José Jiménez
Lozano
La idea de esta
conversación con el profesor Laín Entralgo nació en mi a raíz de la publicación
de su libro «A qué llamamos España». Me gusta hurgar en el trasfondo de
los libros y creo, además, que éste es uno de los grandes servicios que se
pueden hacer a sus lectores, sobre todo si el autor se presta a hacer ese viaje
de introspección por sus propias páginas. Pero, naturalmente, en tomo al libro
o brotando de él mismo, nacía tal cantidad de cuestiones que quizás era mejor
escogerlo simplemente como un pretexto o un punto de referencia para una
conversación libre Abusando incluso de la bondad y de la amistad de Laín
Entralgo, porque, precisamente por las fechas otoñales en que esta conversación
fue proyectada. Laín estaba más que escamado de este, digamos, género literario
de las entrevistas o las conversaciones. Sólo hacia unas fechas que se le había
hecho decir, públicamente, lo que no bebía dicho, y es lógico que un hombre de
su categoría y honradez intelectuales no se preste a llevar si agua ideológica
propia al molino ajeno, ni a los jueguecitos periodísticos acostumbrados para
que la entrevista quede «bonita»
Pero ¿qué duda
cabe de que hablar de España y de las esperanzas que con España se conectan, o
como españoles tenemos, le apasionaba? En realidad. su obra no específicamente
profesional y científica no es otra cosa que un buceo en profundidad sobre
estos dos temas: España y el misterio y la condición de la esperanza humana, y
creo, con sinceridad, que entre los otros muchos títulos académicos,
científicos o literarios, y en la médula de su mismo prestigio intelectual,
priman y primaran esas páginas sobre esos dos temas, escritas con tanta lucidez
y llenas de tantos logros. Aunque tampoco quiero olvidar que el profesor Laín
Entralgo ha tenido y tiene otra dimensión profesoral o magisterial en el país,
que seguramente aparecerá más clara en los años venideros, y esto en un doble
sentido: 1) un poco, o un mucho, como Ortega y Gasset, Laín Entralgo ha sido,
en unos años de absoluta menesterosidad intelectual y espiritual de nuestra
patria, algo así como un ancla lanzada más allá de nuestro «ghetto» por donde
nos han llegado nombres, ideas y espíritu y maneras de ser hombres del siglo XX,
e incluso cristianos del siglo XX, mucho antes de que sonara la era conciliar.
2) El profesor Laín Entralgo ha encarnado casi como un símbolo un cierto espíritu
de tolerancia, que no solamente ha sido siempre minoritario en el país, y por
añadidura nunca ha gozado de buena prensa y ha sido convertido por el contrario
en chivo emisario de todos los males, sino que, en nuestro mundo moderno, en
general, resulta anacrónico para la inmensa mayoría, fascinada por los colores
y los nombres, pero que, por eso mismo, parece haber renunciado a ser humana.
Asi que, por todo esto, me he sentido más in citado a preguntar al profesor Laín
Entralgo y él no ha orillado ni lo que de neto exigían sus respuestas, ni
tampoco la sinceridad o transparencia de su propio drama de esperanzas y
decepciones.
—Usted
es un español dedicado a las tareas de la inteligencia y confesionalmente
católico. Pero intelectual y católico ha sido, en este país, desde los
comienzos del mundo moderno, prácticamente, una «contradictio
in terminis». Desde el siglo XVIII hasta la generación de ustedes ha
parecido imposible que se diera esta dualidad, y ahora, después de ustedes,
quiero decir, en las nuevas generaciones intelectuales, vuelve a ocurrir lo
mismo. Hablemos un poco de esto. ¿Cómo ha sido su aventura a la vez en los dos
frentes: en el mundo intelectual, enfrentado a la Iglesia, y en el ámbito
cristiano de este país, tan hostil a lo intelectual?
—Ser a la vez
intelectual con vigencia secular y católico declarado en la España de los
siglos XIX y XX ha sido más bien una rareza que una «contradictio in
terminis». Yo soy muy poco balmesiano y pienso que, filosóficamente, Balmes
se hallaba bastante atrasado; pero Balmes, no hay duda, tuvo vigencia secular,
como la tuvo Menéndez Pelayo. especialmente el ulterior a su Historia de las
ideas estéticas. Y luego, Asín Palacios. Gómez Moreno y Zaragüeta. Y el
gran Maragall. Y Eugenio d'Ors. Y Falla, que no dejó de ser también «intelectual».
Y en la España inmediatamente anterior a 1936, no quiero pasar de ahí, Zubiri y
los del grupo de Cruz y Raya. Y a Marañón, sin que él me viera, le he
visto en la misa de doce de la catedral de Toledo.
En cuanto a
mi... Bien sabe usted, querido Jiménez Lozano, que no me gusta ser jactancioso
o melodramático. Con los intelectuales no católicos me he llevado siempre bien.
El grueso de la Iglesia oficial —no quiero incluir en ella los grupitos de «guerrilleros antiintelectuales» que alguna vez
me han atacado— ha preferido desconocerme, no sé si porque soy poca cosa o por
encontrarme demasiado «inquieto»; yo, por ejemplo, siempre he deseado una
separación no enemistosa entre la Iglesia y el Estado. Pero no puedo olvidar
que varios clérigos verdaderamente ejemplares, me han tratado, en todo momento,
con su mejor amistad.
—Hablemos
un poco del catolicismo español. ¿Cómo ve usted su futuro inmediato? Ese
futuro, quiero decir, que se puede predecir, con mayor o menor exactitud, a partir
de los datos actuales y sin arriesgarse a ser profetas.
—Cuando
contemplo el considerable número de católicos, eclesiásticos o seglares, con un
sincero afán de vivir social, intelectual y estéticamente al día, siento en mi
cierta esperanza. Pero también temo que, en muchos, ese afán conduzca más al
activismo inmediato que a la verdadera creación. Y más aún temo que a tantos
otros se los trague y digiera —táctica y exteriormente «modernizada» o «tecnocratizada»—
nuestra sociedad tradicional. Esperanza y temor, las dos pasiones que promueve
la previsión del futuro, en proporción cambiante, según los días.
—Usted
es un intelectual español. El panorama cultural español actual me parece
desastroso. Creo que, entre tantas bambalinas y cortinas, no hay nada, o muy
poca cosa, dejando de lado todas las personalidades eximías, que, sin duda,
existen. Yo no sé si usted comparte mi apreciación; pero, si es así, creo que
no debemos insistir en cosas tan dolorosas. Preterirla que me hablase de las
esperanzas. No se puede vivir sin esperanza, usted lo sabe mejor que nadie.
¿Cuáles son nuestras esperanzas?
—Aunque con
personas aisladas y grupos de trabajo realmente valiosos dentro de ella, veo a
mi alrededor demasiada confusión para atreverme a enunciar un juicio preciso.
En cuanto a mí, más que de esperanzas prefiero hablar de propósitos. En el
orden intelectual, tres son los principales, durante lo que me quede de vida
útil, hacer algo que deba ser tomado en serio hasta por los que piensan —o dicen
pensar, o quieren pensar— que las orientaciones básicas de mi inteligencia son
anacrónicas; y entenderme de veras con todos cuantos trabajáis en serio,
cualesquiera que sean sus campos temáticos e ideológicos; y, sí me fuera
posible, ayudarles a que sigan trabajando así.
—Usted
ha dedicado A qué llamamos España a sus hijos, tras haber meditado
muchos años, y con especial profundidad, sobre este tema, pero parece que sin
haber llegado, sin embargo, a grandes esperanzas. ¿Lo único que cabe esperar es
que no nos volvamos a matar, que no haya más sangre para alcanzar el poder social
y político o para mantenerse en él? Pero, ¿se puede tener una vida histórica y
se puede aspirar a ocupar un lugar en la historia como comunidad nacional con
este ideal minimalista? Y, por otro lado, ¿podremos olvidar que éste es nuestro
«mínimum» necesario y dedicarnos a ilusiones? Las ilusiones de «la
tercera España», por ejemplo. Esta España espolea como una esperanza, sin
duda alguna, pero ¿no cabe también «reprocharla» que tiene tan elevada como
irreal idea el país que, al fin y al cabo, no ha hecho otra cosa que ayudarle a
estrellarse o convertirse en fuente de decepciones? La «tercera España», que,
desde luego, es la «salus unica», ¿no se
convierte, a la vez, en perpetua manzana de discordia entre las otras dos
Españas, al parecer más ancladas en lo real? ¿Cómo hacer para precipitar la
hora en que la inmensa mayoría de los españoles suspirase por esa «tercera
España»? ¿No es casi una «utopía»? ¿O sólo una «tarea larga»
como Camus definía a la utopía?
—Por lo que a mi
toca, y respecto de la España que yo deseo, más. Que un desesperado soy un desesperanzado
do creo que me moriré sin verla ¿La verán mis hijos o mis nietos? Nada ansío
tanto. Aparte mi trabajo personal, yo, como español, me conformaré con saber
que en España sigue habiendo, en el más pleno y cabal de los sentidos, «personas»
—es decir, no sólo imperantes, hombres en serie, buscadores de lucro y sujetos trivializados—,
y con tratar como buenos amigos a varias de ellas. Personas: hombres real y
verdaderamente libres por dentro y tan libres por fuera como su «por fuera» lo
permita; usted, Jiménez Lozano, por ejemplo. Si esto es o no es un recurso
eficaz para que los españoles suspiren por una «tercera España», la
verdad, no lo sé; pero mucho me temo que no lo sea.
—Vivir en la
sociedad, por tanto hacia fuera —y no pocas veces también hacia dentro;
recuérdense los análisis de Adler y de Sartre—, exige siempre, poco o mucho,
disfrazarse, adoptar el rol social que en aquel momento nos toque desempeñar.
Pero, es verdad, en pocas sociedades parece ser tan aparatoso el disfraz como
en la española. Unos, a contrapelo de la historia actual, quieren disfrazarse
de «españoles tradicionales», y piensan que estoquear grabados de Picasso
es lo menos que tal disfraz exige. Otros, muy apresuradamente, sin un suelo
social adecuado y sin suficiente y bien digerida lectura, se disfrazan de «hombres
al día». Entre maestros inquisidores o aspirantes a inquisidor los hay de
dos especies: los que por fanatismo lo son de veras y los que pagan provechoso
tal disfraz. Líbrenos, Dios, el Dios del Evangelio, de los «excesos de celo»
de los unos y los otros. Pero también hay bastantes españoles no inquisidores
exentos de disfraz; justamente las personas con quienes usted y yo queremos
tratar.
—El
problema de España, desde Sobre la cultura española (1943), por ejemplo,
a este A qué llamamos España.
¿Es
usted un decepcionado? Pero, en todo caso, no un desesperado seguramente. ¿Por
dónde va su actual hacerse cuestión a sí mismo como español: el «quaestio
mihi factus sum» de san Agustín?
En
el plano de la España cultural de hoy, del que más arriba decía que yo prefería
no hablar. Pero es preciso, siquiera de esta manera dinámica y comparativa,
respecto al lapsus de tiempo que ha transcurrido entre uno y otro de estos sus
dos libros citados. Y se me ocurren estas cuestiones: El universo tribal de que
habla Goytisolo en el libro-homenaje a don Américo Castro. La marea de la
banalidad y de la superficialidad con ropaje «científico». La inercia mental,
el colonialismo y el mimetismo culturales. Los intocables «santones». La
ausencia de puesta en cuarentena del universo cultural e intelectual. La
imposibilidad de hacerlo. La gran masa inculta, el consumismo cultural. El plebeyo
e iletrado, audaces ejes, en buena parte del universo cultural.
Su
posible amargura o decepción política.
La
amargura de la enseñanza. Nuestra pobre Universidad. El martirio refinado del
bachillerato, que quizá sirva sólo para aplanar y aplatanar las inteligencias,
tornarlas funcionales. Y para tomar odio a la cultura para el resto de los días.
Las escuelas. La seleccion á rebours de los hombres de cultura. La
alegría con que nuestra sociedad prescinde, por ejemplo, de hombre como
Aranguren, Valverde, etcétera. Su ausencia de olfato para averiguar dónde están
los valores y su insensibilidad ante su pérdida.
Los
jóvenes. Pero la problemática de los jóvenes es demasiado amplia. Salvo su
interés en abordar otros planos específicos, por mi parte quisiera interrogarle
sobre un solo respecto. En gran medida son generaciones a la intemperie, sin
suelo, además. En otras partes ellos se rebelan contra la historia o renuncian
a pisar el «parquet» paterno. Pero aquí, ahí están lanzados, ahora, a
los vientos —más ambiente y sensibilidad que postura racionalizada— del
marxismo, freudo-marxismo, contracultural, etcétera.
Pero
¿contra qué cultura racionalista se elevará aquí la contracultura? ¿Contra qué
cultura tecnocrática o tecnológica? Creo que, entre nosotros, todavía no ha
habido racionalismo, ni tecnocracia, ni mundo moderno. Sólo el «como si» de esas realidades. La única cultura
sigue siendo la barroca tradicional, católica oficialmente. ¿De nuevo será aquí
la última modernidad contracristianismo o contra-iglesia, y sólo esto?
¿Qué
porvenir les espera a las minorías intelectuales jóvenes? ¿El de emigrar, como
el más brillante?
—¡Qué lluvia de
cuestiones, qué enjambre de incitantes saetas! Ya le he dicho que como español
soy un desesperanzado; pero, eso sí, un desesperanzado que en su obra trabaja
todo cuanto puede y que al margen de su obra siempre estará dispuesto —usemos
otra vez la expresión tópica— a dar testimonio de su actitud frente a la España
que considera deseable y frente a la España que juzga indeseable. ¿Ciencia,
educación, Universidad? Mientras los españoles no queramos en serio producir la
ciencia que debe dar de sí un país europeo de treinta y pico millones de
habitantes y mientras nos hallemos tan lejos de gastar en ese empeño el tanto
por ciento de la renta nacional que entre los países desarrollados es habitual,
el «¡Palabras, palabras, palabras!» de don
Guillermo tendrá que ser entre nosotros una jaculatoria habitual. ¿El
bachillerato? Pienso en la redacción de casi todos los exámenes escritos de mi
asignatura, y se me abren las carnes; y algo semejante me ha postulo las pocas
veces que en la televisión he visto una parte del programa «Cesta y puntos»:
esos excelentes muchachos a los que educan para ser exhibicionistas y
opositores, no para ser profesionales eficaces, unos, y egregios o modestos
hombres de ciencia, los otros. Mientras a nuestros estudiantes de bachillerato
no se les enseñe a «leer» (a entender bien
lo que leen), a «escribir» (a componer
decorosamente lo que escriben) y a «contar» (a manejar con mente
matemática la realidad), pensar en ellos y en el futuro de nuestro país me
producirá una tristeza infinita... Pero todo esto ¿importa acaso a la mayoría
de nuestra sociedad? Pasemos de nuevo del bachillerato a la docencia universitaria.
Nombra usted a Aranguren y a Valverde. Una y otra vez pienso yo con pena e
irritación en sus casos. Sume usted a ellos los de tantos otros españoles que
enseñan o investigan en Europa y América y quisieran venir. ¡Si yo le contara
cómo fueron recibidos en Madrid, después de 1939, varios de nuestros más
ilustres intelectuales!
Los jóvenes...
¿No ere usted que es preciso distinguir? Por una parte, ahí están los médicos
jóvenes —psiquiatras o no— que tan ejemplarmente se han movilizado para exigir
una medicina mejor en nuestros hospitales; y los que a mi lado veo trabajar con
tanta devoción y tanto desinterés; y otros como ellos en laboratorios, clínicas
y bibliotecas. Como español, nada me conforta más. Pero hay más jóvenes a
nuestro lado: los que por inconsciencia, por gusto o por neofanatismo se
empeñan en pensar que la historia puede hacerse partiendo de cero; los que
consideran que ser joven exigente no consiste sino en cantar canciones de
protesta agitando la melena. Bien. Con melena o sin ella, yo quiero jóvenes que
exijan, pregunten y protesten; pero que lo hagan inteligentemente, teniendo muy
en cuenta el «cui prodest», el «a quién
beneficia» su conducta. Y, por supuesto, que trabajen como quería Unamuno:
con una ambición capaz de ahogar la codicia. Y que al fin logren una España de
la cual no tengan que emigrar.
—Unas
palabras sobre el liberalismo, sobre la existencia liberal en tanto que talante
y visión de la vida, en tanto que modo de existencia humana, logrado
históricamente. La defensa del hombre contra los absolutismos y la tecnocracia.
—El liberalismo
intelectual, político y religioso, es para mí, y bien quisiera que para todos,
una conquista definitiva del hombre moderno; pero del liberalismo económico me
hallo muy lejos. Hablando un día de mi padre, y creyendo haber inventado la
palabra, dije que había sido un liberal-socialista. Luego he visto que así
quiso llamarse a sí mismo el Ortega joven. En un mundo liberal-socialista
—¿deberemos llamarle Insula Utopia?— quisiera vivir yo.
—Y
unas palabras, sobre todo, sobre la esperanza: Moltman, Bloch, Erich Fromm.
Usted es un especialista de la esperanza —creo que no me reprochará este título,
a la vez modesto y magnifico. Seguramente es el que le resultará más halagador;
pero después de la publicación de su libro La espera y la esperanza,
creo que tiene derecho a él.
Estamos
en un tiempo de desesperanza y en el que el simple nombre de esperanza parece
sospechoso y retórico o evasivo. ¿Ve usted base para la esperanza, en nuestro
mundo, o tendremos que aprender a esperar como Abraham: contra toda esperanza?
Y ¿a qué llamaríamos esperanza, en tanto que españoles?
—¿Esperanza?
Después de lo dicho, déjeme ser muy breve. Como español, desesperanzado. Como
hombre, aunque de distinta manera que ellos, tan esperanzado como puedan serlo Ernst
Bloch o Erich Fromm; en todo caso, esperanzado, pero no optimista. Y como
hombre y español, una persona que se atreve a brindar a los demás esta suerte
de imperativo categórico: «Vive y actúa como si de tu esfuerzo dependiese que
se realice pronto lo que esperas o lo que quisieras poder esperar».
Y yo, ahora, me
quedo un poco inquieto: ¿Había realmente necesidad de remover, en el corazón y
en la inteligencia de este hombre, el entramado de todas estas llagas? En una
muy amplia medida, sin embargo, el deber del intelectual es entregarse a las
preguntas y como al asaeteamiento de los demás, incluso, a veces, para ser
devorado. como quería Bernanos, y no sé cómo agradecer a Laín la generosidad
con que se ha entregado a mis preguntas, quizá demasiado insistentes. Con un
poco de amargura, pero, a la vez. con la alegría de comprobar que. por lo
menos, todavía hay un hombre de categoría intelectual tan alta que es asi.
pienso, en fin, que esta entrega también va siendo una forma cada día más
anacrónica de inteligencia y de magisterio intelectual. Y. sin embargo, siempre
será la única auténtica y convincente, y la que nos deja llenas de esperanza,
aunque sea de una difícil esperanza, las manos.
Destino, Nº 1791 - Barcelona. 29 de enero 1972, pp. 20-21.
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