«Estamos educando en la igualdad de la ignorancia, con pastillitas dogmáticas»
Este miércoles José Jiménez Lozano recibe el premio Cervantes de manos de Su Majestad el Rey. El escritor también abrirá la lectura continuada del Quijote en Madrid
—¿Cuál es el tema central del discurso que leerá el miércoles?
—Cervantes desde luego.
—¿Qué aspecto de Cervantes piensa defender?
—Voy a recrear lo que Cervantes significa entre los grandes de la cultura occidental, simplemente; y las que son sus lecciones de escritura y de lengua, la singular manera con la que mira a los hombres y al mundo, hecha de lucidez, ironía y misericordia.
—Decía Eliot que abril es el más cruel mes porque mezcla la memoria y el deseo. ¿Cómo está viviendo usted este abril, que mezcla los honores del Cervantes en lo personal con un escenario bélico como el que hemos vivido?
—En la vida siempre está mezclado el dolor con la alegría, y siempre hay a nuestro lado quien sufre cuando nosotros no sufrimos, o a la inversa. Y pocos momentos en el atroz siglo XX en los que río se hayan dado sufrimientos inmensos de guerra o de lo que se ha llamado paz, y ha sido la paz del aplastamiento de los seres humanos del modo más horrible. Lo único que nosotros podemos hacer es seguir con nuestra vida y nuestro trabajo como el policía de El huevo y la serpiente, de Ingmar Bergman, en medio del caos de la República de Weimar. Y echar una mano al prójimo, al que se tiene cerca. Es al que podemos ayudar, como terfemós obligación.
—¿Con qué pensamientos está vadeando la riada de contestación de nuestra sociedad y ciertos fenómenos de intolerancia que se han desatado en nuestras calles?
—La tolerancia siempre es algo que tenemos a cero, al levantarnos cada mañana. Es literalmente soportar lo que nos diferencia o nos opone al otro para que él tolere nuestra propia diferencia, porque lo que nos diferencia o nos opone es siempre menos que nuestra común humanidad. Y la tolerancia es un mínimum en una sociedad civilizada. La violencia siempre es la barbarie. La protesta es un acto de la conciencia, tranquilo y serio, y no tiene nada que ver con la intolerancia ni con la violencia, ni con la barbarie, lógicamente. Es una apelación de conciencia a conciencia en un plano individual o colectivo, civil y civilizadísimo. Otra cosa son las revueltas, los ensayos de revolución etc. Asuntos políticos muy conocidos, por lo demás.
—En momentos de movilizaciones tan perentorias como las de carácter bélico o las partidarias, ¿para qué cree que pueda servir la cultura?
—La cultura distancia al hombre del neandertal, le hace más difícil retornar ahí. Esto parece indudable. Steiner se muestra apesadumbrado y desconcertado ante el hecho de que algunos kapos de campos de concentración nazis escucharan a Bach; pero, si hubieran desposado la piedad de los cantos de Bach, ¿hubieran podido ser kapos? Muy difícilmente. Otra cosa es que les gustara o admiraran los puros sonidos consonados, pero esto no es ya Bach, puede ser cualquier cosa, podría sonar para dar un espacio musical a la tortura. Y hay aqui una meditación importante para las teorías tan modernas de la no significatividad del lenguaje, negación de la verdad y de la belleza, el desprecio o el olvido del rostro de los hombres, del escorzo de los animales y de toda la hermosura de la naturaleza en el arte actual. Sería para hablar largo y con demasiadas melancolías, y bastante inquietud, pero seguramente no es ahora el momento.
—¿Qué valor concede al arraigo en la literatura, en la labor de cualquier artista?
—La literatura es uno de los componentes de la cultura, y ésta es para todo hombre. El artista no es una excepción.
—¿Con qué confundimos el arraigo cuando lo convertimos en doctrina?
—Supongo que con la palabra arraigo usted se refiere a convicciones. Parece claro que nuestras convicciones son cernidas y sometidas cada día a contraste y crítica. O no serán convicciones, serán cerrazones.
—¿Qué limitación le pone a una cultura arraigada?
—Ninguna. Nunca estará lo suficientemente enraizada la cultura, tomada en sentido serio, claro está, porque tendrá que pasar por muchas tempestades, por todas las noches que este mundo tiene.
—¿Qué queda en nuestro espíritu de hoy de nuestro pasado islámico, o del hebreo?
—En el plano cultural, comenzando por la lengua española, y concluyendo por ciertos aspectos de nuestra antropología o existencialidad, queda bastante. Pero lo que no sé es si va a quedar tanto del cristianismo, o del judeo-cristianismo como se dice. Y, para tomar la cosa con un cierto humor, repetiré lo que mi amiga Julia Escobar suele recordarme que decía Flaubert acerca de le evolución de la humanidad occidental: paganismo, cristianismo, estupidismo.
—¿Qué deberíamos reivindicar de toda esa herencia hoy precisamente los españoles?
—No hay que reivindicar nada; reivindicar ya es instrumentalizar.
—¿Qué es lo que le atrae de la literatura de los místicos que otros autores no le conceden?
—Esta cuestión de la mística en relación conmigo no acabo de entenderla. Yo no he escrito ni media línea acerca de la mística en sí misma. Pero tampoco es que me atraiga ni me deje de atraer. Aldous Huxley ya explayó muy bien, por si hiciera falta, el fundante lugar que tiene en la historia y en la cultura, y los irremediables pasos que da un mundo hacia la oscuridad y la barbarie sin la presencia de los místicos. Y, naturalmente, este asunto no es una cuestión de que se conceda o no se conceda; lo que es, es; y allá luego cada cual.
—¿Qué es lo que no debe ser un escritor o un artista?
—Todo lo que no debe ser cualquier mortal. No creo que haya una ética específica para esos señores.
—Dicen que España está aprendiendo a gestionar sus recursos culturales: el idioma, los índices de lectura, el éxito del cine y de algunos literatos patrios allende las fronteras. Pero, ¿qué echa de menos en la presencia o en la vivencia de la cultura —en un sentido amplio— de nuestra sociedad?
—De estas cosas que usted me dice ni entiendo ni pienso entender. Una sociedad con una cultura seria no tiene tantos apañados ni problemas. Se vive en el seno de esa cultura sin sentirlo, como no sentimos especialmente un brazo hasta que comienza a dolernos, sencillamente porque algo va mal. Todo esto de lo que habla me parece que se refiere, más bien, a eso que se llama la cultura como un constructo más de los muchos constructos o fabricaciones de apariencias, o decididamente fraudes, de nuestro momento histórico.
—Usted detesta lo gregario. ¿Cree que estamos educando espíritus críticos, o libres, mejores que nuestros abuelos?
—¡Claro que detesto lo gregario! ¡No quiero ser oveja ni ovejo ni carnero, ni un imbécil feliz manejado por algún listo, y carne de matadero! Se está educando según el sistema del Chigaliev de los Demonios de Dostoievski, en la igualdad de la ignorancia, alimentados con pastillitas dogmáticas. Nuestros abuelos recibieron una educación inconmensurablemente más libre y seria que la que se da hoy. No encuentro ni una brizna de sentido crítico —¿en qué podría basarse, si no se sabe nada?— ni de libertad. Los griegos se sentían libres porque estaban sujetos a leyes divinas y humanas, y consideraban bárbaros a quienes no tenían esas leyes. No parece que haya otra forma de ser libres; así que no hay más que mirar en derredor y sacar las consecuencias. Tampoco hay otra forma de tener conciencia crítica que estudiar, me parece.
—Permítame preguntar por lo cercano, tal vez lo importante: ¿Qué le ha llamado la atención estos días en su jardín o en su casa, alguna luz, algún canto, alguna flor, cierta lectura, tal vez un color en las nubes?
—Casi cada año, en cuanto las lilas brotan me pregunto si se helarán. En esta Castilla con primaveras tan frías y en un mes tan hermoso y traicionero como abril, se está siempre en vilo. Y no sólo por las lilas.
—De sus lecturas de Cervantes, ¿cuál es el recuerdo que más satisfacción le otorga? ¿Algún personaje, alguna situación, algún pensamiento apoyado en un diálogo o en un pasaje...?
—Hay muchos personajes que me son muy queridos o que me fascinan por sí mismos, o por el enigma de sus vidas, y sobre todo las mujeres; pongamos la Costaneica, Feliciana de la Voz, o aquella muchacha, sin nombre, que aparece en medio de un bosque, en el Per siles, hablando de celos, y se va. Y un etcétera muy largo.
—En un país de 60.000 títulos anuales, ¿qué le exige a un escritor para que le llame la atención por sus palabras?
—Hay especialistas en esto de lo que hay que hacer para llamar la atención. Y casi siempre aconsejan hacer y decir tantas tonterías como en campaña electoral los políticos, pongamos por caso. Seguramente porque, como dice un eslógano comercial: Nunca hay que despreciar la estupidez del cliente. Pero se supone que un escritor no debería regirse por tal eslógano, y tiene algún respeto con su lector, como sin duda hay políticos que lo tienen con sus electores, y comerciantes con sus clientes. Se supone que un escritor busca lectores, y llegarlos a los adentros. Se supone.
Jesús García Calero; ABC, 20 de abril de 2003, pp. 64-65.
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