miércoles, 30 de noviembre de 2022

Entrevista a Leopoldo María Panero (El Mercurio, Santiago de Chile, 13 de agosto de 2004)

 


ENTREVISTA A LEOPOLDO MARÍA PANERO

Un poeta maldito del siglo XXI

Ha pasado por cárceles, pensiones sórdidas y manicomios, pero nada le ha impedido ser autor de una de las voces poéticas más interesantes de la literatura española actual.

Armando Roa Vial

Y el poema es el dios más siniestro que existe”, escribe Leopoldo María Panero (Madrid, 1948) en La ciencia del verso. Más allá de la antología de lugares comunes que rodean a su persona —la locura, la dipsomanía, la rebeldía blasfema—, Panero es de los pocos poetas de su generación que han construido no ya una obra, sino una literatura en sí misma, alimentada desde los afluentes del ensayo, la traducción y la prosa, como puntos de entrada a su voluminosa obra poética. Poeta culto y de culto, para muchos una reliquia póstuma del vidente, actualmente se encuentra recluido en el Sanatorio de las Hermanas de la Caridad, en la Gran Canaria.

Lo que comenzó con una gentil carta mecanografiada (y atiborrada de enmiendas y borrones), a raíz del envío de unos libros, se fue transformando en una sabrosa conversación telefónica semanal. La voz de Panero es áspera, cavernosa, y el tono enfático, aunque siempre cortés. El diálogo, matizado con poemas de Mallarmé, Zukofsky y John Clare, recitados de memoria por el poeta, es fluido, aunque Panero gusta de las pausas largas entre una y otra afirmación y en ocasiones realiza extensas digresiones antes de entrar a responder directamente las preguntas.

—Has afirmado que tu apuesta es la del palimpsesto.

—Y es que la literatura, desde siempre, ha sido un sistema de citas, una conversación interminable de diferentes autores y culturas... Probablemente, Ezra Pound ha sido el poeta más consciente de este fenómeno y, por eso, es para mí la figura poética más importante del siglo XX. Él, Joyce y Beckett. El mundo es un texto gigantesco; nosotros, sus comentaristas.

—En una entrevista a Babelia dijiste que sólo quedaba un libro por reescribir el Apocalipsis.

—Sí, en alguna oportunidad pensé que el Apocalipsis era el último libro, pero ahora he cambiado de parecer. Los libros se remiten unos a otros de manera infinita, como las palabras de un diccionario: entras a un término y ese término te remite a otro y a otro, en una secuencia sin fin. Así, cada poema es la entrada progresiva a un laberinto, donde aparecen infinidades de poemas hasta que olvidas el punto de partida.

—Al igual que en tu poema «De cómo Ezra Pound pasó a formar parte de los muertos».

—Claro, donde también el mundo es una fantasía paranoica y por eso necesitamos abjurar de nosotros mismos y hacer que los muertos salgan de sus sepulcros. Esa es la gran revolución de Rimbaud: yo soy otro. A mi manera quiero ser muchos otros, como un ventrílocuo, para no estar tan solo. Es lo que algunos han llamado “poemas babélicos”. Para mí es, además, una conversación con los difuntos, con mis mayores.

—Y, con ello, de paso borras la autoría.

—Y es que no hay autor, sólo poemas. Pero hoy, claro, la gente se preocupa más del poeta que del poema. La autoría no existe. Al revés de Musil, no es que seamos hombres sin cualidades, sino cualidades sin hombre.

—Y ya que hablamos de los otros, ¿cuáles han sido tus maestros tutelares?

—Mi gran pasión es la poesía norteamericana moderna, pero en la línea de Poe, que representa el ejercicio poético riguroso y esteticista. La línea más prosaica de Whitman, no me gusta. Y bueno, de Poe saltamos a Pound y Eliot. También soy devoto de la tradición inglesa a partir de John Donne y del simbolismo de Mallarmé. De la poesía alemana, me gusta mucho el expresionismo de Gottfried Benn.

—¿Y qué me dices de la poesía española e hispanoamericana?

—España es el barroco y la poesía mística. Actualmente no hay mucho, salvo Gimferrer, Colinas y algunas cosas de Rodríguez y Gil de Biedma. Y de Hispanoamérica, bueno, creo que es muy difícil escribir algo después de Borges.

—¿Sólo Borges?

—Borges lo hizo todo, o casi todo. Es un modelo de versatilidad y vigor intelectual. La literatura es una herramienta formidable contra el abuso y la ignorancia; hoy, más que nunca, creo que el arte de escribir es una disciplina rigurosa y monástica. Además, eso de la poesía como la versión no oficial de la filosofía me parece formidable.

—Y al igual que Borges, tus intereses no provienen exclusivamente de la literatura.

—Sí, como autodidacta, aunque cursé el bachillerato. Y es que las vertientes que sirven de estímulo para la fantasía son múltiples: me interesa muchísimo la filosofía, digamos desde Spinoza hasta el neopositivismo y la Escuela de Frankfurt; también la estética, las matemáticas y la historia de las religiones.

—Háblame de la locura y de tu encierro.

—Yo no sé qué pueda ser la locura. Tal vez una defensa para seguir soñando. O quizá el derecho a la fantasía. Es lo que llamo la pansignificación de locura. Pues la locura, como dice Blake, conduce a la sabiduría. De lo que sí estoy seguro es de que la psiquiatría es una farsa, un delirio. Mira a Freud y todo ese estigma sobre el inconsciente, cuando lo verdaderamente bestial es la conciencia y no al revés. Ya ves lo que sucede aquí en España y que es probablemente un reflejo del resto del mundo: estados policiales resguardando una monstruosa sociedad de masas que odia el pensamiento. Pero lo peor es la censura, la censura a la fantasía. Y la fantasía es el gran estilo. Mi encierro responde a eso.

—¿Ves una salida a todo esto?

—Generar un malestar general —como el mito de la huelga soreliana— hasta que la cosa reviente. Y esa debería ser hoy la función de la poesía. Pero los poetas, claro, están en otra cosa....

—¿En otra cosa?

—Recaudando impuestos.... Los poetas y escritores, con las excepciones del caso, hoy en día responden a modelos planetarizados de reproducción en serie.

—¿Para quiénes?

.—Para todos esos teóricos que imponen tal o cual canon estético y exigen a cambio su estipendio.

—Pero tú eres un insobornable.

—Sí, y por eso me llaman Pertur.

—¿Pertur?

—Sí, Pertur, Perturbado. (Panero recita: “La rosa, la rosa, la rosa/ que soy yo/ pues soy un hombre nacido de la rosa/ en esta tierra que no es mía”).

—¿Siempre un extranjero?

—Digamos un apátrida. Y es que España es un país de pesadilla.

—¿Qué hay del Panero vidente?

—Un vidente riguroso, de la escuela de Rimbaud, y no un vidente escandaloso y prosaico, como son muchos poetas tributarios de Whitman. El lenguaje es una herramienta fina, de precisión. No se puede abjurar de la realidad, por horrenda que sea, y por eso sigo creyendo en la referendalidad del poema. Aún quienes deconstruyen la realidad tienen que asumirla como punto de partida.

—Un poeta chileno, Juan Luis Martínez, decía: “Lo real es sólo la base, pero es la base

—Exacto. Aunque eso es tomado de Wallace Stevens. Escribimos para ser escuchados; no se trata de una reproducción tosca de la realidad, sino de que toda ficción, para iluminar o transfigurar una realidad, debe tener una cierta residencia en ella. Todo, en última instancia, tiene un germen mimético.

—¿Y qué me dices de la muerte: otra de tus grandes obsesiones?

—No, no soy yo quien debe hablar de la muerte. Déjale eso a mis poemas. Ahí está todo. Escribir es una partida de ajedrez contra la muerte; yo sólo pongo el tablero, pero los movimientos y las piezas le pertenecen a ella.

El Mercurio (Revista de libros), Santiago de Chile, 13 de agosto de 2004, p. 4.

lunes, 28 de noviembre de 2022

"Misterios del Este" de Jorge Edwards (La Segunda, Santiago de Chile, 10 de septiembre de 2004)

 


Misterios del Este

Hace años tuve un libro de Augusto D’Halmar, me parece que una edición chilena de Nascimento, en el que presentaba y publicaba traducciones de un viejo poeta lituano de apellido Milosz. Era una poesía simbolista, de imágenes y ritmos nebulosos, entre musical y decadente, muy adecuada para entusiasmar al autor de La sombra del humo en el espejo. D’Halmar había conocido personalmente a Milosz, Oscar de Lubicz Milosz, si no me traiciona la memoria, en algún lugar de Europa, en París o en otro lado, y hacía un retrato suyo interesante: un emigrado de zonas misteriosas del norte, un marginal, un autor de obras de arte literario desconocidas, un aristócrata arruinado. Leí ese libro con simpatía y lo dejé extraviado en algún traslado de barrio o de ciudad. Dos mudanzas equivalen a un incendio, solía decir una señora inglesa que conocí en mi infancia, y cuando se trata de bibliotecas, la relación es todavía más desfavorable. Ando en busca de libros que tuve alguna vez, como ese de Augusto D’Halmar, como la Antología de poesía chilena nueva de Eduardo Anguila y Volodia Teilelboim, y espero encontrar junto a ellos unos cuantos cuentos de juventud y un par de obras de teatro de mi propia cosecha. Pero mi tema ahora es diferente. Acabo de enterarme por el cable de la muerte de Czesław Miłosz, pariente cercano del otro, también poeta, además de brillante ensayista y traductor, y autor de un libro que tuvo una celebridad casi clandestina, una difusión intensa, pero difícil, a fines de los años cincuenta y a comienzos de los sesenta, El pensamiento cautivo. Czesław Miłosz, que había nacido en Lituania en 191l, pasó toda la Segunda Guerra Mundial en la Varsovia ocupada por los nazis, donde publicó poemas en revistas y papeles de la resistencia. En el libro que acabo de mencionar, que es una mezcla de autobiografía y ensayo, un texto híbrido y revelador, como muchos de los mejores que produjo el siglo pasado, el escritor cuenta que un día de enero de 1945 se hallaba en la puerta de la choza de un campesino, en una aldea donde acababan de caer unos pocos obuses de pequeño calibre. De repente vio a una hilera de hombres que avanzaban por una planicie nevada. Al frente iba una muchacha que marchaba con grandes botas de fieltro y que esgrimía una pistola ametralladora. Era el primer destacamento del Ejército Rojo. Como todos mis compatriotas, escribe Miłosz, así fui liberado de la dominación de Berlín. Y agrega una frase lapidaria, que cuando la leí en los años cincuenta, en tiempos de hegemonía intelectual del marxismo de cuño soviético, sonaba como subversiva: “en otras palabras, quedé bajo la dominación de Moscú”.

Miłosz conoció la experiencia del escritor oficial, acogido y celebrado por el régimen, en los primeros tiempos de la Polonia comunista, en pleno apogeo del stalinismo. Fue premiado con un puesto de agregado cultural en Washington y poco después, en 1951, en París. Pero su libro nos revela un conflicto profundo, una rebeldía, una incomodidad, una insatisfacción que inevitablemente, necesariamente, se agudizaban. Hacia fines del año 51 abandonó su cargo y obtuvo asilo político en Francia. Poco después consiguió un puesto de profesor de literaturas eslavas en Berkeley, California, y publicó El pensamiento cautivo. Stalin murió en esa época, a comienzos de 1953, y los primeros procesos de deshielo, de revisión crítica del stalinismo en el interior de la Unión Soviética, se iniciaron en 1956, en la era de Nikita Kruschev. Como se ve, la historia de Czesław Miłosz es una biografía del siglo XX, una historia dramática y que él mostró en una obra rica y variada, de la que sólo conocemos unos cuantos hitos. Después de su ensayo autobiográfico leí poemas suyos en revistas de habla inglesa y supe que se traducían otros libros. En 1980, en años en que ya se notaba una disidencia fuerte en Polonia, Miłosz obtuvo el Premio Nobel. En medio de tanto centenario y tanto cumpleaños, entre cortinas de humo creadas por una prensa literaria cada vez más apresurada y superficial, nos hemos olvidado de todo esto. No puedo resumir El pensamiento cautivo en pocas líneas, pero reviso mi edición de la Universidad de Puerto Rico, me encuentro con mis notas de lectura de entonces y compruebo que las conclusiones son más complejas de lo que uno podría pensar. Miłosz acusaba a los escritores sumisos, a los seguidores obsecuentes de lo que él llamaba el Centro y el Método, es decir, del stalinismo en versión oficial, moscovita, pero a la vez mostraba la tremenda dificultad de la época. Él había sido escritor de gobierno, de orden, sometido por entero al realismo socialista, y sabía en qué consistía todo eso. En primer lugar, sabía que los escritores de su especie provenían de familias burguesas y pequeño-burguesas, de sistemas, de formas de orden, precisamente, que ya eran anacrónicas, apolilladas. Esto hacía que fueran proclives a aceptar las nuevas consignas, la Nueva Fe, como explica reiteradas veces en su ensayo. Eran intelectuales, filósofos, dramaturgos, poetas, que buscaban algo, una fuente de inspiración, un motivo de lucha, y ese algo ya no podía consistir en ideales de la Revolución Francesa o de la Independencia de los Estados Unidos. El choque con las autoridades del nuevo régimen, las de Polonia y las de Moscú, se producía muy pronto, pero la mayoría de las experiencias de los escritores o artistas que emigraban a Occidente eran decididamente malas. Esto no se dice con frecuencia, y no es un fenómeno que hayamos tomado en cuenta.

Miłosz, cuenta historias de poetas de países del Este que llegaban o París o a Londres, huyendo de los comisarios de la Nueva Fe, y tenían que trabajar de ascensoristas o de cuidadores de tiendas para subsistir. No se adaptaban al socialismo real, pero el capitalismo los recibía con toda su frialdad, con su perfecta indiferencia. Más de alguno regresó, arrepentido, y se incorporó a los engranajes del Este sin discutir tanto. En los años duros, en los de José Stalin, lo esencial, la exigencia básica, primera, irreversible, era aceptar en su totalidad, sin la menor reserva, la estética del realismo socialista. No era necesario ingresar al partido o entonar loas a las autoridades. Pero había que escribir poemas sociales, novelas realistas, y desconfiar por sobre todas las cosas de una desviación bautizada como “cosmopolitismo”. Ser cosmopolita consistía en admirar la obra de Franz Kafka, de William Faulkner, de T. S. Eliot, aun cuando se podían deslizar elogios moderados de The Wasteland (La tierra baldía), haciendo hincapié, por ejemplo, en los elementos críticos de la sociedad burguesa contemporánea que era posible advertir en el poema. Lo más seguro, sin embargo, explica Miłosz, era dedicarse al comentario de escritores de cualquier lengua anteriores a 1870. Así no se corría peligro. Y había siempre un hecho claro: ser escritor o intelectual en los países del bloque soviético, siempre que se aceptaran las orientaciones generales que venían de arriba, implicaba tener la subsistencia e incluso los premios, los honores, los puestos en las academias, perfectamente asegurados. En el exterior, fuera de este orden nuevo, de la sumisión al Método, como escribía Czesław Miłosz, se encontraba la intemperie, el peligro, la selva. Había que ser valiente y había que tener motivos sólidos para dar el paso y salirse del sistema. Ahora me pongo a pensar en castillos que sólo conocí de oídas, destinados a residencia de escritores, en editoriales complacientes, en restaurantes de lujo de Budapest donde los escritores comían por cuenta del Estado, en hoteles exclusivos, en termas destinadas a conservar la eterna juventud, en clínicas gratuitas, y comprendo tarde actitudes que antes no comprendía del todo. Si el crimen político fue uno de los rasgos negros del siglo pasado, el otro fue la sumisión, la perfecta hipocresía, las conductas incondicionales. Y tenemos que reconocer, ahora, que escapar era un acto de una audacia muchas veces suicida.

Uno relee ahora, con motivo de su muerte a los 93 años de edad, a Czesław Miłosz, y comprende que los fenómenos del socialismo real eran más complejos, más intrincados de lo que uno mismo pensaba. Miłosz fue silenciado por el mundo literario de Occidente, fue sometido a un proceso de linchamiento intelectual que muchos hemos sufrido en carne propia, y acaba de morir en estos días en un relativo olvido. Un editor me dijo en una oportunidad, hace ya cerca de veinte años, que no podía sacar una nueva edición de Persona non grata, mi testimonio cubano, porque acaba de aparecer una traducción nueva de El pensamiento cautivo y ya eran demasiadas cosas juntas.

La prudencia, el miedo que dominaban en el Este en aquellos años se trasladaban al Oeste. Lo curioso es que yo había leído primero al tío o al tío abuelo de Miłosz, en la versión del chileno Augusto D’Halmar; más tarde había encontrado al azar, y movido por el alcance de nombres, el extraordinario ensayo del sobrino, y todo esto terminó por influir de algún modo, junto a muchas otras influencias, desde luego, en mi propia escritura. Miłosz, por ejemplo, nos llamó la atención desde mediados de la década del cincuenta sobre el 1984, de George Orwell, libro que al parecer era enormemente leído por los miembros más encumbrados de la Nomenclatura, quienes encontraban en el precisiones de una lucidez asombrosa sobre las sociedades de su mundo, a pesar de que Orwell nunca las había visitado. Eran fenómenos paradójicos y que sólo se podían percibir desde muy adentro o desde la distancia. No está mal, por eso, que los saque a relucir ahora, aunque se trate de figuras y episodios del pasado. Al fin y al cabo, leo por ahí que muchos alemanes de hoy sienten una apasionada nostalgia de los tiempos del Muro de Berlín. Después de releer a Miłosz, entiendo, y a la vez me hago preguntas inquietantes sobre la condición humana.

Jorge Edwards, La Segunda, Santiago de Chile, 10 de septiembre de 2004. p, 9.

sábado, 26 de noviembre de 2022

Entrevista de Enrique Laborde a Eugene Ionesco (ABC Dominical, 28 de mayo de 1978, pp. 12-14.)

 


ENTREVISTA EN PARIS CON EUGÈNE IONESCO

EL MAYO FRANCES FUE UNA FIESTA EN LA QUE TODOS QUERIAN DIVERTIRSE

Siempre son los burgueses quienes provocan las revueltas o las revoluciones

Por Enrique LABORDE

—LA juventud actual no tiene sentido de la amistad, ni sentido del humor es triste, y la tristeza es peligrosa.

Eugene Ionesco, que cada vez se parece más a un personaje de Eugène Ionesco, con su aire de «clown» triste, nostálgico de un circo imposible, malabarista de cosas heterogéneas, sonámbulo en el laberinto del absurdo, autor, actor y espectador de la tragicomedia de nuestro tiempo, habla pausadamente y hasta se le escuchan los puntos y las comas y se le adivinan los paréntesis y se le puede seguir la trayectoria a los suspensivos.

—Maestro, como le había dicho, yo querría que hablásemos de Mayo de 1968.

—Por favor, no me llame maestro.

—De acuerdo, maestro

Rodica, la esposa del escritor —menuda, vivaracha, la mirada muy expresiva, atenta a todo, pendiente de todo—, nos sirve unas copas. «Zed», el perro del escritor, un «cocker» curioso y cariñoso, se instaló junto a mí y allí estuvo durante toda la conversación («Es la novedad, ¿sabe usted? «Zed» quiere participar en todo y cuando abro el correo tiene que examinar el contenido de cada carta, como si alguna fuese para él. Si le molesta, dígaselo»). La habitación estaba iluminada por esa luz, naranja y oro, un tanto mágica, del crepúsculo y a través de los visillos se apreciaban las formas, deliciosamente destartaladas, de los últimos estudios que aún quedan en ese Montparnasse entregado a la piqueta de las inmobiliarias.

—¿Qué fue Mayo de 1968, que ahora, a los diez años, ha vuelto la actualidad con unos excesos conmemorativos inexplicables o quizá explicables?

—En mi opinión, Mayo de 1968, como todo movimiento subversivo, estuvo suscitado y fomentado por Moscú, como siempre. Es cierto que tuvo muchos adeptos, pero todos los que participaron en esa revuelta, al margen de algunos agentes titulares, de algunos profesionales de la subversión, no se lanzaron a la calle por los mismos motivos o causas. Las razones eran diversas y contradictorias, pero prácticamente tenían un denominador común: el gusto del alboroto, de la perturbación. Yo hablo de Francia.

—Pero ¿no fue, ante todo y sobre todo, una explosión de protesta, un amago de revolución o, más bien, de rebelión contra una forma de sociedad?

—No: en mi opinión fue, más bien, una fiesta en la que todos querían divertirse a su modo. En realidad, quienes participaron tenían necesidad de celebrar una forma de carnaval y yo creo que debía llevarse a cabo un carnaval todos los años para que las masas se desahoguen, como en Río de Janeiro, en Colonia... Sin embargo, donde el movimiento de rebelión estaba perfectamente justificado era en Checoslovaquia. Naturalmente, se dijeron muchas cosas y hasta se habló de crisis de civilización. Pero yo creo que nuestra civilización no es ni buena ni mala y que puede uno adaptarse perfectamente a ella, tal cual es. Los valores que proponía y que propone nuestra civilización son apreciables, pero no eran esos valores los que estaban en juego, sino unas gentes que creían poco o nada en esos valores

—Sin embargo, en París, la revuelta adquirió unas proporciones inquietantes.

—En París fue simplemente un alboroto, un abucheo, un griterío y un delirio verbal Pero en ningún momento se manifestó la voluntad de la conquista del poder

—Lo que sorprende, al considerar la revuelta de mayo, es que no tuvo una respuesta popular. En el fondo fue la rebelión de una minoría cuya condición social estaba muy lejos de las tituladas «masas laboriosas». Yo recuerdo la observación irónica de Georges Pompidou al inaugurar el Salón del Automóvil en octubre de 1968. El entonces primer ministro se detuvo ante un coche deportivo de gran categoría, y exclamó: «¡He aquí el modelo de las barricadas!».

—Naturalmente, como que son siempre los burgueses quienes provocan las revueltas o las revoluciones. En 1789 fue así y esto no ha cambiado desde entonces. Yo no creo en el dogma de la lucha de clases, sino más bien en una suerte de detestación, de descontento y de rivalidad en el interior de una misma clase, los pequeños burgueses contra los grandes burgueses por ejemplo. Es incuestionable que en la revuelta de mayo participaron algunos miembros de la gran burguesía, quizá para no quedarse atrás. Yo no he creído nunca en la autenticidad de Mayo del 68, en Francia, y en ningún momento me inquietó. Yo creo que aquello formó parte de nuestro espíritu de destrucción, nuestro placer del escándalo por el escándalo y de nuestro gusto por todo lo que representa ruido y furor

—¿Y Cohn-Bendit, Sauvageot y Geismar, a quienes se les llamó «los tres moscu-teros»?

—Cohn-Bendit fue uno de los principales agitadores y pertenecía al movimiento anarquista o algo similar, que estaba bien organizado. Cohn-Bendit sabía perfectamente lo que hacía y lo que quería, pero los otros se dejaron llevar por los acontecimientos Siempre existen razones para el descontento, y en Mayo del 68 se explotó una forma de descontento, que a fin de cuentas era de tono menor. Por ello, ni fue una revolución ni una revuelta de masas.

—Pero ¿no cree usted que el «mayo francés» provocó una forma de contagio en todo el mundo? ¿No fue un detonador...?

—Mire, los norteamericanos, que en cierto modo fueron responsables de ese mayo.... los estudiantes norteamericanos, yo acabo de estar allí, están hoy perfectamente tranquilos, despolitizados, porque no tienen ninguna guerra, ¿me comprende?, y no se sublevan por cuestiones que son verdaderamente graves y trágicas, como, por ejemplo, el genocidio de Camboya o las persecuciones y las represiones en tantos otros países...

—Supongo que vio usted en televisión el programa dedicado a Mayo del 68, con las imágenes de las revueltas en numerosos países...

—Indudablemente existió una forma de contagio, pero no hay un sólido elemento de inicio para establecer una concatenación, una relación entre lo que ocurrió en París y sus causas y lo que ocurrió en otras capitales del mundo. En Praga, por ejemplo, las razones de la revuelta eran buenas, lógicas. En Praga se luchó por la libertad y ese combate estaba perfectamente justificado, algo que no ocurría en los países occidentales.

—Volvamos a París. Yo recuerdo la expresión del general De Gaulle, en plena revuelta: «La reforme, oui; la chienlit, non»...[1].

—Y tenía toda la razón, En París, insisto, todo fue una orgia del desorden por el desorden y nada más.

—Sin embargo, Cohn-Bendit, Sauvageot y Geismar querían aparecer como Danton, Marat y Robespierre...

—Cómico y trágico a un mismo tiempo. Esos tres jóvenes no eran más que unos aprendices de revolucionario. Naturalmente, a los diez años de aquella revuelta, se habla de ellos, pero reducidos a su verdadera dimensión. Yo también vi el documento que difundió la televisión, en el que se le concedió muy poco espacio a la rebelión de Praga y se hablaba púdicamente de los ejércitos del Pacto de Varsovia, que habían invadido el país; pero no se dijo en ningún momento, de modo claro y determinante, que eran las fuerzas soviéticas...

—En ese reportaje, que le dedicó una mínima atención al Mayo de París, hasta el extremo de limitarlo a imágenes fijas, sin el menor movimiento, como si no existiesen documentos cinematográficos en archivo, mientras que Méjico, Madrid, Tokio y otras capitales del mundo merecieron espléndidas imágenes y comentarios de circunstancias: faltó la conclusión, el resumen, que podía haberse titulado «diez años después».

—Tiene usted toda la razón. Pero es así y hay que conformarse con esa lamentable realidad.

—Yo creo que todo podía haber terminado con una imagen expresiva, aquella que el general De Gaulle metió en una de sus reflexiones que Malraux recoge en un libro de memorias: «Al final, todo terminará en un par de pantuflas».

—Así es, y una vez más De Gaulle estuvo acertado en el vaticinio.

—¿Qué queda de Mayo del 68?

—Prácticamente, nada. A lo sumo, una leyenda a la que se le quiere conceder una significación profunda. Todos los años lo candidatos al título de bachiller organizan su alboroto, su monote,  apedrean escaparates de Saint-Michel, quieren repetir aquello; pero todo se queda en una serie de carreras delante de los guardias, como entonces...

—Para mí, Mayo de 1968 fue una revolución de vocabulario, de palabrería, un delirio retórico...

—Simplemente, un alboroto sin imaginación y sin objetivo.

—Y, sobre todo, sin humor. La revuelta de Mayo del 68 sólo tuvo algunos atisbos de humor, pero a la juventud actual le falta esa tercera dimensión de la inteligencia que es el humor.

—Tiene usted toda la razón. La juventud actual no tiene sentido del humor, ni sentido de la amistad. Pero hay algo más inquietante que ha venido mucho después de Mayo: el terrorismo, que no ha hecho más que empezar.

—¿Dónde está la fuente de ese terrorismo?

—Como siempre, en Moscú. La Unión Soviética prepara minuciosamente la conquista del mundo. Una vez caída Francia, toda Europa caerá, África está ya ampliamente invadida, las revueltas llamadas «espontáneas» no tardarán en producirse aquí y allá, y al final los Estados Unidos quedarán aislados, unos Estados Unidos que viven en la indiferencia y en la ceguera...

—¿Qué se puede hacer?

—Yo creo que la civilización actual no tiene por qué cambiar sus valores, sino purificarlos y restablecerlos. Es cierto que la burguesía ha cometido errores criminales, pero no son nada comparables con los que se preparan.

—Puede que a quienes lean este diálogo les sorprenda la pregunta que quiero hacerle y que para usted no será más que una cuestión perfectamente lógica: ¿No cree usted que el humor es una fórmula de salvación?

—Indudablemente. Allí donde no hay humor se engendran la crueldad y el odio. En un libro de David Rousset sobre la represión en el mundo se destaca de modo muy especial que individuos como Hitler y Stalin no tenían el más elemental sentido del humor y por ello eran crueles, despiadados, inhumanos.

—Yo pienso en lo importante, en lo trascendente que habría sido o que sería un «mayo humorístico», una gran revolución humorística...

—Desgraciadamente es inconcebible. Actualmente se representa en París una comedia de un español, Arrabal, que se titula «Punk et punk et cólegram», una obra humorística en la que se muestra el absurdo total de la época, con los trapicheos de los políticos, las historias de espionaje, con unos espías pederastas, etc., y esto, junto a otras manifestaciones literarias, artísticas, revela que hay algo así como un retorno al humor. Hace años hicimos un teatro humorístico cuya intención no era otra que el arrebatarle su excesivo significado a ciertas palabras, desarticular las frases hechas, los tópicos... Era un teatro saludable, pero no prosperó porque los críticos serios y graves, dogmáticos, marxistas sin humor, tristes por excelencia, interpretaron a su modo y conveniencia nuestro teatro, y pese a nosotros y a nuestro pesar hicieron un teatro que se pretendía comprometido, con un mensaje dentro, como esas botellas que tiran al mar los náufragos. En fin, fueron ellos quienes escribieron nuestras obras...

—Yo creo, como dijo un gran humorista español, Ramón Gómez de la Serna, que conviene establecer la diferencia entre la seriedad y el seriecismo, que es la seriedad sobrante, una seriedad ridícula. Todo lo que no tenga humorismo, decía, se convierte en un cuento de miedo que no mete miedo a nadie.

—Ese fenómeno que el humorista español llamaba seriecismo, yo creo que lo han estudiado los escritores rusos llamados «disidentes», como si fuese disidente un hombre que expresa su oposición a algo en lo que nunca creyó y a lo que jamás perteneció. Esos escritores, como Bukovski, Sinovief, Amalrik, Solyenitsyn, Siniavski, Daniel, etcétera, se dieron cuenta de todo eso y lo denunciaron... Evidentemente, en 1968 no faltaron los discípulos de Marx, Althusser o de ese marxista tardío que es Sartre, pero cada vez hay menos, y aunque le parezca contradictorio, paradójico, los países donde el marxismo ha desaparecido son Rusia, Polonia, Hungría, Rumania, Checoslovaquia... Es decir, si vivimos todavía unos diez años, tendremos que refugiarnos en esos países para tener la libertad de imaginación, la libertad de reír, porque el Occidente estará completamente contaminado.

—Pero si el marxismo ha desaparecido en esos modelos del marxismo, ¿qué es lo que hay?

—Unas organizaciones burocráticas muy poderosas, sin ningún intelectual marxista, sino con una enorme presencia de arribistas, de oportunistas, que se inscribirán en el partido para hacer carrera. Hippolyte Taine escribió que la clase aristocrática del siglo dieciocho era una clase que se sentía culpable, que tenía mala conciencia de sí misma y que dimitió. Pero en Rusia no ocurre lo mismo, porque no creen en sus valores, sino que tienen un cinismo brutal y pleno de agresividad que les permite proseguir su acción sin necesidad de ideología alguna. Precisamente, lo que resultaba simpático, un poco simpático, en Mayo de 1968, en Francia, es que no había ideología de ninguna clase, porque las ideologías no son, a fin de cuentas, más que las coartadas de las acciones más vehementes, más crueles y más pasionales. Las ideologías sólo sirven para ocultar los impulsos irracionales que excitan a los hombres a destruirse entre ellos.

—A propósito de ideologías, ¿qué piensa usted de esa entelequia llamada eurocomunismo?

—Yo no creo una sola palabra. En 1948 hubo un eurocomunismo en Praga. En aquel entonces, los comunistas checoslovacos renunciaron a la dictadura del proletariado y repetían que a partir de esa revisión el comunismo tendría los colores de la nación checoslovaca. Cualquiera que ha leído un poco la Historia se puede dar cuenta que, una vez más, se juega haciendo trampas. El eurocomunismo es un engaño, y un engaño de lo más burdo.

Terminado el diálogo sobre Mayo de 1968 y sobre tantas otras cosas, la conversación discurrió por los caminos del más puro humorismo. Se habló de Miguel Mihura, de Tono, de Ramón Gómez de la Serna, de las falsificaciones del humor en nuestro tiempo, del insoportable seriecismo de los hombres políticos, del humorismo involuntario, etcétera, y la unanimidad fue absoluta. Así da gusto. Eugéne Ionesco me enseñó los retratos que hizo Miró de él y de su esposa, Rodica, así como un delicioso Chagall y un prodigioso Max Ernst, homenaje en el estreno de «El rinoceronte». Y de nuevo se volvió al tema de la unanimidad: el humor.

—El humorista es un hombre alegre al que ponen triste los demás.

—¿De quién es esa definición?

—De Ramón Gómez de la Serna.

—Es admirable porque, además, es cierta,

Rodica, Eugène y «Zed» me acompañan hasta la puerta:

—Buenas tardes, maestro.

—Por favor, no me llame maestro.

—De acuerdo, maestro. Hasta siempre.

Enrique LABORDE, ABC Dominical, 28 de mayo de 1978, pp. 12-14.



[1] Es inútil que busquen en el diccionario una definición exacta de «chienlit». cuya etimología (de «chien» y «lit») es de por si expresiva. No obstante, podemos traducir «chienlit» por nuestro castizo «cachondeo» en su sentido más amplio, es decir, como equivalente a desbarajuste o alboroto. Insensatos.—E. L.