miércoles, 22 de enero de 2025

"Con Delibes y con Jiménez Lozano. Cena en Valladolid." por Elisa Lamas ("Destino", segunda época — Año XXX — N.° 1548, 8 de abril de 1967)

 


HACE tiempo que deseaba conocer a Miguel Delibes y a José Jiménez Lozano, es decir, a dos hombres a quienes estimaba y admiraba a través de sus escritos. Que Delibes sea uno de nuestros maestros en lengua castellana no era la razón última de mi deseo, aunque siempre resulte un placer oír hablar a quien posee un idioma de manera tan auténtica y vital. Que Jiménez Lozano sea un especialista en historia de la Iglesia, de quien siempre se aprenden cosas interesantes, tampoco era lo que me hacía desear su encuentro. Pensándolo bien creo que son dos notas comunes a ambos lo que azuzaba mi interés por su personalidad: que en los dos se trasluzca una ininterrumpida preocupación religiosa, y que los dos vivan y trabajen en una ciudad castellana de brillante pasado y mortecino presente, Valladolid.

Por ahí fuera, la etapa de cristiandad ya está rebasada hace tiempo, y eso tiene, entre otras ventajas, la de que. rota la presión social que obligaba a muchos a parecer cristianos, el que se declara creyente suele serlo de verdad. Aquí, por ahora, no ocurre lo mismo. La fuerza de la opinión tiene gran influencia en lo que cada uno declara o calla. Reconocer externamente a alguien que, con todas sus limitaciones y defectos personales, siente una auténtica preocupación religiosa, no es muchas veces sencillo. Tanto Delibes como Jiménez Lozano han ido logrando que muchos lectores, entre los que me cuento, detectaran que en ellos aquella preocupación no es postiza. Encontrar personas auténticas es difícil. Apetece.

Por otro lado, quería conocerles por el hecho de que vivieran y trabajaran en Valladolid. (Jiménez Lozano tiene su casa en Alcazarén, a unos kilómetros, pero va y viene todos los días.) Aunque en Barcelona esta observación quizá resulta extraña, considero que Madrid y su excesivo centralismo no sólo ha perjudicado a regiones como Cataluña, Galicia o el País Vasco, que se han venido quejando de ella y planteando endémicos problemas; Madrid, por de pronto, se ha ido chupando a Castilla, que nunca se ha quejado, al menos como región. En este aspecto, el desolado panorama de la ruta del Cid, salpicada de aldeas abandonadas y semidesierto, es ilustrativo. Que existan focos de cultura castellana en Castilla quiero decir, fuera de Madrid, parece muy saludable. Madrid, como todas las capitales de Estado, no pertenece a ninguna región, y necesita puntos exteriores que ofrezcan resistencia y se equilibren entre sí. El grupo que en Valladolid hace cultura castellana merece ser conocido,

Surgió últimamente la ocasión de encontrar a estos dos escritores y de encontrarlos además en su propia salsa, en Valladolid. En un escenario lleno de sabor, la sala de máquinas de «El Norte de Castilla», y en una cena entre amigos, después.

Desde que leí la última novela de Miguel Delibes, Cinco horas con Mario, pensé que el libro resulta una medicina excelente contra los empachos de mala hagiografía, contra esas inhumanas vidas de santos que lo son desde la cuna, que rezan en brazos de su niñera y cuya perfección moral es tan evidente como la belleza de una señorita guapa en traje de baño. Mario es un cristiano que va de camino, como todo el mundo, con sus defectos iniciales a cuestas, aquí caigo y allí me levanto, luchando con suerte desigual, y conservando muchos rasgos exteriores imperfectos que ocultan a los ojos de los demás, y a los suyos, sus victorias interiores.

Durante la cena salta la conversación a hablar de la santidad que no es aparatosa, la que no se ve. La mujer de Delibes califica con gracia;

El pobre Mario es un poco «rollo».

El padre Sopeña, otro de los comensales, de paso por Valladolid, está de acuerdo en que los santos de verdad tienen a menudo defectos llamativos que los traen en jaque toda su vida, y que tapan a la vista de todos, y a la suya, el mérito de la lucha en que van venciéndolos poco a poco. Aunque a Néstor Luján no le va a caer simpático el ejemplo, la verdad es que el padre Sopeña habla ahora de san Antonio María Claret.

Se acaba de publicar su diario, y dice cosas graciosísimas. Un día escribe: «Ayer estalló la revolución. Hoy tengo colitis.»

El pobre Mario, un poco «rollo», tiene que aguantarse a sí mismo, y tiene que aguantar a una serie de hombres y mujeres, empezando por la suya, que no le entienden. Pasa por su correspondiente depresión nerviosa. Para su mujer es un bicho raro porque rechaza los regalos que le huelen a intento de soborno; un despistado porque es amable con los bedeles y en cambio se enfrenta con el gobernador civil cuando cree que debe hacerlo; un tipo sin sentido de la realidad porque cree de buena fe que para conseguir un piso lo necesario es encontrarse dentro de los requisitos que la ley exige —funcionario. familia numerosa—, en vez de buscar recomendaciones para las autoridades. Mario es un hombre que no vive en el mundo porque no quiere comprar un «seiscientos»: «Un catedrático de Instituto no es un millonario...»

Yo creo que debería haberlo comprado — dice la mujer de Delibes.

A todo esto, miro a Jiménez Lozano, que me tiene intrigada. No sé bien el motivo, pero me parece un personaje chestertoniano. Quizá por la impresión, a primera vista contradictoria, que me ha producido su último libro. Meditaciones sobre la libertad religiosa El libro refleja un conocimiento muy profundo de la historia religiosa española, un conocimiento de investigación personal, y esa historia dista mucho de ser alegre. Sin embargo. de su lectura se desprende un hálito de alegría. ¿No será, por casualidad, que el autor, además de escribir sobre temas religiosos, es él mismo un cristiano? Parece difícil, en otro supuesto, conseguí esa respiración tranquila y suave, esa especie de soplo de esperanza que revolotea por todo el libro. Los datos, uno por uno, de nuestra convivencia religiosa, de nuestra sangrienta y despiadada historia, son muy tristes, y el libro está lleno de datos. Jiménez Lozano se ríe con facilidad, es bajo y de sincera mirada, va y viene todos los días en autobús de Alcazarén a Valladolid. Si, me parece que a Chesterton le hubiera gustado muchísimo.

Hablamos de un acto cultural al que acabamos de asistir. Yo tengo la impresión de que el auditorio pasó todo el tiempo espiando la irremediable llegada de los alguaciles de la Santa Inquisición a prendernos para organizar con nosotros un magnífico auto de fe. Nadie se reía, nadie se sonreía siquiera, y las posturas eran de lo más envarado. Pienso que más allá de los Pirineos el acto sería calificado de conservador. Cuando hablo de mis impresiones. Delibes me mira, muy serio:

—Nada de eso. Es que aquí somos muy sobrios. Estamos en Castilla. En Cataluña la gente es sentimental, mediterránea.

Me parece ver muy en el fondo de su mirada una chispita de guasa A lo mejor son figuraciones mías, no sé.

Lo que desde luego no es una figuración es que tanto Delibes como Jiménez Lozano están dedicados a una tarea, ¡ay!, muy difícil. Están dedicados a barrer mitos, cada uno en su propio campo. Fuerzas necesitan. En este apasionado país nuestro, de tradicional amor a la caza periodística de brujas, es una labor imprescindible, pero heroica.

Ya terminada la cena, no puedo alejar una idea de la cabeza: Si en cada ciudad trabajara un grupo de personas inteligentes... Si en cada gran ciudad lucharan varios grupos de diversos matices, pero todos lúcidos. ¿Sería suficiente?

A los pocos días, ya en Barcelona, leo el número que DESTINO dedica a un periodo reciente y agitado de nuestra Historia, de Isabel n a la Restauración. Encuentro una frase que da escalofríos. «España resultó una "jaula de locos” para Amadeo de Saboya.» Él no era español. Abdicó y se fue. ¿Qué haremos nosotros? ¿Seguir lanzando hacia la diáspora a los que piensan por su cuenta y estorban? ¿Destruirlos físicamente? ¿Integrarlos por fin, como fermento para crear un país europeo?

Que a estas alturas puedan plantearse tales interrogantes da la medida del esfuerzo de quienes hoy trabajan en cualquier ciudad —Valladolid, por ejemplo— para que nuestros hijos no puedan planteárselas nunca más.

Destino, Segunda época — Año XXX — N.° 1548 Barcelona. 8 de abril de 1967 p.31)

No hay comentarios: