LA
RELIGIÓN DE LA INFORMÁTICA
Desde luego, el gran
problema ético de nuestro mundo, y con el que por cierto ha muerto Malraux en
la boca, sigue siendo el de la libertad, el de la posibilidad de ser hombres.
Quizá como nunca las mediocres, pequeñas y rígidas ortodoxias de infinitas
ideologías absolutas siguen cercándonos o nos tienen ya en sus fauces. Parece
que este hombre de la civilización tecnológica de este final de centuria
necesita más que otro cualquiera creer en algo de modo fanático y absoluto para
sentirse seguro, hacer luego «apostolado», y al final, si es preciso,
pedir también inquisitoriales cuentas a los demás sobre su incredulidad o su
diferencia de credo. Seguramente no debemos engañamos bajo denominaciones
políticas o incluso científicas, lo que estamos viendo en nuestro derredor y
sintiendo en nuestra carne es una guerra religiosa y todas esas ortodoxias
buscan nuestra alma. Hasta los ordenadores la buscan, si es que no la tienen ya
entre sus garras.
El problema ético que
suscitan la cuestión de los «tests» o esta otra cuestión de los ordenadores no tiene,
desde luego, el sensacionalismo ni la teatralidad de otras cuestiones como la
violencia o la dictadura o la explotación económica y la servidumbre
descaradas, pero llevan todo esto en su entraña o lo están actuando ya. Por lo
pronto, un ordenador, excepto para quienes determinan su utilización y preparan
sus programas, es sólo «un dictador mecánico» que hace de ellos puros ejecutantes sin posibilidad
alguna de apreciación personal. Este «dictador», tan costoso además,
exige una atención de 24 horas cada día y servidores de algún elevado
coeficiente intelectual con lo que como han escrito los responsables del «Movimiento de dirigentes, ingenieros y cuadros
cristianos» de Francia «las tensiones corren el riesgo de crecer entre
los miembros de la sociedad y la élite está destinada a un desarrollo
intelectual sin precedentes. Y esas tensiones serán tanto más fuertes cuanto
que las necesidades de cumplimiento como hombres de los ejecutantes y el
control de poder ejercido por la élite no recibirá ninguna satisfacción
automática».
Añádase a esto, por
ejemplo, que quienes pueden disponer de un ordenador se irán distanciando
abismalmente de quienes no pueden y que una cosa así ocurre también en el plano
internacional y de manera muy concreta y alarmante en la elaboración del
armamento moderno. Pero, sobre todo, hay que pensar en que el ordenador
racionaliza todo -incluso los dramas humanos - y que la historia de cada hombre
queda inscrita en unas pocas cifras-clave constituyendo de este modo un fichero
sin precedentes a disposición de un Hitler un Stalin a niveles mundiales y
hasta cósmicos que hasta ayer mismo podrían parecer sueños de ciencia-ficción,
pero que hoy presentimos demasiado como para bromear con ello. ¿Acaso la IBM,
pongamos por caso, que tantos ordenadores ha programado para el mundo entero no
dispone de un cúmulo de informaciones con las que nadie podría sonar siquiera
en controlar? ¿Acaso no la convierte en una multinacional muy «sui generis»,
en un poder «sabelotodo»? Si no es así, tenemos que
alegramos de ello; pero mañana puede ser así. ¿Acaso el ordenador no es un mito
vivo más poderoso para mover montañas que la fe de las religiones? «Embarcados en una aventura científica que nadie
domina perfectamente -dice un grupo de muy lucidos especialistas en
Informática-, pero que ofrece a todos posibilidades y riesgos no podemos
tomar decisiones sin consecuencias para la vida de otros ni esquivarlas
consecuencias de las decisiones de otros.»
¿Y en el orden
específicamente religioso? Monsieur Pascal, que con su «máquina matemática»
creó el primer ordenador, tiene que haberse removido en su tumba: los
ordenadores no solamente niegan lo invisible, sino que pasan insensibles sobre
las esperanzas y los dolores humanos y nunca jamás se inclinarán hacia los
pobres y los pequeños, salvo para emitir el mismo terrible juicio diametralmente
opuesto al evangélico: no sirven, deben ser eliminados, son la escoria,
arrójeseles a las tinieblas exteriores de este mundo de sanos, ricos y listos.
Lo único que cabe esperar
es que los hombres se rebelen también contra el «dictador
mecánico», y quieran ser ellos mismos, destinando al ordenador a servir
instrumentalmente como una máquina cualquiera. Pero ésta es sólo una esperanza
no tan fácil de sostener en el «homo mechanicus» de hoy solicitado por
todas las ortodoxias y con miedo a la libertad.
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, Destino:
Año XXXVIII, No. 2047 (23 dic. 1976), p.27.