miércoles, 13 de enero de 2021

"Nuestras ideas estéticas" (Leopoldo Lugones, Σoφíα, Revista Teosófica, 1902, nº 5, pp. 173-183)

 


NUESTRAS IDEAS ESTÉTICAS

EN cierto prólogo sobre asunto puramente literario, al querer definir la emoción de belleza, dije: «Sentir la belleza es percibir la unidad del Universo en la armonía de las cosas»; agregando comentarios que, dado el asunto principal y la naturaleza digresiva de aquel postulado, no pudieron ser ni lo bastante extensos, ni lo suficientemente especiales.

Trato, ahora, de hacer esto; aunque no se me oculten, así la dificultad que emana de la carencia de definiciones precisas como el implícito obstáculo que apareja el intento de especular sobre cosa tenida hasta hoy por indefinible. En efecto, se ha convenido después de mucho discutir, en la imposibilidad de llegar a una definición enteramente comprensiva de la belleza, que es un accidente en la triple manifestación para nosotros asumida por la incognoscible Realidad; y siendo los otros dos accidentes —vale decir la verdad y el bien — substancialmente idénticos con el de que se trata, es claro que no sólo ha de serles aplicable también la cualidad negativa antes mencionada respecto a éste, sino que no ha de encontrársele a ninguno una neta especificación. Los tres son uno, y manifiestan a la Realidad como negaciones, del mismo modo que al agua su falta de color, olor y sabor; pues implicando la realidad una absoluta ausencia de ilusión, y siendo ésta el todo para nosotros, dado nuestro concepto meramente fenomenal del Universo—la existencia de aquélla no puede ser afirmada sino por la negación de toda cualidad. Las cualidades son los aspectos de la ilusión, y como dependen de ésta, son transitorias. Ahora bien; no hay más que una cualidad que haga posible al ser: la de existir. Y ésta es precisamente la que, hasta por definición, le falta a la ilusión; de modo que afirmar el ser implica negar todas las cualidades que le atribuimos.

En rigor, esto obligaría a la negación de la belleza, del bien y de la verdad, y en pura abstracción es así, no siendo aquellos tres otra cosa, como queda dicho, que aspectos de la Realidad, es decir ilusiones a su vez. Pero ya es sabido cómo el único medio de agotar la ilusión es experimentarla, y de aquí que en las presentes condiciones humanas debamos vivir en ella, estudiándola teórica y prácticamente, por ser el único camino de la Realidad. Errando deponitur error.

Fácilmente se comprende que la existencia de un andamiaje implica un edificio inconcluso; pero también no es menos cierto que por medio del andamiaje se concluirá el edificio. Es nuestro caso. El hecho de pluralizar el aspecto necesariamente único de la Realidad significa que no la poseemos; más al mismo tiempo, nos da la seguridad futura de su posesión. Cuanto mejor estudiemos tales aspectos, más habremos tendido a acentuar su convergencia hacia el ápice donde, por la negación de sus cualidades particulares, han de afirmar la de existir que les es común, y cuya condición esencial es la unidad, según se ha visto.

Si bien toda negación supone una afirmación previa, ambas componen por partes iguales nuestro conocimiento, sin prioridad de la una sobre la otra. Y así, nuestra certidumbre depende del contraste, que necesariamente implica dualismo, careciendo por consiguiente de la condición esencial de la existencia; es certidumbre, pero no realidad. Así, el conocimiento de lo bello no sería tal sin el conocimiento de lo feo; el de lo verdadero sin el de lo falso; el de lo bueno sin el de lo malo. El egoísmo resulta de la lucha por la eternidad que estos aspectos transitorios libran, para imponerse como realidades, y es imposible que tal lucha cese sin la previa desaparición de la fuente de todo egoísmo: la ilusión de la personalidad.

Ahora bien; tiende a esto sin duda, la resolución de las personalidades pequeñas en otras mayores que van constituyendo seres cada vez más elevados: aunque el proceso comienza en el Universo al revés, es decir, por desdoblamiento de éstos, continuado hasta la mitad del ciclo de manifestación, para de ahí volver por síntesis a la primitiva unidad.

El más elevado carácter de este proceso lo asume la idea panteísta, en virtud de la cual el Universo es la única persona, en su grande y sencilla dualidad de fuerza y materia, o noúmeno y fenómeno, según que se lo considere física o metafísicamente; pues más allá sólo quedan las negaciones que conducen, por eliminación, a la afirmación de lo Absoluto. El Universo, considerado del modo que expresan éste y el anterior párrafo, es el extremo límite en que podemos concebir la negación de la personalidad dentro del raciocinio corriente; y de paso, esto es lo contrario del idealismo que dice: el mundo es mi representación; pues para el hombre resulta al revés, y él viene a ser el microcosmos creado a imagen y semejanza del Ser Supremo[1].

El Arte, sobre todo en su más compleja sino más perfecta manifestación, la poesía, parece como que ha presentido esto, siendo, desde las edades más remotas, declaradamente panteísta. La gran ley de la analogía, en virtud de la cual «lo que está arriba es como lo que está abajo», tiene su formulación en la metáfora, alma de la poesía. Comparar (y de paso buscaré los ejemplos más vulgares), a los ojos de la mujer amada con las estrellas, ¿qué es sino exaltar la facción humana hasta los astros, y en el mismo movimiento traer los astros a nuestro alcance, por la analogía del brillo que a una y a los otros es común.? Además, y esto es lo importante, las metáforas infundiendo a las cosas el alma de los seres con quienes las comparan, o simplemente poniendo a las cosas en acción para compararlos, las suponen vida y las personifican. Es la expresión artística de las religiones, a la cual llamamos mitología.

Aquí sale al paso una aparente dificultad. Si la belleza es uno de los tres aspectos fundamentales de la Realidad, y si para alcanzarla es menester ir refundiendo en seres cada vez más sintéticos a los que lo son menos, la manera de no conseguirlo es dar un alma a cada cosa, personificándola. La dificultad, ya se ha dicho, es sólo aparente. En efecto, dar un alma a las cosas es afirmar su unidad substancial, manifiesta para el artista en la semejanza que les encuentra, y que no siendo intelectual ni física, tiene que ser emocional. Física no es, porque precisamente un parecido muy visible perjudica a la comparación poética; e intelectual tampoco, porque si sólo interviniera en ésta la razón, no existiría. Se siente a la metáfora, no se la razona. Su naturaleza emociona, excluye el raciocinio, porque el único medio, de comprender una emoción, es experimentarla; de no, serán inútiles todos los raciocinios.

Es la emoción la que personifica; la razón pondera sencillamente los elementos de la comparación, bien que, estando todas las facultades en tan íntima unión, y siendo tan desconocidos sus empalmes, es casi imposible determinar cuánto le toca a cada una en la producción del fenómeno mental. A este respecto se procede por aproximación. Sin embargo, es fácil comprender que el raciocinio no entra como elemento principal en las personificaciones. El artista, antes que pensar, siente las secretas semejanzas de las cosas que así manifiestan su unidad substancial; y ora refiriéndolas a su propio ser, humanizándolas como en el politeísmo heleno, ora difundiendo su ser en ellos para unificarse con el alma universal, como en el panteísmo hindú proclama, implícitamente a lo menos, la unidad espiritual del Todo. El Arte inmortaliza, sólo porque infunde alma a sus creaciones. Y tal fenómeno se opera por medio de la emoción. La obra de arte es siempre una expresión de amor, directa con mucha frecuencia.

¿Dónde está el ser del artista, cuando tiene frente por frente al esbozo escultórico o pictórico, a la página literaria y musical? ¿No podría decirse, con verdad, que en ese esbozo y en esa página? ¿Que en ellos vive, que en ellos siente, que en ellos se angustia, abstrayéndose de todas las preocupaciones que el instinto vital requiere, indiferente al alimento y al sueño, al resguardo de la intemperie, a la precaución de la enfermedad, dando sin tasa, en minutos de vida reduplicada, lo más noble de su liga para esa verdadera reproducción, tan imperiosa como la otra, aunque mucho más elevada porque no es ciega?

Las obras de un autor tienen aire de familia como sus hijos. A unas y otros se les reconoce de un modo igual, por más distintos que todos sean; y esto no es un resultado físico, pues precisamente en lo físico se diferencian; ni racional, pues al primer golpe de vista, sin pensarlo siquiera, se lo advierte. Es un fenómeno de simpatía; inconscientemente se ha comprendido al ver la obra, que el autor está allí. Pero hay más. No es una peculiaridad persistente lo que designa esa presencia; no la repetición de una palabra y motivo en la página, de un rasgo en el esbozo, sino la armonía que emana del conjunto. Y es que cada artista tiene su armonía, porque cada uno tiene su unidad. En el ser complejo que todos somos, no se concibe la unidad sin la armonía. Y de aquí que sentir una armonía implica conocer una unidad. Sentir una armonía. ¿Se ve ahora por qué doy al sentimiento la prioridad en la obra de Arte? La Magia tiene razón, sin duda, cuando simboliza en el corazón al Sol y en el cerebro a la Luna. Electivamente, es el sentimiento lo que pone en función a las facultades intelectuales, la luz que ellas devuelvan reflejada en palabras y en colores, para que sea accesible al ser relativo.

Reflejada he dicho, pues el sentimiento puro, es decir, el fenómeno en virtud del cual nos sentimos uno con la humanidad y con el Universo, no tiene manifestación objetiva, siendo en su aspecto inferior instinto, y en el superior, conciencia absoluta: lo Inexpresable.

Semejante impotencia de expresar lo que se siente, ocasiona el deje de melancolía visible a poco andar en todo esfuerzo de Arte, y más aún en la poesía. ¿Será, como pretenden algunos, la nostalgia de la patria espiritual, que el hombre experimenta a sus horas; y, como quieren otros, la conciencia de su aislamiento, resultado de su singularidad como ser reflexivo entre los demás que no lo son; ¿o todavía el efecto del antagonismo en que se encuentran su indesalojable convicción de inmortalidad y su pensamiento capaz del infinito, con la perecedera instabilidad de su materia y la eterna relatividad de sus nociones? Es todo eso a no dudarlo, pero con facilidad se advierte que también todo eso puede volverse por pasiva en una fórmula más general, si se ha atendido las anteriores consideraciones.

He dicho: vivimos en la ilusión que para nosotros es todo, siendo imposible salir de ella sino agotándola por la experiencia, hasta llegar a la destrucción de la que engendra todos los egoísmos: la ilusión de la personalidad. Esto sería reintegrarnos en nuestra unidad con el Todo. Pero la negación de ese yo que causa nuestro aislamiento equivale a la muerte, o mejor dicho, a la negación de la vida tal como la concebimos, la vida relativa, la vida de ilusión. Nuestro ser resiste, y de aquí el conflicto que el arte manifiesta en sus melancolías. El camino de la Verdad, así como el del Bien, presentan los mismos obstáculos, pues todos conducen a la reintegración de la Unidad primera, por la renuncia del yo ilusorio.

Concepto místico, se dirá, y lo aceptaría de buen grado si se ha de dar a la palabra místico su verdadera acepción. En efecto, místico es todo aquel que ha llegado a la unidad con el gran Ser. Para el teólogo cristiano, el que llegó por la vía purgativa a la iluminativa, y por ésta a la unitiva. Ahora bien; el Arte, por ser panteísta, es místico. Manifiesta la comunidad del alma del artista con el Universo, por la parte de aquella alma que se difundió en éste, y que, asegurando la inmortalidad del primero, vuelve inmortales a los seres en que lo manifiesta.

Todo el Arte es armonía; y es más artista quien siente con mayor amplitud la que expresa la unidad del Universo.

La emoción artística, se ha dicho (bien que en un concepto enteramente fisiológico), provoca estados superiores de vitalidad, y a ello debe tender, porque en ello consiste su utilidad. Y bien, ¿se quiere estado de vitalidad superior al que resulta de sentirse uno con el gran Ser en la inmensa armonía que manifiesta su unidad?

Y no es que yo pretenda hacer del Arte una religión activa y de los artistas un sacerdocio militante. El Arte con tendencias políticas o religiosas, o patrióticas, sería un subordinado, que es decir un inferior. La propia grandeza del origen que le atribuyo excluye una suposición semejante. Y lo mismo digo de ese Arte en el cual el hombre es un mero accidente de la naturaleza material, que viene a serlo todo: como viviente un animal, y como ente moral una resultante de fuerzas ciegas.

Nada más lejano del Arte, del Arte Creador, que intenta humanizar a todos los seres, dotarlos del espíritu superior que es el hombre, para exaltarlos al más elevado nivel; creador sólo por esto, pues existiendo aquellos de antemano, la creación consistiría en el alma superior que se les habría infundido. ¡Crear! . . . Nadie crea; únicamente se repite en otros, hasta ser uno en ellos, y, por lo tanto, no distinto de ninguno.

Pero el materialismo actual ha infestado también el Arte, que de creador se ha vuelto repetidor. Su más alto objetivo es la descripción de la Naturaleza por la naturaleza misma. Y aquel superior intento de elaborarla para espiritualizarla, es pura «metafísica» conforme a la mísera clasificación del positivismo dominante. Nada de encarnar en la Naturaleza descripta una grande idea; a esto lo ha sucedido un avieso determinismo, que considera único móvil la satisfacción de los deseos más egoístas. Es decir, que cuando el hombre tiende más y más al dominio de la materia por la Ciencia, en Arte habría de realizar lo contrario. Ora es el amor carnal, traducido en el culto a la hembra, por el que se llega a proclamar la superioridad de la mujer, signo característico de todas las decadencias. Ora la redención de la humanidad, dependiendo del acceso más a menos fácil a la satisfacción de las necesidades materiales. Y por encima las fuerzas ciegas — en forma de apetitos — dominando a su natural regente, como si la excesiva influencia de aquella irremediable subordinada, y la redención dependiente de esa esclavitud sensual, fueran los exponentes más claros de semejante paradoja artística.

¡La Naturaleza por la Naturaleza misma! ¡No!... El más noble objeto del Arte es el hombre. Pero el hombre como entidad espiritual, desde que sólo en tal concepto puede considerársele uno con el Gran Ser.

De aquí que el otro costado del Arte actual—el psicológico—sea tan deficiente como el naturalista. En efecto, se trata de una forma de auto-idolatría (el hombre adorándose a sí mismo) si ligeramente irónica y escéptica en la forma, enormemente ingenua en el fondo. Por considerarse ayer como centro del Universo, hoy como ápice de la animalidad, el hombre ha tendido siempre a adorarse. El actual psicologismo no hace otra cosa. Ese estudio al menudeo de las más nimias acciones, de las ideas más mediocres y fugaces; ese desmenuzamiento de la personalidad, prueba el excesivo valor que se da a cada una de sus partículas—cuanto más pequeña mejor, según parece—para hacer gala de sagacidad, adulando de paso al mediocre que es multitud. Y así poco a poco van desapareciendo del Arte los héroes. ¡Si los mismos caracteres del romanticismo hacen sonreír con discreta incredulidad, cuánto más no ha de aplicarse esto a los tipos de las literaturas anteriores!

La ciencia nos ha enseñado que no hay hombres superiores ni inferiores; que no hay sino hombres distintos...

¿Cuál sería entonces el papel del héroe? Clitemnestra, ó Atalía, o Macbeth. ¿Para qué si por las aceras abundan las burguesas, asesinas, intrigantes, devotas y adúlteras? «Don Quijote», paladín ilustre en ínsulas y costas firmes, a qué tu lanza, pararrayos de la injusticia, tu espada insigne, tus carcomidos fierros que antes de amenguar redoblan el brillo de tu empresa; ¿a qué seguirte por Guirafontainas y Trapobanas, y atravesar las tres Arabias sobre el rastro de tu rocín sublime, si cualquier Apajarado Testahuera te vale y aun excede en tu celda de manicomio? Y tú rey Lear, con la canosa barba removida por los huracanes de tu propia boca; y tú infernal Ugolino cuyos dientes, cual si hubieran mordido mármol, dejaron su huella eternizada en aquellos tercetos que parecen hileras de tumbas; y tú viejo Ursus, con ese tu corazón, pan blanco y tierno que están celando a regañadientes tu filosofía, y tú lobo, ¿quiénes sois para con el mediocre de normalidad perfectamente anodina?

Esa literatura psicológica, sin una grande idea que le preste su vigor, y empeñada en lucir todas las pequeñas, se parece a los árboles de Navidad, cargados de juguetes y farolillos, pero sin vida propia; antes incitando a la destrucción con la artificiosa anarquía de su compostura.

Sin embargo, tales procedimientos son un resultado de las ideas dominantes. Tenido hoy el hombre por un compuesto de materia, nada más, ha de ser un subordinado de la materia. Y conceptuado, por otra parte, como la más elevada forma de vida, cada uno de sus átomos ha de adquirir excepcional valor. Es otro síntoma de decadencia la autoidolatría. Las civilizaciones materialistas han llegado a esto por el camino de la negación espiritual. La monstruosa creación del SuperHombre, ese producto del materialismo naturalista y el idealismo materialista a la vez — el hombre-fiera del cual Nerón es el prototipo — ¿no está confirmando, mejor que nada, aquella auto idolatría.?

Cuanto más se parece a la verdad es más mentira la mentira. Así la actual literatura psicológica que parece tener por objeto el más elevado fin del arte: el hombre. Ya se dijo antes que se trataba del hombre como espíritu, en el sentido de encaminar hacia él a la naturaleza, para exaltarla y reasumirla en él.

Manifestar la unidad substancial de la naturaleza en el espíritu humano, por medio de una armonía de palabras, sones, colores, líneas, personificando lo inmaterial para concretarlo y lo material para humanizarlo, a fin de que, volviéndose más accesibles al entendimiento resulte más clara aquella unidad: he aquí el objeto del Arte.

Es, como se ve, la vieja fórmula de la Tabla de Esmeralda, aplicada en sentido alquímico: «fijar el volátil y volatizar el fijo», pues «lo que está arriba es como lo que está abajo», y la Grande Obra consiste en restaurar la unidad substancial del Todo. «El mejor atanor es el hombre», añadían los filósofos espagíricos, porque aquella unidad había de manifestarse en el espíritu humano. Ahora bien; la unidad de un ser complejo depende de la armonía de sus partes, y quien percibe tal armonía percibe al mismo tiempo tal unidad. Cuanto más elevado el ser, más sintético; y para nosotros éste es el ser humano, la síntesis universal, el microcosmos.

El artista, adivinando la unidad substancial de las cosas en el alma, que las descubre o infunde, es un revelador del Universo bajo sus aspectos más íntimos. Y cuanto más posee la excelsa cualidad de transubstanciar su espíritu en los seres que le rodean, más elevado es su numen, más potente su verbo. Los seres se transfiguran en su emoción, y lo bello es la parte de él que en ellos hay: el espíritu.

Recuerdo la ocasión en que lo comprendí. Fue al comienzo de la primavera, con un ardiente sol, bajo un grupo de algarrobos enormes. No obstante, el franco calor, la tierra recién despierta conservaba aún su cariz de invierno. Las copas de sus árboles, como destartaladas armazones de chozas, se estremecían, dijérase que de frío aún. Pero de un día para otro había asomado sobre su desnudez un levísimo bozo verde. Nada más lleno de frágil ternura que ese follaje tan análogo a la plumazón de los pichones sobre una desnudez tan áspera.

Si el árbol ha servido con tanta frecuencia de fetiche, es porque tiene algo de eterno aquella inmovilidad nutrida de fuerza. El árbol no ve, ni oye, ni gusta, ni palpa, ni huele. Con todo, vive como los seres divinos en quienes es paciencia la certeza de la inmortalidad.

Aquellos de mi relato, eran benévolos gigantes que vestían de sombra a una aldea entera, y expresaban la indulgencia un poco tosca de su natural con la dulzura de bayas. Sus leñosos brazos mecían en rumoreo paternal el sueño de los nidos; con sus ñores tapizaba el colibrí al suyo, y las cigarras, con irreverente atolondramiento, los cubrían de cascabeles. Nada de esto acontecía aún. Ni la tierra verdeaba todavía, ni los pájaros trinaban. Mas el pueblo enjuto y ardiente de las hormigas manifestaba ya su diligencia laboriosa. Muchas obreras discurrían por los troncos con su sagaz presteza de mercaderes. La corteza, rugosa como la piel de un paquidermo, intrincaba sus haces de fibras, se retorcía en nudos sobre la patente musculatura de mis gigantes, y cada grieta era un nido posible, un abrigo que la exploradora examinaba. Inmensas cicatrices a la que había acudido como una sangre tenebrosa la resina, penetraban en la carnadura de aquellos ancianos. Allá se acogían los hormigueros, amparados en la profundidad de tan poderosos corazones.

Siguiendo a uno de los insectos en sus correrías por el árbol, di de pronto con un brotecito que surgía de una grieta. Era allá más hostil la aspereza, más empedernidos los nudos de esa cascara de leña bruta. Parecía enteramente muerta en su sequedad, y, no obstante, a su través asomaba la vida interna. ¡Desde qué remota hondura vendría el hilo de savia que mantenía a aquella delicadeza tan visiblemente infantil! ¡Y cómo sería de potente el ímpetu de corazón del coloso, cuando así se abría paso, en busca de luz, por entre la prieta densidad de su madera, hasta manifestarse en esa plúmula verde que tiritaba al viento, si bien tibio, todavía harto inclemente para su fragilidad, titubeando entre el soplo enemigo y la familiar corteza demasiado maciza! Sin embargo, no quería volverse a la sombra de donde viniera, a la blanda albura que fuera su protoplasma. Presentía que, en su debilidad, recién vestida de verde por la luz, residía en potencia el vigor de todo el árbol; que las raíces hundidas en el suelo como trompas enormes, chupaban para él los jugos; que el renaciente mundo de hojas respiraba para él; que el alma de fuego solar concentrada en el leñoso organismo, a él lo vivificaba, y que en suma la tierra y el sol estaban colaborando en él, nuevo foco de la universal energía.

Y el árbol, en su aparente indiferencia, sin duda palpitaba con el sobresalto de su pequeño vástago. Las más altas ramas sabrían ya la nueva; en las raíces habría reflejado, hecha obscura inquietud, la emoción de todo el organismo. Los ensueños de la estación fría, los cariñosos fantaseos de la quietud invernal, los anhelos de revivir que tornó más agudos la escarcha, estuvieron concentrándose en el alma indecisa del vegetal, y por la concentración depurándose, y exaltándose por la depuración, con tal urgencia de expresarse en una obra de fecundidad, que a la primer temperie rompieron por la compacta ceguedad de los tejidos, reventaron la inerte corteza, invencibles de ternura en la trémula fragilidad del retoño.

Al verlo, el lenguaje se enternecía de diminutivos. ¿No era, en efecto, aquel brote el hijito del coloso, la criaturita en la cual ponía éste lo mejor de su ser? ¡Qué inquietud me producía la hormiga que le palpaba con sus antenas vivaces! Lo veía desamparado. El árbol quedaba impotente en su misma fuerza, ante el minúsculo animal que le era superior por el movimiento y la inteligencia. La ramilla verde, aislada sobre aquella sequedad, no alcanzó la culminante dicha de la copa, cerca del sol, en la embriaguez del puro azul. Se quedó trepada en la mitad del tronco, más interesante por su soledad, más intrépida por su confianza de vivir entre la aspereza ingrata.

Con la misma seguridad alegre sus foliolas se volvían para el cielo, y había tanto alborozo manifiesto en su verdor, tanta espiritual sensibilidad en su gracia, que el campo entero afirmaba en ella a la Primavera.

Mas ¿quién sino el ser pensante hubiera podido notar esa armonía y afirmar por ella esa unidad; quién, fuera de ese, habría interpretado esas manifestaciones de la vida, y de qué otro modo hubiera podido hacerlo sino suponiendo al minúsculo vegetal un alma, y poniéndolo en relación con la suya propia, convertirlo en el símbolo de la vida renaciente.?

He aquí cómo procede el artista; si el ejemplo no corrobora a la teoría por falta de interés y deficiencia de expresión, mía es la culpa. Pero basta, me parece, para dar siquiera una idea de la operación espiritual á que he aludido.

Y séame ello perdonado, siquiera por lo espontáneo del movimiento que me arrastró, luego de tan árida disciplina mental, semejante al viajero que habiendo bordeado durante horas bajo el sol el espinoso seto de un frutal, sucumbe, en el primer portillo, a la provocación de la primera fruta.

LEOPOLDO LUGONES

M. S. T.

(Σoφíα, Revista Teosófica, 1902, nº5, pp. 173-183)

 

PS: Fue previamente publicado en la revista Philadelphia de Buenos Aires. 



[1] De intento elimino la palabra Dios, que, degradada por las religiones positivas, trae aparejado ahora un concepto humanamente personal.