lunes, 13 de marzo de 2023

"Treinta años de futuro" de Andrés Ibáñez (ABC Cultural, 12 de marzo de 2022, pp. 58-60)

 

Marina Núñez. “Simbiosis (Drosera, 1)”, 2022. Imagen digital en tinta sublimada sobre aluminio. 40x40 cm.

TREINTA AÑOS DE FUTURO

Cuando volvemos la vista a los años 90 comprobamos que prácticamente todos los temas que nos preocupan o intrigan en 2022 estaban ya entonces desarrollados. Son como el dinosaurio de Monterroso: nos despertamos una y otra vez, y el dinosaurio sigue allí, pidiendo realidad, rogando que creamos en él asegurándonos que pronto, muy pronto, nos demostrará que existe de verdad. El estudio de la conciencia, la equiparación del cerebro con un ordenador, la inteligencia artificial, la realidad virtual, la idea del posthumanismo, el mejoramiento humano a través de la tecnología la posibilidad de descargar la conciencia en un ordenador, la preocupación por el calentamiento global, los juegos de ordenador, la idea del “ciberespario” (creada por el novelista William Gibson cuando usaba una máquina de escribir y jamás había tocado un ordenador), la eclosión del “cyberpunk”, los manga y los “anime”, la teoría de género, los estudios poscoloniales, el movimiento gay y el “orgullo gay”, los “estudios animales”, los derechos de estos (junto con algunos temas que luego han perdido fuelle, como los fractales, la teoría del caos o la autopoiesis), son los grandes temas de los 90.

Interface” neuronal

Seguramente a muchos jóvenes de la generación Z les asombrará saber que en los 90 sus padres ya leían mangas y veían “animes” sin parar (Akira, Venus Wars, Beautiful Dreamer, Neón Génesis Evangelion o Susurros del corazón, primera película de Estudios Ghibli), o que veían películas sobre realidades virtuales, sueños implantados o inteligencias artificiales que buscan liberarse de las ataduras físicas como Nivel 13, Strange Days o Ghost in the Shell.

La idea de que la Historia avanza cada vez más deprisa no es del todo cierta. Lo que avanza deprisa es la tecnología, máquinas-juguetes que se superponen a otras máquinas sin dejar huella ni recuerdo de las anteriores. En el territorio de las ideas, da la impresión de que en los últimos 30 años hemos avanzado bastante poco.

Resulta extraordinario leer en La Galaxia Gutenberg (1964) de Marshall McLuhan el anuncio de que nos encontramos en la «fase final de la extensión del hombre, aquella en que, a través de la simulación tecnológica, el proceso creativo de la conciencia será extendido colectivamente». Por no hablar de las famosas conferencias Macy, celebradas entre 1943 y 1954, en la que cerebros como Norbert Wiener o Von Neumann se reunían anualmente para buscar una teoría de comunicación y control aplicable por igual a animales, máquinas y seres humanos, para lo cual veían necesario, entre otras cosas, encontrar una teoría del funcionamiento neuronal que mostrara que las neuronas operan como sistemas de procesamiento de información. Setenta años han pasado, y Elon Musk todavía no ha logrado encontrar tal teoría a fin de sustentar sus locos proyectos de “interfaces” informáticas neuronales.

Reviso los libros que yo leía en los 90, rescatándolos aquí y allá de las baldas de mi biblioteca. En 1991, publicó Daniel Dennett La conciencia explicada, el texto en el que pretendía haber resuelto de una vez y para siempre el «gran enigma» de la conciencia. La explicación es la siguiente: la conciencia es el cerebro, y el cerebro funciona como un ordenador. El libro era una respuesta a La nueva mente del emperador, de dos años antes, en el que Roger Penrose postulaba que la conciencia funciona de forma no computacional. El mundo intelectual se dividió entonces en dos bandos: los que seguían al físico matemático Penrose y los que seguían al filósofo Dennett aunque por lo general se consideró que era Dennett el que tenía razón. Era la idea que necesitaba el posthumanismo. Todavía hoy en día la necesita.

En 1994 apareció La física de la inmortalidad, donde el físico Frank J. Tipler desarrollaba una teoría totalmente «científica» (la mitad del libro son fórmulas) que «demuestra» que en el futuro podremos descargar la conciencia humana en un ordenador para vivir eternamente, tal y como nos prometía la religión, en maravillosas realidades virtuales. «Al final -escribe Tipler- las máquinas inteligentes llegarán a serlo más que los miembros de la especie Homo Sapiens y, por tanto, dominarán la civilización: ¿acaso importa?». Y se deleita citando el libro del cibernético japonés Masahiro Mori, El buda en el robot (1974), donde se afirma que los robots tienen la misma capacidad potencial de alcanzar la iluminación que los seres humanos. ¿Los robots? Pero, ¿qué robots existían en 1974? Ni siquiera hoy en día, 50 años más tarde, existen robots. ¿De qué robots hablaba Mori en 1974? ¿De qué «simulación tecnológica» hablaba McLuhan en 1964? ¿De qué ordenadores que se comportaban como seres inteligentes hablaba Von Neumann en 1954? ¿En qué pruebas o demostraciones científicas se basaba Dennet para afirmar que el cerebro funciona como un ordenador o Tipler para demostrar que la conciencia puede transferirse a un ordenador? En realidad, solo hablaban de sueños y de fantasías. Y los sueños y las fantasías están muy bien siempre y cuando no intenten hacernos creer que son “ciencia” y que, por tanto, debemos aceptarlos sin rechistar.

En los años 90 el ideal y el programa del posthumanismo estaba ya plenamente desarrollado. En Niños de la mente: el futuro de la inteligencia humana y robótica (1988), Hans Moravec afirmaba otra vez el gran “kōan” del posthumanismo: «La identidad humana es esencialmente un patrón de información más que una actividad corpórea. Dicha proposición puede demostrarse descargando la conciencia humana en un ordenador». En 1999 apareció Cómo nos hicimos posthumanos, de N. Katherine Hayles, un libro extraordinariamente influyente que defendía que en el futuro viviríamos en cuerpos virtuales, liberados de la carne que ahora nos esclaviza y atenaza.

Ciberataques

Internet se veía entonces como una herramienta democratizadora, casi contracultural. En 2003, Horacio Moreno escribía en Cyberpunk: más allá de Matrix que «el arribo de las computadoras personales y de los módems conjuntamente con el enorme desarrollo de las redes telefónicas, trajo aparejado el fin de la hegemonía del Gobierno y de las corporaciones respecto de determinadas libertades de millones de individuos». Este optimismo parece hoy totalmente injustificado: son los gobiernos y las grandes corporaciones precisamente los que dominan un internet que, lejos de haberse convertido en garantía de las libertades, vemos ahora con claridad como un instrumento de control y manipulación a gran escala. Internet es en realidad la peor pesadilla de la democracia, la manipulación de Cambridge Analytica, la «psicopolítica» de Byung-Chul Han, el «capitalismo de vigilancia» de Shoshana Zuboff. En 2007, Rusia ensayó un ciberataque masivo contra Estonia, y logró boicotear totalmente las instituciones estatales y los negocios del pequeño país báltico. Como consecuencia, Tallin es hoy la capital mundial de la ciberseguridad, un tema que obsesiona tanto a los estonios que está presente hasta en los programas escolares.

La lucha por el futuro humano de Jeremy Naydler es uno de los mejores manifiestos que conozco contra la locura posthumanista de Elon Musk y tantos otros empresarios, teóricos e ingenieros sociales «visionarios» cuyas visiones tienen el mismo valor que aquellos «robots» que iban a alcanzar la iluminación y convertirse en budas. El proyecto de llenar el planeta de billones de sensores para crear una «realidad mixta» o un «internet de las cosas» que percibiríamos a través de gafas o lentes de contacto especiales conectadas a nuestro cerebro, cuyo marketing y diseño (“Neuralink” “Hololens”, “Innovega”, “eMacula”) ya se está preparando, es uno de tantos ejemplos terroríficos, cuyo único resultado sería volver locos a sus usuarios o impulsarles al suicidio. Ray Kurzweil afirma en La singularidad está cerca (siempre está cerca, a punto de llegar, a punto de demostrarse de una vez) que «en la post-Singularidad no habrá distinción entre ser humano y máquina, ni entre realidad física y virtual». El hecho es que Kurzweil identifica la «inteligencia», es decir, lo que nos hace humanos, con la capacidad de resolver problemas computacionales. Solo gracias a esta simplificación delirante es posible proponer un futuro tan estremecedor con una sonrisa en los labios.

Mente y alma

La realidad, pero no la virtual, que «está cerca», ni la imaginaría, la realidad de las cosas como realmente son, es que somos seres vivos y estamos dentro del orden de la Naturaleza, que necesitamos la Naturaleza y también el contacto social y la presencia humana. La realidad es que somos seres autoconscientes y que poseemos, como decía Vassily Grossman, una llama que arde en nuestro interior, una mente, un alma, ¡llámese como se quiera!, que es, en efecto, un misterio. La realidad es que esa llama que arde en nosotros es libre, y es además la única cosa libre que existe. La realidad es que una máquina jamás podrá ser consciente ni inteligente por la sencilla razón de que no está viva. La realidad es que, como afirma el filósofo y neurocientífico Alva Noë en Fuera de la cabeza. Por qué no somos el cerebro, «la conciencia no ocurre en el cerebro» y «sería absurdo buscar los correlatos neuronales de la conciencia: no existen dichas estructuras. La idea de que somos nuestro cerebro no es algo que los científicos hayan aprendido, sino que es un prejuicio que se han llevado al lugar de trabajo desde casa».

Nuevo humanismo

El posthumanismo es una ideología terrorífica y peligrosa. Se basa en premisas falsas que jamás podrán demostrarse, pero que antes de que sean finalmente abandonadas y dejadas atrás harán -están haciendo ya- un daño incalculable a nuestra salud mental y física. Como tantas fantasías políticas, se presenta a sí mismo como una utopía bondadosa y feliz en la que el ser humano ya no será humano y, como afirma Yuval Noah Harari, la democracia ya no será necesaria. Resulta increíble que las personas «progresistas» que se ven como herederas del «proyecto ilustrado» apoyen una y otra vez esta ideología antihumana que defiende, claramente y con todas las letras, la dictadura y el sometimiento de los seres humanos a lo inanimado. Me gustaría, desde estas páginas, hacer un llamamiento para luchar por un nuevo humanismo. Es verdad que el antiguo humanismo, que ponía al ser humano en el centro de todo con exclusión de todo lo demás, no parece viable. Necesitamos uno nuevo que comprenda a los seres humanos como parte del ecosistema un humanismo ecologista. Los seres humanos utilizamos la tecnología desde que éramos neandertales: es nuestra segunda naturaleza, como también lo es el lenguaje. La imprenta de Juan de la Cuesta, el órgano de J. S. Bach, la cámara de Tarkovsky, también eran máquinas. Nuestro final no puede ser dejar de ser humanos, sino a ser humanos de verdad.

ABC Cultural, 12 de marzo de 2022, pp. 58-60.

lunes, 6 de marzo de 2023

Nathan Gardels y Marilyn Berlin Snell entrevistan a Iván Illich (ABC, 9 de julio de 1989)


Ivan Illich: «La vida moderna implica la muerte de la naturaleza»

Por su innovadora crítica de la sociedad industrial, que comenzó hace ya más de una década en sus libros Energy and Equity, Medical Nemesis y Toward a History of Needs, el filósofo Ivan Ilich está considerado uno de los pensadores que fundaron el movimiento ecológico. Par él la vida moderna implica la muerte de la naturaleza, y los actuales procesos de desintegración de la capa de ozono y de calentamiento de atmósfera son consecuencia de un crecimiento industrial que no puede entenderse corno progreso. A menudo se le llama «profeta de una era de límites». La entrevista se realizó en su casa, en las faldas de la Sierra Madre mexicana.

Por su radical crítica de la sociedad industria hace quince o veinte años se le considera uno de los pensadores que fundaron el movimiento del medio ambiente. Ahora, muchos de sus conceptos han pasado al vocabulario de las instituciones establecidas del industrialismo y el desarrollo. El Banco Mundial habla ahora de «desarrollo sostenible» e incorpora consideraciones ecológicas cuando patrocina proyectos de desarrollo económico. George Bush, Margaret Thatcher y Mijaíl Gorbachov se preocupan públicamente de la capa de ozono y prometen una «agenda con protección al medio ambiente». ¿Qué es lo que ha cambiado?

—Lo que ha cambiado es que nuestro sentido común ha comenzado a buscar un lenguaje para hablar de la sombra que arroja nuestro futuro.

La tesis central de buena parte de mis primeras obras era que la mayoría de las desgracias causadas por el hombre —desde el cáncer y la ignorancia de los pobres hasta el hacinamiento urbano, la escasez de viviendas y la contaminación del aire— son subproductos de las instituciones de la sociedad industrial, que en principio estaba destinada a proteger del medio ambiente al hombre común, mejorar su situación y aumentar su libertad. Al traspasar los límites que la naturaleza y la historia imponen al hombre, la sociedad industrial engendró enfermedad y sufrimiento... ¡en nombre de la eliminación de la enfermedad y el sufrimiento!

En esta crítica inicial, recordaba yo la advertencia de Homero sobre el juicio condenatorio de Némesis. Arrastrado por la pleonexia o codicia radical, Prometeo traspasó los límites de la condición humana. Lleno de hubris, o presunción desmesurada, arrebató fuego del cielo y, como consecuencia, atrajo sobre sí la condenación. Fue encadenado a una roca, un águila se cebaba en su hígado y despiadados dioses curadores le mantenían vivo sanándole el hígado todas las noches. El encuentro de Prometeo con Némesis es una memoria inmortal de lo inescapable que es el desquite cósmico.

Era común a todas las éticas preindustriales la idea de que la gama de actividades humanas estaba estrechamente circunscrita. La tecnología era un mesurado tributo a la necesidad, o el instrumento que había de facilitar cualquier acción que eligiera la humanidad. En tiempos más recientes, merced a nuestro desordenado intento de transformar la condición humana con la industrialización, nuestra cultura entera ha caído presa del rencor de los dioses. Ahora, el hombre común se ha hecho Prometeo, y Némesis se ha convertido en endémica; es el reflujo del progreso. Somos rehenes de una forma de vida que provoca la condenación.

El hombre no puede vivir sin sus coches que eructan CO2, ni los rociantes desodorantes de fluorocarbono que destruyen la biosfera. No puede pasarse sin su terapia radiactiva, sus plaguicidas o sus bolsas de plástico no biodegradable en el supermercado. Si ha de sobrevivir la especie, decía yo en mis primeras obras, sólo podrá hacerlo cuando aprenda a habérselas con Némesis. La destrucción de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera terrestre, la irreversible y progresiva desaparición de variedades genéticas... todas estas cosas traen a la conciencia fas consecuencias de nuestras transgresiones prometeicas.

Ya no nos es tolerable pensar las bombas nucleares como armas; las conoce ahora como instrumentos de autoaniquilación. La capa de ozono en proceso de desintegración y la atmósfera que se caldea están haciendo que sea intolerable pensar en el crecimiento industrial como progreso; ahora se nos aparece como una agresión contra la condición humana. Quizá por primera vez podemos imaginarnos que, como dijo en cierta ocasión Samuel Beckett, «esta Tierra podría estar deshabitada».

—¿Cómo el «desarrollo» ha transformado nuestra relación con la naturaleza?

—El «desarrollo» es uno de esos términos modernos que expresan rebelión contra la «necesidad» que gobernaba todas las sociedades hasta el siglo XVIII. La noción de «desarrollo» promete una liberación del reino de la necesidad mediante la transformación de «lo común» en «recursos» que se utilizan para satisfacer las incontables «aspiraciones» del posesivo individuo. El «desarrollo» combina la fe en que la tecnología nos ha de liberar de todas las coerciones que han puesto límites a todas las civilizaciones del pasado con la certeza básica del siglo XX: la evolución. Interpretada por políticos optimistas, «evolución» se convierte en «progreso». Paralelo a la construcción de la idea del progreso industrial, se puso de moda otro concepto, que implicaba la aceptación del desarrollo por las «masas»: la participación. Puesto que el desarrollo reduce la coerción de la necesidad, la gente debe, por su propio bien, transformar sus deseos vagos, y a veces inconscientes, en «necesidades», que deben, entonces, ser satisfechas. La aparición universal de «necesidades» durante los últimos treinta años refleja así una redefinición de la condición humana y de lo que quiere decir «lo Bueno». Por ejemplo, en la ciudad de México de hoy la población siempre creciente necesita suministros de alimentos, porque cada vez menos personas, en números absolutos, pueden cultivar sus propios alimentos. Cada vez más personas de México necesitan transportes públicos o automóviles norteamericanos reciclados porque no les queda más remedio que desplazarse para trabajar en la economía de mercado. Se necesita suministrar más viviendas, con agua y electricidad, pidiendo prestado a los bancos estadounidenses, porque hay menos espacio adecuado para cabañas construidas por uno mismo, y porque la gente ha perdido la habilidad necesaria para echar un tejado.  

—De modo que en la base de la destrucción del medio ambiente y en el derroche de unos recursos finitos está un movimiento hacia el crecimiento económico estimulado por la transformación de la condición humana gobernada por la necesidad de un reino de «necesidades». Si así es, entonces el camino «después del desarrollo», según su punto de vista, ¿implicaría un regreso a la economía de subsistencia y a la restauración de lo común?

—Sí, exactamente. Mantenimiento sin desarrollo, o subsistencia, es sencillamente vivir dentro de los límites de las necesidades genuinamente básicas. Habitación, alimento, educación, comunidad e intimidad personal pueden todos ellos poseerse dentro de este esquema.

—La renuncia al crecimiento económico es difícil que pueda, en este momento, ganar mucho apoyo político. ¿Por qué no seguir el camino de la modernización ecológica? Si la energía es finita, ¿por qué no una tecnología de ahorro de recursos? Si los automóviles movidos por petróleo contaminan, ¿por qué no pasar al metanol? Si los kilómetros por pasajero son demasiados para desolarse a la oficina, ¿por qué no quedarse en casa y trabajar en el computador?

—La Revolución de la Información ha inyectado nueva vida en lo que de otra forma había sido agotamiento de la lógica de la industrialización. Estimula la esperanza en que, mediante sus instrumentos, el hombre pueda evadir los límites de su condición humana. Para hacer frente al futuro con libertad, se deben abandonar el optimismo y el pesimismo y depositar toda la esperanza en los seres humanos, no confiar en los instrumentos.

Yo, por ejemplo, veo señales de esperanza en la forma de vida de los campesinos que se mantienen en nivel de subsistencia o en la red de activistas que salvan árboles o que los plantan. Pero admito que soy aún incapaz de imaginar cómo, a menos que ocurra una catástrofe devastadora, puedan estos actos esperanzadores llegar a constituir una «política». Seguramente, cuando la venganza del cosmos se cristalice en la ruina de una antigua metrópoli cómo México —donde los fetos de los no nacidos se emponzoñan de plomo a través del aire que sus madres respiran—, sus ruinas quedarán, igual que Prometeo, como un testimonio de la maldición de Némesis. Entonces, quizá, la «política» abandone el desarrollismo y se implanten nuevas formas de organizar la vida. La ciudad de México está más allá de la catástrofe. Es una metáfora de todo lo que se ha torcido con el desarrollo. Esa antigua ciudad, fundada sobre un lago en el aire puro de un elevado valle de montaña, no tendrá aire ni agua limpios en el año 2000. Lo que me maravilla es que la ciudad sobreviva. ¿Por qué no se mueren allí de sed las personas? De la enorme cantidad de agua que se bombea sobre las montañas desde el campo, el 50 por 100 va a parar a menos del 3 por 100 de los hogares, 50 por 100 de los hogares obtienen menos del 3 por 100 del agua. Eso significa que ese 50 por 100 consigue sólo el agua suficiente para beber, cocinar y lavar, ¡y echar la bomba sólo una vez cada diecisiete deposiciones! El hecho es que la disolución de las heces en agua es totalmente imposible en México. Sin embargo, los cinco millones y medio de personas que no tienen lugar estable para defecar, se las arreglan de alguna forma para mantener bajo control incluso este aspecto de su vida. Así que México es también un símbolo de la estabilidad del equilibrio de las vecindades más allá die, la catástrofe. En un mundo como éste, veo surgir formas aterradoras pero eficaces de autogobierno que mantiene el Gobierno y las instituciones de desarrollo al margen de los asuntos diarios de  las personas.

— ¿De forma que de las ruinas del desarrollo surgen nuevas formas de vida?

—Algunos novelistas, como Doris Lessing en The Fifth Child, crean la sensación del mundo que emerge, de qué clase de relaciones son posibles entre las ruinas. Las obras de Lessing transmiten la imagen de los seres aterradores que tienen capacidad de supervivencia.

Es fascinante descubrir esta experiencia que comparte los ajenos en un México post-terremoto, preapocalipsis ecológico. Hay en ello algo que transciende a banda callejera, a trapero, a habitantes de basurero. Nuestra dificultad está en encontrar el lenguaje apto para hablar de esta alternativa porque, frente a la sabiduría oficial, las personas con necesidades básicas no satisfechas están sobreviviendo bajo nuevas formas de convivencia.

Quizá podamos pensar en ellas como la mayoría tecnofágica de la. última parte del siglo XX. Gentes que se alimentan de los desperdicios del desarrollo. Esta población comprende la mitad de los jóvenes del corazón de Chicago que han abandonado la escuela, así como dos tercios de los habitantes de ciudad de México cuyos excrementos no son tratados. Desde los desposeídos de Nueva York hasta los habitantes de la «ciudad de los muertos» de El Cairo, estos supervivientes son los arquitectos de nuestro «futuro» postmoderno.

—Ha esbozado usted un camino más allá del desarrollismo y fuera del debate dominante que ha planteado la Comisión de Brundtland. ¿Cuál es el próximo movimiento dentro de ese discurso?

—Para mí está claro que una ecología global, con énfasis en lo administrativo, se sigue lógicamente de la ética utilitaria de gestión que vertebra a la Comisión de Brundtland. Originalmente, el utilitarismo se concibió como un intento de proporcionar máximo de bien al mayor número de personas. Luego, en algún momento de los años setenta, llegó a significar el menor mal posible para el mayor número de personas. Esta metáfora médica ilustra sobre el próximo paso tras la Comisión Brundtland: no el mayor bien, ni el menor mal, sino la mayor gestión del mal para la especie.

—Es decir, enganchar la tierra a un pulmón artificial y administrarle drogas...

—Eso es. Después de la Comisión Brundtland, preveo la gestión de la supresión de lo común, no la restauración del medio ambiente común para poner límites culturalmente circunscritos y políticamente aprobados al crecimiento. En esta ectopia, veremos la gestión, con apoyo tecnológico, del hombre, desde el semen al gusano, incluidas las tasas de reproducción

—¿Aprobaría, pues, la emergencia de una visión ecológica del mundo que enfocara atención del hombre sobre la restauración del equilibrio natural? ¿Sería ése el nuevo ethos universal que daría unidad a este fragmentado planeta?

—Debe usted entender que el concepto de ecología está profundamente relacionado con el concepto de vida. La «vida» moderna implica la muerte de la Naturaleza. En un hilo continuo que se remonta hasta Anaxágoras (500-428 a. de C.) y sigue a través del siglo XVI, en Occidente era tema constante un concepto de la naturaleza orgánico y total. Dios era el modelo que daba forma al cosmos. Pero con la Revolución Científica llegó a dominar en el pensamiento un modelo mecanicista. Con objeto de la voluntad humana, la Naturaleza se transforma en materia muerta. Esta muerte de la Naturaleza, diría yo, fue el efecto de más largo alcance de aquel cambio radical en la visión humana del universo.

Pues bien, este carácter artificial de la «vida» se presenta con especial dramatismo en el discurso ecológico. El modelo que relaciona los seres vivientes y su hábitat —Dios—se ha disuelto en el concepto cibernético de un «ecosistema» que, a través de múltiples mecanismo de realimentación, puede regularse científicamente si la alimentación de datos la escogen adecuadamente hombres inteligentes. El hombre, agente de desequilibrio, proyecta sobre sí mismo la gran tarea de restaurar el equilibrio de la Naturaleza. El hombre ecológico protege la «vida» y defiende los recursos del agotamiento.

El tema autorregulado de la «vida» se convierte así en el modelo para oponerse a la destrucción industrial. Es una idea muy seductora y lo simplifica todo. En su intento de enfrentarse con Némesis, ¡el hombre amplía su presunción y pretende dirigir el cosmos! En el nombre de la Naturaleza, la ecología idoliza al hombre prometeico.

GARDELS y BERLIN, ABC, 9 de julio de 1989, pp. 82-83


Título original: THE SHADOW OUR FUTURE THROWS, ILLICH, IVAN, New Perspectives Quarterly, 1999, Vol. 16, Issue 2