HACE tiempo que
deseaba conocer a Miguel Delibes y a José Jiménez Lozano, es decir, a dos
hombres a quienes estimaba y admiraba a través de sus escritos. Que Delibes sea
uno de nuestros maestros en lengua castellana no era la razón última de mi
deseo, aunque siempre resulte un placer oír hablar a quien posee un idioma de
manera tan auténtica y vital. Que Jiménez Lozano sea un especialista en
historia de la Iglesia, de quien siempre se aprenden cosas interesantes,
tampoco era lo que me hacía desear su encuentro. Pensándolo bien creo que son
dos notas comunes a ambos lo que azuzaba mi interés por su personalidad: que en
los dos se trasluzca una ininterrumpida preocupación religiosa, y que los dos
vivan y trabajen en una ciudad castellana de brillante pasado y mortecino
presente, Valladolid.
Por ahí fuera,
la etapa de cristiandad ya está rebasada hace tiempo, y eso tiene, entre otras
ventajas, la de que. rota la presión social que obligaba a muchos a parecer
cristianos, el que se declara creyente suele serlo de verdad. Aquí, por ahora,
no ocurre lo mismo. La fuerza de la opinión tiene gran influencia en lo que
cada uno declara o calla. Reconocer externamente a alguien que, con todas sus
limitaciones y defectos personales, siente una auténtica preocupación
religiosa, no es muchas veces sencillo. Tanto Delibes como Jiménez Lozano han
ido logrando que muchos lectores, entre los que me cuento, detectaran que en
ellos aquella preocupación no es postiza. Encontrar personas auténticas es
difícil. Apetece.
Por otro lado,
quería conocerles por el hecho de que vivieran y trabajaran en Valladolid.
(Jiménez Lozano tiene su casa en Alcazarén, a unos kilómetros, pero va y viene
todos los días.) Aunque en Barcelona esta observación quizá resulta extraña,
considero que Madrid y su excesivo centralismo no sólo ha perjudicado a regiones
como Cataluña, Galicia o el País Vasco, que se han venido quejando de ella y
planteando endémicos problemas; Madrid, por de pronto, se ha ido chupando a
Castilla, que nunca se ha quejado, al menos como región. En este aspecto, el
desolado panorama de la ruta del Cid, salpicada de aldeas abandonadas y
semidesierto, es ilustrativo. Que existan focos de cultura castellana en
Castilla quiero decir, fuera de Madrid, parece muy saludable. Madrid, como
todas las capitales de Estado, no pertenece a ninguna región, y necesita puntos
exteriores que ofrezcan resistencia y se equilibren entre sí. El grupo que en
Valladolid hace cultura castellana merece ser conocido,
Surgió
últimamente la ocasión de encontrar a estos dos escritores y de encontrarlos además
en su propia salsa, en Valladolid. En un escenario lleno de sabor, la sala de
máquinas de «El Norte de Castilla», y en una cena entre amigos, después.
Desde que leí la
última novela de Miguel Delibes, Cinco horas con Mario, pensé que el
libro resulta una medicina excelente contra los empachos de mala hagiografía,
contra esas inhumanas vidas de santos que lo son desde la cuna, que rezan en
brazos de su niñera y cuya perfección moral es tan evidente como la belleza de
una señorita guapa en traje de baño. Mario es un cristiano que va de camino,
como todo el mundo, con sus defectos iniciales a cuestas, aquí caigo y allí me
levanto, luchando con suerte desigual, y conservando muchos rasgos exteriores
imperfectos que ocultan a los ojos de los demás, y a los suyos, sus victorias
interiores.
Durante la cena
salta la conversación a hablar de la santidad que no es aparatosa, la que no se
ve. La mujer de Delibes califica con gracia;
—El pobre
Mario es un poco «rollo».
El padre Sopeña,
otro de los comensales, de paso por Valladolid, está de acuerdo en que los
santos de verdad tienen a menudo defectos llamativos que los traen en jaque
toda su vida, y que tapan a la vista de todos, y a la suya, el mérito de la
lucha en que van venciéndolos poco a poco. Aunque a Néstor Luján no le va a
caer simpático el ejemplo, la verdad es que el padre Sopeña habla ahora de san
Antonio María Claret.
—Se acaba de
publicar su diario, y dice cosas graciosísimas. Un día escribe: «Ayer estalló la revolución. Hoy tengo colitis.»
El pobre Mario,
un poco «rollo», tiene que aguantarse a sí
mismo, y tiene que aguantar a una serie de hombres y mujeres, empezando por la
suya, que no le entienden. Pasa por su correspondiente depresión nerviosa. Para
su mujer es un bicho raro porque rechaza los regalos que le huelen a intento de
soborno; un despistado porque es amable con los bedeles y en cambio se enfrenta
con el gobernador civil cuando cree que debe hacerlo; un tipo sin sentido de la
realidad porque cree de buena fe que para conseguir un piso lo necesario es
encontrarse dentro de los requisitos que la ley exige —funcionario. familia
numerosa—, en vez de buscar recomendaciones para las autoridades. Mario es un
hombre que no vive en el mundo porque no quiere comprar un «seiscientos»:
«Un catedrático de Instituto no es un millonario...»
—Yo creo que
debería haberlo comprado — dice la mujer de Delibes.
A todo esto,
miro a Jiménez Lozano, que me tiene intrigada. No sé bien el motivo, pero me
parece un personaje chestertoniano. Quizá por la impresión, a primera vista
contradictoria, que me ha producido su último libro. Meditaciones sobre la
libertad religiosa El libro refleja un conocimiento muy profundo de la historia
religiosa española, un conocimiento de investigación personal, y esa historia
dista mucho de ser alegre. Sin embargo. de su lectura se desprende un hálito de
alegría. ¿No será, por casualidad, que el autor, además de escribir sobre temas
religiosos, es él mismo un cristiano? Parece difícil, en otro supuesto,
conseguí esa respiración tranquila y suave, esa especie de soplo de esperanza
que revolotea por todo el libro. Los datos, uno por uno, de nuestra convivencia
religiosa, de nuestra sangrienta y despiadada historia, son muy tristes, y el
libro está lleno de datos. Jiménez Lozano se ríe con facilidad, es bajo y de
sincera mirada, va y viene todos los días en autobús de Alcazarén a Valladolid. Si, me parece que a Chesterton le hubiera gustado muchísimo.
Hablamos de un
acto cultural al que acabamos de asistir. Yo tengo la impresión de que el
auditorio pasó todo el tiempo espiando la irremediable llegada de los
alguaciles de la Santa Inquisición a prendernos para organizar con nosotros un magnífico
auto de fe. Nadie se reía, nadie se sonreía siquiera, y las posturas eran de lo
más envarado. Pienso que más allá de los Pirineos el acto sería calificado de
conservador. Cuando hablo de mis impresiones. Delibes me mira, muy serio:
—Nada
de eso. Es que aquí somos muy sobrios. Estamos en Castilla. En Cataluña la
gente es sentimental, mediterránea.
Me parece ver
muy en el fondo de su mirada una chispita de guasa A lo mejor son figuraciones
mías, no sé.
Lo que desde
luego no es una figuración es que tanto Delibes como Jiménez Lozano están
dedicados a una tarea, ¡ay!, muy difícil. Están dedicados a barrer mitos, cada
uno en su propio campo. Fuerzas necesitan. En este apasionado país nuestro, de
tradicional amor a la caza periodística de brujas, es una labor imprescindible,
pero heroica.
Ya terminada la
cena, no puedo alejar una idea de la cabeza: Si en cada ciudad trabajara un
grupo de personas inteligentes... Si en cada gran ciudad lucharan varios grupos
de diversos matices, pero todos lúcidos. ¿Sería suficiente?
A los pocos días,
ya en Barcelona, leo el número que DESTINO dedica a un periodo reciente y
agitado de nuestra Historia, de Isabel n a la Restauración. Encuentro una frase
que da escalofríos. «España resultó una "jaula de locos” para Amadeo de
Saboya.» Él no era español. Abdicó y se fue. ¿Qué haremos nosotros? ¿Seguir
lanzando hacia la diáspora a los que piensan por su cuenta y estorban?
¿Destruirlos físicamente? ¿Integrarlos por fin, como fermento para crear un país
europeo?
Que a estas
alturas puedan plantearse tales interrogantes da la medida del esfuerzo de
quienes hoy trabajan en cualquier ciudad —Valladolid, por ejemplo— para que
nuestros hijos no puedan planteárselas nunca más.
Destino, Segunda época — Año XXX — N.° 1548 Barcelona. 8 de abril de 1967 p.31)
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