El camarada Stalin, en Bocaccio
Los
intelectuales maoístas decían en Francia, en los tiempos de la Revolución
Cultural china, que cuando ésta triunfara también en su país, deberían
cortarles la cabeza.
Una de mis
experiencias españolas más reveladoras ha consistido en leer y escuchar la
reacción de los intelectuales frente a las declaraciones de Soljenitsin en la
televisión. Soljenitsin, a mi juicio hizo algunas observaciones interesantes y
dedujo, a partir de ellas, conclusiones arbitrarias. Observó, por ejemplo, que
en España de 1976 existen mayores libertades que en países como la Unión
Soviética o Bulgaria, cosa que pocos discuten, pero paso de ahí a una
generalización absurda al insinuar que los españoles no saben de verdad lo que
es una dictadura. Dijo después que si el Chile de Pinochet no existiera habría
sido necesario inventarlo, con lo cual aludía a la actitud de los intelectuales
de la ribera izquierda del Sena y de otras trincheras igualmente peligrosas, para
quienes el golpe chileno ha sido una inagotable mina de lugares comunes, pero
cometía una extraordinaria injusticia con la izquierda chilena, con los que han
sufrido en carne propia el golpe, que suelen ser los grandes olvidados en todo
este asunto.
Esto sólo
demuestra que Soljenitsin, capaz de transmitirnos su experiencia rusa en un
lenguaje poderoso, impregnado del tono de veracidad que logra sobrevivir al
descuido de sus traductores, es muy débil en el manejo de la dialéctica, en la
elaboración intelectual que podría permitirle un análisis correcto de
realidades nacionales diferentes. Sin embargo, las reacciones equilibradas,
basadas en el examen de las palabras de Soljenitsin y no en la delación o el
insulto, han sido muy escasas. Sólo recuerdo aquí la de Baltasar Porcel, publicada
hace dos semanas en esta misma revista. En cambio, la reacción casi unánime de
los intelectuales españoles, privada o pública ha sido extraña, incluso inquietante.
Al fin y al cabo, Soljenitsin, después de su juventud marxista, ha evolucionado
a un reformismo cristiano impregnado de nostalgias primitivistas y
medievalistas, una corriente que tiene arraigo en la tradición rusa, con
representantes como Berdiaev o León Chestov y cuyos antecesores son el León
Tolstoi de los últimos años y el propio Dostoievski
Confieso que me
produce perplejidad observar a intelectuales bien informados, simpatizantes del
socialismo democrático, de la democracia cristiana o del comunismo a la
italiana, que se rasgan las vestiduras frente al testimonio, a menudo
atrabiliario pero siempre interesante, de Alexander Soljenitsin. Un escritor
como Juan Benet, para citar un solo ejemplo, ha pedido el campo de
concentración para Soljenitsin; es decir, un escritor ha pedido que en la
sociedad futura se establezca la cárcel por delito de opinión. ¿Ignora Juan
Benet que su refinamiento literario, su complacencia en los aspectos formales
de la obra narrativa, harían de él un candidato más que seguro a los campos de
concentración en cualquier situación parecida a la que ha conocido y descrito
Soljenitsin?
Sospecho que mis
colegas españoles sienten que las realidades descritas por Soljenitsin se
encuentran tan lejos, son tan remotas e inimaginables, que pueden permitirse
con respecto a ellas el lujo del juego verbal, la pantomima de un estalinismo
de buen tono, digno del Boccacio. Quizás estén en la misma posición que los
intelectuales maoístas que me decían en Francia, en los tiempos de la
Revolución Cultural, que cuando triunfara la Revolución en su país el deber del
Gobierno revolucionario sería cortarles la cabeza. Desde Francia, la Revolución
Cultural Proletaria se veía muy lejos, y ellos arriesgaban muy poco al ofrecer
el cuello a esa guillotina puramente retórica.
El verdadero
riesgo de estas actitudes consiste en despojar a las palabras de su sentido. La
política, parafraseando a Antonio Machado, se hará entonces de todas maneras,
pero correrá el peligro de hacerse sin los escritores, que terminarán por
renunciar a la reflexión propia, sometiéndose a la imposición tiránica de los
grupos y de los clanes. En un momento de evolución y de reforma, esa renuncia
no dejarla de ser grave. No pienso ahora, como Soljenitsin,
en el lejano reformismo de Alejandro II, sino en el reformismo chileno de los
años de Frei, poco antes de la Unidad Popular. Sin justificar los errores y las
limitaciones de ese reformismo, estoy convencido hoy día de que nuestra
intransigencia absoluta, la de los intelectuales chilenos de izquierda, tuvo
más adelante, en un momento en que la única alternativa frente a la guerra
civil o al golpe militar era una alianza muy amplia con el partido de Frei, repercusiones
serias. Cuando los intelectuales chilenos en el exilio me confiesan ahora, en
secreto, que un regreso de Frei al poder, incluso en condiciones menos
democráticas que las de 1969, seria archideseable, pienso con tristeza en
nuestra desaforada intolerancia y en nuestro verbalismo de hace pocos años.
Soy, a pesar de todo, un optimista, y no creo que mis amigos españoles se vean
obligados a realizar en el futuro una meditación tan melancólica, pero ellos
deberían saber que eso dependerá, en una medida mucho mayor de lo que se imaginan,
de ellos mismos, de su buen sentido y su madurez, cualidades que según mi
modesta experiencia son aún más necesarias en el cambio que en el inmovilismo.
Jorge Edwards, Destino,
nº 2010, del 9 al 14 de abril de 1976, p. 43
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