viernes, 24 de enero de 2025

"El camarada Stalin, en Bocaccio" de Jorge Edwards (Destino, nº 2010, del 9 al 14 de abril de 1976)

 


El camarada Stalin, en Bocaccio

Los intelectuales maoístas decían en Francia, en los tiempos de la Revolución Cultural china, que cuando ésta triunfara también en su país, deberían cortarles la cabeza.

Una de mis experiencias españolas más reveladoras ha consistido en leer y escuchar la reacción de los intelectuales frente a las declaraciones de Soljenitsin en la televisión. Soljenitsin, a mi juicio hizo algunas observaciones interesantes y dedujo, a partir de ellas, conclusiones arbitrarias. Observó, por ejemplo, que en España de 1976 existen mayores libertades que en países como la Unión Soviética o Bulgaria, cosa que pocos discuten, pero paso de ahí a una generalización absurda al insinuar que los españoles no saben de verdad lo que es una dictadura. Dijo después que si el Chile de Pinochet no existiera habría sido necesario inventarlo, con lo cual aludía a la actitud de los intelectuales de la ribera izquierda del Sena y de otras trincheras igualmente peligrosas, para quienes el golpe chileno ha sido una inagotable mina de lugares comunes, pero cometía una extraordinaria injusticia con la izquierda chilena, con los que han sufrido en carne propia el golpe, que suelen ser los grandes olvidados en todo este asunto.

Esto sólo demuestra que Soljenitsin, capaz de transmitirnos su experiencia rusa en un lenguaje poderoso, impregnado del tono de veracidad que logra sobrevivir al descuido de sus traductores, es muy débil en el manejo de la dialéctica, en la elaboración intelectual que podría permitirle un análisis correcto de realidades nacionales diferentes. Sin embargo, las reacciones equilibradas, basadas en el examen de las palabras de Soljenitsin y no en la delación o el insulto, han sido muy escasas. Sólo recuerdo aquí la de Baltasar Porcel, publicada hace dos semanas en esta misma revista. En cambio, la reacción casi unánime de los intelectuales españoles, privada o pública ha sido extraña, incluso inquietante. Al fin y al cabo, Soljenitsin, después de su juventud marxista, ha evolucionado a un reformismo cristiano impregnado de nostalgias primitivistas y medievalistas, una corriente que tiene arraigo en la tradición rusa, con representantes como Berdiaev o León Chestov y cuyos antecesores son el León Tolstoi de los últimos años y el propio Dostoievski

Confieso que me produce perplejidad observar a intelectuales bien informados, simpatizantes del socialismo democrático, de la democracia cristiana o del comunismo a la italiana, que se rasgan las vestiduras frente al testimonio, a menudo atrabiliario pero siempre interesante, de Alexander Soljenitsin. Un escritor como Juan Benet, para citar un solo ejemplo, ha pedido el campo de concentración para Soljenitsin; es decir, un escritor ha pedido que en la sociedad futura se establezca la cárcel por delito de opinión. ¿Ignora Juan Benet que su refinamiento literario, su complacencia en los aspectos formales de la obra narrativa, harían de él un candidato más que seguro a los campos de concentración en cualquier situación parecida a la que ha conocido y descrito Soljenitsin?

Sospecho que mis colegas españoles sienten que las realidades descritas por Soljenitsin se encuentran tan lejos, son tan remotas e inimaginables, que pueden permitirse con respecto a ellas el lujo del juego verbal, la pantomima de un estalinismo de buen tono, digno del Boccacio. Quizás estén en la misma posición que los intelectuales maoístas que me decían en Francia, en los tiempos de la Revolución Cultural, que cuando triunfara la Revolución en su país el deber del Gobierno revolucionario sería cortarles la cabeza. Desde Francia, la Revolución Cultural Proletaria se veía muy lejos, y ellos arriesgaban muy poco al ofrecer el cuello a esa guillotina puramente retórica.

El verdadero riesgo de estas actitudes consiste en despojar a las palabras de su sentido. La política, parafraseando a Antonio Machado, se hará entonces de todas maneras, pero correrá el peligro de hacerse sin los escritores, que terminarán por renunciar a la reflexión propia, sometiéndose a la imposición tiránica de los grupos y de los clanes. En un momento de evolución y de reforma, esa renuncia no dejarla de ser grave. No pienso ahora, como Soljenitsin, en el lejano reformismo de Alejandro II, sino en el reformismo chileno de los años de Frei, poco antes de la Unidad Popular. Sin justificar los errores y las limitaciones de ese reformismo, estoy convencido hoy día de que nuestra intransigencia absoluta, la de los intelectuales chilenos de izquierda, tuvo más adelante, en un momento en que la única alternativa frente a la guerra civil o al golpe militar era una alianza muy amplia con el partido de Frei, repercusiones serias. Cuando los intelectuales chilenos en el exilio me confiesan ahora, en secreto, que un regreso de Frei al poder, incluso en condiciones menos democráticas que las de 1969, seria archideseable, pienso con tristeza en nuestra desaforada intolerancia y en nuestro verbalismo de hace pocos años. Soy, a pesar de todo, un optimista, y no creo que mis amigos españoles se vean obligados a realizar en el futuro una meditación tan melancólica, pero ellos deberían saber que eso dependerá, en una medida mucho mayor de lo que se imaginan, de ellos mismos, de su buen sentido y su madurez, cualidades que según mi modesta experiencia son aún más necesarias en el cambio que en el inmovilismo.

Jorge Edwards, Destino, nº 2010, del 9 al 14 de abril de 1976, p. 43

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