jueves, 23 de enero de 2025

José Jiménez Lozano entrevista a José Luis L. Aranguren (Destino, nº 1783, 4 de diciembre de 197)

UNA CIERTA MIRADA CRITICA Y HONESTA. 

CONVERSACION CON EL PROFESOR ARANGUREN.

José Jiménez Lozano 

No sé si nuestra sociedad es capaz ya de sentir lo que pierde, cuando prescinde de hombres como el profesor Aranguren. No sé si sabe lo que con ello se empobrece, como se apresuran a enriquecerse otras sociedades como la norteamericana, por ejemplo, que, en cuanto el profesor Aranguren fue despedido de su cátedra de Madrid, le faltó tiempo para ofrecerle otra cátedra en su Universidad de Santa Bárbara, pero todos los síntomas son de que si se percata de ese empobrecimiento.

En realidad, apenas el profesor Aranguren regresa a primeros de verano, de Norteamérica, se carga inmediatamente su calendario de trabajo entre nosotros: conferencias, charlas, seminarios, etc. Particularmente en el ámbito de la juventud estudiosa y en los medios más en punta y más avisados de la Iglesia española, se espera la vuelta de don José L. Aranguren, un poco o un mucho, como una ventana por la que asomarse al mundo cultural de por ahí fuera, infinitamente distinto del nuestro, siempre tan cerrado y tan anacrónico. Y a este afán casi primitivo de respiración espiritual se añade también un sentimiento de orgullo patriótico de la mejor ley: el orgullo de que sí, en nuestro país, se ha convertido casi en norma histórica el ignorar y despreciar nuestros más altos valores intelectuales, cuentan, por lo menos, fuera de nuestras fronteras y dan al país un prestigio y un espiritual peso específico, que en vano se busca por el camino de las competiciones deportivas y que no darían nunca las mejores alianzas políticas.

Pero es que, además, el profesor Aranguren es probablemente un caso señero de magisterio científico y espiritual en la España moderna y me parece que estas cosas no nos sobran y, sobre todo, que, como la verdad evangélica, no deben ocultarse bajo el celemín, sino airearse por los tejados y azoteas, es decir, en los periódicos y revistas. ¿Por qué no mantener, entonces, una pequeña conversación con el profesor Aranguren sobre los temas religiosos más vivos de este momento, que pudiera ser oída por los lectores de DESTINO? Ni siquiera es preciso insistir demasiado en lo que Aranguren ha significado y significa en nuestro catolicismo o llamar la atención sobre e1 impacto intelectual de sus ideas este sentido, porque ese impacto está ahí en cientos de nosotros, sacerdotes o laicos, creyentes o no y ese impacto es el que reciben, durante seis meses, sus alumnos de la Universidad de Santa Bárbara acuden a su cátedra de «Estudios religiosos», que simultanea con la de «Sociología de la Literatura»; pero deseo insistir en que el profesor Aranguren aceptó, en seguida, esta idea de contestar a un cuestionario espontáneo y prácticamente informal como el que sigue. Ni mis preguntas ni sus respuestas han sido cuidadosamente calculadas y estereotipadas, porque ninguno de los dos soportaríamos esta clase de formalismo. Son sencillamente como un trozo de una conversación libre y amistosa en la que yo he puesto el cebo de unas cuantas inquietudes que, en este momento, me parece que están en la calle, y el profesor Aranguren ha puesto la sustancia de la respuesta. Sin excluir la ironía cuando por el dramatismo de lo que tenía que decir, esa respuesta hubiera tenido quizá que tornarse amarga.

1 Ya puede usted imaginarse —le digo a Aranguren— que no voy a preguntarle por la fenomenología ni por problemas de lingüística o de sociología de la literatura. Aunque quizás sobre lingüística, sí que podría decirme algo, por ejemplo, sobre el significado de ese terror mostrado en el «informe» de monseñor Bartoletti, obispo de Luca, al Sinodo, que muchos han considerado algo así como «el discurso de la Corona» o «el mensaje sobre el estado de Unión», es decir, de la Iglesia, y en el que ha hablado del neopositivismo lógico como de uno de los peligros para el cristianismo o, por lo menos, para la teología de hoy. Hablemos, pues, un poco del neopositivismo lógico y de su impacto en la teología, como en Van Buren, por ejemplo.

—Hablemos, querido Jiménez Lozano, de lo que usted quiera. Yo preferiría hacerlo de su libro Historia de un Otoño, pero puesto que usted me somete unos temas, parece que debemos empezar por ellos, e incluso es preferible, porque así reservaremos para el postre lo mejor, o para final del convite o conversación el mejor vino.

Creo que hay que distinguir entre el neopositivismo lógico y la filosofía lingüística o análisis lógico del lenguaje ordinario. Pero en cuanto a su impacto en la teologías me parece que uno y otro no hacen sino recubrir con vestiduras a la moda actitudes de siempre. El neopositivismo lógico al negar sentido a la palabra de Dios, niega, forzosamente, la posibilidad de cualquier forma de teología o «hablar de Dios», pero deja abierta la posibilidad mística. No quiero decir con esto, naturalmente, que los neopositivistas sean místicos, aunque cierta veta mística presentan algunos de ellos, lo que no es de extrañar, ya que también el paleopositivista y fundador del positivismo, Augusto Comte, practico un extravagante misticismo, como usted sabe. La filosofía lingüística podría ser caracterizada como un «idealismo lingüístico»: existe todo y sólo lo que existe lingüísticamente. ¿Se acuerda usted de la prueba ontológica de existencia de Dios? La cuestión allí consistía en pasar de la «idea» de Dios a la afirmación de su existencia. Un San Anselmo filósofo lingüista habría de repetir la experiencia filosófica partiendo no de la idea, sino de la «palabra» Dios. Pero en fin y como decía todo esto no son sino nuevos lenguajes, nuevos trajes, nuevas modas.

2 Hablemos también entonces de esos otros dos «peligros» —ya ve usted que volvemos a marchas forzadas al lenguaje y al talante preconciliar de corsés protectores, invernaderos, miedos, peligros, etc.—: la secularización y la desmitización. ¿Es que la Iglesia puede permitirse, una vez más rehuir el reto de estos desafíos o simplemente de realidades históricas como la secularización o problemas tan obvios como la desmitización? ¿Es que se puede ser cristiano, sin hacer cuenta de estas cosas?

—La secularización y la desmitización son dos inesquivables realidades. En nuestro tiempo ya no se puede ser cristiano sino desde la secularización. Pero ¿hasta dónde ha de llegar ésta? Lo mismo pasa con la desmitización y quizá de un modo más acuciante todavía. Si el proceso de desmitización lo llevamos inexorablemente adelante, ¿qué nos quedará al final? Ciertamente continuar siendo cristiano no es cosa fácil.

3 En el mismo «informe Bartoletti» se ha anatematizado la postura de los que se niegan a dar la primacía a la institucionalidad en la contemplación y en la definición de la Iglesia y sólo Dios sabe si todavía no se proclamará la famosa «Constitución de la Iglesia» ¿Hacia dónde vamos o volvemos, mejor dicho?

—Para que vea usted hasta dónde he llevado a cabo el proceso de secularización en mí mismo: no tengo la menor idea del «informe Bartoletti», ni siquiera de quién es dicho señor. Las cosas de la Curia no me interesan lo más mínimo, y lo único que nos faltaba es una «Constitución de la Iglesia».

4 ¿Hacia dónde marchan los cristianos que han abandonado y siguen abandonando la Iglesia, mientras tanto?

—Supongo que en direcciones muy diferentes. Los más de ellos me imagino que hacia un teísmo (la palabra «deísmo» pasó de moda) más bien vago. La gente en nuestra época tiene la manía de marcharse, de irse —así se ponen las carreteras en los fines de semana—, aunque no sepan a dónde. Yo los domingos me quedo siempre en casita. Y como cristiano y aún católico, también. Según suele decirse, «como en casa, en ninguna parte». Lo que pasa es que en mi casa mando yo y no la Curia, el obispo o, dicho sea con todos los respetos, el Papa. Si tuviese que definirme, diría que soy un cristiano-católico-heterodoxo. (Ya sabe usted por mi libro La crisis del catolicismo que relativizó mucho la contraposición ortodoxia-heterodoxia). Y pero creo que, más o menos conscientemente, lo mismo podría decirse de muchos contemporáneos nuestros.

5 ¿A usted no le parece que este nuevo volcarse de la Iglesia hacia «el Reinado Social de Jesucristo», o sea, hacia los problemas políticos y sociales huele un poco a el dar la primacía al deporte, en los colegios, para ahorrarse problemas de sexo? No digo que se haga con intención, por lo menos consciente, pero todo este activismo político social no encubre un poco los problemas fundamentales? Exactamente como Unamuno decía, y a mi entender con razón, que el movimiento de Ketteler, por ejemplo, sirvió para distraer a los católicos de las graves preguntas y problemas suscitados por «modernismo». Y, ahora, resulta que esos problemas y esas preguntas siguen ahí, solamente que agravados, ¿no?

—Sí, estoy completamente de acuerdo. En este sentido el «fundamentalismo» católico de los agitados y agitadores hermanos Berrigan es sumamente expresivo. Muy oportunamente cita usted a Ketteler, de quien todo el mundo sabe su activismo social-católico; de quien casi nadie sabe que quien casi nadie sabe que en el Concilio Vaticano I estuvo en contra de la Infalibilidad. No es de intentar hacer análisis psicológicos con su biografía, pero no hay duda que el ejemplo que usted ha traído a cuento es muy bueno.

6 ¿Hablamos un poco de la Iglesia española, o no? La Asamblea obispos sacerdotes parece que ha levantado algunas «ronchas» políticas y Jaume Lores decía en un artículo reciente que no se puede hacer de esa Asamblea una lectura teológica, sino puramente política. Creo que tiene razón, por lo menos en gran parte, y usted mismo ha explicado en más de un lugar el sentido de esta «traducción» política hispánica de la teología radical de estos setenta. ¿Para cuándo. sin embargo, el diálogo y la mínima atención siquiera de esta Iglesia hacia el hombre moderno y hacia el cristiano moderno, que ya no puede creer según los esquemas de la catequesis que se le suministró y de la predicación habitual que sigue escuchando? ¿Para cuándo podrá haber aquí un cierto rigor intelectual entre los católicos, que los demás puedan reconocer, aunque no acepten nuestra fe? Y eso que usted, en el artículo-homenaje a Zubiri, se mostraba bastante optimista respecto a la eclosión de la teología no profesoral, ni profesional entre los católicos españoles.

—Si, hablemos un poco de la Iglesia española. Tengo la impresión de que está en pleno «aggiomamento» (y ya sabe que no soy muy entusiasta de la cosa). La Asamblea de obispos-sacerdotes ha tenido una importancia enorme, pues ha sido una especie de ensayo general del Sínodo. Los nuevos obispos españoles, con el primado a la cabeza, se va a convertir en el equipo de la Primera División de Pablo VI. Que, al fin, parece haber salido de su hamletiana indecisión, y de qué manera. Se hizo notar por los cronistas que asistió al Sínodo en completo silencio, como mero espectador. ¿Para qué iba a hablar si ya tenía quien lo hacía por él? De repente, la Iglesia española se va a convertir en la perfecta «vía media». Para el futuro del catolicismo no sé si esto es muy prometedor, pero con respecto a España supone un fabuloso progreso: progreso político, quiero decir.

7 Jean Cardonnel hablaba, hace poco, en «Le Monde», de que estas cosas de las Asambleas, Sínodos, «planes de desarrollo pastoral», como a mí me gusta llamarlos, reformas de estructuras eclesiásticas, problemas como los del celibato y etc., son sólo dilaciones para no afrontar el gran problema: el del contenido de la fe en Jesucristo, hoy. Y yo estoy bastante de acuerdo con Cardonnel. ¿Y usted?

—Si, estoy completamente de acuerdo y la expresión «Plan de Desarrollo», aplicada a la Iglesia, me parece excelente. ¿Por qué a los curas y a esa Orden Tercera de nuestro tiempo que es el Opus Dei les gustará tanto la modernización que se queda en lo meramente externo? Ese costado de la Iglesia que consiste en organizaciones, burocracia cada vez más soñando en hacerse tecnocrática, pequeña política, estrategias y asuntos menores de este mismo estilo, es lo que menos me gusta. Y por desgracia se diría que la evolución de la Iglesia consiste en el giro del costado para ponerlo al frente.

8 Pero responder a aquella pregunta radical significa sacar la teología a la calle y esto me parece que no se está dispuesto a hacerlo. Usted ya sabe el precio que hay que pagar por hablar de estas cuestiones en las revistas o los libros para el gran público, y, sin embargo, es lo único que interesa a la gente, si es que todavía le interesa algo de estas cosas de Iglesia o de teologías. A nivel mismo de los campesinos, yo he oído preguntas y conversaciones sobre el Jesús histórico, por ejemplo, o sobre la Resurrección, que apuntan, por ejemplo, hacia Bultmann, digámoslo así para entendemos. Y nadie las contesta y, mañana mismo, por la mañana, a los sectores más oficialmente católicos y al parecer silenciosos les va a ocurrir, si es que no les está ocurriendo ya, lo que a los sectores intelectuales: que ni preguntan siquiera, ni tienen relevancia para ellos estas cuestiones.

—A la Iglesia le gustó siempre presentar la teología como un saber arcano. profesionalizado, totalmente incomprensible para el hombre de la calle. Un Lutero, un Pascal (el Pascal de las Provinciales), independientemente de lo que decían, tenían que irritar a la Iglesia, sólo por el modo de decirlo, tan «antieclesiástico» (lo que no quiere decir de ningún modo tan «antieclesial»). El hombre de nuestro tiempo, al no oír respondidas sus preguntas en lenguaje inteligible, se hará su propia teología para andar por casa, y se arreglará con ella. Andar por casa, ya salió otra vez la expresión que conviene a lo que muchos de nosotros vamos haciendo cada vez más. Si la Iglesia sigue así se convertirá en una inmensa oficina, en cuyas galerías y entre cuyas ventanillas los cristianos se pierden. Algo kafkiano, pero sin tragedia, cotidiano, banal. Sala de los Pasos Perdidos.

9 El problema del eretismo es considerado. entre nosotros, a puro nivel moral o como cuestión de policía, pero ¿no está llenando, cada vez más. el lugar de lo absoluto religioso desaparecido. exactamente o de manera parecida a cómo, entre los bienpensantes, funciona «el retorno de los brujos» o la nostalgia misma de una liturgia, o paraliturgia, que era, sobre todo, luz y color y sentimentalismo, arraigo en la infancia y en los viejos y felices tiempos?

—Se ve que estamos demasiado de acuerdo para una auténtica conversación. Frente a la oficial trivialización del erotismo, éste, cuando se vive con profundidad, está cobrando en efecto un sentido cuasirreligioso, o religioso secularizado. Me parece una fina observación la de las nuevas liturgias eróticas.

10 ¿Y nuestros ateos, siempre tan religiosos, tan «antiateos»? ¿Hay, entre nosotros, ateos con los que pueda dialogarse, de alguna manera más efectiva que la de los famosos diálogos católico-marxistas, diálogos de sordos?

—Por fin hemos llegado a un mínimo desacuerdo. No sé si será porque no vivo en provincias —en el campo sí, algún tiempo todos los años, pero no bajo nunca a «la capital»—, pero la verdad es que rara vez encuentro aquellos espléndidos ateos de otros tiempos, que creían en la inexistencia de Dios como Menéndez Pelayo en su existencia, «a machamartillo», expresión que, aplicada a las cosas religiosas, no podía ser sino carpetovetónica. A ratos les añoro, con su santoral, pues necesitaban disponer de santos ateos para cada día del año. Es verdad que no se podía hablar con ellos pero ¡constituían un espectáculo tan edificante! Y por otra parte, ¿es que es más fácil el diálogo con personajes más actuales como aquellos a que se hace referencia en la pregunta siguiente?

11 Pero hablemos de esperanzas, don José Luis. Y de «esperanzas españolas», sobre todo. Y no sólo de esperanzas religiosas, sino culturales, por ejemplo nuestro panorama cultural es asfixiante en más de un sentido, muy pobre y menesteroso, viejo, aislado, mimético y circular. Y digo circular, porque, aquí, cada seis meses, se pone de moda «algo»: un personaje, una novelística, una teoría para ceder inmediatamente el lugar a otro «algo». Es puro consumismo. ¿Y los medios para estudiar, no sólo económicos, sino de información, bibliotecas, etc.? ¿Y la libertad para exponer, sin excesivos riesgos? ¿Ve usted mejores destinos que los de la emigración para la joven «inteligentzia» española? ¿O se siente optimista? Pero no vamos a tocar el problema general de la enseñanza, y, sin embargo, ¿hay otro medio para salvar a todo un pueblo del embrutecimiento del consumismo y del dirigismo espiritual o de la pura evasión que el de la «Ilustración», es decir, el de enseñar a atreverse a pensar?

—«Esperanzas españolas», a corto y medio plazo debo confesar que tengo muy pocas. Incluso culturalmente. Ahora, cualquier cosa que se haga es inmediatamente asimilada por el sistema, al que ya le pueden echar Picassos (con su «Guernica» y todo), Nerudas, Valle-Inclanes, Antonio Machados y, si no fuese por la familia, hasta García Lorcas. Y de la enseñanza, para qué vamos a hablar: el Ministerio segrega incansablemente planes, sistemas, nuevas organizaciones con sus correspondientes organigramas, nuevas siglas (por ejemplo, el tránsito del Preu al COU no ha podido salir sino de la cabeza de un pedagogo genial), nuevos títulos. Copia malamente de aquí y de allá, desorganiza totalmente lo poco que había, que por mal que funcionase algo funcionaba, y lo sustituye por el desbarajuste total. Pero se presenta al mundo una fachada con «aggiomamento» y sobre el papel todos los chicos españoles reciben una perfecta enseñanza gratuita y obligatoria hasta los 13 años. Que la realidad no se parezca en nada a los textos legales, ¿qué importa?

12 Desde Norteamérica ¿cómo se ven todas estas cosas? ¿Cómo las ve usted?, quiero decir. Incluido un panorama de lo religioso allí.

—Norteamérica tiene muchas cosas malas y, por cierto, las peores son las que más rápidamente se importan aquí. Véase, por ejemplo, lo que se está haciendo de Madrid. Las iglesias son allí una especie de clubs y la gente pertenece a unas u otras según su status social. Pero desde el punto de vista religioso hay por lo menos un par de cosas buenas: que los teólogos son muy poco profesionalmente teólogos y hablan el lenguaje general. Y que los jóvenes americanos, más ingenuos que los españoles, tienen con frecuencia vocación de «seekers», de buscadores de Dios. Y como son ingenuos, a veces le encuentran o creen, de verdad, haberle encontrado.

Y en fin, ya sin responder a ninguna pregunta suya, permítame hablar ahora un poco de su libro. No digo que lo haría de lectura obligatoria, porque la obligatoriedad es contraproducente. Pero sin dudarlo lo aconsejo a todos los que, de cerca o de lejos, se interesan por la religión. La grandeza de los jansenistas, que no aceptaban la obediencia ciega, pero tampoco ser echados de la Iglesia, la enorme fuerza espiritual de su secta —como de todas las sectas, como principio de una nueva y libre estructura eclesial—, pero también, por el otro lado, el drama auténticamente cristiano del cardenal que se vio forzado a aplicar las injustas y crueles medidas contra ellos; y la intrínseca limitación, pese a su profundidad o quizá precisamente por ella, del jansenismo. Todo eso y mucho más se vive leyendo su libro. Y se vive de una manera inmediata, porque está contado en forma de novela —de novela clásica, no de las novelas sólo para los novelistas, que constituyen un alarde de técnicas nuevas y que nadie que no sea profesional de la literatura, o aspire a serlo, es capaz de leer— y es por tanto, lo que antes echábamos de menos, teología viva, comprensible, al alcance de todos. Enhorabuena y muchas gracias.

¿Tengo que incluir también en nuestra conversación este «epilogo» bastante personal? Esperemos solamente que por lo menos, ya que en él se habla de jansenismo, algunos lectores se percaten de cuán necesitados estamos de un poco de jansenismo en nuestra cristiandad.

Y creo que no necesito ni decirle «gracias» siquiera al profesor Aranguren. Proseguimos charlando en su despacho, en una cálida tarde de otoño. Al día siguiente, tenía cita aquí mismo, con la televisión francesa, que le va a dedicar uno de los extraordinarios programas que llevan el título de Un certain régard y están consagrados a los hombres más representativos de esta hora, para pedirles «un certain régard». una cierta mirada sobre este momento, este mundo y sobre si mismos. Me alegra haberle tomado la delantera. siquiera por unas horas: cuando dejé sobre la mesa de trabajo de Aranguren estas cuantas preguntas.

Destino, nº 1783, 4 de diciembre de 1971, pp. 46-47.

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