martes, 21 de enero de 2025

Daniel G. Rojo entrevista a José Jiménez Lozano (El día de Valladolid, 9 de mayo de 2006)

 


«El lenguaje y la vida no tienen correcciones»

Aunque es perfectamente consciente de que desde hace «bastantes años» los cuentos «no tienen mucha acogida en el país, al contrario que en Europa», José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930) vuelve a demostrar una vez más que permanece al margen de gustos y tendencias -«las modas se imponen y no sabemos si nos gusta o nos han dicho que nos guste», afirma- con la publicación de El ajuar de mamá (Menoscuarto Ediciones), un volumen compuesto por más de 40 relatos cortos en los que deja constancia de su buen oficio.

Dijo la semana pasada, en la Feria del Libro, que escribió estos cuentos hace seis u ochos años. ¿Es habitual que deje reposar tanto las cosas?

Siempre, para verlas con otros ojos, como algo más extraño, y tener otra perspectiva.

¿Trata con ello de distanciarse de sus propias palabras?

Sin duda. Creo que uno no debe compenetrarse con sus cosas. Esa distancia es necesaria porque la narración exige que uno deje de ser uno mismo y sea las personas de las que habla. No se puede decir: «Yo dije en un cuento», porque se supone que usted no dijo, que lo dijo alguien. Es verdad que eso ha nacido de uno pero no se sabe de dónde viene. Tampoco quiere decirse que sea de uno. Si ya en un artículo o en un ensayo -que dudo que sean literatura porque está todo controlado por la razón-, cualquiera sabe que cuando lo escribe lo entiende mejor que cuando lo piensa, en la narración esto queda más claro.

Eso dice mucho de cómo entiende el oficio de escribir...

Mi manera de escribir es directa, rápida, por lo que es necesario verlo después y hacer la corrección lingüística, de las repeticiones. Aunque hay repeticiones que deben hacerse porque escribir literatura no es escribir correctamente, la corrección es para otras cosas porque el lenguaje, la vida, no tienen correcciones.

No es muy amigo, entonces, de desnaturalizar mucho lo escrito.

No, siempre hay cosas ante las que uno se queda sorprendido, pero las deja. Por ejemplo, cuando hice Los compañeros (1997), al corregir las pruebas me di cuenta de que este señor de quien hablaba, echando cuentas, prácticamente tenía que haber terminado Derecho a los 12 años, lo que resultaba raro, ridículo. Pero en la vida también sucede que a alguien le echamos 50 y tiene 70 y a la inversa. De modo que decidí dejarlo. La vida es así. No echamos cuentas. Además, como no es el autor el que habla sino el personaje, allá él...

Cuando empezó a escribir, ¿le costó mucho dejar de hablar usted y permitir que fueran los personajes los que lo hicieran?

Al principio suele costar más, entre otras cosas porque uno no conoce el oficio, pero también depende de ciertas circunstancias. Lo que es evidente es que si uno ve un personaje y le fascina -le fascina o le repugna, no se trata de atracción, se trata de interés-, eso se hace dentro, por sí solo. Un cuento o una novela pueden estar ahí años, sin decidirse uno a escribir. Si rueda, bien, si no, lo suelo dejar, no me dedico a inventarlo. No suelo forzarlo porque entonces estoy inventando.

¿Son los personajes los que le dicen qué escribir o ésta es una visión muy ingenua o romántica de la literatura?

Es ingenua pero es así. Cuando uno se sienta a escribir piensa que ya sabe el final. ¡Pues no! Las cosas se tuercen, se ajustan por si solas. Freud, que lo dio muchas vueltas, consideró que era un misterio.

¿Qué le permite hacer el cuento que no pueda la novela?

Son cosas distintas. En el cuento hay siempre un acontecimiento presidiéndolo. Hay algo que golpea, una mirada. Los niños lo entienden muy bien cuando dicen: «Y luego, ¿qué pasó?». La novela es una historia larga y está sujeta a muchas matizaciones, implica muchas dimensiones para las que el cuento no tiene tiempo por su brevedad. En él no cabe mobiliario.

¿Es más complicado dominar el arte del cuento por la capacidad de síntesis que requiere?

Uno ve lo que es cuento y lo que es novela y puede dársele mejor una cosa que otra. Pero esto de mejor y peor, en el arte difícilmente existe. Vivimos en este mundo y hay que poner unos carteles para administrarnos pero: ¿por qué es mejor la capilla Sixtina que un cuadrito de Utrillo? No es mejor ni peor. Es distinto. Kierkegaard lo explica muy bien con el vuelo de los pájaros. Los pájaros son los mismos, unas veces vuelan alto y otras, bajo.

Daniel G. Rojo, El día de Valladolid, 9 de mayo de 2006, p. 16.

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