miércoles, 22 de enero de 2025

Diálogo entre José Jiménez Lozano y Pedro Laín Entralgo (Destino, Nº 1791 - Barcelona. 29 de enero 1972)

 Sobre esperanzas y desesperanzas con el profesor Laín Entralgo

José Jiménez Lozano

La idea de esta conversación con el profesor Laín Entralgo nació en mi a raíz de la publicación de su libro «A qué llamamos España». Me gusta hurgar en el trasfondo de los libros y creo, además, que éste es uno de los grandes servicios que se pueden hacer a sus lectores, sobre todo si el autor se presta a hacer ese viaje de introspección por sus propias páginas. Pero, naturalmente, en tomo al libro o brotando de él mismo, nacía tal cantidad de cuestiones que quizás era mejor escogerlo simplemente como un pretexto o un punto de referencia para una conversación libre Abusando incluso de la bondad y de la amistad de Laín Entralgo, porque, precisamente por las fechas otoñales en que esta conversación fue proyectada. Laín estaba más que escamado de este, digamos, género literario de las entrevistas o las conversaciones. Sólo hacia unas fechas que se le había hecho decir, públicamente, lo que no bebía dicho, y es lógico que un hombre de su categoría y honradez intelectuales no se preste a llevar si agua ideológica propia al molino ajeno, ni a los jueguecitos periodísticos acostumbrados para que la entrevista quede «bonita»

Pero ¿qué duda cabe de que hablar de España y de las esperanzas que con España se conectan, o como españoles tenemos, le apasionaba? En realidad. su obra no específicamente profesional y científica no es otra cosa que un buceo en profundidad sobre estos dos temas: España y el misterio y la condición de la esperanza humana, y creo, con sinceridad, que entre los otros muchos títulos académicos, científicos o literarios, y en la médula de su mismo prestigio intelectual, priman y primaran esas páginas sobre esos dos temas, escritas con tanta lucidez y llenas de tantos logros. Aunque tampoco quiero olvidar que el profesor Laín Entralgo ha tenido y tiene otra dimensión profesoral o magisterial en el país, que seguramente aparecerá más clara en los años venideros, y esto en un doble sentido: 1) un poco, o un mucho, como Ortega y Gasset, Laín Entralgo ha sido, en unos años de absoluta menesterosidad intelectual y espiritual de nuestra patria, algo así como un ancla lanzada más allá de nuestro «ghetto» por donde nos han llegado nombres, ideas y espíritu y maneras de ser hombres del siglo XX, e incluso cristianos del siglo XX, mucho antes de que sonara la era conciliar. 2) El profesor Laín Entralgo ha encarnado casi como un símbolo un cierto espíritu de tolerancia, que no solamente ha sido siempre minoritario en el país, y por añadidura nunca ha gozado de buena prensa y ha sido convertido por el contrario en chivo emisario de todos los males, sino que, en nuestro mundo moderno, en general, resulta anacrónico para la inmensa mayoría, fascinada por los colores y los nombres, pero que, por eso mismo, parece haber renunciado a ser humana. Asi que, por todo esto, me he sentido más in citado a preguntar al profesor Laín Entralgo y él no ha orillado ni lo que de neto exigían sus respuestas, ni tampoco la sinceridad o transparencia de su propio drama de esperanzas y decepciones.

—Usted es un español dedicado a las tareas de la inteligencia y confesionalmente católico. Pero intelectual y católico ha sido, en este país, desde los comienzos del mundo moderno, prácticamente, una «contradictio in terminis». Desde el siglo XVIII hasta la generación de ustedes ha parecido imposible que se diera esta dualidad, y ahora, después de ustedes, quiero decir, en las nuevas generaciones intelectuales, vuelve a ocurrir lo mismo. Hablemos un poco de esto. ¿Cómo ha sido su aventura a la vez en los dos frentes: en el mundo intelectual, enfrentado a la Iglesia, y en el ámbito cristiano de este país, tan hostil a lo intelectual?

—Ser a la vez intelectual con vigencia secular y católico declarado en la España de los siglos XIX y XX ha sido más bien una rareza que una «contradictio in terminis». Yo soy muy poco balmesiano y pienso que, filosóficamente, Balmes se hallaba bastante atrasado; pero Balmes, no hay duda, tuvo vigencia secular, como la tuvo Menéndez Pelayo. especialmente el ulterior a su Historia de las ideas estéticas. Y luego, Asín Palacios. Gómez Moreno y Zaragüeta. Y el gran Maragall. Y Eugenio d'Ors. Y Falla, que no dejó de ser también «intelectual». Y en la España inmediatamente anterior a 1936, no quiero pasar de ahí, Zubiri y los del grupo de Cruz y Raya. Y a Marañón, sin que él me viera, le he visto en la misa de doce de la catedral de Toledo.

En cuanto a mi... Bien sabe usted, querido Jiménez Lozano, que no me gusta ser jactancioso o melodramático. Con los intelectuales no católicos me he llevado siempre bien. El grueso de la Iglesia oficial —no quiero incluir en ella los grupitos de «guerrilleros antiintelectuales» que alguna vez me han atacado— ha preferido desconocerme, no sé si porque soy poca cosa o por encontrarme demasiado «inquieto»; yo, por ejemplo, siempre he deseado una separación no enemistosa entre la Iglesia y el Estado. Pero no puedo olvidar que varios clérigos verdaderamente ejemplares, me han tratado, en todo momento, con su mejor amistad.

—Hablemos un poco del catolicismo español. ¿Cómo ve usted su futuro inmediato? Ese futuro, quiero decir, que se puede predecir, con mayor o menor exactitud, a partir de los datos actuales y sin arriesgarse a ser profetas.

—Cuando contemplo el considerable número de católicos, eclesiásticos o seglares, con un sincero afán de vivir social, intelectual y estéticamente al día, siento en mi cierta esperanza. Pero también temo que, en muchos, ese afán conduzca más al activismo inmediato que a la verdadera creación. Y más aún temo que a tantos otros se los trague y digiera —táctica y exteriormente «modernizada» o «tecnocratizada»— nuestra sociedad tradicional. Esperanza y temor, las dos pasiones que promueve la previsión del futuro, en proporción cambiante, según los días.

—Usted es un intelectual español. El panorama cultural español actual me parece desastroso. Creo que, entre tantas bambalinas y cortinas, no hay nada, o muy poca cosa, dejando de lado todas las personalidades eximías, que, sin duda, existen. Yo no sé si usted comparte mi apreciación; pero, si es así, creo que no debemos insistir en cosas tan dolorosas. Preterirla que me hablase de las esperanzas. No se puede vivir sin esperanza, usted lo sabe mejor que nadie. ¿Cuáles son nuestras esperanzas?

—Aunque con personas aisladas y grupos de trabajo realmente valiosos dentro de ella, veo a mi alrededor demasiada confusión para atreverme a enunciar un juicio preciso. En cuanto a mí, más que de esperanzas prefiero hablar de propósitos. En el orden intelectual, tres son los principales, durante lo que me quede de vida útil, hacer algo que deba ser tomado en serio hasta por los que piensan —o dicen pensar, o quieren pensar— que las orientaciones básicas de mi inteligencia son anacrónicas; y entenderme de veras con todos cuantos trabajáis en serio, cualesquiera que sean sus campos temáticos e ideológicos; y, sí me fuera posible, ayudarles a que sigan trabajando así.

—Usted ha dedicado A qué llamamos España a sus hijos, tras haber meditado muchos años, y con especial profundidad, sobre este tema, pero parece que sin haber llegado, sin embargo, a grandes esperanzas. ¿Lo único que cabe esperar es que no nos volvamos a matar, que no haya más sangre para alcanzar el poder social y político o para mantenerse en él? Pero, ¿se puede tener una vida histórica y se puede aspirar a ocupar un lugar en la historia como comunidad nacional con este ideal minimalista? Y, por otro lado, ¿podremos olvidar que éste es nuestro «mínimum» necesario y dedicarnos a ilusiones? Las ilusiones de «la tercera España», por ejemplo. Esta España espolea como una esperanza, sin duda alguna, pero ¿no cabe también «reprocharla» que tiene tan elevada como irreal idea el país que, al fin y al cabo, no ha hecho otra cosa que ayudarle a estrellarse o convertirse en fuente de decepciones? La «tercera España», que, desde luego, es la «salus unica», ¿no se convierte, a la vez, en perpetua manzana de discordia entre las otras dos Españas, al parecer más ancladas en lo real? ¿Cómo hacer para precipitar la hora en que la inmensa mayoría de los españoles suspirase por esa «tercera España»? ¿No es casi una «utopía»? ¿O sólo una «tarea larga» como Camus definía a la utopía?

—Por lo que a mi toca, y respecto de la España que yo deseo, más. Que un desesperado soy un desesperanzado do creo que me moriré sin verla ¿La verán mis hijos o mis nietos? Nada ansío tanto. Aparte mi trabajo personal, yo, como español, me conformaré con saber que en España sigue habiendo, en el más pleno y cabal de los sentidos, «personas» —es decir, no sólo imperantes, hombres en serie, buscadores de lucro y sujetos trivializados—, y con tratar como buenos amigos a varias de ellas. Personas: hombres real y verdaderamente libres por dentro y tan libres por fuera como su «por fuera» lo permita; usted, Jiménez Lozano, por ejemplo. Si esto es o no es un recurso eficaz para que los españoles suspiren por una «tercera España», la verdad, no lo sé; pero mucho me temo que no lo sea.

-Hablemos del «disfraz», del «como si», que me parece que es uno de los análisis más agudos que hay en A qué llamamos España sobre un cierto modo de comportamiento español. El «disfraz» o el «como si» de los hábitos de pensar, del instalarse en el tiempo, del aceptar las ideas: disfraz cultural, disfraz liberal, disfraz europeísta, disfraz tecnológico, disfraz religioso. ¿Hay que concluir que nuestra única realidad auténtica, sin «como si» ni «disfraz», es el inquisidor?

—Vivir en la sociedad, por tanto hacia fuera —y no pocas veces también hacia dentro; recuérdense los análisis de Adler y de Sartre—, exige siempre, poco o mucho, disfrazarse, adoptar el rol social que en aquel momento nos toque desempeñar. Pero, es verdad, en pocas sociedades parece ser tan aparatoso el disfraz como en la española. Unos, a contrapelo de la historia actual, quieren disfrazarse de «españoles tradicionales», y piensan que estoquear grabados de Picasso es lo menos que tal disfraz exige. Otros, muy apresuradamente, sin un suelo social adecuado y sin suficiente y bien digerida lectura, se disfrazan de «hombres al día». Entre maestros inquisidores o aspirantes a inquisidor los hay de dos especies: los que por fanatismo lo son de veras y los que pagan provechoso tal disfraz. Líbrenos, Dios, el Dios del Evangelio, de los «excesos de celo» de los unos y los otros. Pero también hay bastantes españoles no inquisidores exentos de disfraz; justamente las personas con quienes usted y yo queremos tratar.


—El problema de España, desde Sobre la cultura española (1943), por ejemplo, a este A qué llamamos España.

¿Es usted un decepcionado? Pero, en todo caso, no un desesperado seguramente. ¿Por dónde va su actual hacerse cuestión a sí mismo como español: el «quaestio mihi factus sum» de san Agustín?

En el plano de la España cultural de hoy, del que más arriba decía que yo prefería no hablar. Pero es preciso, siquiera de esta manera dinámica y comparativa, respecto al lapsus de tiempo que ha transcurrido entre uno y otro de estos sus dos libros citados. Y se me ocurren estas cuestiones: El universo tribal de que habla Goytisolo en el libro-homenaje a don Américo Castro. La marea de la banalidad y de la superficialidad con ropaje «científico». La inercia mental, el colonialismo y el mimetismo culturales. Los intocables «santones». La ausencia de puesta en cuarentena del universo cultural e intelectual. La imposibilidad de hacerlo. La gran masa inculta, el consumismo cultural. El plebeyo e iletrado, audaces ejes, en buena parte del universo cultural.

Su posible amargura o decepción política.

La amargura de la enseñanza. Nuestra pobre Universidad. El martirio refinado del bachillerato, que quizá sirva sólo para aplanar y aplatanar las inteligencias, tornarlas funcionales. Y para tomar odio a la cultura para el resto de los días. Las escuelas. La seleccion á rebours de los hombres de cultura. La alegría con que nuestra sociedad prescinde, por ejemplo, de hombre como Aranguren, Valverde, etcétera. Su ausencia de olfato para averiguar dónde están los valores y su insensibilidad ante su pérdida.

Los jóvenes. Pero la problemática de los jóvenes es demasiado amplia. Salvo su interés en abordar otros planos específicos, por mi parte quisiera interrogarle sobre un solo respecto. En gran medida son generaciones a la intemperie, sin suelo, además. En otras partes ellos se rebelan contra la historia o renuncian a pisar el «parquet» paterno. Pero aquí, ahí están lanzados, ahora, a los vientos —más ambiente y sensibilidad que postura racionalizada— del marxismo, freudo-marxismo, contracultural, etcétera.

Pero ¿contra qué cultura racionalista se elevará aquí la contracultura? ¿Contra qué cultura tecnocrática o tecnológica? Creo que, entre nosotros, todavía no ha habido racionalismo, ni tecnocracia, ni mundo moderno. Sólo el «como si» de esas realidades. La única cultura sigue siendo la barroca tradicional, católica oficialmente. ¿De nuevo será aquí la última modernidad contracristianismo o contra-iglesia, y sólo esto?

¿Qué porvenir les espera a las minorías intelectuales jóvenes? ¿El de emigrar, como el más brillante?

—¡Qué lluvia de cuestiones, qué enjambre de incitantes saetas! Ya le he dicho que como español soy un desesperanzado; pero, eso sí, un desesperanzado que en su obra trabaja todo cuanto puede y que al margen de su obra siempre estará dispuesto —usemos otra vez la expresión tópica— a dar testimonio de su actitud frente a la España que considera deseable y frente a la España que juzga indeseable. ¿Ciencia, educación, Universidad? Mientras los españoles no queramos en serio producir la ciencia que debe dar de sí un país europeo de treinta y pico millones de habitantes y mientras nos hallemos tan lejos de gastar en ese empeño el tanto por ciento de la renta nacional que entre los países desarrollados es habitual, el «¡Palabras, palabras, palabras!» de don Guillermo tendrá que ser entre nosotros una jaculatoria habitual. ¿El bachillerato? Pienso en la redacción de casi todos los exámenes escritos de mi asignatura, y se me abren las carnes; y algo semejante me ha postulo las pocas veces que en la televisión he visto una parte del programa «Cesta y puntos»: esos excelentes muchachos a los que educan para ser exhibicionistas y opositores, no para ser profesionales eficaces, unos, y egregios o modestos hombres de ciencia, los otros. Mientras a nuestros estudiantes de bachillerato no se les enseñe a «leer» (a entender bien lo que leen), a «escribir» (a componer decorosamente lo que escriben) y a «contar» (a manejar con mente matemática la realidad), pensar en ellos y en el futuro de nuestro país me producirá una tristeza infinita... Pero todo esto ¿importa acaso a la mayoría de nuestra sociedad? Pasemos de nuevo del bachillerato a la docencia universitaria. Nombra usted a Aranguren y a Valverde. Una y otra vez pienso yo con pena e irritación en sus casos. Sume usted a ellos los de tantos otros españoles que enseñan o investigan en Europa y América y quisieran venir. ¡Si yo le contara cómo fueron recibidos en Madrid, después de 1939, varios de nuestros más ilustres intelectuales!

Los jóvenes... ¿No ere usted que es preciso distinguir? Por una parte, ahí están los médicos jóvenes —psiquiatras o no— que tan ejemplarmente se han movilizado para exigir una medicina mejor en nuestros hospitales; y los que a mi lado veo trabajar con tanta devoción y tanto desinterés; y otros como ellos en laboratorios, clínicas y bibliotecas. Como español, nada me conforta más. Pero hay más jóvenes a nuestro lado: los que por inconsciencia, por gusto o por neofanatismo se empeñan en pensar que la historia puede hacerse partiendo de cero; los que consideran que ser joven exigente no consiste sino en cantar canciones de protesta agitando la melena. Bien. Con melena o sin ella, yo quiero jóvenes que exijan, pregunten y protesten; pero que lo hagan inteligentemente, teniendo muy en cuenta el «cui prodest», el «a quién beneficia» su conducta. Y, por supuesto, que trabajen como quería Unamuno: con una ambición capaz de ahogar la codicia. Y que al fin logren una España de la cual no tengan que emigrar.

—Unas palabras sobre el liberalismo, sobre la existencia liberal en tanto que talante y visión de la vida, en tanto que modo de existencia humana, logrado históricamente. La defensa del hombre contra los absolutismos y la tecnocracia.

—El liberalismo intelectual, político y religioso, es para mí, y bien quisiera que para todos, una conquista definitiva del hombre moderno; pero del liberalismo económico me hallo muy lejos. Hablando un día de mi padre, y creyendo haber inventado la palabra, dije que había sido un liberal-socialista. Luego he visto que así quiso llamarse a sí mismo el Ortega joven. En un mundo liberal-socialista —¿deberemos llamarle Insula Utopia?— quisiera vivir yo.

—Y unas palabras, sobre todo, sobre la esperanza: Moltman, Bloch, Erich Fromm. Usted es un especialista de la esperanza —creo que no me reprochará este título, a la vez modesto y magnifico. Seguramente es el que le resultará más halagador; pero después de la publicación de su libro La espera y la esperanza, creo que tiene derecho a él.

Estamos en un tiempo de desesperanza y en el que el simple nombre de esperanza parece sospechoso y retórico o evasivo. ¿Ve usted base para la esperanza, en nuestro mundo, o tendremos que aprender a esperar como Abraham: contra toda esperanza? Y ¿a qué llamaríamos esperanza, en tanto que españoles?

—¿Esperanza? Después de lo dicho, déjeme ser muy breve. Como español, desesperanzado. Como hombre, aunque de distinta manera que ellos, tan esperanzado como puedan serlo Ernst Bloch o Erich Fromm; en todo caso, esperanzado, pero no optimista. Y como hombre y español, una persona que se atreve a brindar a los demás esta suerte de imperativo categórico: «Vive y actúa como si de tu esfuerzo dependiese que se realice pronto lo que esperas o lo que quisieras poder esperar».

Y yo, ahora, me quedo un poco inquieto: ¿Había realmente necesidad de remover, en el corazón y en la inteligencia de este hombre, el entramado de todas estas llagas? En una muy amplia medida, sin embargo, el deber del intelectual es entregarse a las preguntas y como al asaeteamiento de los demás, incluso, a veces, para ser devorado. como quería Bernanos, y no sé cómo agradecer a Laín la generosidad con que se ha entregado a mis preguntas, quizá demasiado insistentes. Con un poco de amargura, pero, a la vez. con la alegría de comprobar que. por lo menos, todavía hay un hombre de categoría intelectual tan alta que es asi. pienso, en fin, que esta entrega también va siendo una forma cada día más anacrónica de inteligencia y de magisterio intelectual. Y. sin embargo, siempre será la única auténtica y convincente, y la que nos deja llenas de esperanza, aunque sea de una difícil esperanza, las manos.

Destino, Nº 1791 - Barcelona. 29 de enero 1972, pp. 20-21.

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