lunes, 5 de julio de 2021

"Tiempos de mala fe" por Nicola Chiaromonte (Cuadernos del Congreso por la libertad de la cultura nº2, julio-agosto de 1953)


Nuestra época no es ni de fe ni de incredulidad. Es una época de mala fe, es decir de creencias impuestas por la fuerza, por odio contra otras creencias, y sobre todo por falta de verdadera creencia. Es la época de las «mentiras útiles», de las ficciones perfectamente conscientes en los que las fabrican y en los que las aceptan, pero que ocupan pronto el lugar de la verdad simplemente porque son útiles, de empleo fácil y universal, de tal manera que terminan por constituir un lenguaje en el que el hombre verídico se encuentra fatalmente cogido en la trampa.

Cambios en la colectividad

Naturalmente, este fenómeno apenas concierne al individuo, que en su vida privada mantiene la dosis de rectitud y de veracidad que considera como deber suyo o esa mixtura de sinceridad y de ficción que juzga buena a la marcha de sus asuntos. Se puede admitir fácilmente que los individuos cambian bastante poco bajo la influencia de las modificaciones del ambiente, y que en ellos la proporción de buenos y malos, de verídicos y de trapaceros, de honrados y de bribones continúa siendo casi la misma. Por el contrario, lo que ciertamente cambia y lo que sin duda alguna modifica, sino la naturaleza del individuo al menos la calidad y la forma de sus relaciones con los otros, es la manera de ser de la colectividad.

La colectividad —la sociedad de los hombres— no es la suma de los individuos; tampoco es el conjunto de las instituciones políticas y jurídicas, ni se reduce a las formas de la vida económica y cultural. En un cierto sentido, que después de todo es necesario considerar como esencial, la sociedad es la resultante de las creencias en torno a las cuales los miembros de una comunidad se ponen de acuerdo o entran en conflicto. Las creencias son el tejido conjuntivo de la sociedad, simplemente porque más allá de toda circunstancia material aquellas constituyen el lazo de las conciencias. A causa de esto, la vivacidad o la apatía de las creencias son el signo más cierto del vigor o de la corrupción de una sociedad.

Hoy día nuestra sociedad, la sociedad europea, vive por lo que respecta a las creencias que han hecho su grandeza en un estado de mala fe generalizada, pudiendo datar con precisión el acontecimiento: remonta al 2 de agosto de 1914, comienzo de la primera guerra mundial.

Esta afirmación puede parecer dogmática. Desde luego, merecería ser justificada por una larga demostración y múltiples argumentos. Me limitaré a un solo aspecto, que trataré de resumir diciendo que la primera guerra mundial rompió la única creencia que en Europa había logrado sobrevivir a las decadencias de las fes religiosas: la creencia en el progreso de la humanidad. Y esto no sólo en el espíritu de los intelectuales —que desde hacía al menos treinta años habían previsto la crisis— sino asimismo en la conciencia del gran número, de las masas humanas a la greña con el acontecimiento, y, en consecuencia, en la sociedad entera y tomada en su conjunto.

La creencia en el progreso coincidió durante mucho tiempo con la fe en la ciencia y en la razón. En la hora actual se me antoja evidente que la voluntad de conocimiento y de racionalidad no implica necesariamente la fe en el progreso. Esta fe admite por sostén un fermento, indudablemente religioso por su naturaleza, siendo así que la razón y la ciencia, que son quienes garantizan el «progreso», se proponen llegar a ser socialmente fecundas; substituir en pleno derecho y por completo las funciones de la fe religiosa y la obra de las iglesias. Lo que ha habido de religioso en la idea del progreso de la humanidad mediante la acción del hombre mismo, fruto de una convicción sólida no acreditada ni modo alguno puramente racional, es la seguridad de que entre el orden, de las cosas y las esperanzas del hombre existe una armonía preestablecida; que ambos son parles integrantes del mismo proceso de evolución y que, en suma, la historia natural y la historia humana, mutuamente solidarias, profesan en necesario concierto formando una realidad única cuyas leyes sen descubiertas por la razón a través de la experiencia, y que la razón práctica debe saber imponer.

Esta fe no es forzosamente optimista. Señala más bien un deber absoluto, que prescribe al hombre de actuar en. el sentido que ella indica, el de la única verdad surgida después que la verdad cristiana se convirtió en dudosa primero, y en evidentemente ineficaz después. La creencia en cuestión no afirma que inevitablemente las cosas irán cada vez mejor; simplemente afirma que no existe límite alguno preestablecido a la mejora moral y material de la condición humana. El conflicto, el dolor y el mal se reconocen como inevitables, más contra ellos la última palabra pertenece a la voluntad creadora del hombre. Voltaire se burlaba de la Providencia, pero compartía con Mozart el entusiasmo por esa visión esencialmente generadora de alegría. Leopardi maldecía la Naturaleza madrasta y detestaba la idea de progreso, más descubría justamente en el dolor universal la norma de una alianza, también universal, de los hombres contra el mal común: la nostalgia de las esperanzas valerosas y eficaces fue el límite de su pesimismo.

De esta fe en la actividad victoriosa del hombre nació la democracia moderna, y sobre dicha fe convertida en voluntad religiosa de palingenesia se fundó el socialismo. Este socialismo —interesa el recordarlo y el repetirlo— no nació ya hecho de la cabeza de Carlos Marx, sino que fue ante todo la fe y la esperanza de los humildes, surgidas de su sufrimiento, cuando a las leyes de hierro de la edad industrial se añadió para ellos esa buena noticia de que el orden social no era ni eterno ni divino y que podía y debía convertirse en un instrumento de la razón, y por tanto de la felicidad humana.

La destrucción de la fe

¿Por qué la guerra de 1914 destruyó esa fe? ¿Es qué una fe puede ser destruida por un hecho, por catastrófico que sea? A esta última pregunta, la respuesta general es negativa; pero es positiva en lo que se refiere a esa fe y a ese hecho, ante todo porque la guerra, por sí misma, arruina esencialmente la confianza en la evolución, sino enteramente pacífica al menos no catastrófica, de la sociedad, y sobre todo en el poder de la razón humana de dominar los acontecimientos. Fue una guerra insensata, que sacrificó millones de vidas en aras de objetivos a la par mezquinos y grandiosos: por una rectificación de fronteras o por una paz perpetua, según uno se coloque en el plano del «realismo» de los gobernantes o que se tome en consideración las palabras que esos mismos gobernantes estaban obligados a pronunciar al objeto de justificar ante los puebles la enormidad de la matanza. Finalmente ningún objetivo fue alcanzado, ni tan siquiera les más irrisorios, puesto que ni se halló criterio bastante neto para determinar el lugar de los postes fronterizos.

La confianza en la evolución o incluso en la más sutil de la dialéctica de los acontecimientos, pudieron subsistir tanto tiempo como subsistió una cierta medida entre los objetivos proclamados y adoptados y el resultado definitivo; entre las esperanzas o las ilusiones que se alimentaban mientras hacía estragos la brutalidad del hecho y el final del drama, tal como podía verse. Mas cuando entre las esperanzas y la solución final, entre los objetivos proclamados y los objetivos realmente alcanzados, se vio que no había ni medida ni relación, entonces lo que se hundió no fue tan solo la creencia ilusoria en la sabiduría de los gobernantes, sino la fe misma que hasta entonces se había mantenido contra viento y marea más allá de los límites de lo que se podía esperar. Alcanzado este límite, la fe cae por sí misma en minas, sin que el individuo tenga conciencia de abandonarla o de transformarla en un culto vacío. Ella se corrompe y se destruye, por el solo hecho de que comienza a no ser ya verdaderamente posible, es decir auténtica y firmemente mantenida frente a todas las circunstancias. Por mi parte, me siento tentado a afirmar que la creencia no solamente en el socialismo sino en una democracia verdadera, se hundió en Europa cuando el primer socialista y el primer demócrata sincero, en presencia del hecho de la guerra mundial, viéndose obligados a elegir entre sus convicciones reales y el estado de necesidad, se plegaron, desalentados, ante la necesidad.

A partir de ese día, no fueron solamente los intelectuales los que en Europa se encontraron en estado de «nihilismo», sino la sociedad entera. Esta se halló —por lo que respecta a esa realidad decisiva que es la realidad de la conciencia— obligada a pensar que ninguna creencia vale verdaderamente nada frente a los hechos cumplidos. En efecto, un límite puramente ideal separa lo que puede ser un simple estado de alma de duda y de desánimo pasajeros, de esa confusa y fatal decisión que consiste en esta conclusión: ninguna creencia tiene valor y sólo lo tiene la voluntad de realizar hechos, y, con o sin fe, el que ejecuta hechos tiene razón, en el sentido de que se forja a sí mismo su propia razón. Este paso fue audazmente franqueado por hombres de acción. Y se asistió a lo que yo denominaría las «restauraciones ideológicas»: comunismo, fascismo, nazismo.

Lo que distingue las «restauraciones ideológicas», es la mala fe. Cada uno de estos movimientos, producto de la crisis mortal de una creencia colectiva, pretende restaurarla in abstracto y realizarla íntegramente, como si no dependiese de nada; al propio tiempo, cada uno de ellos se niega inaplicablemente a ser medido o limitado por las normas de la fe en que pretende inspirarse. Y es que esa fe, en tanto que tal, es juzgada simplemente inapta.

De esto, no existe nada más grandioso ni ejemplo más claro que el comunismo, surgido como reacción radical ante la bancarrota del socialismo evolucionista y filantrópico del siglo XIX, y que se definió como la voluntad de realizar íntegramente los ideales, sin tener cuenta más que la forma utilitaria de la substancia misma de esta fe. De hecho, el comunismo contemporáneo tiene dos características fundamentales, ambas enunciadas por Lenin. La primera es que el socialismo se realiza por la voluntad esclarecida del pequeño número; la segunda es que, en el curso de la acción, no existe principio ideal alguno que deba ceder al criterio de la oportunidad. Existe entre tales normas y la antigua fe socialista una contradicción esencial; de hecho ya no se trata de fe sino de implacable voluntad.

Triunfo de los sucedáneos

No debe de sorprendemos que a falta de buena fe triunfen sus sucedáneos. Un intelectual en la duda puede replegarse sobre sí mismo y reflexionar, admitiendo claro está que pueda y sepa resistir a las presiones que se ejercen sobre él, al igual que sobre todo el mundo. Pero las sociedades no se repliegan sobre sí mismas de esta manera: las sociedades no viven de dudas, sino de actos y de hechos. Y dado que los actos y los hechos tienen que justificarse, las sociedades exigen razones, verdaderas o fingidas. El famoso primum vivere es, para el individuo, el principio de la abdicación. Sin embargo la colectividad que, arrastrada por los acontecimientos y su fuerza mayor, ha perdido el sentido de las esperanzas generosas y de la opiniones firmes, obedece fatalmente a su ley de inercia. El gran número, la mayoría, es decir la masa —si nadie la alienta y no la ayuda verdaderamente— vive en estado de necesidad. Mas es un error vulgar y particularmente ciego pensar hoy día que las necesidades a que obedecen las grandes masas son sólo materiales. Lo que caracteriza la Europa de ambas postguerras, es el hecho enorme de masas sedientas de ideal, que siguen inevitablemente a los que ofrecen la ilusión más grandiosa, o la ficción más grosera. «La multitud quiere ser engañada», dice la brutal máxima latina. Pero, en el hambre de esperanza y de fe que empuja a las masas modernas a alimentarse de engaños enormes se halla, desfigurada y envilecida, la esencia misma de la grandeza humana.

Por lo tanto no es sobre las masas que podemos descargamos del peso de la desilusión y de la duda en que hoy pasamos una gran parte de nuestra existencia, nosotros los intelectuales. Bien sabemos que es una carga que es necesario asumir tanto tiempo como sea necesario. Mas tampoco podemos limitarnos a denunciar los falsos profetas y considerar nuestra tarea como cumplida una vez acumulado contra ellos las pruebas de su falsedad. Los falsos profetas llevan en ellos mismos la Némesis que los perderá; no somos nosotros, los intelectuales, los que debemos convertimos en instrumentos del Destino.

Existe una clase de personas, empero, hacia las cuales nosotros, individuos que hacemos una profesión del velar por el sentido de las cosas, por la exactitud de las palabras y por la conveniencia mutua de las formas, tenemos pleno derecho a ser severos: es justamente nuestra propia clase. Si existe un deber al que no podemos fallar sin degradación, es el de denunciar en nosotros las ficciones y no reconocer a las «mentiras útiles» el título de verdades. Para esto, no es necesario que paseamos o creamos poseer nosotros mismas la verdad. La exigencia de la duda basta, o más bien la facultad de plantear cuestiones. Y el hecho social bastante grave de la ausencia, hoy día, de una creencia que sea al mismo tiempo auténtica y eficaz, no nos dispensa del deber de resistir por nuestra cuenta a las creencias prefabricadas y a sus divulgadores.

No podemos faltar a este deber de resistencia, no sólo porque sus ficciones nos ofenden directamente, sino sobre todo porque ya es hora que las generaciones venidas a la vida en estos años de negación violenta y de desprecio del hombre reciban otros ejemplos que los de la mala fe organizada, y otra alimentación que la de los sucedáneos de verdades.

NICOLA CHIAROMONTE Cuadernos del Congreso por la libertad de la cultura nº2, julio-agosto de 1953, pp. 71-74.

sábado, 3 de julio de 2021

"Poesía y dialéctica" por Czesław Miłosz (Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, nº2, julio-agosto de 1953)

 


En los semanarios que aparecen en Polonia se publican en la actualidad largas discusiones sobre poesía. La mayoría de los lectores de lengua polaca en el extranjero probablemente no se dan cuenta de la importancia de estas querellas, que siguen con indiferencia, lo que por otra parte es natural. Resulta difícil exigir a las personas que residen en Occidente el que se desprendan de una antigua costumbre: la de considerar la poesía y el «arte» como una inocente diversión estética, de tan escasas consecuencias como el café después de la comida.

Sin embargo, para un joven de Varsovia o de Łódź, la discusión sobre poesía es un asunto serio. En todos los países de la Nueva Fe, las consideraciones ideológicas pesan más que los puros ejercicios intelectuales: las decisiones personales dependen de ellas, y lo que resulta determina el destino de cada uno y el de sus próximos.

La poesía es una cosa seria

Fácil es adivinar el por qué en los debates ideológicos ocupan el primer lugar los referentes a la poesía, la pintura y la música. Ya no es posible enfrentarse con los problemas de la filosofía, puesto que incluso los dialécticos más elevados tienen miedo. En cambio, cuando se trata de la teoría de la poesía, de la pintura y de la música, existe siempre la posibilidad de sostener prudentemente algunas opiniones; no obstante los esfuerzos hechos, hasta el presente no se ha podido crear un sistema cerrado de estética marxista, por lo que nadie sabe cómo acorralar al delincuente. Es algo así como un gran jardín salvaje, que tiene sus guardias pero que no se sienten muy seguros de sí mismos. Y la poesía, la pintura y la música están de tal modo ligadas a toda la vida humana que quienquiera que intente hablar de ellas se ve obligado a poner en tela de juicio sus nociones más elementales sobre el mundo. Por esta razón, las querellas que tienen por motivo el arte revisten la misma importancia que en los siglos pasados tuvieron las disputas teológicas. Son seguidas con gran atención por tener un valor que apenas puede subestimarse. Un error común y divertido cometido por muchos occidentales consiste en separar ciertos fenómenos, definidos como puramente «culturales», de la totalidad ideológica que constituye la Nueva Fe; los intelectuales, indignados por el espectáculo que supone la coacción aplicada a los artistas, luchan por «la defensa de la cultura», mientras que la gente menos inclinada a las especulaciones «para intelectuales» se limita a mirar al poeta que no quiere aceptar el realismo socialista y que incluso prefiere emigrar como si fuera un « esteta », en el peor sentido de la palabra. En realidad tanto unos como otros no ven más allá de la superficie de las cosas. Lo que se juega no son los «valores culturales», sino las creencias humanas más fundamentales. Del resultado de luchas que puede estimarse completamente abstractas depende el futuro de un cierto género de civilización; el destino de un obrero o de un campesino depende tanto como el de un artista. En las luchas religiosas de los antitrinitarios contra los católicos o los calvinistas, no se trataba solamente de la triple persona de Dios. La cuestión de saber si Cristo es simplemente el hijo de Dios, o bien si es al mismo tiempo una de las personas de la Trinidad, servía de hecho de criterio a tendencias completamente opuestas que concernían a la esencia de la civilización. Así, en los países de la Nueva Fe, los distingo más sutiles en el dominio de la teoría artística adquieren un sentido muy general, por lo que el lector de allí aprecia todo su valor.

La «crisis» en la vida cultural de Polonia tuvo lugar en 1950. Hasta esta fecha no era obligatorio que cada obra, antes de su publicación en los semanarios sostenidos por el gobierno, pasara antes por la censura de los directores de acuerdo con las normas impuestas por el Centro. Pero a partir de 1950 el que quiera expresarse en las publicaciones gubernamentales tiene que demostrar que sigue fielmente la línea del leninismo-estalinismo. Esto crea al comienzo no pocas dificultades, puesto que sólo los mejor entrenados pueden arriesgarse en esa especie de manigua en la que la herejía aparece amenazadora a cada paso. Incluso para los más hábiles, tales excursiones resultan un ejercicio en la cuerda floja. Cierto es que, además de la prensa ortodoxa desde el punto de vista marxista, existe una prensa católica, en la que pueden escribir los que desean un poquito más de libertad. Pero el precio que se pide por esta libertad es bastante elevado. Un autor que quiera expresarse en la prensa católica acepta en consecuencia el que se le cuelgue la insignia religiosa. Una vez clasificado, obtiene algo así como el estatuto de los judíos en la fase más tolerante del hitlerismo. Es de admirar la sabiduría de tal sistema: los artículos más inteligentes, por el hecho de aparecer en la prensa católica, provocan una net? revulsión entre los ciudadanos de primera clase; es la mercancía de una tienda señalada con un signo enemigo.

Los semanarios católicos arrastran una cola de lectores que son los sobrevivientes de una época ya pasada; se tolera esas publicaciones per estimar que es preferible dar un exutorio oficial a los sentimientos religiosos y nacionalistas, y, liquidarlos gradualmente en lugar de empujarlos hacia las catacumbas. Es por razones análogas que se creó en Alemania oriental un partido especial para uso de los hitlerianos exmilitantes del N.S.D.A.P. Mas al público católico se junta asimismo lo mejor de la juventud, es decir los no conformistas, si desde luego se admite la tesis según la cual el no conformismo es una virtud del carácter, y no un vicio. Resulta cómodo para las autoridades que, para manifestar su oposición, los jóvenes tengan que colgarse una insignia, puesto que muchos de los que practican una oposición. tácita tienen un miedo terrible de caer entre los «beatos». El Estado gana pues tolerando las publicaciones católicas; la censura, por otra parte, se cuida de mantenerlas a un nivel que no sea muy elevado.

En tales circunstancias, en las que no existe más que la prensa ortodoxa y la prensa destinada a servir de «reserva» a los salvajes, la discusión abierta y franca es imposible. No obstante trataré de aclarar, a través de lo que se presenta de manera voluntariamente oscura y oculta, el punto central de los debates.

El proceso del impresionismo

Una de las más interesantes polémicas de estos últimos años se refería al impresionismo francés, y había tenido sus orígenes en Moscú. A decir verdad, era más bien una requisitoria que una polémica; o, para ser más exacto, se trataba de un acto de acusación repartido entre diversos corifeos. Hacia 1949 existían en Moscú y en Leningrado historiadores del arte que juzgaban que la pintura contemporánea rusa no valía gran cosa, y que era necesario aprender a pintar como los impresionistas franceses. Estos historiadores del arte, «cosmopolitas y sin patria», se convirtieron a justo título en objeto de una ofensiva, aunque no eran el motivo exclusivo puesto que el acusado principal resultaba el impresionismo francés. Una actitud despectiva hacia el arte occidental no es cosa inaudita en Rusia. León Tolstoi lanzó fuego y llamas contra los impresionistas, tratándoles de «degenerados»; Por otra parte metió en el mismo saco y por idéntico motivo a Wagner y a Shakespeare. Por lo demás, no se trata en este caso de la tendencia general, sino del género de los argumentos empleados. Los que acusan al impresionismo ven en la pintura francesa de finales del siglo XIX un producto de la misma «fase histórica» que dio nacimiento a 1a teoría post-kantiana del conocimiento. Los pintores interpretaban el mundo como un espléndido espectáculo de colores y de luz; en consecuencia, fácil resultaba concluir que la actitud de eso pintores hacia el mundo era puramente sensual, y que renunciaban a todo conocimiento racional de los fenómenos. Su arte se fundaba pues en una filosofía errónea, que representaba fielmente la decadencia de la burguesía francesa. Al contrario, los pintores realistas rusos de la misma época se basaban en un análisis racional de los fenómenos, es decir que veían en Rusia las contradicciones de clase y consideraban como objetivo de la pintura el representar la vida del pueblo. Conclusión: la pintura realista rusa del siglo XIX es superior al impresionismo francés, por lo que esa misma pintura debe de ser la fuente de inspiración para los pintores de hoy día.

He mencionado esta argumentación, no porque fácilmente puede ser denominada absurda, sino porque entra en las profundidades de la dialéctica [1]. La dialéctica, como es sabido, es «la lógica de las contradicciones». La dialéctica materialista parte del principio de que las contradicciones de nuestros conceptos —que son motivo de que la lógica formal resulte insuficiente en bastantes casos— reflejan las contradicciones de la materia en movimiento. Toda discusión sobre el arte no es ni más ni menos que una discusión en tomo al método dialéctico, puesto que el arte es una tentativa, la más directa, para comprender la materia. La deducción es que el debate sobre el arte posee una importancia teológica de primer orden en el país de la Nueva Fe.

El poeta o el pintor contemporáneo, compartiendo con sus conciudadanos su destino, y sufriendo en su propia carne los efectos de una aceleración histórica inaudita, siente el mundo como un conjunto de fenómenos en continuo movimiento, estando en esto de acuerdo con el dialéctico. Pero ya resulta cosa distinta cuanto es necesario aceptar la tesis según la cual el método dialéctico, tal como es enseñado en las universidades del espacio comprendido entre Shanghái y el Elba, explica fielmente el movimiento de los fenómenos. Ante los hábiles artificios engañosos del dialéctico, el artista no puede evitar una sospecha: la de que el dialéctico juega con cartas que saca de las bocamangas. Como punto de partida el dialéctico introduce conceptos, muestra estos conceptos a los espectadores aturdidos y hace constatar sus contradicciones; después de todo esto, presenta esas contradicciones de conceptos como si fuesen contradicciones de fenómenos. En efecto, es sólo de esa manera que puede probarse que el impresionismo francés vale menos que la pintura de los peredwnizniks rusos. Si ce reduce algo tan complejo como el impresionismo francés a la teoría del conocimiento elaborada por los burgueses, y si frente a ella se pone la teoría del conocimiento de Lenin, aun asegurándonos que la primera es mi fenómeno decadente y la segunda un fenómeno ascendente, no es difícil saber quién obtendrá el triunfo. Y por si fuese poco — y esto es sin duda más interesante — se constata que la teoría leninista del conocimiento existía ya en potencia en los espíritus de la intelligentzia rusa de finales del siglo último. Frente a esto, ¿qué se puede extraer de la constatación de que la pintura de los grandes impresionistas franceses aparece plena de su deslumbramiento ante la belleza del mundo, testimonia el orden interno de los espíritus que la crearon y continúa siendo una contribución duradera en la historia del arte mundial? Por lo demás, la maniobra de los críticos de Moscú puede ser considerada como clásica. Puede ser aplicada en una multitud de dominios: por ejemplo, gracias a ella se prueba de manera convincente que el hombre verdaderamente libre es el ciudadano de la Unión Soviética y que son los americanos quienes comenzaron la guerra de Corea. El poeta, o el pintor mismo, no se halla al abrigo de las victorias de la dialéctica. O bien intentará discernir el fenómeno en toda su complejidad, es decir expresar lo que ve y lo que siente, o bien se encontrará sobre una pendiente resbaladiza: cuando en lugar de una mesa— con la rugosidad de la madera, esa mancha de tinta, este pie roto —introduce el concepto de mesa, se conduce lo mismo que quién pudiendo comer pan y beber vino prefiere alimentarse artificialmente. Tras una dieta de este género, perderá la costumbre de una alimentación normal.

Es por esto que personalmente creo que existe una hostilidad entre el arte y la dialéctica. Cada verdadera obra de arte, incluso cuando su autor jura que es partidario del materialismo dialéctico, relega en la sombra la dialéctica; y, a su vez, la dialéctica imposibilita el arte. Cada cual puede elegir lo que prefiere, pero hay que elegir. Cada cual puede decir que el respeto exagerado por el arte es característico de un solo período de la Historia y que no hay que ligar el destino de la humanidad al destino del arte. Es una opinión. Otra distinta se opone a la precedente y afirma que el arte de una determinada sociedad nos permite juzgar hasta qué grado esa sociedad es sana, o, en otros términos, cuál es el grado de equilibrio interior alcanzado por sus artistas. De este punto de vista, los holandeses del siglo XVII alcanzaron una notable armonía; los países de Occidente se hallan hoy peligrosamente enfermos; y la población de la Unión Soviética ha alcanzado el estado casi perfecto de la muerte psíquica.

La cuestión del estilo «declarativo»

Las discusiones sobre poesía giran en Polonia en torno a estos problemas. Se ha permitido criticar en voz baja el estilo «declarativo» de toda una pléyade de jóvenes poetas convertidos al realismo socialista; pero es necesario agregar que el estilo «declarativo», es decir el manejo de frases que parecen recortadas de los editoriales de la gran prensa, es una consecuencia directa de la hegemonía de la dialéctica sobre la poesía.

Al pintar una manzana, el pintor holandés no se esforzaba en crear una manzana típica, un concepto de manzana. Por el contrario, un poeta ruso que describe un soljose no puede presentarlo de una manera concreta, puesto que podría pecar de pesimismo. El poeta ofrece imágenes idílicas del soljose o del koljose, en tanto que formas superiores de la economía rural respecto a un dominio privado o a la finca de un campesino. Así acontece que el poeta no puede emplear otro lenguaje que el de la jerigonza de los editoriales, y la diferencia de la mediocridad en el talento se expresa en que X escribe el mejor editorial, y Z... un editorial menos bueno.

Los ataques contra el estilo «declarativo» son a decir verdad ataques ocultes contra la dialéctica materialista, por la razón de que nos dan a entender que existe una incongruencia entre el movimiento de les conceptos y el movimiento de los fenómenos, de manera que el arte es capaz de concebir mejor el movimiento de los fenómenos que la propia dialéctica. Ahora bien, admitir esto es formular una evidente herejía. Por otra parte, el estilo «declarativo» resulta del hecho de que hallamos en la dialéctica materialista el mismo ascetismo nihilista que tuvo sus santos y sus mártires en la Rusia del siglo último. Es evidente que la «deleitación», considerada por los teóricos rusos de la gran época como la esencia misma del pecado, es inseparable de todos los esfuerzos que se puede hacer para alcanzar, en un poema o en una tela, las realidades del mundo sensible. Moscú tiene razón al condenar el impresionismo francés, puesto que en cada pintura de Manet o de Renoir existe esa deleitación.

La gran novela rusa no dejaba de ofrecer esa áspera deleitación, más podía pasar a los ojos de los nihilistas a causa de que presentaba la tenebrosa Rusia zarista. Pero hoy día que con la ayuda de la dialéctica se realiza la felicidad del género humano, el artista debe servir la dialéctica sin condiciones ni reservas; es preciso que tipifique los fenómenos y ponga en manos del artista los conceptos ya elaborados.

La novela de Ajaiev, Lejos de Moscú, es considerada en Polonia como un modelo de realismo socialista. Ofrece, sin la menor duda, el ejemplo más perfecto de ascetismo del escritor: no obstante sus grandes esfuerzos, el lector no puede «visualizar» ni los personajes ni el cuadro en que evolucionan. Es una ecuación matemática, con factores ordinarios: un enemigo de clase, un miembro de la intelligentzia que se equivoca y luego se convierte, una valiente muchacha del Komsomol, y, finalmente, un traidor. El lector pregunta en vano: ¿Quiénes son esos obreros que trabajan entre las nieves del noroeste siberiano? ¿Cómo es que se encuentran allí? ¿Dónde se hallan sus pueblos de origen? ¿Qué piensan? ¿Qué sienten?

¿Cuánto tiempo deberán permanecer allí?... Ninguna respuesta, no que es esencial es la construcción de un pipe-line para el petróleo. La ecuación se compone de elementos que llevan el signo «más» — lo que ayuda la construcción — y otros el signo «menos» — lo que obstaculiza la construcción —. Y esto es todo. Pero el escenario de una película titulada El canto de la tierra siberiana va aún más lejos en el esquematismo. La masa de obreros que roturan los bosques asiáticos no aparece más que en el momento de los ocios, en la cantina donde tocan el acordeón y cantan. En el epílogo, el héroe contempla junto con su amada el resultado del trabajo de esos obreros: el gran edificio de una fábrica ha surgido en el bosque virgen y sobre su techo se despliega la bandera roja. Resultaría interesante comparar todo esto con las novelas sobre los campos de trabajos forzados.

El proceso del estilo «declarativo» en poesía nada tiene que ver son la apreciación del nivel literario de los poemas que publican los semanarios: no se trata aquí del nivel de cultura, sino de sinceridad. O bien el poeta se limita a lo que ve y a lo que siente, o bien hace una concesión al tipo y entonces no existe razón alguna para que se detenga. Desde el punto de vista dialéctico, los pipe-lines, las carreteras, las minas y las fábricas de Siberia son particularmente importantes para el triunfo de la revolución, y el esfuerzo ruso en esa región es un hecho que debe alegrar; justo es por lo tanto que el músico o el poeta cante la grandeza de ese esfuerzo. El que escriba un poema «declarativo» está presto, por esa misma razón, a escribir el escenario del Canto de la tierra siberiana. Sin embargo, lo que merece un análisis es el comportamiento de Elinor Lipper, que había pasado unos cuantos años en los campos de trabajo forzado de Siberia y que, después de haber visto en París El canto de la tierra siberiana, sólo pudo decir, con voz estrangulada, estas tres palabras: «¡Se han atrevido!»

El Ministerio de Literatura

Cuando, procedente del extranjero, llegué a Varsovia en diciembre de 1950 y comprendí lo que se esperaba de mí, caí en una aversión sin límites por el papel del escritor que se somete a las reglas elaboradas en los círculos dirigentes. Ignoro si todos mis colegas comprendían la profundidad de esta aversión; ellos son funcionarios. La Unión de Escritores es algo así como un ministerio. Los escritores reciben instrucciones y se les indica como deben escribir. Su colectivo, en las alturas, situado por encima de la vida cotidiana de las masas, es algo insoportable. «¡Mira, he aquí como vive el escritor en democracia popular!», me dijo uno de los poetas de Varsovia enseñándome sus muebles y su biblioteca. Por la ventana se veía la plaza-decoración del barrio de los privilegiados.

Esta calle es la de los miembros del gobierno y la de los escritores. Este poeta no sabía lo que pasaba en mí. Yo había vivido varios años en América en las mismas condiciones que mi huésped, un electro-técnico en cuya vivienda había alquilado una habitación. Yo no reprochaba a ese poeta de vivir mejor que un pequeño comerciante o un obrero. Pero el quid era que pertenecía a una casta separada y que no se daba cuenta de que esto podía antojársele contra natura a cualquiera. Comprendí que solamente allí dónde el escritor se aloja así —de manera bien distinta a la de un electro-técnico — y dónde hace todos los esfuerzos para no perder los privilegios de la casta; solamente allí puede la dialéctica mantener su poder sobre los espíritus. Solamente allí, en tales viviendas, nacen novelas como Lejos de Moscú y escenarios como El canto de la tierra siberiana.

¿Qué concluir? Pienso que se habla demasiado de lo que debe de ser la poesía y demasiado poco de lo que es la poesía. Probablemente es la negación del nihilismo. De la misma manera que existe la manzana en el cuadro de un holandés, así existe la estrofa de un verdadero poeta' puesto que conserva lo que es particular. Un autor de editoriales puede ser durante cierto tiempo un poeta pasadero, ya que se sirve del almacén de sus percepciones, pero tiene que gritar cada vez más alto, pues tal es la ley, tal es el precio para alejarse hacia el vacío de los conceptos. Un árbol real, una verdadera gota de rocío matan al editorialista y le muestran su nada.

Se puede uno encoger de hombros ante las extravagancias de la poesía occidental, a condición de que se conozcan esas extravagancias y que no se escupa sobre los poetas occidentales sin comprender de qué se trata. Dos poetas occidentales son en general, gente que no ha recibido un buen azote. Cuando reciban ese azote, tal vez algunos lleguen a conclusiones saludables. Si se dejan imponer la conclusión que la dialéctica es superior a la poesía el globo terráqueo será arreglado racionalmente, y el único inconveniente que resultará será que no se podrá soportar la vida Das deportaciones en masa hacia la luna no serán ya consideradas como castigo especialmente grave; porque, al fin y al cabo, no habrá diferencia.

Czesław Miłosz, Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, nº2, julio-agosto de 1953, pp. 75-80.



[1] En este caso empleo la palabra “dialéctica" en el sentido estalinista.