viernes, 24 de enero de 2025

"El Gulag: Entre Isaías y Job" de Octavio Paz (Destino, nº 1994, 18 a 24 de diciembre de 1975)

 


El Gulag: Entre Isaías y Job

Algunos escritores y periodistas, en México y en otros países de América y de Europa, han criticado con cierta dureza las declaraciones —no siempre acertadas. es verdad— que ha hecho Solyenitzin durante los últimos meses. El tono de esas recriminaciones, entre vindicativo y reconfortado, es el de aquel al que se le ha quitado un peso de encima: «¡Ah!, todo se explica, Solyenitzin es un reaccionario...». Esta actitud es un indicio más de que las denuncias y revelaciones del escritor ruso acerca del sistema totalitario soviético fueron aceptadas à contrecœur por muchos intelectuales de Occidente y de América latina. No es extraño: el mito bolchevique, la creencia en la pureza y bondad esenciales de la Unión Soviética, por encima o más allá de sus faltas y extravíos, es una superstición difícilmente erradicable. La antigua distinción teológica entre sustancia y accidente opera en los creyentes de nuestro siglo con la misma eficacia que en la Edad Media: la sustancia es el marxismo-leninismo y el accidente es el estalinismo. Por eso, cuando se publicaron los primeros libros de Solyenitzin, el inteligente y tortuoso Lukács intentó transformarlo en un «realista socialista», es decir, en un disidente dentro de la Iglesia. Pero la aparición de Solyenitzin —y no sólo la suya, sino la de muchos otros escritores e intelectuales rusos independientes— fue y es significativa precisamente por lo contrario: son disidentes fuera de la Iglesia. Su repudio del marxismo-leninismo es total. Esto es lo que me parece portentoso: más de medio siglo después de la Revolución de Octubre numerosos espíritus rusos, tal vez los mejores: científicos, novelistas, historiadores, poetas y filósofos, han dejado de ser marxistas. Incluso algunos, como Solyenitzin y Brodski, han regresado al cristianismo. Se trata de un fenómeno incomprensible para muchos intelectuales europeos y latinoamericanos. Incomprensible e inaceptable.

No sé si la historia se repite: sé que los hombres cambian poco. No hay salvación fuera de la Iglesia: si Solyenitzin no es un revolucionario disidente tiene que ser un imperialista reaccionario. Condenar a Solyenitzin, que se atrevió a hablar, es absolverse a uno mismo, que calló años y años. La verdad es que Solyenitzin no es ni revolucionario ni reaccionario: su tradición es otra. Al repudiar al marxismo-leninismo repudió también a la tradición «ilustrada» y progresista de Occidente. Está tan lejos de Kant y de Robespierre como de Marx y de Lenin. Tampoco siente simpatía por Adam Smith y Jefferson. No es ni liberal ni demócrata ni capitalista. Cree en la libertad, sí, porque cree en la dignidad humana; también cree en la caridad y en la camaradería, no en la democracia representativa ni en la solidaridad de clase. Aceptaría que Rusia fuese gobernada por un autócrata, si ese autócrata fuese asimismo un cristiano auténtico: alguien que creyese en la santidad de la persona humana, en el misterio cotidiano del otro que es nuestro semejante. Aquí debo detenerme, por un instante, y decir que disiento de Solyenitzin en esto: los cristianos no aman a sus semejantes. Y no los aman porque nunca han creído realmente en el otro. La historia nos enseña que, cuando lo han encontrado, lo han convertido o lo han exterminado. En el fondo de los cristianos, como en el de sus descendientes marxistas, percibo un terrible disgusto de sí mismos que los hace detestar y envidiar a los otros, sobre todo si los otros son paganos. Esta es la fuente psicológica de su celo proselitista y de las inquisiciones con que unos y otros han ensombrecido el planeta.

El cristianismo de Solyenitzin no es dogmático ni inquisitorial. Si su cristianismo lo aleja de las institucio­nes políticas democráticas creadas por la revolución burguesa, también lo convierte en enemigo de la idolatría al César y a su momia, así como del culto a la letra de los libros santos, esas dos religiones de los países co­munistas. En suma, el mundo de Solyenitzin es la sociedad premoderna con su sistema de jurisdicciones especiales, libertades locales y fueros individuales. Ahora bien, por más arcaica que nos parezca su filosofía política, su visión refleja con mayor claridad que las críticas de sus adversarios la encrucijada histórica en que nos hallamos. Confieso que muchas veces sus razones no me convencen y que su estilo intelectual es ajeno y contrario a mis hábitos mentales, a mis gustos estéticos e incluso a mis convicciones morales. Estoy más cerca de Celso que de san Pablo, prefiero Plotino a san Agustín y Hume a Pascal. Pero la mirada directa y simple de Solyenitzin atraviesa la actualidad y nos revela la que está escondido entre los pliegues y repliegues de los días. La pasión moral es pasión por la verdad y provoca la aparición de la verdad. Hay un elemento profético en sus escritos que no encuentro en ningún otro de mis contemporáneos. A veces, como entre los tercetos de Dante —aunque la prosa del ruso es más bien pesada y su argumentación prolija—, oigo la voz de Isaías y me estremezco y rebelo; otras oigo la de Job, y entonces me apiado y acepto. Como los profetas y como Dante, el escritor ruso nos habla de la actualidad desde la otra orilla, esa orilla que no me atrevo a llamar eterna porque no creo en la eternidad. Solyenitzin nos habla de lo que está pasando, es decir, de lo que nos pasa y nos traspasa. Toca la historia desde la doble perspectiva del ahora mismo y del más allá.

Salvo en ciertas regiones cuya historia se desvía del curso general de la europea hacia fines del siglo XVII (pienso en España, Portugal y las antiguas colonias americanas de ambas naciones), Occidente vive el fin de algo que comenzó en el siglo XVIII: esa modernidad que, en la esfera de la política, se expresó en la democracia representativa, el equilibrio de poderes, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y el régimen de derechos humanos y de garantías individuales. Como si se tratase de una confirmación irónica y demoniaca de las previsiones de Marx —una confirmación al revés—, la democracia burguesa muere a manos de su creación histórica. Así parece cumplirse la negación creadora de Hegel y sus discípulos; digo parece porque se cumple de una manera perversa: el hijo matricida, el destructor del viejo orden, no es el proletariado universal, sino el nuevo Leviatán, el Estado burocrático. La Revolución destruye a la burguesía, pero no para liberar a los hombres, sino para encadenarlos más férreamente. La conexión entre el Estado burocrático y el sistema industrial, creado por la democracia burguesa, es de tal modo íntima que la crítica del primero implica necesariamente la del segundo.

El marxismo resulta insuficiente en nuestros días porque su crítica del capitalismo, lejos de incluir la del industrialismo, contiene una apología de sus obras. Cantar a la técnica y pensar en la industria como el agente máximo de liberación de los hombres, creencia común de los capitalistas y los comunistas, fue lógico en 1850, legitimo en 1900, explicable en 1920, pero resulta escandaloso en 1975. Hoy nos damos cuenta de que el mal no reside únicamente en el régimen de propiedad de los medios de producción, sino en el modo mismo de producción. Es imposible, naturalmente, renunciar a la industria; no lo es dejar de endiosarla y limitar sus destrozos Aparte de sus nocivas consecuencias ecológicas, quizás irreparables, el sistema industrial entraña peligros sociales que ya nadie ignora. Es inhumano y deshumaniza todo lo que toca, de los «señores de las máquinas» a sus «servidores», como llama el economista Perroux a los que intervienen en el proceso, propietarios, tecnócratas y trabajadores. Cualquiera que sea el régimen político en que se desarrolle, la industria moderna crea automáticamente estructuras impersonales de trabajo y relaciones humanas no menos impersonales, despiadadas y mecánicas. Esas estructuras y esas relaciones contienen ya en potencia, como la célula al futuro organismo, si Estado burocrático con sus administradores, sus moralistas, sus jueces sus psiquiatras y su campo de reeducación por el trabajo Desde que apareció, el marxismo ha pretendido conocer el secreto de las leyes del desarrollo histórico. Esta pretensión no lo ha abandonado a lo largo de su historia y se encuentra los escritos de todas las tendencias en que se ha dividido, de Bernstein a Kautsky y de Lenin a Mao. No obstante, entre sus previsiones acerca del futuro no figura la posibilidad que ahora nos parece más ame cazadora e inminente: el totalitarismo burocrático como desenlace de la crisis de la sociedad burguesa. Hay una excepción: la de León Trotski. La menciono —aunque una golondrina no hace verano— porque el caso es patético. Al final de su vida, en el último artículo que escribió, poco antes de ser asesinado, Trotski evocó —sin creer mucho en ella, de pasada, como quien disipa una pesadilla— la hipótesis de que la visión marxista de la historia moderna como el triunfo final del socialismo pudiera ser un terrible error de perspectiva. Dijo entonces que, en la ausencia de revoluciones proletarias en Occidente, en el curso de la segunda guerra mundial o inmediatamente después de ella, la crisis del capitalismo se resolverla por la aparición de regímenes colectivistas totalitarios, cuyos primeros ejemplares históricos eran, en aquellos días (1939), la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin. Más tarde algunos grupos trotskistas (aunque disidentes dentro de esa tendencia, como el que publica Socialisme ou Barbarie), han orientado sus análisis en la dirección apuntada por Trotsky, pero no han logrado diseñar una verdadera teoría marxista del totalitarismo colectivista. El obstáculo principal para la recta comprensión del fenómeno es que se niegan a reconocer, como su maestro, el carácter de clase de la burocracia.

Lo más extraño es que lo único que se le ocurrió a Trotski para enfrentarse al nuevo Leviatán fue ¡elaborar un programa mínimo de defensa de los trabajadores! Es revelador que, a pesar de su extraordinaria inteligencia no reparase en dos circunstancias. La primera es que él mismo, con su intolerancia dogmática y su concepción rígida del partido bolchevique como el instrumento de la historia, había contribuido poderosamente a la edificación del primer Estado burocrático mundial. La ironía es más hiriente si se recuerda que Lenin, en su «testamento». reprocha a Trotski sus tendencias burocráticas y su inclinación a tratar los problemas desde el ángulo puramente administrativo. La según da circunstancia es la desproporción entre la enormidad del mal que percibía Trotski —el totalitarismo colectivista en lugar del socialismo— y la inanidad del remedio: un programa mínimo de acción. Curiosa visión de los revolucionarios profesionales: reducen la historia del mundo a la redacción de un manifiesto y a la constitución de un comité. La burocracia y el apocalipsis.

El Estado burocrático no es una exclusiva de los países llamados socialistas. Se dio en Alemania y podrá darse en otras partes: la sociedad industrial lo lleva en su vientre. Lo prefiguran las grandes empresas transnacionales y otras instituciones que son parte de las democracias de Occidente, como la CIA norteamericana.

Por todo esto, si la libertad ha de sobrevivir al Estado burocrático, debe encontrar una alternativa distinta a la que hoy ofrecen las democracias capitalistas. La debilidad de estas últimas no es física, sino espiritual: son más ricas y más poderosas que sus adversarios totalitarios, pero no saben qué hacer con su poder y con su abundancia. Sin fe en nada que no sea el logro inmediato, han pactado con el crimen una y otra vez. Esto es lo que ha dicho Solyenitzin —aunque en el lenguaje religioso de otra edad— y esto es lo que ha provocado el escándalo de los fariseos. Agregaré algo que debería haber dicho y que es lamentable que no haya dicho: las democracias de Occidente han protegido y protegen a todos los tiranos y tiranuelos de los cinco continentes.

Se dice con frecuencia que Solyenitzin no ha revelado nada nuevo. Es verdad: todos sabíamos que en la Unión Soviética existían campos de trabajo forzado que eran lugares de exterminio de millones de seres humanos. Lo nuevo es que la mayoría de los «intelectuales de izquierda» por fin ha aceptado que el paraíso era infierno. Esta vuelta a la razón, me temo, se debe no tanto al genio de Solyenitzin como al saludable efecto de las revelaciones de Kruschev. Creyeron por consigna y han dejado de creer por consigna. Tal vez por esto muy pocos entre ellos, poquísimos. han tenido el valor humilde de analizar en público su extravío y explicar las razones que les movieron a pensar y obrar como lo hicieron. Es tan grande la resistencia a reconocer que se ha cometido un error, que una de esas almas empedernidas, un gran poeta, dijo: «¿Cómo no me iba a equivocar yo, un escritor, si la historia misma se equivocó?». Los griegos y los aztecas sabían que sus dioses pecaban, pero los modernos los aventajan: la historia, esa idea encamada. como una matrona de cascos ligeros, se va de picos pardos con el primero que llega, llámese Tamerlán o Stalin. En esto ha parado el marxismo, un pensamiento que se presentó como «la crítica del cielo».

En un artículo que consagré a la aparición del primer volumen de Archipiélago Gulag[1], subrayé que el respeto que me inspira Solyenitzin no implica adhesión a sus ideas ni a sus posiciones. Apruebo su crítica al régimen soviético y al hedonismo, hipocresía y miope oportunismo de las democracias de Occidente; repudio su idea simplista de la historia como una lucha entre dos imperios y dos tendencias. Solyenitzin no ha comprendido que el siglo de la desintegración y liquidación del sistema imperial europeo ha sido también el del renacimiento de viejos países asiáticos. como China, y el del nacimiento de jóvenes naciones en África y en otras partes del mundo. ¿Esos movimientos se resolverán en un gigantesco fracaso histórico como el que ha sido, hasta ahora, el de Brasil y los países hispanoamericanos, nacidos hace un siglo y mecho de la desintegración española y portuguesa? Es imposible saberlo, pero el caso de China apunta más bien hacia lo contrario. La ignorancia de Solyenitzin es grave, porque su verdadero nombre es arrogancia. Es una característica, por lo demás, muy rusa, como lo saben todos los que han tratado con escritores e intelectuales de esa nación, sean disidentes o pertenezcan a la ortodoxia oficial. Este es otro de los grandes misterios rusos, como lo saben también los lectores de Dostoievski: en ellos la arrogancia va unida a la humildad, la brutalidad a la piedad, el fanatismo a la mayor libertad espiritual. Insensibilidad y ceguera de un gran escritor y de un gran corazón: Solyenitzin. el valeroso y el piadoso, ha mostrado cierta indiferencia imperial, en el sentido nato de la palabra, ante los sufrimientos de los pueblos humillados y sometidos por Occidente. Lo más extraño es que, siendo como es el amigo y el testigo de la libertad, no haya sentido simpatía por las luchas de liberación de esos pueblos.

El ejemplo de Vietnam ilustra las limitaciones de Solyenitzin. Las suyas y las de sus críticos. Los grupos que se opusieron, casi siempre con buenas y legitimas razones, a la intervención norteamericana en Indochina. negaron al mismo tiempo algo innegable: el conflicto era un episodio de la lucha entre Washington y Moscú. No verlo —o tratar de no verlo— fue no ver lo que han visto muy bien Solyenitzin y (también) Mao: la derrota norteamericana alienta las aspiraciones de hegemonía soviética en Asia y en Europa occidental. Esos mismos grupos —socialistas, libertarios, demócratas, liberales antiimperialistas— denunciaron con razón la inmoralidad y la corrupción del régimen de Vietnam del Sur, pero no dijeron una palabra sobre la verdadera naturaleza del que rige Vietnam del Norte, un testigo insospechable, Jean La Couture, ha calificado al Gobierno de Hanoi como el más estalinista del mundo comunista. Su líder, Ho Chi Minh. dirigió una purga sangrienta contra los trotskistas y otros disidentes de izquierda después de la conquista del poder. Las crueles medidas adoptadas por el triunvirato que rige Camboya han consternado y avergonzado a los partidarios en Occidente de los kmer rojos. Todo esto comprueba que la izquierda está aprisionada por su propia ideología; por eso no ha encontrado aún la manera de combatir al imperialismo sin ayudar al totalitarismo y a la inversa Pero Solyenitzin es también prisionero de la malla ideológica: dijo que la guerra de Indochina fue un conflicto imperial, pero no dijo que fue también y sobre todo una guerra de liberación nacional. Esto último fue lo que le dio legitimidad. Ignorarlo no sólo es ignorar la complejidad de toda realidad histórica, sino su dimensión humana y moral. El maniqueísmo es la trampa del moralista.

Las opiniones de Solyenitzin no invalidan su testimonio. Archipiélago Gulag no es ni un libro de filosofía política ni un tratado de sociología Su tema es otro: el sufrimiento humano en sus dos notas extremas, la abyección y el heroísmo. No el sufrimiento que inflige al hombre la naturaleza, el destino o los dioses, sino otros hombres. El tema es antiguo como la sociedad humana, antiguo como la horda primitiva y como Caín. Es un tema político, biológico, psicológico, filosófico, religioso: el mal. Nadie ha podido decimos todavía por qué hay mal en el mundo y por qué hay mal en el hombre. La obra de Solyenitzin tiene dos méritos. ambos muy grandes: el primero es ser el relato de algo vivido y padecido; el segundo es constituir una completa y abrumadora enciclopedia del horror político en el siglo XX. Los dos volúmenes que hasta ahora han aparecido son una geografía y una anatomía del mal de nuestra época. Ese mal no es la melancolía ni la desesperación ni el taedium vitae, sino un sadismo sin erotismo: el crimen socializado y sometido a las normas de la producción en masa. Un crimen monótono como una multiplicación infinita. ¿Qué época y que civilización pueden ofrecer un libro que compita con el de Solyenitzin o con los relatos de los sobrevivientes de los campos nazis? Nuestra civilización ha tocado el límite del mal (Hitler y Stalin) y esos libros lo revelan. En esto consiste su grandeza. Las resistencias que han provocado las obras de Solyenitzin son explicables: son la descripción de una realidad cuya sola existencia es la refutación más completa, desoladora y convincente de varios siglos de pensamiento utópico, de Campanella a Fourier y de Moro a Marx. Además, son la pintura verídica de una sociedad en la que millones de nuestros contemporáneos —entre ellos innumerables escritores, científicos y artistas— han visto nada menos que los rasgos adorables del Mejor de los Mundos Futuros. ¿Qué se dirán hoy a sí mismos, si es que se atreven a hablar con ellos mismos, los autores de esos exaltados libros de viajes a la URSS (Regreso del Futuro se llamaba uno de ellos), esos poemas entusiastas y esos encendidos reportajes sobre «la patria del socialismo»?

Archipiélago Gulag asume la doble forma de la historia y del catálogo. Historia del origen, desarrollo y multiplicación de un cáncer que comenzó como una medida táctica en un momento difícil de la lucha por el poder y que terminó como una institución social en cuyo funcionamiento destructivo participaron millones de seres, unos como víctimas y otros como verdugos, guardianes y cómplices. Catálogo: inventario de los grandes —que son también gradas en la escala del ser— entre la bestialidad y la santidad. Al contamos el nacimiento, los progresos y las metamorfosis del cáncer totalitario, Solyenitzin escribe un capítulo, tal vez el más terrible, de la general del Caín colectivo; al relatar los casos que ha presenciado y los que le han referido otros testigos oculares —en el sentido evangélico de la expresión— nos entrega una visión del hombre. La historia es social; el catálogo, individual. La historia es limitada: los sistemas sociales nacen, se desarrollan, mueren: son pasajeros. El catálogo no es histórico: no tiene que ver con los sistemas, sino con la condición humana. La abyección y su contrapartida: la visión de Job en el muladar, no tienen fin. 

Octavio Paz, Destino, nº 1994, 18 a 24 de diciembre de 1975, pp. 29-31



[1] «Polvos de aquellos lodos». «Plural», núm 42. enero de 1974. México.

No hay comentarios: