonzoso,
y así ganan la gloria con que los policías pagan el silencio de sus lacayos.
Juan Pedro Quiñonero, Destino, nº 2018, del 3 al 9 de junio de 1976, pp. 40-41.
[1] «Archipiélago Gulag»
(II), Plaza y Janés. Barcelona, 496 páginas.
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