viernes, 12 de agosto de 2022

Tres artículos sobre Ucrania de Iury Lech en "La Vanguardia" ( "Ucrania: un no resuelto problema" -28 de septiembre de 1989; "Mitos en retirada" -19 de enero de 1990- y "El nacionalismo útil" -27 de marzo de 1990)

 


Ucrania: un no resuelto problema

LA reciente manifestación multitudinaria nacionalista contra la ocupación del Ejército Rojo realizada en la ciudad ucraniana de Lviw (Lvov en ruso) pone de nuevo en evidencia el absurdo histórico que todavía padecen las repúblicas soviéticas, exceptuando, claro está, a Rusia.

Es más que significativo que el acto no haya tenido lugar en la capital, Kiev, y sí en una ciudad con fuerte herencia religioso-patriótica —corre la broma de que allí hasta los agentes del K.G.B. hablan el ucraniano— en donde a finales de 1918 se conquistó por tercera vez en su historia la independencia de Ucrania, estableciéndose la República Nacional de Ucrania Occidental, privilegio que no duraría más de dos años.

Ucrania es una nación de esencia europea, con cincuenta millones de habitantes y casi un millón de kilómetros cuadrados de superficie, pero hasta el catastrófico accidente nuclear ocurrido en Chernóbil, fue prácticamente desconocida —o excluida ‘con premeditación— por la Europa ilustrada. Dos son las asignaturas pendientes que más sensibilizado tienen el pueblo ucraniano: su independencia del conjunto soviético y la libertad de excepción religiosa. Plantear la existencia de una Ucrania libre y soberana traerá consigo inevitablemente un reexamen de sus fronteras y en el supuesto caso de obtenerse, Rusia exigiría la cesión de aproximadamente nueve provincias y parte de territorios limítrofes, con lo que se quedaría sin salida al mar ni industria básica, y si a esto le agregamos las pretensiones polacas sobre las provincias occidentales, los ucranianos, ahora con una nación más grande que España y Portugal, se quedarían con un trozo de territorio reducido a la extensión de la isla de Cerdeña.

En el apartado religioso, el problema radica en poner de acuerdo a las dos mitades de Ucrania, esto es, la del este, o “rusificada”, donde la Iglesia ortodoxa es la regidora absoluta, con la del oeste, o “polonizada”, en la cual son mayoría los católicos “uniatos" adheridos al rito oriental, forzados durante la época estaliniana a integrarse a la Iglesia ortodoxa rusa, que vive en una situación de clandestinidad con menos de trescientos sacerdotes y conventos y monasterios secretos. Para los ucranianos, nación e iglesia significan lo mismo, por lo que esta escisión interna representa su talón de Aquiles al cual sus enemigos no han dejado de asaetear.

Durante la conmemoración en Lviw, el dirigente Viatcheslaw Chomovil del Grupo de Helsinki de Ucrania —la mayor parte de sus miembros más destacados ha perdido la vida en los “gulags" siberianos— no en vano manifestó que de seguirles en sus reivindicaciones Ucrania oriental “se acabará el imperio ruso". Hay que destacar que Chomovil, leninista convencido y que conoce a Marx y las leyes soviéticas mejor que sus inquisidores, fue prisionero en los campos de concentración por casi dos décadas, por el solo hecho de negarse a testificar en juicios ilegales y cerrados contra intelectuales ucranianos que pedían el reconocimiento de la soberanía de su país, y plasmar su impresionante testimonio en un libro que fue sacado de la Unión Soviética de contrabando, publicado en Canadá bajo el título de "Los documentos de Chomovil"

Las reivindicaciones de los ucranianos, así como de las demás repúblicas en cuestión, son un tema demasiado espinoso para la cúpula del PCUS, y su secretario general, Mijail Gorbachov, ya ha expresado en reiteradas ocasiones, invocando sospechosamente a la “perestroika” (lo cual tiene connotaciones de estar poniendo a punto la maquinaria del “terror preventivo”), que no tolerará el peligro de los nacionalismos ni aventuras independentistas.

No hay más que recordar los trágicos sucesos en Alma Ata o Tiblisi, lo cual supondría para Rusia, y no para la unidad del partido, al fin y al cabo la beneficiaría mayor de la URSS, una total e irremediable ruina económica. No hay que olvidar que las reformas incentivadas por Gorbachov están dirigidas a terminar con la corrupción dentro del sistema y no para acabar con el sistema comunista en sí. Un cambio en la política inmovilista soviética con respecto a los nacionalismos es más un loable deseo que una realidad aplicada a corto plazo con modificaciones trascendentes; sin una verdadera ayuda exterior todo intento separatista está destinado al peor de los fracasos. Ya Cioran llamó la atención sobre el mesianismo de los rusos y su aspiración a “salvar” al mundo, derivado de “una incertidumbre interior, agravada por el orgullo, por una voluntad de afirmar sus taras, de imponérselas a otros, de descargarse sobre ellos de un exceso sospechoso

En la actualidad, Ucrania tiene un estatus similar al de una colonia y se ve obligada a mantener un continuo y silencioso pulso con el poder central para evitar que sus raíces culturales sean extirpadas bajo el pretexto de ser cocinadas en la olla común de un trasnochado paneslavismo. La idiosincrasia ucraniana es diametralmente opuesta a la rusa, así como su lengua e historia, esta última distorsionada para no reconocer su derecho a la autonomía. ¿Está Ucrania, por lo tanto, privada de futuro?

En toda época de despotismo, la verdadera patria de los pueblos ha sabido transmitirse mediante su memoria colectiva. En el caso de la nación ucraniana, ésta sufre de una anestesia local sobre su sentimiento de pertenencia. Al igual que el caduceo de Mercurio, insignia del obispo católico ucraniano, que es una vara entrelazada con dos serpientes y un yelmo alado en la parte superior, Ucrania corre el riesgo, en su anhelo por expandirse hacia la identidad propia, de ser aprisionada en esa doble corriente de evolución e involución.

La Vanguardia, 28 de septiembre de 1989, p.5.

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Mitos en retirada

Mientras devoramos imágenes dramáticas, restos del lenguaje y sonidos crepusculares, el decenio ha terminado dejándole bien claro al hombre que cualquier supuesta estabilidad de que goza puede desaparecer en el momento menos esperado. Estamos frente al doble rostro de Jano, esa deidad romana asociada al destino, el tiempo y la guerra, que mira hacia el pasado y el futuro, cuya dualidad hoy configura en una cara el repliegue de las ideologías, mientras que en la otra se refleja el progresivo interrogante de la autodeterminación. El primer debate se centra en la liquidación del dogma comunista y el polémico apéndice sobre la existencia o no de un comunismo real, sostenido inevitablemente por quienes en su hora apoyaron regímenes afines sin hacer tal distinción y que, aquejados de amnesia, todavía no tienen el valor de analizar y reconocer públicamente la falsedad que les llevó a decir, años atrás, que todos los exiliados y disidentes del Este no eran más que fascistas o burgueses contrarrevolucionarios; o su complicidad criminal al alentar la proliferación de semejante sistema en cualquier sociedad que se les pusiera a tiro. El ser humano nombra a las cosas para poder comprenderlas y de ahí que la especulación acerca de la faceta noble del comunismo es fútil debido a que, y empleando la retórica marxista, aquello que fue es lo que debía haber sido. Resulta azaroso desandar el camino que ha dado forma a una idea mesiánica y estéril sostenida únicamente en un incalculable sacrificio espiritual y material, una concepción del mundo redentorista cuyo utopismo no ha forjado más que el culto a Leviatán; aunque es verdad que el comunismo, además del ingrediente tiránico de los pueblos de Oriente, se alimentó de enfervorizadas teorías occidentales, hecho que parece suscitar en el mundo libre el deber moral de compensar económicamente a los países sometidos al delirio bolchevique y demuestra, una vez más, la astucia troyana asentada en el poder del Kremlin al traspasar su pesada responsabilidad, y por qué no, bomba de tiempo, a los liberales europeos siempre tan aficionados a un “mea culpa” oficioso.

Ahora que es irreversible el fin de las dictaduras, autarquías y tiranías, Europa asiste indolente a un nuevo despertar de un viejo Volksgeist, esa esencia cultural que a través de los siglos ha conformado un irreductible mosaico de pueblos y naciones. Sin ánimos clarividentes, este resurgir del separatismo trae a la memoria las circunstancias que condujeron a la I Guerra Mundial, considerada por algunos como una salida a los conflictos políticos internos y a una dificultad por dar un cauce conciliador a las actividades de las distintas organizaciones nacionalistas, en particular las de la multiétnica zona de los Balcanes.

Para poder entrar en el próximo siglo en paz, es indudable que debe haber un replanteamiento por parte de los estados contenedores y de las naciones contenidas del significado de la autodeterminación, cuya actual tendencia pasa más por la autoafirmación de principios, la necesidad de mostrarle al mundo el espíritu de lucha patriótico apoyado en la explotación de las reservas del sentir colectivo, olvidándose en el camino la fuerza simbólica de la independencia y mermando en consecuencia el inconsciente personal de cada habitante. Al debate sobre la autodeterminación habría que anteponerle el proceso de individualización, que reconcilia los conceptos de “patria” y de “matria”, elaborando la conciencia de cada individuo antes que someterle a una concienciación forzada.

No está de más recordar las desapasionadas palabras del pensador rumano Cioran al respecto: “¡Cuánto más trágico el problema nacional para los pueblos pequeños! No hay irrupción súbita en ellos, ni decadencia lenta. Sin apoyo en el porvenir ni en el pasado, se apoyan gravosamente sobre sí m ismos; de ello resulta una larga meditación estéril. Su nacionalismo, que suele ser tomado a broma, es más bien una máscara, gracias a la cual intentan ocultar su propio drama y olvidar en un furor de reivindicaciones, su ineptitud para insertarse en los acontecimientos; mentiras dolorosas, reacción exasperada frente al desprecio que creen merecer, una manera de escamotear la obsesión secreta por si mismos”. Comparar la problemática local con la soviética no sólo resulta una aseveración poco informada, sino que minimiza, como ya ocurrió gracias a la avaricia intelectual de cierta intelectualidad izquierdista, el verdadera dilema de las repúblicas de la URSS, en donde se ha perseguido a cualquier coste la desaparición de las diferencias nacionales. Con un considerable atraso hoy se comienza a reconocer la envergadura social y cultural del territorio soviético, del que comúnmente se suponía un bloque sin fisuras ni divergencias internas, gracias a una maquinaria propagandística antinatural que divulgó la mentirosa existencia de una dicotómica constitución que incluía el derecho a la secesión o de una invisible fuerza representativa republicana en la ONU.

La realidad acallada es mucho más compleja y patética, y las tensiones que hoy se revelan en el conjunto de la Unión Soviética no son más que consecuencia de la política intolerante del etnocentrismo ruso, con lo cual resulta retorcido por parte de Gorbachov decir que el PCUS representa una garantía a la solución de las reivindicaciones nacionalistas. No obstante, debería definirse si está a favor de los separatismos, como lo ha demostrado al oponerse a una reunificación alemana con el alegato de que se trata de dos estados distintos y desatar el nudo gordiano de los nacionalismos aún amarrado a la carroza bélica zarista.

Se da el triste contrasentido de que la URSS ha sido por antonomasia la principal productora y exportadora del terrorismo internacional que dirige su lucha a favor de la libertad de los pueblos oprimidos; otra paradoja poco conocida es que la propia Rusia debe su nombre ya que Rus fue el primitivo nombre de la actual Ucrania cuando hace un milenio configuraba el reino de Kiev.

Para que Europa pudiese surgir fue necesaria la devastación del Sacro Imperio Romano, y si la finalidad de la “perestroika” está en crear una casa común Europa no hay que postergar el desmantelamiento del imperio de la Santa Rusia, una ardua tarea muerto Sajarov, el último dinosaurio de la disidencia activa, y más cuando Moscú sabe que tiene a su disposición un aparato represivo intacto. Si en un pasado fueron Pedro el Grande y Catalina y más tarde el binomio Lenin-Stalin quienes sedujeron a Occidente, hoy Gorbachov y Raïssa despiertan pasiones iguales, por lo que habrá que estar preparados ante un eventual rapto de la hija de Agénor, pero esta vez no a lomo de un toro, sino en el del caballo de Troya. No en vano el escritor Gogol se preguntaba entre las melancólicas brumas de su atormentada alma eslava: “¿Hacia dónde vas tan de prisa, oh Rusia?”.

La Vanguardia, 19 de enero de 1990, p.17.

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El nacionalismo útil

En alemán, la palabra ruso (“russe”) puede asociarse fonéticamente a hollín (“russ”), lo cual podría dar lugar, parafraseando a Georg Groddeck, a la siniestra metáfora que debe de impregnar el espíritu de todas las naciones no rusas de la Unión Soviética cansadas de un opresivo mesianismo y que no ven la hora en que podrán despedirse “ad aeternum” de una tutela jamás requerida: Rusia, el país del hollín, el país negro, el de la muerte. Poco a poco el mundo toma conciencia de que las ideologías totalitarias siempre han empleado la más noble de las fraseologías para luego poner en marcha los más bajos y perversos instintos de dominación; sin embargo, esto no representa suficiente descargo como para olvidarnos de que, en su momento, pocos se comprometieron en defender aquello que hoy es curiosamente credo de muchos conversos.

Cuando hace veinticinco años Ivan Dziuba, mítico activista en pro de los derechos humanos, lo que le ha llevado a ser diputado por Ucrania, lanzaba en “samizdat” un revolucionario manifiesto en respuesta a los masivos arrestos de intelectuales en su país titulado “¿Internacionalismo o rusificación?”, en el cual por primera vez en la URSS se hablaba de “glasnost” y que logró publicarse en el extranjero en forma de libro, en el bloque libre nadie pareció enterarse; cuando en la misma época Kruschev promovía la descolonización de África mientras en casa fusilaba a nacionalistas bálticos, bielorrusos o ucranianos por atreverse a hablar de independencia, a nadie se le ocurrió pensar que esto constituía una salvaje contradicción. Y podríamos seguir enumerando casos semejantes hasta conseguir todo un archivo dedicado a compilar los métodos terroristas empleados por Moscú para acabar durante estos últimos setenta años con cualquier atisbo de nacionalismo; pero no hará falta extendemos tanto, ya que ahora mismo Lituania será el test que nos dará la pista sobre la actitud comunista a seguir en el futuro con la cuestión independentista. Es probable que en este trance también se revele el desconocimiento histórico y la falta de sensibilidad de los países libres con respecto a las justas reivindicaciones de las naciones sometidas a la ambición rusa, que ha originado verdaderas cazas de brujas como, por ejemplo, la emprendida en los últimos tiempos por la KGB contra dirigentes nacionalistas en el exilio bajo la falsa acusación de ser autores de atroces crímenes de guerra.

Cuando se comprenda el explícito e incondicional apoyo exterior de los gobiernos democráticos a la independencia de cualquier república soviética —como se hizo con Luxemburgo, Barbados o Namibia—, sin artimañas dialécticas por miedo a un enfrentamiento diplomático con Moscú, habremos ganado una batalla más a favor de la justicia natural, la cual se antepone por imperativo a cualquier cláusula de materialismo histórico, de ficticias ataduras geográficas o de compromisos bilaterales. Desconocer o no querer reconocer estas reivindicaciones es negar el sufrimiento físico y moral causado por sinuosas doctrinas en nombre de una supuesta cohesión nacional. Si bien es verdad que en Occidente el concepto nacionalista despierta rápidamente recelos y amargos recuerdos, tampoco debe olvidarse la diferencia que existe entre el nacionalismo de un estado opresor y el de una nación oprimida, entre la idea nacional y fundamentalista con sus inefables consignas y símbolos patrios enmarcados para la posteridad y la soberanía que garantiza el desarrollo de unas culturas oprimidas por la imposición de valores ajenos a su idiosincrasia.

El gran problema en la URSS radica en el sentimiento de superioridad ruso, en su confusa manera de considerar propio lo ajeno y su relación de dominio con el resto de las naciones soviéticas no rusas; mientras estas últimas sienten que han sido explotadas, los rusos creen que sus “sacrificios” no han sido debidamente considerados. De ahí que pongan como condición previa a cualquier negociación sobre el tema de la secesión el pago de indemnizaciones a Rusia por los bienes cedidos, pretensión bastante fantasiosa, ya que si se hicieran cuentas veraces, serían los rusos quienes deberían hacerse cargo, como en el caso de Alemania después de la II Guerra Mundial, por los estragos económicos, culturales, ecológicos, lingüísticos, morales, etcétera, que han ocasionado en todas aquellas tierras en las que asentaron su atenazadora garra ideológica. Allí, los nacionalismos son imprescindibles para la evolución de voces plurales que impidan el crecimiento del sistema totalitario; así lo acaban de confirmar el triunfo de independentistas y reformistas en las elecciones de los representantes a los Soviets Supremos locales. El primer paso para consolidar esto sería retirar de circulación la vigente Constitución soviética, permitiendo que cada República se federe con sus propias identidades colectivas y variantes constitucionales. Para un ruso será muy difícil digerir semejante propuesta, ya que supondría aceptar que Lituania, Georgia, Moldavia o Azerbaiyán dejan de formar parte de su huerto privado y campo de maniobras experimental; supondría para ellos la quiebra de su principal fuente de orgullo, la de ser superpotencia mundial.

Más que impulsor de reformas, Gorbachov es un retardador del gesto bruto militar, ya que la expresión popular ha sido el verdadero motor de los cambios. No olvidemos que el líder soviético es simplemente una pieza más en este resbaladizo tablero, no el inventor del juego, y con su nueva parcela de poder —y aquí uno vuelve a preguntarse a qué han renunciado realmente los dirigentes comunistas— Gorbachov está a punto de pasar de la categoría de héroe como guerrero a la de héroe como emperador, de su papel de redentor sólo queda una difusa estela de humo, mientras el PCUS, después de haber aplastado el movimiento disidente, intenta ocupar el papel de fuerza opositora que critica a la sociedad soviética. La duda que debe de estar inquietando a muchos, sin duda, radica en si en la URSS se están preparando para una verdadera democratización o si se tiene planeado una renovación de los viejos valores para evitar la desintegración. Una cosa está clara: mientras siga existiendo un régimen imperial, ningún simulacro de proceso igualitario puede hacemos creer lo contrario.

La Vanguardia, 27 de marzo de 1990, p.19.

miércoles, 10 de agosto de 2022

[Una historia de la literatura ucraniana] “Prólogo” a UNA ICONOGRAFIA DEL ALMA POESÍA UCRANIANA DEL SIGLO XX de Iury Lech (Litoral, nº 197/198, (1993)

 


“Prólogo” a

UNA ICONOGRAFIA DEL ALMA

POESÍA UCRANIANA DEL SIGLO XX

 

 

Aún es posible observar: un remoto país desconocido,

en donde una mujer pensativa se inquieta,

susurrando un sólo deseo; Dios, que sea bendecido,

que sea bendecido mi lejano país.

Vasyl Stus

 

I. De Bizancio a las crónicas épicas

Ucrania, la segunda mayor república de la desaparecida URSS, configura un país de características atípicas ya que no obstante situarse en el centro de Europa, abarcar una extensión territorial tan amplia como la Península Ibérica y poseer una historia milenaria comparable a la francesa, se había visto privada del reconocimiento internacional debido a que su existencia física fue perturbada por las constantes dominaciones de otros pueblos. La declaración de su independencia en diciembre de 1990 y de su soberanía como Estado en agosto de 1991 han modificado substancialmente el panorama de su futuro.

A través de la interpretación de las piezas arqueológicas, hoy podemos saber que los griegos fueron los primeros en dejar información sobre los habitantes de sus tierras durante el primer milenio antes de Jesucristo. Este material ha permitido constatar que el desarrollo de Ucrania es divisible en dos períodos históricos marcados por las migraciones de diversos pueblos que modificaron su situación étnica y política: la etapa pre-eslava, que abarcó del siglo VIII A. C. al siglo IV D. C. y la eslava propiamente dicha, que a partir del siglo IV da forma al actual pueblo ucranio de las ruinas de las culturas asentadas en el norte del Mar Negro.

En este punto es conveniente advertir que la denominación de “ucraniano” trae sus conflictos intrínsecos al derivar de la antigua palabra eslava okraina, la cual significa “zona fronteriza”. Debido a que esta tierra hacía de forzada división entre Oriente y Occidente y durante cinco siglos defendió a Europa del avance asiático —fue la región más oriental en la que se hubieran asentado antiguamente como nación los eslavos— el desarrollo de Ucrania se vio constantemente convulsionado por las invasiones y ocupaciones de los tártaros, las hordas mongoles, los principados medievales lituanos, el expansionismo de los polacos o de los zares rusos, así como por los anhelos de la dominación nazi. No obstante sus desventajas geopolíticas, Ucrania siempre fue algo más que una mera cuña entre el despotismo y el imperio de la razón.

Alrededor de la segunda mitad del siglo VI, en el territorio ocupado por la tribu de los “poliane” emergió el estado más antiguo de la Europa del Este, llamado primitivamente Rus y del cual la actual Ucrania es heredera directa, siendo su capital, Kiev, fundada por el mítico Príncipe Kiy. Esta evolucionada cultura medieval trajo consigo el cristianismo en el año 988 de la mano de Vladimir el Grande, bajo cuyo amparo se unieron las diversas tribus guerreras que pululaban por la estepa dedicadas al culto del sol.

El epos ucraniano, además de su tono y contenido heroico, se distinguió por un idealismo nacional centrado en torno al Estado Kieviano. En esta tradición se continuó hasta aproximadamente el año 1240, momento en el cual los tártaros arrasan la ciudad de Kiev obligando a los hombres de letras a desplazarse hacia las planicies de Moscovia (Rusia), donde llevarían consigo la poesía de la corte denominada biliny (poemas narrativos que hablan sobre eventos bélicos reales o inventados). Estos motivos heroicos aún se conservan en la poesía ceremonial ucraniana como los villancicos, los cánticos de la Epifanía o las canciones nupciales. La manifestación literaria más importante y trascendente de la siguiente época resulta en El Cantar de la Gesta de Igor, un largo poema anónimo de esencia bizantina cuya referencia más cercana en lengua castellana es El Cantar del Mío Cid, el cual recoge la desastrosa campaña del Príncipe Igor de Novgorod-Sieversk y que según la Crónica de Hypatius tuvo lugar en 1185. Esta maravillosa narración siempre fue calificada de pertenecer a la épica rusa, error derivado del origen de la palabra rus que hoy puede despejarse por completo dado que las investigaciones de académicos y filólogos han demostrado que, además de basarse muchos de sus pasajes en la tradición folklórica ucraniana, fue escrito en la misma lengua hablada por los ucranianos del siglo XII.

II. Renacimiento eclipsado

Los siglos XIV y XV pueden considerarse un período obscuro para las letras ucranianas, tan sólo preservadas de un ocaso total por la poesía religiosa que suplantó a la épica y logró mantener la cohesión nacional ante la latinización proveniente de Polonia. El Renacimiento europeo apenas hizo mella en la literatura ucraniana, dominada por las influencias eclesiásticas que daban preferencia a los temas bíblicos frente a los clásicos antiguos; de ahí que la obra más importante del momento fuera una traducción en lengua popular del Nuevo Testamento. Con la instauración de la Academia de Kiev se puso fin a la restricción sobre la literatura secular y surgió un estilo retórico cuyo representante más notable fue Ivan Vishensky. A comienzos del siglo XVII, este autor infiltró los primeros elementos del Barroco, un movimiento que por sus orígenes enriqueció paradógicamente a la poesía ucraniana con bastantes latinismos y elevó a la poesía versificada a un notable esplendor. De este período, todavía bajo la influencia teológica, resaltan la dramaturgia del predicador San Dimitri Tuptalo, el poema en prosa rítmica Trenos de Meletiy Smotritsky, los epigramas del sacerdote Ivan Velychkovsky y la lírica y diálogos filosóficos del místico Hryhori Skovoroda.

III. Un romanticismo nacionalista

Entre los siglos XVI y XVIII comenzaron a circular las chimas, poesía épica oral que suplantó a la lírica medieval y que se basaba en los sucesos históricos de la Ucrania Cosaca, a cuyos integrantes no hay que confundir con los cosacos zaristas, reflejando las condiciones sociales de aquellos tiempos con un mensaje moralista y didáctico. Este período no encuentra parangón en Europa y dentro de la literatura ucraniana representa uno de sus momentos cumbres, sólo comparable a la literatura serbia, española o neogriega.

En la segunda mitad del siglo XVIII, la poesía ucraniana sufre una época de estancamiento que hará declinar formas elevadas como la oda, la elegía o la tragedia, y únicamente las canciones populares conservarán todo el espíritu nacional. En 1789 los vientos neoclásicos se introducen en la literatura ucraniana a través de la epopeya heróico-burlesca de Ivan Kotliarevsky (1769-1838), cuya Eneida superó a los modelos ruso y alemán por su verso fluido y sus descripciones paródicas. Petro Hulak-Artemovsky (1790-1865), por otra parte, escribió una magistral parodia de las Odas de Horacio. Del mismo modo que el Barroco, el Romanticismo llegará tardíamente a Ucrania, no obstante entre 1820 y 1830 la ideología romántica, muy unida a la investigación etnográfica y arqueológica, se arraigará en Kiev con un inusitado vigor.

Hay que destacar de este período la creación de la Hermandad de Cirilo y Metodio, un movimiento humanista basado en las enseñanzas de los primeros maestros de los eslavos y cuyos objetivos eran la consecución de la libertad establecida en base a un orden social democrático inspirado en las tradiciones ancestrales y la condición redentora del poeta. De este círculo, desintegrado por la policía zarista, sobresalen el etnógrafo Panteleimon Kulish (1819-1897) con su poema escrito en forma de “duma”, Relato sobre Ucrania (1843), así como el historiador Mykola Kostomarov (1817-1885), autor del mesiánico Textos sobre el origen del pueblo ucraniano, influenciado por Libros del éxodo del pueblo polaco del escritor polaco Adam Mickiewicz. Pero sin lugar a dudas la más relevante de las figuras románticas ucranianas fue Taras Shevchenko (1809-1861), cuyo poemario Kobzar y su estilo, que supo combinar la eufonía con la poesía popular, ha significado para generaciones enteras de ucranianos un auténtico evangelio y es considerado hoy una especie de redentor de la identidad cultural ucrania. Shevchenko trató de crear para el campesinado adocenado la imagen de una Ucrania enérgica y de ideales elevados para que éste tomara conciencia de sus valores y se emancipara de una vez para siempre del sistema servil, malograda postura reivindicativa que le valió, como a Dostoievski, el destierro en Siberia.

IV. El revulsivo europeo

En la región de Ucrania Occidental, cuya antigua capital Lviv fue siempre el eje de su progreso, el auge romántico dio sus frutos con la denominada Tríade Rutena, compuesta por Markian Shashkevych (1811-1843), Ivan Vagelevich (1811-1866) y Jakiv Holovatsky (1814-1888), quienes editaron una amplia colección de poesía y prosa ucraniana titulada La ninfa del Dnistró, prohibida en su momento por las autoridades polacas y publicada en Budapest en 1836, la cual jugó un papel fundamental en el resurgimiento cultural y político de esta región.

El relevo del Romanticismo por el Realismo hacia finales del siglo XIX no fue en la literatura ucraniana, como en el resto de Europa, una reacción contra el espíritu romántico, sino una consecuencia de su propia evolución irregular. Esta actitud estuvo en parte motivada por la imposición de la rígida censura rusa y sus temidos ukase, cuyas características represivas materializadas por el moto zarista, “la lengua ucraniana como tal jamás ha existido, no existe ahora, ni existirá en el futuro”, casi sumergen a Ucrania en un verdadero etnocidio.

Los poetas que sobresalen en esta convulsa época fueron Ivan Frankó (1856-1916), autor de las colecciones poéticas Ziviale lestia (Hojas Marchitas, 1896), Mi izmarahd (Mi esmeralda, 1898), Iz dniv zhurbe (De los días pesarosos, 1900) y Lesia Ukrainka (1871-1913), entre cuyos libros de poemas destacan Na krilab pisen (Sobre las alas de la melodía, 1893), Dumey mriyi (Sueños y pensamientos, 1899) y Vidhuke (Ecos, 1902). Estos dos escritores con fuertes tendencias modernistas sacaron a la lírica, narrativa y a la dramaturgia ucraniana del habitual regionalismo para influenciarla con los valores estéticos y filosóficos europeos y elevarla a un nivel de similar calidad literaria.

La tímida liberalidad del régimen austro-húngaro y la temporal condición de nación obtenida en 1918, permiten que Ucrania resguarde su lengua y que esta pase a ser finalmente el medio de expresión empleado en el gobierno así como en las universidades, tribunales y otras instituciones oficiales.

V. Al ritmo de la modernidad

A comienzos de siglo XX podemos encontrar entre los primeros adherentes a una lírica de formas modernistas a Agtángel Krimsky, sombrío poeta de tendencias panteístas cuyos estados de ánimo se reflejan en la colección de poemas Palmore hillia (Ramas de palma, 1902-1908), o al galitziano Petro Karmansky (1878-1956), autor de intensa carga pesimista entre cuyos títulos destacan Z teke samovbyitsi (De los archivos de un suicidio, 1899), Oi, liuli, smutku (Oh calla, desgracia mía, 1906), Plyvem po mori tme (Navegamos a través del mar de las tinieblas, 1909).

Con el fin de la I Guerra Mundial y hasta el año 1934, la poesía ucraniana cobró una fuerza inusitada que le hizo ganarse el respeto de las autoridades soviéticas prorrusas. Gracias a este salvoconducto, las letras ucranianas se enriquecieron con los descubrimientos del simbolismo, expresionismo, impresionismo, futurismo y surrealismo, si bien adaptándolos a su propia sensibilidad espiritual.

Esta expansión hacia la cultura más cosmopolita hizo surgir una tendencia Neorromántica encabezada por los poetas Oleksander Oles (1878-1944), autor de obras tan populares como Poezii (Poesías, 1909) o Po dorozi u kazku (Viaje hacia un sueño, 1910), quien después de la II Guerra Mundial emigraría a los Estados Unidos de Norteamérica. Maxim Rilsky (1895-1964), fundador con otros cuatro poetas —M. Dray-Jmara, P. Filipovich, Y. Klen, M. Zerov— del grupo La Cuadrilla con el propósito de cultivar los gustos y valores líricos atenienses, practicó una fórmula neoclásica de rica imaginería y estilo expresivo, pero criticado por su idealismo y “escapismo” de la realidad se convirtió al comunismo y pasó a ser un poeta oficial cantor de loas a la política estalinista. Pablo Techena (1891-1967), un original y ascético versificador que escribió libros renovadores como Sonyashni klarinete (Clarinetes del sol, 1918), Zamist sonetiv i oktav (En vez de sonetos y octavas, 1920) o Viter z Ukrainy (Viento de Ucrania, 1924), sirviéndose de la filosofía panteísta y del ritmo de melodías folclóricas, tampoco pudo escapar de ser condenado de idealista por la “reconstrucción” socialista y acabó moralmente quebrantado, teniendo que subordinar su enorme talento a panegíricos partidistas a favor del status quo en la antigua URSS.

VI. Tiempos de oscuridad

En 1934 se lleva a cabo la primera gran purga estalinista de escritores acusados de practicar una ideología burgueso-nacionalista y entre las primeras víctimas se encuentran los activistas del influyente movimiento VAPLITE (Academia Independiente de Literatura Proletaria). Su líder, el escritor revolucionario Mekola Jvelovy (1893-1933), crítico con la bancarrota de la energía espiritual de los principios de la Revolución y que apoyó la occidentalización de la cultura ucraniana como medio para hacer frente a la dominación del centralismo moscovita, sufrió una implacable persecución que le obligó finalmente a quitarse la vida.

La aniquilación de los miembros más preparados de la intelligentsia ucraniana, el hambre artificial de 1933 que acabó con la vida de siete millones de personas, el “arrepentimiento” de las voces líricas más prometedoras que se acogieron al modelo del “realismo socialista”, no sólo aceleró el declive de la actividad literaria sino que dio lugar a una masiva emigración hacia Occidente, dando lugar en Checoslovaquia a la formación del talentoso Grupo de Praga, compuesto por E. Malaniuk, O. Teliga, L. Mosenz, I. Daragan, O. Liaturinska, O. Oldjech, Y. Klen, O. Stepanovich, I. Irliavski, I. Kolos, o en los Estados Unidos de Norteamérica al modernista Grupo de Nueva York, entre cuyos miembros podemos citar a V. Barka, E. Andievska, I. Tamawski, B. Boychuk, V. Lesech. En Brasil, Wira Vowk ha realizado un encomiable trabajo de creación y difusión poética.

VII. Una esperanza desvanecida

Durante el corto deshielo de los años sesenta, en Ucrania se conformó indirectamente el movimiento literario denominado shestedesiatneke del cual surgió la nueva estirpe de escritores, artistas e intelectuales que renovó sorprendentemente el panorama cultural del país. Los trabajos de los poetas de esta generación de ruptura, cuya coyuntura es comparable a la de los Novísimos españoles, fueron recopilados en una antología publicada em 1967 en Nueva York titulada Sesenta poetas de los años sesenta que contiene una variada y esperanzadora muestra de la lírica moderna ucraniana que poetizaba aquellos aparentemente antipoético. Entre sus miembros más destacados figuran Vasyl Simonenko y su arrebato metafórico, el costumbrismo idealista de Dmitro Pavlechko, la sinceridad lírica de Lina Kostenko, el intelectualismo de Gregori Kerechenko, el culteranismo de Ivan Drach y del ruso ucranianizado Robert Tretiakov, el exacerbado lirismo de Mekola Vinhranowski, las extravagantes asociaciones de Boris Necherda, o el realismo paródico y politizado de Vitali Korotech. 

En las difíciles condiciones del estancamiento brezneviano que configuraron a los años setenta, aparecieron los resonantes y arcaicos palimpsestos del simbolista-romántico Vasyl Stus, el abstraccionismo de Igor Kalenech, la honda sensibilidad de Irina Dzelenko o la recuperación mitológica de Vasyl Holoborodko, silenciados en su mayoría por el régimen debido a sus postulados estéticos originales comprometidos con la lucha por la sobrevivencia de los propios valores del idioma ucranio.

En los años ochenta el faro de la libertad resucita a muchos autores muertos en vida y despierta a otros de espíritus inquietos del letargo provinciano para cuestionar el estado de las cosas y tratar de discernir por qué razones su lengua y cultura habían acabado en un estado larvario que al igual que un apacible Titanic habitaban en solitario las obscuras aguas del desencanto.

Deudores de las reivindicaciones de la generación de los shestedesiátneke, durante este último período surgen diferentes voces que o bien se decantan por un deliberado compromiso con los tiempos que les tocan vivir como Natalia Bilocherkivech, Pablo Hirnek, Oksana Pajlowska, Stanislaw Chernilevski y Mekola Temchak; o adoptan una postura de rechazo a la realidad imperante a través de ejercicios experimentales como los de Mekola Voroviov, Viktor Kordun, Oleg Lesheha, Viktor Neboraka, Mijailo Sachenko y Volodimir Chebulka; o se debaten entre el árido romanticismo de Vasyl Ruban, la búsqueda de un lenguaje culterano al estilo de Oxana Zabushko, el onirismo de Taras Melnechuk y las fábulas didácticas de Ivan Malkovech; o languidecen en memoria del malogrado pero brillante creador de fantasías metafóricas, Hrehory Chubay.

VIII. En busca de los ancestros

Hablar de literatura ucraniana significaba hasta no hace mucho tiempo o bien una insensata reivindicación nacionalista o un acto de provocadora excentricidad ya que era impensable ubicar geopolíticamente a Ucrania, sin duda la nación más desconocida de Europa fuera del ámbito de la cultura soviética.

El fin de las ideologías ha traído consigo la necesidad de presentar un panorama de lo que fue y de lo que posiblemente será el devenir de la expresión lírica de un país fértil en esta manifestación de la palabra. Así, es posible afirmar que ésta, en particular en su vertiente oral, conserva la gran riqueza de la lengua y literatura ucraniana, no obstante haberse forjado sus mejores obras al amparo de las sombras de la disidencia.

Como toda poesía inmersa en el problema de la identidad nacional, la ucraniana ha buscado incansablemente su propia legitimación así como la de su pueblo y ha hecho de sí el más completo y representativo de los logros de una cultura de ancestral tradición. En la lírica contemporánea, además de un empleo de las vertientes vanguardistas y herméticas, domina el tema del presente malherido, de la desolación del paisaje, de la religiosidad, de las almas pulverizadas, al mismo tiempo que una profunda preocupación por el renacimiento de la tierra natal de sus cenizas. De este modo, sus raíces profundizan y penetran en la espesa trama de una realidad conmovedora pero siempre buscando la esencia más auténtica del vocablo poético, del ethos popular, de los arcaísmos folclóricos, del frágil misterio de los iconos, creando geografías dolorosas, combinatorias con los diversos estados estratificados de la conciencia humana.

IX. Perspectiva universalista

La poesía es sin duda la más intraducible de las artes o, como remarcaba el poeta alemán expresionista Gottfried Benn: “la conciencia se forma en las palabras, la conciencia trasciende por las palabras”. Por ello, el empleo de la aliteración, de versos rimados, de paralelismos, antítesis, alegorías en toda la poesía ucraniana presenta una dificultad técnica que si bien en ocasiones limita las motivaciones seleccionadoras, ofrecen al traductor una gratificante tarea de recreación que esperamos se transmitan al lector en toda su esencia y musicalidad primigenia.

Con esta antología, que no pretende ser cronológica o exhaustiva aunque sí de un rigor universalista, se intenta acercar por primera vez al lector hispano-parlante una parcela ínfima pero fundamental de la lírica ucraniana, con la perspectiva de llenar un vacío literario dentro del nuevo ámbito pluralista europeo. Por una cuestión de síntesis se ha optado, salvo en el caso de un par de inevitables excepciones, por la poesía escrita en Ucrania, dejando para otra ocasión la abultada obra producida en el exilio. De ahí que como toda selección de características similares ésta también se permita deja nombres en blanco, involuntario descuido sólo atribuible al prurito estético del compilador. Vaya, finalmente, mi sincero agradecimiento a todos aquellos que han hecho posible esta cruzada poética, en especial a José María Amado y los hacedores de LITORAL, por su incondicional entrega; a Yuri Kochubey, por su amplitud de criterios; a Fernando Ainsa, por su disponibilidad y a Oleg Chornohuz, por sus beneficiosas gestiones.

Iury Lech Barcelona, 1992, Litoral, nº 197/198, (1993), pp. 12-21.

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martes, 9 de agosto de 2022

"Los consuelos prohibidos". Entrevista a Gabriel Albiac. Miguel Ángel Quintana Paz (Cuaderno gris, nº. 9, 2007, págs. 61-88)


El aire frío de Madrid crea una luz pulida, mucho más que transparente. Place caminar dentro de ella si uno no se cura de la gelidez y gusta, en cambio, de la transparencia.

He fijado una cita con Gabriel Albiac un madrileño sábado invernal de 2006, en su estudio, para platicar sobre su pensamiento político. Ya mientras acordábamos el encuentro me ha llamado la atención su cordialidad a trompicones, fresca, grata. Ahora conversamos largamente mientras por la ventana del techo abuhardillado columbro de vez en vez la azotea del Edificio España, que se va oscureciendo, disgregando por momentos: cae la tarde.

Al ir a iniciar la entrevista le comento a Albiac el plan de la misma. Me excuso por adelantado ya que había abordado con un cierto «academicismo» tal preparación. (Dado que Albiac es uno de los filósofos españoles más habituados a utilizar los medios de comunicación de masas, presupongo apresurado que él preferiría un formato de entrevista más ligero, menos académico y más «comunicacional».) Sensato, Albiac me garantiza que «el ser académico no es ningún defecto», y he de otorgarle toda la razón.

Durante la entrevista se le nota cómodo, le gusta ser entrevistado. A mí me gusta estar entrevistando a una de las mentes más tónicas del hodierno pensamiento español. Ganador del Premio Nacional de Literatura en 1988 por su ensayo La sinagoga vacía (Hiperión) —donde se las había con varias de las figuras más heterodoxas del judaísmo español—, es nota internacionalmente la especialización de Albiac en filósofos como Spinoza, Pascal y Maquiavelo. Desde 1988 es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente colabora en la cadena radiofónica COPE, en el diario de internet Libertad Digital y en el diario impreso La Razón, tras haber sido durante largo tiempo columnista del diario El Mundo, así como más brevemente de Diario 16 y El País. Nació Albiac en 1950 en Utiel (Valencia), y no sólo destacan entre sus ensayos obras del calado de Caja de muñecas (Destino 1995), Desde la incertidumbre (Plaza y Janés 2000) o su recentísimo Diccionario de adioses (Seix Barral 2005), sino que se ha adentrado en diversas ocasiones en el territorio de la novela (Ahora Rachel ha muerto, Alfaguara 1994; Últimas voluntades, Plaza y Janés 1998; Palacios de invierno, Seix Barral 2003).

Buen conocedor de la mejor etapa del rock and roll, nada le empece a Albiac para reconocerse aún hoy discípulo de ese peculiar marxista que fue Louis Althusser (dentro de cuyo equipo de trabajo realizó su tesis doctoral). Ahora bien, quien espere reencontrar en Albiac todos los manoseados tópicos de las izquierdas divagantes, extravagantes o fundamentalistas (por utilizar la afortunada taxonomía de su amigo Gustavo Bueno[1]) saldrá defraudado (y, a menudo, enrabietado: sólo hay que contemplar el malhumor que exhiben muchos de sus pasados contrincantes en la polémica). Quien desee recrearse durante un rato pensando saldrá, en cambio, vigorizado. Albiac, en suma, resulta tan acogedor como sólo sabe ser la lucidez, tan hospitalario en su estudio como minucioso en sus respuestas.

 

PREGUNTA Me gustaría que comenzásemos, si le parece a usted bien, haciendo una suerte de autobiografía intelectual. Pues una de las cosas que más llama la atención a cualquiera de los que le leemos, don Gabriel, es que se pueden encontrar ideas en apariencia muy disímiles escritas por usted (seguramente en circunstancias asaz disparejas) a lo largo de su ya ancha trayectoria como pensador. Tal vez una manera de poner en orden todo ese conjunto de nociones sea el ordenarlas diacrónicamente; pues, ello, como mínimo, nos habrá de permitir el contemplar la lógica socio-histórica de su sucesiva generación. Así pues vayamos, si me lo permite, a los cimientos de su desarrollo intelectual: ¿Cómo surgió en usted la vocación por la filosofía? ¿Qué le enganchó de los afanes filosóficos, y con qué expectativas arrostró usted la tarea del pensar?

RESPUESTA —. En realidad, mi propósito de dedicarme a la filosofía fue bien temprano. Hacia los dieciséis años —que era el momento en el cual en este país, en mi época, se empezaba a estudiar filosofía en el bachillerato— la filosofía me produjo una enorme fascinación. Lo he contado muchas veces: para mí solamente había dos opciones a aquella edad, y eran la filosofía o la matemática. En ambas disciplinas me entusiasmaba lo mismo: el principio de rigor; la idea de que se puede pensar de un modo riguroso en medio de un universo caracterizado por unos usos del lenguaje extraordinariamente blandos. ¿Por qué escogí la filosofía y no la matemática? No lo sé; probablemente porque en aquel momento pensé que realmente el principio fundante de la razón podría de algún modo buscarlo ahí. Quizás la única línea de continuidad que hay en toda mi vida intelectual es precisamente esa: la voluntad (que en cierta manera yo creo que es una apuesta ética) de no hacer jamás concesiones en el terreno del rigor, de buscar el rigor por encima de todo.

P. —. Esto suena un tanto wittgensteiniano, ¿no es cierto? E incluso me hace venir a las mientes aquella frase de Otto Weininger con que Ray Monk inicia su biografía de Wittgenstein[2]: «Ética y lógica son dos manifestaciones de una misma cosa: la obligación hacia uno mismo». Parece que a estos dos vieneses también les hubo embargado la convicción de que poseer un pensamiento lógicamente riguroso es, ante todo, una especie de imperativo ético, una suerte de obligación...

R. —. Una obligación absoluta, sin duda de ningún tipo. Pienso además que eso es lo que, al fin y al cabo, queda de todas las retóricas y todas las (a veces no muy claras) fantasías sobre la «función ética del intelectual».

P —. Y bien, ¿por dónde empezó usted entonces a practicar ese rigor?

R. —. Desde un primer momento a mí me fascinaba Platón. Supongo que a todos los que nos dedicamos a la filosofía nos ha pasado: esa cosa tan extraña (que después, además, con el paso de los años y a medida que le vas añadiendo conocimiento al asunto, te vas dando cuenta de que es aún más dura de entender), esa cosa tan extraña y tan sugestiva, decía, de que de algún modo toda la historia de la filosofía esté ya en Platón: ¡Toda! En cierta medida te das cuenta de que el trabajo de veinticinco siglos de filosofía ha consistido en ir haciendo pequeñas glosas al texto platónico, pequeñas notas a pie de página. Fíjese en que (se trata de un escrito que he utilizado en múltiples ocasiones) no creo que haya un texto donde se puedan plantear mejor las paradojas de la relación con lo político de la gente de mi edad (y son paradojas muy tajantes, a veces muy dramáticas en lo personal) que un texto platónico, precisamente: «La Carta Séptima». Al principio de ella, como recordará usted, Platón narra la paradoja de su juvenil deseo de dedicarse a la política, y el modo en que acabó revirtiendo a la filosofía: «Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos Pero llegado un determinado momento comprendí [...] que nada era reformable en aquel terreno» y que sólo un largo rodeo a través de la filosofía podría al menos hacernos entender por qué no era reformable.

P. —. Bien, esto prácticamente nos induciría a preguntarle ya por el final de su propio rodeo vital, don Gabriel; pero resistiré de momento la tentación y seguiré concentrándome en los episodios iniciales de su vocación filosófica. Entiendo, por lo que nos ha narrado, que usted en un principio sí que creyó (como creyó Platón, como creyeron tantos otros miembros de su generación) que el campo de la política era un campo al que podemos confiar nuestras mejores esperanzas...

R. —. No hay que olvidar que estamos hablando del año 1966. Yo era entonces una criatura de la dictadura; además una criatura, digamos, de los aspectos más conflictivos de la dictadura: nací en una familia de tradición netamente republicana; mi padre era un militar profesional de la República, condenado a muerte en el 39; mi familia materna también mantenía esa tradición... En suma, hacia la mitad de los años 60, para los que habíamos vivido la dictadura como un infierno realmente inmerecido (pues, ¿por qué diablos la gente de mi edad tuvo que heredar todo aquel horror y convertirse en depositarios de toda la memoria de una guerra civil que no nos correspondió a nosotros, pero que sin embargo tuvimos que interiorizar como parte de nuestra biografía?), para nosotros, decía, (o al menos, para mí) había dos factores que eran simultáneos: En lo político, un odio —yo diría que racional— contra la dictadura, y una apuesta de gente que por entonces era muy joven (monstruosamente joven) por la lucha a cualquier precio (y digo «a cualquier precio» pues hubo gente de mi edad que pagó muy caro aquello); y en el terreno intelectual lo que para mí no era sino el paralelo lógico de aquello: la lucha, la guerra a muerte contra las formas de embrutecimiento depositadas en el lenguaje. Repare usted en que por aquella época lo que yo, o más bien nosotros, podíamos llamar revolución se correspondía con nuestra vibrante necesidad de volar, de hacer saltar por los aires, una cotidianeidad invisible, sórdida —no, no se trataba ya de lo político diferenciado de la vida privada: era la sordidez interiorizada en cada acto...—. En fin, ni siquiera quiero hablar de esa época porque verdaderamente parecería que estoy haciendo una caricatura. La necesidad de volar aquello, en fin, era un principio de supervivencia: no se podía vivir así. Y tampoco se podía vivir repitiendo las majaderías del saber común. La liberación para mí estaba, pues, en ese doble plano: el plano de la intervención política (que en mi caso, como en el de prácticamente toda la gente de mi edad y de mi medio, se produjo muy pronto: hacia los diecisiete años, cuando llegamos a la universidad) y el plano de la apuesta contra la interiorización del orden dentro del lenguaje, dentro del discurso —y para mí eso era la filosofía—

P. ¿Qué clase de apuesta por la intervención política fue la que usted emprendió entonces? ¿Comunista?

R. —. Sí, comunista ya desde el primer momento. Entre otros motivos, porque no había otra opción. Tenga en cuenta que, cuando yo llego a la Universidad Complutense en 1967, apenas había leído a Marx. Sí que tenía un cierto dominio (con todas las limitaciones propias de un chaval de 17 años) de los clásicos: había leído a Platón, sentía una cierta fascinación por los intelectuales franceses del período de entreguerras (que es una cosa que luego en mí siempre ha permanecido) … pero sin embargo mi lectura de Marx era superficialísima. Y claro, llegar a la Complutense era llegar a una especie de «territorio liberado» dentro del franquismo (sé que son cosas que hoy suenan a increíbles). Venías de la calle, donde te encontrabas una sociedad que era una especie de monstruo anacrónico, de gran dinosaurio muerto de pie... y de pronto entrabas allí y te encontrabas con un lugar en el que se vivía, bueno, en algo que podríamos llamar un espacio semialucinatorio, como un delirio: todo en la Complutense te remitía a una visión de la revolución, de la destrucción del régimen, pero al mismo tiempo de experimentación de modos de vida cotidiana fuertemente alternativos. Debo decirle que con el paso de los años uno entiende que buena parte de aquello estaba hecho de mera alucinación, o de delirio: pero también ese delirio podía tener efectos de potenciación, de liberación personal y de apertura intelectual si sabías usarlo. Yo intenté saber usarlos. Cierto es que nunca llegué al límite de riesgo político al que llegaron buena parte de mis amigos; como contrapartida traté de reservarme (tal vez sólo por incapacidad de hacer otra cosa) para el trabajo teórico, intelectual.

En el 67 en España no había alternativas; la única oposición al franquismo eran las distintas variantes de los diferentes movimientos comunistas. El solo pensamiento alternativo frente a esa especie de Nada en que se vivía era el intento de recuperación, de relectura, de Marx. Yo en lo político desde el año 1967 me ligué al Sindicato Democrático de Estudiantes, que era la organización de base del movimiento comunista hasta el estado de excepción de 1969. Me movía en el área de lo que era en esos años el maoísmo (el cual, junto con el trotskismo, representaban entonces en la universidad española las dos corrientes hegemónicas). Entre 1967 y 1970 yo estaba muy distante, como todos los de mi edad, del Partido Comunista. Lo veíamos como un vejestorio, de una pobreza conceptual terrible. Sin embargo más tarde entré en el Partido, en 1970, sin que se hubiera modificado ni un átomo mi concepción acerca de la inanidad de su dirección política y de su concepción teórica. Recuerdo perfectamente habérselo dicho a mis correligionarios ya en el momento de entrada en el Partido: «Pienso que sois una banda de revisionistas impresentable», les dije, con la reconocible jerga de aquellos años, «...pero no hay otro sitio».

La mayor parte de mis amigos, con todo, sí que habían encontrado otro sitio: habían construido sus propias organizaciones. Y la verdad es que ello me resulta admirable. Aunque después con alguno de ellos haya tenido fuertes discrepancias y nos hayamos distanciado, eso no modifica el pasado; y la verdad es que entre los años 1967 o sobre todo 1969 (que es cuando se produce la reestructuración política de la extrema izquierda española) y el final del franquismo, el que cuatro chavales (de entre diecisiete y veintidós años), sin respaldo de ningún tipo, sin organizaciones previas algunas, lograsen estructurar redes operativas clandestinas... lo cierto es que resulta admirable. Sé que muchos de esos muchachos acabaron enloquecidos, de acuerdo: pero eso es inevitable, la clandestinidad enloquece (lo sabe cualquiera que trabaje en esas condiciones), y no hay que reprochárselo a nadie... sólo hay que reprocharle el que luego no sea capaz de readaptarse: el delirio tiene un límite.

Yo, sin embargo, no me sentía en condiciones de dar ese paso que dieron muchos de mi edad: proletarizarse, marcharse a las fábricas, entrar en la clandestinidad (hubo gente que permaneció en la clandestinidad hasta el final del franquismo, ¡más de ocho años!). Yo no tenía fuerza para eso. Desechada esa opción, quedaba el Partido Comunista, aunque no estuvieras de acuerdo con su línea... y yo no lo estaba. Pero no había otra elección: sólo habría quedado la escapatoria de abandonar el espacio de lo político y, francamente, en aquella época, abandonar el espacio de lo político me hubiera parecido indecente (ahora no, ahora es otra cosa distinta).

      P. —. Fue entonces cuando se trasladó usted a Francia...

R. —. Exacto, en 1972. Yo había publicado mi primer artículo teórico hacia 1970 ó 1971, no recuerdo ahora bien, y se lo había enviado a Louis Althusser, que era en aquel entonces el punto de referencia central del marxismo serio: de hecho, si se compara lo que era el marxismo europeo de antes y el de después de Althusser, es fácil comprobar cómo este autor marcó una diferencia abismal entre uno y otro. Es más, los mecanismos de desligamiento con respecto a esa tradición marxista que se produjeron entre los intelectuales franceses de mi generación pasan necesariamente a través de Althusser. Al fin y al cabo, por decirlo de un modo sencillísimo, Althusser fue el primero que planteó abiertamente que la manualística estaliniana había convertido los textos de Marx en unos textos de carácter catequético, y había eclesializado el pensamiento teórico. El intento de Althusser era pues, sencillamente, el de recuperar la literalidad del texto, tratando al texto como tal; tratar, en suma, a Marx como texto, y no como referente eclesial.

A raíz del artículo que yo le había enviado, Althusser me sugirió la posibilidad de trasladarme a París y colaborar allí con su gente (él estaba ya bastante enfermo, pero aun así seguía escribiendo), Comencé entonces a trabajar allí en mi tesis doctoral, que versaba sobre el barajamiento de diversos niveles de textualidad en El Capital de Marx. Aunque finalmente esa tesis se leyó con un título bastante más rimbombante y absurdo[3], creo que el subtítulo resultaba mucho más iluminador: «El Capital: Lectura y escritura». Siempre lo he dicho y lo diré siempre: yo a Althusser en el terreno intelectual (pero también en el político) se lo debo todo. Incluso hoy, cuando me he alejado de los postulados políticos de aquellos años. Althusser nos enseñó a todos algo absolutamente esencial: que hay que saber leer. Algo tan elemental como eso. Y que no se puede desplazar la lectura correcta de un texto por la superposición en él de elementos afectivos, que lo único a lo que nos conducen es a acabar formulando disparates. En suma, esta enseñanza althusseriana me sirvió para tres cosas. Primero, para no tener que pasar bajo la manualística ortodoxa estaliniana en la cual se apoyaban todos los partidos comunistas occidentales. Segundo, para saber considerar a la dirección de todos esos partidos comunistas occidentales como una banda de incompetentes (en aquella época yo pensaba que eran sólo incompetentes, hoy sé que eran algo bastante peor). Y tercero (algo importantísimo para toda la gente de mi generación, y eso se lo debemos a Althusser), no haber sentido jamás la menor afección hacia la Unión Soviética: siempre tuvimos claro, antes de ser comunistas y mientras éramos comunistas, que la URSS era el horror en estado puro, que no era más que lo que en la época llamábamos «un capitalismo de Estado con estructura política despótica».

Tuve esa suerte: en una época en que no era tan fácil desplazarse por Europa como ahora, y en que la gente de mi generación tuvo que hacerse con una formación teórico-política autodidacta —lo cual a menudo conllevó una serie de vicios muy difíciles de desarraigar a posteriori—, Althusser nos salvó a cuantos tuvimos la fortuna de trabajar con él de todos esos menoscabos. Es él quien nos orienta a mí y a una parte importante de los franceses de mi edad (o quizás algo mayores —yo fui la generación más joven que llegó a trabajar con Althusser—) hacia el siglo XVII, algo que nunca dejaremos de agradecerle. La idea de Althusser, al fin y al cabo, es que el riesgo de la sacralización del discurso de Marx, el riesgo de convertir su texto en un discurso salvífico (y, por lo tanto, peligrosísimo: pues un discurso salvífico en el campo político se puede convertir en lo que de hecho se había convertido Marx, en el estalinismo), ese riesgo proviene de su continuidad con el discurso del idealismo clásico alemán, que es un discurso esencialmente marcado por la teleología: y la teleología inevitablemente genera teología. Por ello Althusser desde muy pronto, desde los primeros años 60, estaba planteando la necesidad de retomar al momento en el cual la teleología todavía no había triunfado en el ámbito del pensamiento, el momento en el cual se dieron hipótesis, de corte materialista, de pensamiento no teleológico. Y ese momento es el siglo XVII: muy especialmente con Baruch Spinoza, pero del mismo modo (y por muy extraño que parezca) con Blaise Pascal. Creo que ese fue otro factor que conceptualmente nos salvó a todos, porque cualquiera que haya pasado a través de Spinoza es muy difícil que luego vaya a poder aceptar las «evidencias» de la teleología, del finalismo, del soteriologismo, de todas esas cosas.

P. —. Me gustaría que me ampliase un tanto el modo en que esos dos autores, Spinoza y Pascal, a los cuales había llegado usted de la mano de Althusser, acabaron incidiendo indeleblemente en su pensamiento.

R. —. De acuerdo. Lo primero que todos leíamos de Spinoza con Althusser era el Apéndice a la Parte Primera de su Ethica more geometrico demostrata: una crítica al finalismo. En ese texto, prodigioso, Spinoza explica (además, con una claridad meridiana) que todas las mistificaciones, todos los autoengaños en los cuales se hallan presos los hombres provienen de uno solo, que es el que genera todos los demás: la presuposición de la finalidad. Tal autoengaño es, por lo demás, comodísimo, pues se halla inserto en nuestro mismo lenguaje: el lenguaje ayuda a presuponerlo, es más, lo presupone él solo, pues basta con que dejemos el lenguaje funcionar por sí mismo para que vaya construyendo finalidades. Spinoza da a este respecto un ejemplo de gran sencillez, pero inatacable, y que demuestra cómo la estructura del lenguaje se articula por medio de conjunciones finales que, si uno las estudia con atención, repara inmediatamente en que no poseen un valor conjuntivo sino retórico, abiertamente retórico: el ejemplo de Spinoza es el de que «Se dice que los pájaros tienen alas para volar, los hombres tienen ojos para ver...»; pero, si uno lo medita, se da cuenta de que lo único que se puede decir es que los pájaros vuelan porque tienen alas, no que los pájaros tengan alas para volar.

En fin, ese Apéndice spinoziano —que hoy en día es muy fácil de analizar con los alumnos, que no les presenta ninguna conmoción— en los años 60 ejerció una función liberadora enorme. Pues precisamente nos venía a decir: ¡Cuidado! Cuando usted está diciendo que la Historia tiene una finalidad, cuando usted está diciendo que la actividad humana está orientada en función de un progreso, de una vía ascendente, de lo que sea (lo que Hegel llamaba das Prinzip der Entwicklung [el principio de desarrollo, o de evolución o de ascenso]), lo que usted en realidad está realizando es una retórica inconsciente; la cual, de facto, lo único que hace es proyectar su propio deseo bajo un disfraz de realidad. Empecemos, entonces, a tratar de distinguir la realidad con respecto al deseo, y eso nos permitirá tratar de entender por qué es justo ese deseo y no otro el que se forma en el imaginario humano». Todo eso era esencial, pues te libraba precisamente de toda aquella visión salvífica, de toda aquella especie de Providencia sin Dios que era el marxismo de los partidos comunistas.

P. —. Y, por lo demás, casa perfectamente con aquello que usted ha empezado describiéndome: aquel afán vocacional suyo por introducir rigor en nuestros lenguajes.

R. —. Efectivamente, y por ello Althusser me fascinó y nos fascinó cuando empezamos a leerlo, en el 68; yo en aquel momento sentía un desprecio absoluto hacia los pensadores marxistas del siglo XX. Me ayudó mucho en aquel contexto un artículo que sigo pensando que es soberbio: se trata de Matérialisme et révolution[4] , de Jean Paul Sartre, escrito hacia 1946; el cual es paralelo de uno de los ensayos más antiguos de El grado cero de la escritura, de Roland Barthes[5]. Ambos versan acerca de la interiorización en los pensadores marxistas oficiales franceses de todos los tópicos más difuntos de una especie de idealismo en grado plano, reconvertido en una nadería, y del cual era epítome privilegiado el que durante mucho tiempo ejerció de «ideólogo» estalinista del Partido Comunista Francés, Roger Garaudy (quien, por cierto, hoy es islamista). Era precisamente Garaudy el autor de varios pasajes en los que Barthes detecta ese «punto cero» al que había llegado la literatura francesa de posguerra; y fue precisamente Garaudy quien se encargó de expulsar de tal Partido a todos los discípulos de Althusser hacia el año 66 —si no logró expulsar al propio Althusser fue sólo porque el secretario general del Partido en esa época, Waldeck Rochet, se lo impidió personalmente--. (Resulta, por lo demás, fantástico este Garaudy: todo un paradigma del filósofo funcionario, del comisario político —y uno de los seres más indecentes de todo el siglo XX—.)

P. —.  Hablaba usted antes de que, justo cuando logramos comprender que el discurso teleológico no es más que una trampa del lenguaje (por cierto, esta idea de que haya ciertas «metáforas desorientadoras» presentes en el lenguaje no deja de recordarme de nuevo a Wittgenstein, pero dejemos esto de momento estar), justo cuando entendemos gracias a la filosofía (spinoziana, por ejemplo) que el finalismo no es más que una proyección con la que nos autoengañamos, confundiendo deseo y realidad, justo entonces también entendemos cuál es ese deseo que subyace a tal autoengaño. ¿A qué deseo se refiere?

R. —. Al deseo de supervivencia de la religión. La salvación es una categoría ligada a determinadas tradiciones religiosas. ¿Qué se trata de obtener mediante esa identificación con el lenguaje de las finalidades? Pues una especie de acogida en el seno materno, una especie de consuelo: el consuelo más fantástico. Pero lo primero que se tiene que entender cuando hacemos filosofía es que los consuelos están prohibidos. Spinoza lo dice mediante una fórmula que yo creo que es definitiva: Hay en la mente humana dos elementos que son los generadores esenciales de toda servidumbre; uno de ellos lo reconoce inmediatamente todo el mundo como tal, y es el miedo; pero el otro, que es tan poderoso y aún más terrible que el miedo (pues es menos identificable), es la esperanza. ¿Por qué miedo y esperanza son los dos elementos de toda servidumbre? Porque ambos son a la postre lo mismo: la proyección hacia el futuro para renunciar al presente. El miedo es la paralización de la acción que se produce ante la expectativa de que en el futuro sucederá algo terrible. La esperanza es exactamente lo mismo, pero supliendo el factor de lo terrible por el del beneficio: la esperanza es la renuncia al presente en función de un futuro que será fantástico. Naturalmente, cualquiera que hubiese estudiado la tradición del estalinismo sabe perfectamente que esa, la esperanza, fue la gran máquina de autoengaño de toda una generación de militantes comunistas (que, he de decirlo, llegó a reunir, en algunos momentos del siglo XX, a lo mejor tanto de la intelectualidad como de la ciudadanía europea). Sólo se explica aquel autoengaño monstruoso, y de monstruosas consecuencias, como una cesión del presente en manos de un futuro más o menos inescrutable, pero que uno llegaba a creerse que vendría dado por algo así como una orientación general de la Historia. Y esa es también la perspectiva de las grandes religiones, las religiones de salvación.

Las consecuencias de todo ello pueden ser terribles. Quien lo narra espléndidamente es Arthur Koestler en El cero y el infinito[6]. Recordemos que el narrador de esa obra, Rubashov, es el último superviviente de la vieja guardia de la revolución bolchevique; y que mientras es interrogado va reconstruyendo mentalmente la fotografía (ya eliminada, de ella sólo resta el polvillo negro que queda en toda pared cuando retiramos un cuadro que en ella ha estado mucho tiempo) del comité insurreccional de 1917. Al reconstruir esa imagen, Rubashov se da cuenta de que sólo quedan vivos dos antiguos miembros de todo aquel comité: uno es Stalin, y el otro es él. Y él ni siquiera puede justificarse frente a su depuración, porque él mismo ha sido un depurador. Hay un pasaje fascinante en la novela, cuando Rubashov aduce la idea que en la cabeza de esos personajes de la fotografía había más sabiduría que en todos los catedráticos de todas las universidades europeas juntas: «Todas nuestras ideas eran impecablemente correctas, y sin embargo todos nuestros resultados han sido monstruosos». Y bien, eso es la novela. Nos permite ver cómo una visión providencialista, finalista de la Historia, puede distorsionar la sabiduría hasta convertirla en pura atrocidad.

P. —. ¿No había, empero, cierta esperanza (en la política, en cambiar las cosas, en un mundo mejor) también en ustedes, los que luchaban contra Franco aun sin haberse creído las catequesis estalinistas?

R. —. Claro que la había. Pero llegado el momento, lo que hay que hacer es ser capaz de desmarcarse de ella Y Althusser nos sirvió más tarde a tal efecto. Me temo que un porcentaje muy alto de la militancia de aquella época no llegó nunca a ese punto y guardó siempre una especie de subsuelo salvífico, religioso, que naturalmente nunca era admitido abiertamente... pero que estaba ahí. Y yo creo que es ese subsuelo el que explica que, por ejemplo, ya en los años 80 ó 90 toda esa gente de mi generación (todos ellos de tradición materialista, explícitamente no religiosa) de pronto se sintiesen fascinados por cosas tan abiertamente primitivo-religiosas como la teología de la liberación o las tonterías esas de los zapatistas...

      P. —. ... O incluso el islamismo...

R. —. Bueno, ahí yo creo que lo que nos encontramos es ya otra patología. Pues ahí sí que se puede diagnosticar toda una crisis de identidad completa. Al fin y al cabo, en la tradición apocalíptica cristiana sí que podías, si eres comunista, reconocer un conjunto de valores coincidentes con los tuyos. En cambio, la fascinación por el islam, en gentes de una generación como la mía (que es la que propició la plena integración de las mujeres en la sociedad), sólo se explica como una quiebra terrible.

P. —. Hablando de la conexión del teleologismo con las grandes religiones del Libro, ello me recuerda al otro autor que antes mentó usted como fundamental adalid en contra de la concepción soteriológica de lo político: Blaise Pascal. Pues, al fin y al cabo, Pascal era un ardiente cristiano: ¿cómo puede, al mismo tiempo, sernos útil con miras a eliminar todo finalismo, toda Providencia, del ámbito de la política?

R. —. Hay que mirar a Pascal en el contexto, yo diría, del jansenismo en general. Althusser, fíjese, no le dedica ningún estudio específico, pero le hace continuas referencias en su obra (por ejemplo, en un texto muy interesante, su Philosophie et philosophie spontanée des savants[7]), pues no en vano él era un gran lector de Pascal: ahora sabemos, porque tenemos publicados parte de sus inéditos, que durante los dos o tres años que estuvo recluido en un campo de encierro para militares (durante la Segunda Guerra Mundial), el único texto académico que Althusser manejó fue el de la obra completa pascaliana, en la edición de La Pléiade. Pues bien, lo que ya Althusser subrayaba (y yo estimo que hoy deberíamos subrayar aún mucho más) es lo siguiente: Que aquella idea del jansenismo de trazar una barrera infranqueable entre la esfera de lo religioso y la esfera de lo mundano, naturalmente, coloca al cristiano en la posición de que su única verdad sea la de pasar del otro lado —y tender a ese momento último en que su alma se convierte en Dios—; pero eso tiene una contrapartida que en los jansenistas es igualmente sagrada: pues, si bien es absolutamente cierto que la razón no tiene nada que decir en el campo de la religión, es entonces exactamente igual de cierto que el discurso religioso no tiene nada que decir en el ámbito del análisis racional. De hecho, sería degradante, además, para lo religioso el ponerse a esa altura: pues el campo del conocimiento racional es un ámbito de juegos que se autocodifican, un campo de juegos autocodificados que no contienen realidad sino normas de regulación interna; y, por supuesto, si ante lo que estamos es ante un campo de juegos autocodificados, entonces ya desde el inicio la idea de una finalidad global de lo mundano desaparecerá por completo.

Tenemos ahora esta primavera un congreso en París justamente sobre Pascal y Spinoza (algo que desde hace años teníamos pendiente el grupo de aquellos que, tras trabajar con Althusser, acabamos estudiando a Spinoza: Balibar, Moreau sobre todo... gente clave para la renovación de los estudios spinozianos particularmente en los años 80 y 90); y puede ser divertido.

P. —. ¿Conocía Spinoza a Pascal?

R. —. No. Pero la problemática de ambos es la problemática del Barroco. Porque ¿qué es lo que descubre el Barroco (y ahí el papel de la Compañía de Jesús es esencial)? Lo que descubre el Barroco es que la subjetividad se puede tallar a la medida. No es que se pueda influir en ella: eso se ha sabido siempre. No; lo que el Barroco descubre (y nosotros consumamos: por eso yo siempre digo que nosotros somos el confín del Barroco) es que la subjetividad es una red de representaciones imaginarias, y que las representaciones imaginarias son artesanalmente regulables. Eso la Compañía no sólo lo descubre, sino que propone una aplicación magistral de ello: piense, de hecho, en toda la concepción arquitectónica de la Compañía; en la Roma barroca, por ejemplo, que es la Roma de la Compañía. La Roma barroca es toda ella un gran vía crucis en el cual el fiel va pasando continuamente a través de un espacio escénico sin salir un solo momento de escena; el fiel va pasando de iglesia en iglesia hasta llegar al Vaticano, y todas ellas se hallan en un ámbito de construcción, de representación de realidad.

La iglesia jesuita barroca está concebida precisamente con esa misma finalidad: con una fachada que teatraliza y, a continuación, con un espacio vacío en el cual la palabra repercute lo que la teatralización exige. Naturalmente eso, que primero aparece ligado a la idea misma de la propaganda fidei, a continuación se materializará en los propios usos estéticos del barroco: unos usos para los cuales es capital la certeza de que no importa la realidad de la obra estética, sino el efecto de realidad que la obra produce en quien la ve. Por eso yo, en el Diccionario de adioses, utilizo el ejemplo (que también suelo usar en clase) de la iglesia de Sant'lgnazio en Roma. ¿Por qué es esa iglesia (para mí mucho más que la del Gesù) el arquetipo de la estética jesuítica? —Y tengamos en cuenta que la iglesia de Sant'lgnazio tenía que ser el centro de la Roma jesuita, porque era efectivamente la iglesia del fundador...— Pues bien, cuando uno entra en Sant'lgnazio, al principio esta parece una iglesia como las demás, con su bóveda, sus columnas, su cúpula; uno va avanzando por su nave central y de pronto se da cuenta... ide que no hay cúpula! De que lo que hay es el artesonado imaginario del efecto visual producido por una cúpula. No importa la realidad del objeto; lo que importa es el efecto que esa realidad produce en el fiel. Por ello evidentemente la Compañía, a la hora de realizar ese trazado, utilizó al más grande matemático jesuita de aquellos tiempos —y uno de los más grandes matemáticos del siglo XVII—, Andrea Pozzo, con el fin de que pudiese crear precisamente tal certeza visual.

No es un azar en absoluto que Spinoza fuera óptico, ya lo creo que no. Porque de hecho la óptica es uno de los saberes que revolucionan el siglo XVII: es la comprensión de que el ojo no es un espejo de la realidad, sino que el ojo estructura sistemas de imágenes conforme a determinadas reglas de distorsión; y que esas reglas de distorsión pueden ser reguladas. De algún modo lo que Spinoza hace en su Ethica es transferir el hallazgo de los ópticos (él mismo trabajaba como óptico, pero además estaba en contacto con los principales ópticos de la época —con los Huygens, por ejemplo—), transferir todo eso al ámbito de la metafísica; y entender que al igual que el ojo es construido por los sistemas de imagen, del mismo modo la subjetividad es construida por sistemas de imagen trabados. Conocer cuál es la matemática, la geometría de esos sistemas de composición, permite al óptico no sólo hacer hipótesis razonables acerca de la realidad que estamos viendo sino también, y esto es esencial, entender el funcionamiento del propio ojo, con lo cual llegará a ser capaz de corregir lo corregible; pues bien, exactamente de igual modo, el conocimiento de los mecanismos que forjan las ilusiones imaginarias de la subjetividad no sólo nos va a permitir entender que lo que estamos diciendo es una distorsión de lo real, sino al mismo tiempo comprender cuáles son las causas que nos llevan a hacerlo así y, por lo tanto, poder de algún modo introducir elementos, si no eliminadores de la distorsión (porque ello sería absurdo), sí por lo menos correctores.

P. —. Ahora bien, dado que no existe (según esta perspectiva spinoziana, y corríjame si me equivoco) ningún modelo predefinido de lo que sería una «buena subjetividad», un prototipo al cual todos los sujetos nos tuviésemos que amoldar, ¿cuál ha de ser entonces el sentido de esa manipulación de las distorsiones?

R. —. La potenciación. El ejemplo que da Spinoza es el siguiente: estamos viendo el disco solar y lo vemos como un disco de unos veinte centímetros de diámetro; y eso lo ve exactamente igual la más ignorante portera del último poblacho de una sociedad primitiva y el más refinado astrónomo de la sociedad más avanzada. Lo que ven es lo mismo; ahora bien, aquel que conoce cuáles son los mecanismos que hacen que lo que no es un disco de veinte centímetros se vea como un disco de veinte centímetros, ese puede regular todo lo que le relaciona con tal hecho de modo más favorable, de una forma que le permita potenciarse más que aquel otro que, por el contrario, piensa que lo que está viendo es ese disco. Todo lo que efectuamos, pues, con la subjetividad no es en modo alguno reajustarla según algún modelo; eso sería completamente absurdo, porque no hay ningún modelo de subjetividad: la subjetividad es ese coágulo de elementos imaginarios que pueden o potenciar o despontenciar. Y la apuesta ética es la apuesta por la potencia que, dice Spinoza, es la apuesta por la alegría, por la laetitia. Todo lo cual resulta muy lucreciano; de hecho creo que Spinoza es el último avatar del epicureísmo...

P. —. Me gustaría retomar el hilo, don Gabriel, que habíamos dejado hace un rato: el de lo que provisionalmente llamamos su «autobiografía intelectual». Ese hilo nos había conducido ya hasta su estancia en París, junto a Althusser, en torno a 1972. ¿Cuánto tiempo permaneció usted en París y cuál fue su evolución intelectual y política posterior a aquella estancia?

R. —. En París permanecí de manera estable solamente un año. Al cabo de ese período, los archivos franquistas se dieron cuenta de que se habían equivocado al darme un pasaporte. Es de recordar aquí aquella cosa tan bonita que decía Agustín de Foxá de que el franquismo era una dictadura muy atenuada por la incompetencia. Yo ya debo mi existencia a esa tremenda incompetencia, pues aunque a mi padre lo condenaron a muerte en 1939 (fue uno de los primeros juicios militares de la posguerra), lo cierto es que por un cúmulo de azares y de incompetencia no fue fusilado, y al cabo de un año se le notificó que se había producido un fallo de trámite. Pues bien, mi segundo fruto de esa incompetencia franquista resulta de un curioso hecho: mi segundo apellido es muy raro, no me llamo «López» sino «Lópiz». Cuando a mí me fichó la policía, en enero del 68, debieron de redactar mal la ficha, y durante mucho tiempo debí de salvar mi pasaporte precisamente por ello. Pero no obstante, ya en 1972, cuando estaba en París, se debieron de dar cuenta del asunto y me notificaron que se habían retirado mis exenciones del servicio militar (tenía una lesión en el hombro) y que debía volver a España.

Siempre he pensado que cometí el peor error de mi vida volviendo, pero, en fin, mi padre era ya muy anciano y realmente yo era la única familia que a él le quedaba aquí. Tuve, en todo caso, mucha suerte al volver, dado que la gente de mi edad disfrutó en España de grandes ventajas académicamente hablando: en aquel entonces había muchos puestos de trabajo libres en la universidad (cosa que la gente de la edad de usted ha tenido ya más difícil; y los que acaban ahora su licenciatura tienen prácticamente imposible). Ello significó que para mí la vuelta a España fue prácticamente equivalente a mi entrada como becario de investigación en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense. Además, pude seguir manteniendo una fluida relación con el grupo de París (no sólo porque mi familia contase con una casa allí, sino también porque durante la dictadura París fue siempre la retaguardia de la oposición, o mejor dicho, del PCE).

Esa vinculación mía con París ha dado lugar a avatares de lo más pintorescos. Por ejemplo, en el libro de Antonio Damasio En busca de Spinoza[8], que usted estuvo hojeando antes en mi biblioteca, se hace una referencia a mi ensayo La sinagoga vacía... en su versión francesa[9], como si ese un original galo —es más, el traductor, algo despistado, ha añadido una nota que viene a «precisar» que «existe una traducción española de esta obra en...»—. O, por ejemplo, dentro del Reading que editaron en la Universidad de Minnesota sobre los trabajos acerca de Spinoza en el área del marxismo europeo, se incluye una parte de La sinagoga vacía... asimismo como obra francesa. Lo cual es divertido y, a decir verdad, me trae al fresco. Yo he sido siempre muy transversal en eso de las identidades, si le soy sincero. Además, lo que para mí es claro es que, sin esa relación mía con el mundo académico francés a partir del inicio de los 70, hubiera perdido como mínimo muchísimo más tiempo para formarme.

De modo que los últimos años de la dictadura los pasé como becario de investigación. La tesis la leí en 1975, unos meses antes de la muerte de Franco, lo cual en la Complutense era un tanto curioso: una tesis sobre El Capital de Marx, allí, con el añadido (sabido por todo el mundo) de que en realidad yo con quien la había preparado era con Althusser... pues la verdad, venía a resultar un tanto raro.

Seguí en el PCE hasta muy poco después de acabar la dictadura; creo que hasta el 76, no quisiera equivocarme. En todo caso se puede fijar la fecha con mucha claridad, pues coincidió con el momento en que se reunió el comité de Roma del PCE y se disolvió su estructura de células para pasar a una estructura más convencional. Abandoné entonces el PCE sin ningún conflicto; de hecho, recuerdo habérselo comentado abiertamente a quien fuera entonces mi responsable: «Mira, yo entré aquí como instrumento de lucha, pues para mí este era el único instrumento operativo de lucha en el que creía que se podía hacer algo; una vez desaparecida la estructura militante, en fin, ya no creo que tenga sentido mi permanencia» ...

P. —. ¿Cómo vivió usted el momento de la transición española desde la dictadura hasta la democracia? ¿Cómo la vio entonces y cómo la ve ahora?

R. —. Como una derrota absoluta. Además me parece que ya estamos mayorcitos como para que nadie siga jugando a ocultarse lo que sucedió entonces. Y lo que sucedió entonces fue que sencillamente todas las claves sucesorias esenciales del franquismo se completaron herméticamente. No me refiero con esas «claves sucesorias» a lo que Franco personalmente pensase: una vez desaparecido Franco, eso ya carece de importancia. A lo que me refiero es a lo que la lógica del franquismo exigía. Y esta exigía claramente la configuración, en primer lugar, de una monarquía ligada a la fijación de sucesión establecida por Franco y, en segundo lugar, exigía la normalización de esa monarquía dentro de las condiciones mínimas requeridas por Europa —pues era ya perfectamente claro entonces que la economía española era una economía moderna; es absurdo olvidar que la gran mutación en ese sentido, la gente aún lo recuerda, se produjo entre 1961 y 1973; de modo que no había más opción que integrarse en la Europa moderna—a La alternativa por la cual nosotros habíamos apostado (un acontecimiento revolucionario que remitiese a alguna forma de replanteamiento de una república más o menos radical o en el límite de una socialdemocracia), bueno, eso se fue al garete prácticamente durante los primeros meses de la transición. Yo a partir de ese instante opté por estar completamente al margen de la esfera de lo político. Y sé que ello puede sonar hoy un tanto irónico, el que yo desde entonces me mantenga fuera de lo político: pero es que lo que yo trato de hacer en el terreno de la teoría es precisamente una analítica de lo político, y una analítica de la desfundamentación de lo político en las sociedades contemporáneas. De hecho, creo que, de una forma u otra, otro de los elementos de continuidad en todo aquello que he escrito es también ése —dentro de las grandes variaciones que hay a lo largo de mi evolución intelectual—.

P. —. ¿A qué se refiere usted con la idea de «desfundamentación» (de lo político)?

R. —. A que lo político, que nace con la revolución de 1789, se configura (y creo que en mi último libro, Diccionario de adioses, este es uno de sus goznes teóricos esenciales) como sucedáneo de la religión. La política que surge en 1789 es una política ligada, por un lado, a la muerte de Dios y, por otro, a la eclesialización de lo humano-histórico en el lugar en que antes había estado lo religioso-trascendente. Tal cosa se comprueba, por supuesto, de un modo sencillísimo entre 1789y 1794, donde se percibe de manera clara la fuerte necesidad de los dirigentes revolucionarios (Robespierre, muy especialmente) de reconstruir modelos eclesiales: llegan incluso a proponer una «religión» de la razón, un calendario festivo que parangone el antiguo santoral católico, etcétera.

Ese planteamiento, empero, tiene un ciclo más largo que duraría, en realidad, desde 1789 hasta (por dar una fecha, con todo lo simplificadoras que estas suelen resultar) el año 1989. Es el ciclo de lo político como sucedáneo de lo religioso. Ahora bien, aunque en 1989 ese ciclo se cierra, toda la gente de mi generación que hubo pasado por la práctica de lo político desde finales de los años 60 tuvo claro, en realidad, ya a partir de mediados de los 70, que lo político se había convertido en una gran máquina de distorsión, una gran máquina de mistificación del conocimiento y de lo real. Yo eso creo haberlo captado desde muy pronto, si bien, naturalmente, mis primeros textos son muy confusos a ese respecto. Pero cada vez he ido comprendiendo mejor (y pura mí es esa hoy una noción de una nitidez absoluta) que la función de la filosofía reside en una cierta resistencia a lo político, en la medida en que lo político siempre necesita establecer sentidos, siempre necesita establecer consensos, siempre necesita establecer finalidades. Ahí reside la tarea de desfundamentación que la filosofía tiene encomendada. Por eso le comentaba yo a usted antes que no creo que se pueda encontrar un texto que describa mejor a nuestra generación que el viejo escrito epistolar de Platón, donde se explica precisamente tal cosa.

P. —. De alguna manera, pues, la fe religioso-eclesial en lo político, que tuvo cierta congruencia en algunos momentos de la Historia, habría perdido ya toda plausibilidad después de 1989; y, sin embargo, aún nos toca estar rodeados de muchísimos «creyentes» o «militantes» en tan peculiar iglesia...

R. —. Efectivamente. A mí me parece que desde mediados de los 70 ya prácticamente todos nosotros íbamos trabajando en el sentido de mostrar que aquella vieja fundamentación pseudorreligiosa de lo político había dejado de ser sostenible. Ahora bien, 1989 nos muestra, como en un experimento histórico, que todo aquello simplemente cae a plomo. Yo tuve la inmensa suerte de que en ese año el periódico El Mundo me enviase a Berlín durante el momento de la Caída del Muro. Había estado ya diez años antes en el Berlín Oriental y había recomido la Alemania del Este; también conocía Rumanía, si bien aquello era ya la variante monstruosa del régimen, claro. Ahora bien, dejando a un lado las variantes monstruosas, lo que de pronto percibías allí en el 89 era algo que, cuando había estado diez años antes, en 1979, ya sospechabas: que allí no había nada, que todo estaba flotando en el aire, que no había nada. Lo fascinante de la Caída del Muro, es decir, de la caída del Este, es que es una caída en el vacío: no es una voladura, sino que ocurre como en esas películas de dibujos animados en que un personaje va corriendo, se sale del barranco, sigue corriendo en el aire y de pronto se detiene, dirige su mirada a derecha e izquierda, mira luego abajo y cae: no hay nada.

P. —. Claro. Pero entonces, según su análisis, desde 1989 tendría que resultar mucho más fácil la tarea desfundamentadora de la filosofía frente a lo político, ¿no es cierto?

R. —. La verdad es que esa tarea nunca resulta sencilla. Porque cuando uno pierde una certidumbre, la tentación es la de tratar automáticamente de buscar otra, como sea. La tentación es culpabilizar, tratar de comprender aduciendo cosas como que «esto ha sido así porque ha habido tales responsables que con su maldad han hecho que todo esto fuera así» ... Yo no digo, naturalmente (sería absurdo negarlo), que Stalin no fuera malísimo, que Hitler no fuera malísimo. Pero no se puede explicar ni el estalinismo ni el nazismo en función de lo malos que eran Hitler o Stalin: no se puede, del mismo modo que sería necio intentar explicar las dinámicas propias del franquismo en función de la bondad o maldad del general Franco. Ahora bien, es cierto que cuando las cosas se caen hay dos posibilidades: o bien quedarte con los ojos abiertos y decir «¡Caray, qué trompazo que nos hemos dado!», o bien negar la realidad. Y eso ha pasado siempre. Y también hay que entender (o al menos yo lo entiendo) que gentes de determinada edad no puedan hacerlo: no se le puede pedir —o sólo se le puede pedir en casos muy excepcionales— a una persona de sesenta o setenta años que en un momento dado diga: «He arruinado mi vida». Aunque ha habido gente que lo ha hecho: y yo los conozco. Con todo y con eso, a cuantos teníamos menos de cuarenta años en el 89 sí que se les puede exigir.

¿Qué es doloroso? Claro que es doloroso. Sobre todo porque podríamos decir, con razón, que nunca fuimos cómplices de la Unión Soviética: y es que de hecho habíamos sido antisoviéticos desde mucho antes de llegar a 1989. Pero eso da, a la postre, igual. Pues incluso siendo antisoviéticos habíamos seguido manteniendo simbólicamente ese sistema de demarcación entre dos grandes universos en conflicto; y aunque uno personal, o incluso públicamente, hiciese gala de antisovietismo, todo aquello formaba parte de un modelo de reproducción que en último término beneficiaba la existencia de aquel modelo monstruoso.

Yo de todo eso, si bien ya lo sabía teóricamente, me di cuenta físicamente en el verano del año 1979, cuando estuve durante un mes estudiando alemán en Berlín Oriental. Al volver, escribí tratando de explicar algo que resultaba muy difícil de explicar (probablemente, de hecho, no lo logré; muchos me contestaron, en consecuencia, aduciendo que todo aquello era un disparate): traté de explicar que, al lado del control social que existía en el Berlín comunista en nada menos que un 1979, el control policial que yo había conocido durante los años de clandestinidad en el franquismo resultaba un juego de niños. Entre otras cosas, naturalmente, porque puede haber estructuras clandestinas en sociedades en las cuales se distingue entre lo público y lo privado —ya que lo clandestino se instala precisamente en esos elementos de intersticio entre ambos—; pero en sociedades en que no hay espacio privado, no hay lugar ni para la clandestinidad

P. —. Voy a serle sincero, don Gabriel: siento muchos deseos de preguntarle más acerca de este punto, para que siguiese usted profundizando en él. Pero la verdad es que me da la sensación de que nos hemos saltado en su relato un período histórico que no me gustaría que dejásemos de lado. Se trata del período del gobierno del PSOE en España entre 1982 y 1996. Recuerdo que la primera vez que le vi a usted en televisión, en un debate presentado por el periodista Luis Herrero, se refirió a esa época con una expresión no escasamente contundente: dijo usted que el «felipismo» era...

R. —. ...la forma superior del franquismo. Sí, aquello le costó a Luis Herrero la cancelación de su programa. Y para mí significó, vaya, mi «momento de gloria»: merecer el primer editorial del diario El País, que imploraba ¡que nunca más se permitiese a un sujeto como yo aparecer en televisión!

R —. Sí, creo recordar que incluso hubo un debate en el Congreso de los Diputados al respecto. En todo caso, ¿qué quería usted decir con esa frase?

R. —. Bien, para mí era algo bastante elemental, y además traté de argumentarlo en ese mismo programa, utilizando elementos textuales y de la práctica política de la época. Para empezar, hay que remitirse a lo obvio: el Partido Socialista no había existido prácticamente durante los años de la dictadura, y mucho menos durante los años finales de la misma, que eran los que yo viví. De modo que el PSOE es reinventado mediante una inyección de dinero (concretamente, de la socialdemocracia alemana, y probablemente también de Estados Unidos) sobre una base bien comprensible en la época: la experiencia portuguesa había enseñado que no se podía permitir bajo ningún concepto que se efectuase una transición a la democracia con el Partido Comunista como única fuerza política hegemónica. De modo que había que inventar otra opción como fuera. Y bien, la formación política de todas estas gentes de la primera generación del Partido Socialista Obrero Español era una formación política de tradición netamente franquista. Cuando uno contempla a todo ese grupo de personas, se detectan en ellos dos cosas que priman de forma palmaria: en primer lugar, una incultura faraónica, inconmensurable, una cosa de estas que le dejan a uno estupefacto; y, en segundo lugar, un sistema de categorías políticas que era directamente heredado de las ideas del proteccionismo, la asistencia social y el paternalismo franquista (con, naturalmente, las pequeñas correcciones retóricas al uso). Todos ellos se habían formado en el Frente de las Juventudes falangista, todos ellos habían llevado camisa azul en algún momento. Y la camisa azul se les traslucía constantemente. Recuerdo a un viejo republicano que me decía: «Vaya, a mí la verdad es que esto de González, no sé... en ocasiones le oigo por televisión, y si prescindo de la imagen o me pongo de espaldas, ¡me da la sensación de estar oyendo de nuevo a Solís![10]. Y no es sólo que, efectivamente, ambos hablasen igual, sino es que además decían lo mismo.

Esto hace emerger en el Partido Socialista de los años de González la hipótesis (que era, por lo demás, sumamente verosímil) de que si conseguían consolidar bien ese modelo, asentar esa traslación del control paternalista de la sociedad, podrían muy fácilmente articular algo que yo en aquel momento solía llamar «el PRI a la española» (recuerdo haber hecho alguna vez cierto chiste sobre si habría que llamarlo PRI Sociedad Anónima, pero eso ya son maldades.. Mas es cierto: ese era el modelo. Y cuando González en aquellos tiempos dice que necesitan un plazo, no sé si de cuarenta o de cincuenta años (algo, en todo caso, desmesurado), para completar su proyecto, lo está diciendo ciertamente en serio. Yo pienso que el PSOE de esos años ve la política desde una idea (aunque ellos nunca lo piensen explícitamente así, pero sin duda era el referente que funcionaba en sus cabezas) afín a la del Partido-Movimiento; algo que es mucho más que un simple partido político: pues éste y el Estado se funden, y lo hacen en un control completo de la sociedad.

Naturalmente, eso requiere dos dispositivos importantes: hablábamos antes del miedo y la esperanza a los que se refería Spinoza. Pues bien: con respecto a la esperanza, yo alguna vez cité (creo que también en aquel debate televisivo al que hemos aludido antes) el pasaje de Hitler en las conversaciones con Rauschning[11] acerca de la corrupción: «No se meta usted con la corrupción», venía a decir Hitler, «pues la corrupción es un elemento central de la consolidación del Partido como Estado. Yo siempre digo a los míos: enriqueceos... pues ése es el modo de que todos estemos en situación de dependencia los unos con respecto a los otros». Aquella famosa frase del ministro de economía socialista Carlos Solchaga sobre el enriquecimiento en España viene a ser un calco de esta sentencia hitleriana. Se trata de una corrupción que prometió —y que, ciertamente, generó— toda una nueva casta social.

P. —. Me parece ésta una idea muy sugerente: la corrupción no como una especie de sustracción desde el espacio público hacia el campo de lo privado, sino como un mecanismo más de control del propio espacio público.

R. —. Por supuesto: ya desde los clásicos del pensamiento político, la corrupción se ha considerado siempre como una erza constituyente, no lo olvidemos. De esa potencia constituyente proviene su importancia en el ámbito político. Recordemos, por ejemplo, cómo se realiza toda la revolución burguesa en Gran Bretaña por contraposición al modelo francés: se trata de la idea, sencillísima y por lo demás inteligentísima, de que, puesto que no tenemos fuerza para destruir el Ancien Régime... comprémonoslo. No tenemos suficiente fuerza pero sí suficiente dinero. Y lo que se efectúa es esa traslación (muy bien analizada, además, por los historiadores de ese momento de ascensión burguesa): «Hagamos por vía comercial lo que los franceses tuvieron que hacer cortando cabezas; nos va a salir más barato y, como podemos pagarlo, no va a haber ninguna dificultad». Efectivamente, los modelos de consolidación de las sociedades burguesas en Europa desde finales del siglo XVIII han sido siempre dos: la revolución como mitología constituyente, y la corrupción como erza constituyente.

Aquí, en la España del gobierno socialista de Felipe González, se genera eso mismo. Y ello permitirá, entre otras cosas, el control (muy importante, por lo demás) de aquellos aparatos del Estado franquista que habían quedado intactos tras la Transición. No es un azar que el centro de gravedad de la corrupción institucional durante los años de González fuera el Ministerio del Interior: que hubiera dos ministerios del Interior, el ministerio real y el ministerio sumergido, con dos presupuestos, el real y el sumergido. No era casual: el gobierno socialista entiende que hay un sector en el cual no se ha efectuado ningún tipo de modificación durante la transición; que eso no se puede, o no se quiere, volar; y que por lo tanto la única opción que queda es comprarlo. Cuando uno analiza lo que han sido las cuentas del Ministerio del Interior durante los años del exministro José Barrionuevo en particular, pero también del exministro José Luis Corcuera, es exactamente eso lo que se percibe. Y naturalmente ese centro de la corrupción funcional de las instituciones se prolonga después en el resto del Estado. Pues si uno va a establecer la identificación entre Partido y Estado, eso significa que el Partido no puede funcionar tan sólo con los presupuestos legalmente establecidos para un partido político, los cuales no dan ni para cañamones; lo que habrá que hacer es lograr que los negocios del Estado reviertan en las finanzas del Partido. Cierto que al final una parte de esos casos terminaron en los tribunales; pero, no nos vamos a engañar, lo que terminó en los tribunales fue una fracción mínima de lo que realmente significó el gran aparato de la corrupción.

Todo eso por un lado; pero, por otra parte, existía todavía un factor más que no se había resuelto desde los últimos años del franquismo, y era el del terrorismo en el País Vasco. Ahí el PSOE apostó por la peor opción de entre todas las posibles; una opción que cualquiera que no fuese imbécil tenía que entender que sólo serviría para producir el efecto contrario: el efecto de la consolidación del entorno de ETA. Se trataba de la opción del terrorismo de Estado, del GAL.

Los años del terrorismo de Estado y de la corrupción fueron, pues, una verdadera tragedia para este país. Como dijimos antes, el PSOE lo reconstruyeron una panda de parvenus que le quitaron su partidito a un grupo de viejecitos que vivían allá en Toulouse; bien, pero, pese a todo, ese partido seguía siendo visto por una parte de la ciudadanía española como un referente de orden moral. Lo terrible que produce el PSOE a los muy pocos años de su llegada al gobierno con Felipe González es la certeza en toda la sociedad de que moral y política se excluyen mutuamente; y que se excluyen de un modo frontal y absoluto. Esa especie de envenenamiento de la conciencia ciudadana, a la que se transmite la idea de que aquí lo que hay que hacer es «arramblar» con todo cuanto se pueda, pues todo lo demás no es sino un cuento chino, produce un efecto de desmoralización en la sociedad española que no se curará fácilmente. Es la conciencia de un enfangamiento atroz de lo político.

P. —. A pesar de esas secuelas (ciertamente terribles, por otra parte) que está usted mencionando, lo cierto es que, en todo caso, aquel proyecto fuerte, aquel proyecto de identificación absoluta entre el Estado y el Partido Socialista, al menos sí que quebraría más tarde, en 1996.

R. —. Sí, fue un proyecto que quebró. Y yo pienso que tuvimos cierto papel todos aquellos que ya en los años anteriores habíamos venido dando la batalla contra el asunto del GAL, y conseguimos que ello terminase en los tribunales, lo cual fue todo un acontecimiento. Recuerdo que, cuando empezamos con aquello (cuatro muertos de hambre que por aquel entonces éramos), jamás habríamos imaginado que pudiésemos llegar a tal punto. Fue importante eso, así como los dislates económicos que realizó el PSOE en los años 90, que jugaron un papel importante para que su propia clientela se desmoronase.

Naturalmente, ante lo que nos encontramos hoy, y que a mí me parece altamente preocupante, es ante lo que yo creo que es el intento de retomar aquel viejo proyecto del Partido-Estado, pero en circunstancias que no permiten ya que todo ello funcione por sí solo (ya no basta con mantener la inercia propia del régimen del general Franco). Hoy se intenta realizar lo mismo pero por una vía tremendamente pragmática y, a mi parecer, con costes muy altos, prácticamente suicidas. Pues ahora lo que resulta necesario es proceder a una voladura de todas las estructuras del Estado que sean necesarias para conseguir el efecto de la exclusión de toda aquella forma de perspectiva política que no sea la articulada dentro de aquella hipótesis de Movimiento, de Partido único, que creo que sigue siendo la gran tentación del PSOE. El cálculo, pues, que está haciendo el señor Rodríguez Zapatero es el cálculo más arriesgado que se ha realizado en España desde la transición, y sería el siguiente: En primer lugar, la identificación Partido-Estado solamente puede producirse garantizando una permanencia de ciclo largo como mayoría parlamentaria. Esa permanencia, a su vez, únicamente es viable sobre la base del barrido —o, al menos, el encierro en una zona marginal— del partido que puede aparecer como una alternativa: el partido de la oposición. Sólo hay un modo de efectuar esa marginación de manera estable: mediante la alianza estratégica (no meramente táctica) entre el PSOE y los partidos de carácter nacionalista; alianza que, en caso de consolidarse de manera estable, otorgaría efectivamente una mayoría cómoda.

Ahora bien, no hay que olvidar algo: y es que los partidos nacionalistas no son idiotas; nos podrá gustar o no lo que hacen, pero idiotas no son. Y los partidos nacionalistas han entendido que ésta es una ocasión histórica, única, que jamás antes han tenido ni volverán a tener después: la ocasión de un Estado que necesita, y que necesita de un modo aritmético, absoluto, su apoyo incondicional. Y naturalmente, en política, cuando uno se sabe imprescindible, se hace pagar al contado. Lo que el Partido Socialista parece no entender (o, si lo entiende, entonces resulta aún peor) es que ese pago al contado lo que implica es la desaparición o, al menos, la fuerte quiebra de la estructura nacional sobre la cual el Estado ha venido funcionando en España a lo largo de los dos últimos siglos. Y que, por cierto, una voladura de ese tipo no es simplemente un acontecimiento político, o no únicamente un acontecimiento moral, o histórico, sino también un acontecimiento económico, que entre otras cosas puede generar (o me sentiría tentado a decir que generará inevitablemente) la bancarrota del Estado, sin más.

P. —. Eso me recuerda que en su último libro, el Diccionario de adioses, uno de esos adioses va dedicado a España y a Europa. ¿De veras piensa usted que tanto España como la cultura europea están en nuestros días agonizando?

R. —. Sí, así lo creo. En mi libro citaba un texto, que a mí me gusta mucho, de Francesco Guicciardini, en el que se venía a decir que, bueno, todo es mortal, tanto las naciones como los individuos. Ahora bien, no nos dolamos por la nación cuando esta muere, pues a la nación no le va a doler. No obstante, los que tenemos la mala fortuna, la desdicha —prosigue Guicciardini— de que nos toque vivir en ese período, tenemos que saber que el Estado no se cae en el aire: el Estado se cae encima de nuestras cabezas. Y que, naturalmente, quienes saldremos hechos cisco de este hecho somos todos. Pues el Estado no es sólo un acontecimiento, insisto, político, moral, histórico; el Estado es también un acontecimiento económico. Y (volviendo al caso español sobre el que estábamos hablando), romper un Estado significará romper un mercado nacional. ¿Alguien se da cuenta de lo que significa eso para una economía moderna? ¿O de lo que significa romper un sistema de imposición de escala también nacional?

P. —. ¿Apostaría entonces usted por una preservación del Estado, pero sin una nación detrás de él que lo sustente?

R. —. No, simplemente no apostaría. En esto yo pienso que debemos ser muy cautos y no andar haciendo apuestas. El análisis (no la apuesta) en que nos encontramos en estos momentos es el de que tanto España como Europa (por razones distintas) atraviesan por un período extremadamente crítico: en lo que atañe a la primera, como ya hemos dicho, no existe la menor garantía de que la estructura de la nación, tal como la hemos conocido en los últimos dos siglos, vaya a mantenerse en la década que viene, y ello encerrará con seguridad altísimos costes de todo orden; en lo que atañe a Europa (y esta es una hipótesis con la que yo vengo jugando desde hace mucho tiempo), nuestro continente no sobrevivió a la crisis de 1914-1919, y ello se revela en la absoluta incapacidad que desde entonces ha tenido Europa para defenderse absolutamente de nada. Cuando uno piensa en la Segunda Guerra Mundial, uno tiene que entender que, en lo que respecta a la Europa continental, esa guerra acabó en menos de dos semanas: lo que tardan los tanques alemanes en llegar desde la frontera belga hasta el Atlántico. Lo que a partir de entonces prosigue hasta 1945 es la guerra entre Alemania y Gran Bretaña (con el posterior apoyo de Estados Unidos) y la ruptura del pacto germano-soviético; pero lo que llamamos Europa, en el sentido limitado del término, no movió un solo dedo para defenderse del nazismo: como, por lo demás, tampoco lo está moviendo en estos momentos para tratar deponer coto a una agresión militar extraordinariamente importante, que es la del ascenso del yihadismo, unida a la aparición de algo que en las sociedades modernas parecía impensable, el retorno a formas de guerra religiosa que creíamos extintas.

P. —. Algunos autores han postulado que la raíz de esa incapacidad de defendernos estaría en el nihilismo rampante que nos circunda.

R. —. En términos depuro análisis, las posibilidades de supervivencia de Europa son escasísimas. En primer lugar, hay que tener en cuenta que el gran desarrollo económico de Europa después de 1945 se efectúa sobre la base de la reducción, prácticamente al mínimo, de los costes de inversión militar. No es esta una cuestión menor: esos costes militares significan una parte importantísima de los presupuestos de un Estado moderno. Esa operación se pudo llevar a cabo en la medida en que Europa contaba con el paraguas militar —y, en el fondo, de todo orden— de Estados Unidos. Naturalmente, eso tiene una contrapartida: y es que Europa no tiene capacidad militar autónoma prácticamente para nada. En un momento, además, en que una de las tendencias (no sé si hegemónica, pero, en todo caso, muy importante) de la Europa de los últimos años es la de la fisura de la alianza con los Estados Unidos, ello deja a Europa en una situación cuando menos problemática. Lo he apuntado ya en alguna ocasión: el hecho de que Irán pueda tener misiles para bombardear con armamento nuclear Israel puede, evidentemente, preocupar a Israel; ahora bien, los israelíes hace ya años que se tomaron las molestias de hacerse con un paraguas antimisiles razonablemente sólido, mientras que Europa no. Y, desde luego, un misil que llegue desde Irán hasta Tel Aviv puede llegar exactamente igual hasta Sicilia y, con muy poco más de tecnología, a todo el Sur de Europa.

Europa no tiene, en estos momentos, prácticamente estructura militar. Y, sobre todo (y quizás también en función de ello), Europa lleva una serie de años tratando de negarse la realidad, de no ver lo que está pasando. Hace poco he leído un libro de Alan D. Dershowitz[12], profesor en Harvard, sobre el ascenso del yihadismo en el mundo. Y creo que tiene razón en lo principal: según él, la responsabilidad básica de ese ascenso es fundamentalmente europea; aparte de la complacencia en 1979 con la instauración del régimen de los ayatolás en Irán, habría otro factor significativo (que, curiosamente, ahora está muy de moda debido a razones cinematográficas anecdóticas), como es el atentado de Múnich en 1972 y la respuesta europea a éste. La tesis de Dershowitz es que, tras ese atentado, Europa prefiere una vez más, como siempre, rendirse antes de sufrir el riesgo de volverse a ver atacada. Y, efectivamente, es después de ese atentado cuando todos los países europeos empiezan a admitir delegaciones oficiales de la OLP en sus capitales, y empiezan a financiar económicamente a la OLP

En este tipo de asuntos ocurre siempre lo mismo: allá donde no hay una respuesta firme, lo que se está propiciando es el ascenso de elementos incontrolables. Europa pensó que podía blindarse respecto de esto y que, de algún modo, Israel pagaría la cuenta (o, al menos, por delegación, Estados Unidos). Y aún en el día de hoy es muy alto el porcentaje de europeos que se niegan a aceptar lo evidente: y es que el objetivo primero del yihadismo es ni más ni menos que Europa, entre otros motivos porque es en Europa donde existe la mayor concentración de población islámica fuera de los territorios islámicos tradicionales, árabes y asiáticos.

P. —. De algún modo volvemos entonces a aquello que usted señalaba al principio de nuestra conversación: lo que tendríamos aquí sería una prueba más de la carencia de ese rigor en el análisis de la realidad que usted consideraba como un imperativo ético.

      R. —. En efecto. Europa viene negándose la realidad desde 1919.

P. —. Y, por lo tanto, no sería preciso reclamar aquí ningún tipo de esperanza (algo así como «apostemos por defender Europa contra viento y marea»), sino que bastaría con pedir que, al menos, no nos engañemos sobre la realidad que tenemos ante nuestros ojos.

R. —. Cierto. Europa se está suicidando. Y nadie puede impedirle que se suicide. Tiene todo el derecho de hacerlo. Pero que no se diga que está haciendo otra cosa, que está «construyendo el futuro» o algo así. Simplemente, se está suicidando.

P. —. Si me lo permite, don Gabriel, voy a plantearle ahora una pequeña paradoja que se me ocurre tras todo lo que llevamos charlado. En una declaración suya de no hace mucho tiempo afirmaba usted que «el fin del Estado-nación no puede sino regocijarme»[13]. ¿No resulta esta frase un tanto contradictoria con lo que me ha ido exponiendo hasta ahora en esta entrevista?

R. —. Bueno, eso era una hipérbole. Por supuesto, a mí el Estado no me es simpático: a ningún ciudadano, a ningún individuo le puede ser simpático el Estado; entre otras razones, como dice Spinoza en su Tratado Político, porque el Estado es un individuo colectivo que concentra en sí tal cúmulo de potencia, que cualquier individuo que pudiera levantarse contra él acabaría siendo apisonado. Por ello, lo que caracteriza al Estado moderno es el intentar acotar zonas de autodefensa ciudadana frente a esa omnipotencia del Estado: sin ellas quedaríamos inermes. Por eso yo afirmo, naturalmente, que a mí el Estado me cae antipatiquísimo; ahora bien, sé perfectamente (como sabe Spinoza, y como sabe cualquiera que no sea imbécil) que entre los distintos Estados hay formas más habitables y otras menos habitables. Yo eso mismo lo he comentado varias veces con mis viejos amigos de tradición izquierdista que nunca han querido entenderlo: «Mira, entre Israel y los países colindantes hay para nosotros, para ti y para mí, una diferencia esencial», les he dicho, «y es que en cualquiera de los países colindantes nos hubieran fusilado antes de llegar a los 19 años, y en Israel no. Será una diferencia mínima; pero ya, en el punto en el que estamos, tendremos que ponemos a defender también esas diferencias mínimas».

Para mí en ese juego de la autodefensa ciudadana, de limitar la capacidad demoledora de las grandes máquinas de concentración de poder, se juega todo. La única zona de libertad que tenemos es ésa: en la que logremos limitar el poder. En un modelo como el islamista en el que, no ya el Estado en este caso, sino la Umma, la comunidad de los creyentes, es la potencia que se impone sobre cualquier tipo de contenido individual, desde luego la libertad se ve fuertemente menguada. Basta con leerse el Corán (hemos llegado a un momento que haría sumamente necesario que la gente se lo leyese): allí comprobaríamos que la pena impuesta por el Corán hacia los ateos es la de ejecución inmediata; hacia los monoteístas no islámicos, la pena reside en diversas formas de opresión.

P. —. ¿Cree usted que el terrorismo islámico estaría, como ha aventurado André Glucksmann [14], transido de nihilismo?

R. —. No. Ese me parece un grandísimo error de Glucksmann, aparte de que implica una utilización metafórica de los términos con la cual hay que tener mucho cuidado. El nihilismo clásico, es decir, aquel que en la política europea hace referencia a los nihilistas rusos, proviene de una tradición fuertemente intelectualista, que lo que plantea es justamente la voladura de todos los sistemas de certidumbre y de solidez. (Por cierto: yo no estoy defendiendo eso, pues ya sabemos a qué conduce: basta con leer Los diablos, de Dostoievski.)

Por el contrario, el yihadismo, o el islamismo en general, defienden exactamente lo contrario: el islamismo (e incluso podríamos decir que el islam mismo) abogan por un sistema teocrático, donde no hay espacio para nada que no sea la certidumbre, y la certidumbre más perfecta. Yes que, a diferencia de los otros libros de las religiones monoteístas, que aparecen como escritos por hombres que interpretan la palabra de Dios (y que por lo tanto requieren exégesis: una cosa maravillosa, pues es precisamente en ese campo de la exégesis donde uno puede buscar fisuras, campos de fuga, etcétera), con el Corán no ocurre eso: el Corán es un objeto que existe en el cielo, con anterioridad por lo tanto a su dictado, y que Dios luego dicta a una sola persona y en un solo ámbito temporal. Otros libros sagrados son esencialmente narrativos, y por consiguiente, en cuanto tales, juegan continuamente con la alegoría y con la metáfora; el Corán, en cambio, es fundamentalmente normativo, con lo que su punto de fuga posible es prácticamente igual a cero,

P. —. Don Gabriel, en cierto sentido me da la sensación de que en esta entrevista hemos ido trazando un recorrido que iría desde lo más particular (su propia evolución intelectual, sus maestros y su época de juventud) hasta asuntos cada vez más y más generales (la corrupción política, el terrorismo, el rol del Estado-nación, el islam). Para ir concluyendo, pues, me gustaría que me dijese usted algo sobre ese otro asunto general (tal vez, el más general de todos) que es la globalización hodierna. Y tal vez podríamos tomar pie para ello de las tesis del libro Imperio, de Toni Negri y Michael Hardt[15] . Según éstas, en nuestros días estaríamos viviendo una situación imperialista en la cual, sin embargo, la potencia imperial no resultaría identificable con ningún Estado-nación concreto.

R. —. Esa idea de Imperio me parece una noción extremadamente inteligente. Con excepción de las páginas finales del libro (que me parecen un tanto postizas: me refiero a esas páginas sobre Francisco de Asís, etcétera...), a mí Imperio me parece un muy buen libro. Y, sin embargo, creo que el segundo volumen, Multitud, en el que Hardt y Negri trataban de prolongar las tesis de Imperio añadiendo sus propias propuestas programáticas[16] , resulta mucho más deficiente.

En definitiva, lo que Imperio venía a decir es que la construcción de la economía en nuestros días (la economía del Imperio) no es equivalente a la de los modelos del imperialismo del que habló Lenin o a la del colonialismo clásico, con una potencia centralizada que expande su capital y hace revertir sus ganancias hacia el centro; sino que lo que caracteriza la estructura actual de la economía mundial es la «economía-mundo», en la que el Imperio no es localizable como espacio físico. Cuando apareció el libro de Negri y Hardt, yo insistí en que aquello era un mentís muy bien construido de los infantilismos existentes en los movimientos antiglobalización (si bien es justo en este sentido en el que la segunda parte, Multitud, me parece que deja mucho que desear).

Y es que proponer una antiglobalización en nuestros días me parece similar a aquello que defendían los luditas en el momento de la revolución industrial. Es ahí donde la crítica de Marx resulta impecable: rompiendo máquinas no va a ser como se solucione la situación de los obreros, pues ese anhelo de dar marcha atrás está abocado al fracaso; así sólo se puede ser ridículo y, a fin de cuentas, extremadamente malvado, pues si bien el desarrollo de la técnica puede estar creando actualmente problemas en un sector determinado del artesanado, a la postre eso es lo que nos va a posibilitar vivir en unas condiciones económicas, si no mejores, sí como mínimo menos malas. En lo que concierne a la globalización, resulta igualmente de una maldad impensable la obsesión por retomar a economías nacionales cerradas. Pues una lección histórica importante de los últimos tiempos es la siguiente: que ha sido sólo gracias a la mundialización de la economía como se les ha permitido a grandes zonas del mundo, que hasta hace poco estaban hundidas en el más craso subdesarrollo, experimentar un salto económico descomunal (pensemos especialmente en amplias zonas de Asia). La telemática y la universalización de los modelos informáticos han conseguido que, con muy pequeñas potencias, uno pueda penetrar en áreas de mercado que, hasta hace muy pocos años, estaban reservadas a países con unos recursos económicos monumentales.

Naturalmente, esto requiere, en primer lugar, de una gran capacidad de adaptación a los nuevos modos de producción (fundamentalmente inmateriales, como en el ejemplo de la innovación telemática); pero también precisa de un fortísimo cambio de mentalidad a la hora de situarse en la esfera de lo productivo. De hecho, uno de los motivos de la crispación loca (en el límite del delirio) de los países, no tanto islámicos, sino de los países islámicos árabes, durante los últimos veinte o quince años reside en este factor. Si uno toma en términos relativos las economías del Sureste asiático por comparación a las de países como Argelia o Egipto en aquellos tiempos, uno percibe entre ellas una distancia abismal: pero una distancia favorable a esos Estados árabes islámicos. Hoy esa relación se ha invertido —y lo ha hecho, incluso, con respecto a países asiáticos también musulmanes, como Indonesia, donde reside la mayor cantidad de población islámica—. De modo que la pregunta durante estos últimos años en todos los países árabes es: ¿Qué maldad deliberada, qué conspiración ha podido producir esto —que nuestras economías, ligadas a la producción nada menos que del petróleo, no hayan hecho nada más que hundirse desde mediados de los años 70, mientras que países que por aquel entonces estaban en un pozo, hoy se encuentren entre los más desarrollados del mundo—? Este planteamiento parece infantil, pero se puede encontrar frecuentemente justo en estos términos. Y la respuesta recurre por lo general a la noción de una conspiración «judeocristiana», apoyada fundamentalmente en Israel y Estados Unidos, que se ha propuesto con vehemencia mantener al mundo árabe en una situación de subdesarrollo, con un boicot constante y un rechazo sostenido.

P. —.  Esto me recuerda un comentario que hace poco tuve ocasión de escuchar al catedrático de Filología Árabe en la Universidad Autónoma de Madrid, Serafín Fanjul, el cual aseveraba que una de las palabras que más se repiten en los medios de comunicación árabes es precisamente esa: «Conspiración».

R. —. De hecho, hay varios sitios de internet donde se puede consultar ese mismo extremo: por ejemplo, en http://www.memri.org. Yes que en efecto no existe, si no, otra manera de vender esa idea a la gente.

P. —. Me parece que todo esto enlaza perfectamente con algo que no quería dejar sin preguntarle, pues le ha ocupado muchos esfuerzos. Se trata de su opinión sobre la cuestión judía. De hecho, usted piensa que no existe tal «cuestión judía», sino más bien una «cuestión judeófoba», ¿no es cierto?

R. —. A mí el judaísmo es un asunto que me ha interesado desde muy pronto. Entre mis primeros intereses (desde los quince o dieciséis años) estuvo Jean-Paul Sartre; y entre aquellos libros suyos que realmente me produjeron una revelación teórica se encuentra lo que, para mí, es una de sus obras maestras: las Réflexions sur la question juive, que, por cierto, hace poco se ha vuelto a traducir[17]. Y la tesis de Sartre es justamente ésa también: no hay cuestión judía, sino cuestión antisemita o judeófoba, como se la quiera llamar. Las fobias no son algo que surja injustificadamente: el antisemitismo clásico, el europeo (pues, evidentemente, en el caso islámico el asunto adquiere otros tintes), es algo que emerge vinculado a la formación de la modernidad europea, al modo mediante el cual se produce la identificación de lo europeo frente a aquello otro que, estando dentro de Europa, parece sin embargo como una amenaza hacia ella.

El mecanismo, al fin y al cabo, es clásico: Freud analiza maravillosamente estos mecanismos de identificación (no con respecto al antisemitismo, sino en general) en sus trabajos de entre 1914 y 1919, los más relacionados con la pulsión de muerte. Y es que la pulsión de identidad es lo mismo que la pulsión de muerte. La pulsión de identidad es aquello que yo me invento cuando algo en mí razona diciéndome lo que soy: pero esa identidad no es más que un «cuento chino». Tú no eres una identidad, sino un nudo de lenguas, un nudo de representaciones que se pueden desanudar en cualquier momento. Naturalmente, con respecto a esto hay dos posibilidades: La primera consiste en entender que ese desanudamiento, que esa no substancialidad del sujeto, que ese carácter no idéntico del mismo es precisamente el punto de quiebra en el cual se puede introducir la libertad; pues la libertad no es más que eso precisamente que me permite jugar con las diferentes ficciones de identidad en que se mueve mi yo —y saber que son ficciones—. Ahora bien, una segunda posibilidad resulta más problemática: se trata de sentir cierta crispación sobre la identidad. ¿En qué consistiría ésta? Residiría en haber admitido que algo en mi yo huye continuamente, y entonces alimentar el deseo (letal, por lo demás) de retornar a lo idéntico, a lo que era yo antes de que el yo fuese esta multiplicidad. Y eso sólo se puede hacer mediante un mecanismo que creo que Freud analiza majestuosamente, y que es el mecanismo de las fobias. Pues únicamente al construir una red de fobias sólidas, frente a las cuales sea preciso blindarme, puedo recuperar esa estabilidad total del yo: yo soy lo que no es ese otro.

Sarre analiza, pues, tal mecanismo con respecto a los judíos de una forma magistral en el texto que ya hemos aducido; y lo hace de una manera que resulta paralela a la de otra de sus grandes obras, que a mí me gusta muchísimo, Saint Genet, comédien et martyr[18], en el cual hace lo mismo exactamente en el plano individual: ¿De dónde viene la importancia de la obra de Jean Genet? Precisamente de esa necesidad de ir construyendo un paradigma negativo frente a la sociedad que aparece ante el individuo como una amenaza permanente.

Para mí, desde la primera vez que leí a Sartre me fue absolutamente clara la tesis que él mantenía: que en las sociedades actuales hemos comprendido hasta qué punto el antijudaísmo es la fobia básica que busca una identificación (búsqueda que es idéntica a la pulsión de muerte); y, por ello, que después de Auschwitz todos somos judíos... o bien todos somos un horror.

Por lo demás, en lo que concierne al conflicto israelo-palestino, hay que tener varias cosas claras: Palestina, si en la guerra de 1948 hubiesen vencido los países de la Liga Árabe, hubiese desaparecido. Pues en esa guerra estos países se levantan no sólo contra la existencia del Estado de Israel, sino también, simultáneamente, contra la existencia del Estado palestino previsto por la partición de las Naciones Unidas. Además, en lo que concierne a esa línea de confrontación, como comentábamos antes, hay para mi algo absolutamente patente: puede que sea sólo un pequeño matiz, pero ese pequeño matiz es que Israel es el único Estado garantista de la zona; el único Estado en el que quien desee pensar de un modo laico, sin más, puede existir. La defensa del único polo de sociedad garantista del Cercano Oriente me parece un elemento que debería haber sido esencial, y por su propio interés, para la Europa de la segunda mitad del siglo XX. Yesa Europa se encuentra ahora con que la situación que ella misma ha generado en el Cercano Oriente ha pasado a ser incontrolable. Lo que se ha producido hace unos días, por ejemplo, en las elecciones palestinas, donde ha vencido Hamás, ha sorprendido a otros, pero a mí no: era de una lógica inapelable; una vez que en el 2000 la OLP o Yasir Arafat más específicamente, se negó en redondo a acometer el acto de constitución nacional (que entre otras cosas hubiera implicado la formación de un ejército nacional y el desarme de los grupos irregulares; con todos los aspectos amargos que, en suma, supone siempre la construcción de un Estado-nación), entonces la única vía que quedaba abierta era ésta: pues, si no hay Estado-nación, lo que hay es Umma, es islam.

P. —. A modo de balance final de todo lo dicho, don Gabriel: ¿Qué tareas piensa usted que son los nodos cardinales que quedan por pensar ahora en lo político?

      R. —. Lo antipolítico.

      P. —. Lo antipolítico. Hoy como siempre.

R. —. Hoy más que nunca. A mí es lo que me preocupa. Desde que acabé el Diccionario de adioses no hago más que darle vueltas, tomar notas. Y todavía no le encuentro una línea expositiva clara. Pero es lo que he tratado siempre de ir haciendo en mis columnas, y aún más en los últimos tiempos. El ciudadano está acosado cada vez más por una dinámica invasiva de lo político como imposición de Estado. Y yo pienso que hoy la salvación del ciudadano pasa por saber acotar las líneas de defensa y las líneas de impenetrabilidad. Del mismo modo que las sociedades modernas se articularon sobre el muro establecido entre el espacio religioso y el espacio político, yo creo que hoy cada vez más debemos ir fundamentando cuáles son las líneas de demarcación que dejen espacio para algo que, por lo demás, el primero que lo formula es Louis Antoine Saint-Just, cuando afirma aquello tan bello de que la vida privada es el territorio sagrado del ciudadano, y que el Estado no debe ni rozarlo. Es éste un proyecto muy limitado: al contrario de aquello que podíamos pensar hace veinte o treinta años, cuando se trataba de establecer grandes modelos salvíficos, hoy el asunto es meramente defensivo. Pero esa defensa hoy en día es una cuestión de supervivencia.

      P. —. ¿Cabría llamar a tal defensa «liberal»?

R. —. No lo sé. Y, sobre todo, no me gustaría etiquetar. Para pensar, y más para hacerlo en un momento como el actual, en el que creo que nos hemos quedado flotando en el aire, hay que tratar de ir produciendo análisis concretos, y tal vez alguna vez le podamos dar un nombre a todo ello. Pero dejémoslo sin nombre de momento.


Miguel Ángel Quintana Paz, Cuaderno gris, nº. 9, 2007 8, págs. 61-88



[1] Gustavo Bueno: El mito de la izquierda. Barcelona: Ediciones B, 2003.

[2] Ray Monk: Wittgenstein: The Duty of a Genius. Londres: Vintage, 1991.

[3] Gabriel Albiac: La opción sobre el dominio del significante en El Capital de K Marx. Madrid: Facultad de filosofía y Letras, Universidad Complutense, 1976.

[4] Jean-Paul Sartre: Materialismo y revolución (traducción de Bernardo Guillén). Buenos Aires: Dédalo, 1960 [edición original: 1946].

[5] Roland Barthes: El grado cero de la escritura, seguido de Nuevos ensayos críticos (traducción de Nicolás Rosa). Madrid: Siglo XXI, 2005 (edición original: 1953).

[6] Arthur Koestler: El cero y el infinito (traducción de Eugenia Serrano Balanyà). Barcelona: Círculo de Lectores, 2001 [edición original: 1940].

[7] Louis Althusser: Curso de filosofía para científicos (traducción de Albert Roies). Barcelona: Laia, 1975 [edición original: 1967].

[8] Antonio Damasio: En busca de Spinoza (traducción de Joandomànec Ros). Barcelona: Crítica, 2005 [edición original: 2003].

[9] Gabriel Albiac: La synagogue vide: les sources marranes du spinozisme (traducción de Marie-Lucie Copete y Jean-Frédéric Schaub). París: Presses Universitaires de France, 1994.

[10] El ¿republicano? al cual cita Albiac alude a José Solís Ruiz (1913-1980), que participó en diversos gobiernos de Franco como secretario general del Movimiento (1957-1969), y como ministro de Trabajo entre 1975 y 1976. Ligado desde siempre al sindicalismo y a las «políticas sociales», su imagen política se asoció pronto con la de una figura presuntamente campechana y dialogante.

[11] Hermann Rauschning: Gesprãche mit Hitler. Zúrich-Nueva York: Europa Verlag, 1940.

[12] Alan M. Dershowitz, ¿Por qué aumenta el terrorismo? Para comprender la amenaza y responder al desaFo (traducción de Gabriel Rosón). Madrid: Encuentro, 2004.

[13]Gabriel Albiac, Encuentro digital, en el diario electrónico elmundo.es (25 julio 2001), http://www.elmundo.es/encuentms/invitados/2mI/07/67.

[14] André Glucksmann: Dostoievski en Manhattan (traducción de María Cordón). Taurus: Madrid, 2002 [edición original: 2002]; Occidente contra Occidente (traducción de Mónica Rubio). Taurus: Madrid, 2004 [edición original: 2003]; El discurso del odio (traducción de Mónica Rubio). Taurus: Madrid, 2005 [edición original: 2004).

[15] Antonio Negri y Michael Hardt: Imperio (traducción de Alcira Bixio). Barcelona: Paidós, 2002 [edición original: 2000].

[16] Antonio Negri y Michael Hardt: Multitud guerra y democracia en la era del imperio (traducción de Juan Antonio Bravo). Barcelona: Debate, 2004 [edición original: 2004].

[17] Jean-Paul Sartre: Reflexiones sobre la cuestión judía (traducción de Juana Salabcrt)- Barcelona: Seix Barral, 2005.

[18] Jean-Paul Sartre: San Genet, comediante mártir (traducción de Luis Echávarri). Buenos Aires: Losada, 1967.