El Gulag: Entre Isaías y Job
Algunos
escritores y periodistas, en México y en otros países de América y de Europa,
han criticado con cierta dureza las declaraciones —no siempre acertadas. es
verdad— que ha hecho Solyenitzin durante los últimos meses. El tono de esas
recriminaciones, entre vindicativo y reconfortado, es el de aquel al que se le
ha quitado un peso de encima: «¡Ah!, todo se explica, Solyenitzin es un
reaccionario...». Esta actitud es un indicio más de que las denuncias y
revelaciones del escritor ruso acerca del sistema totalitario soviético fueron
aceptadas à contrecœur por muchos intelectuales de Occidente y de
América latina. No es extraño: el mito bolchevique, la creencia en la pureza y
bondad esenciales de la Unión Soviética, por encima o más allá de sus faltas y
extravíos, es una superstición difícilmente erradicable. La antigua distinción
teológica entre sustancia y accidente opera en los creyentes de nuestro siglo
con la misma eficacia que en la Edad Media: la sustancia es el
marxismo-leninismo y el accidente es el estalinismo. Por eso, cuando se
publicaron los primeros libros de Solyenitzin, el inteligente y tortuoso Lukács
intentó transformarlo en un «realista socialista», es decir, en un
disidente dentro de la Iglesia. Pero la aparición de Solyenitzin —y no sólo la
suya, sino la de muchos otros escritores e intelectuales rusos independientes—
fue y es significativa precisamente por lo contrario: son disidentes fuera de
la Iglesia. Su repudio del marxismo-leninismo es total. Esto es lo que me
parece portentoso: más de medio siglo después de la Revolución de Octubre
numerosos espíritus rusos, tal vez los mejores: científicos, novelistas,
historiadores, poetas y filósofos, han dejado de ser marxistas. Incluso
algunos, como Solyenitzin y Brodski, han regresado al cristianismo. Se trata de
un fenómeno incomprensible para muchos intelectuales europeos y
latinoamericanos. Incomprensible e inaceptable.
No sé si la
historia se repite: sé que los hombres cambian poco. No hay salvación fuera de
la Iglesia: si Solyenitzin no es un revolucionario disidente tiene que ser un
imperialista reaccionario. Condenar a Solyenitzin, que se atrevió a hablar, es
absolverse a uno mismo, que calló años y años. La verdad es que Solyenitzin no
es ni revolucionario ni reaccionario: su tradición es otra. Al repudiar al
marxismo-leninismo repudió también a la tradición «ilustrada» y progresista
de Occidente. Está tan lejos de Kant y de Robespierre como de Marx y de Lenin.
Tampoco siente simpatía por Adam Smith y Jefferson. No es ni liberal ni
demócrata ni capitalista. Cree en la libertad, sí, porque cree en la dignidad
humana; también cree en la caridad y en la camaradería, no en la democracia
representativa ni en la solidaridad de clase. Aceptaría que Rusia fuese
gobernada por un autócrata, si ese autócrata fuese asimismo un cristiano auténtico:
alguien que creyese en la santidad de la persona humana, en el misterio
cotidiano del otro que es nuestro semejante. Aquí debo detenerme, por un
instante, y decir que disiento de Solyenitzin en esto: los cristianos no aman a
sus semejantes. Y no los aman porque nunca han creído realmente en el otro. La
historia nos enseña que, cuando lo han encontrado, lo han convertido o lo han
exterminado. En el fondo de los cristianos, como en el de sus descendientes
marxistas, percibo un terrible disgusto de sí mismos que los hace detestar y
envidiar a los otros, sobre todo si los otros son paganos. Esta es la fuente
psicológica de su celo proselitista y de las inquisiciones con que unos y otros
han ensombrecido el planeta.
El cristianismo de Solyenitzin
no es dogmático ni inquisitorial. Si su cristianismo lo aleja de las instituciones
políticas democráticas creadas por la revolución burguesa, también lo convierte
en enemigo de la idolatría al César y a su momia, así como del culto a la letra
de los libros santos, esas dos religiones de los países comunistas. En suma,
el mundo de Solyenitzin es la sociedad
premoderna con su sistema de jurisdicciones especiales, libertades locales y
fueros individuales. Ahora bien, por más arcaica que nos parezca su filosofía
política, su visión refleja con mayor claridad que las críticas de sus
adversarios la encrucijada histórica en que nos hallamos. Confieso que muchas
veces sus razones no me convencen y que su estilo intelectual es ajeno y
contrario a mis hábitos mentales, a mis gustos estéticos e incluso a mis
convicciones morales. Estoy más cerca de Celso que de san Pablo, prefiero Plotino
a san Agustín y Hume a Pascal. Pero la mirada directa y simple de Solyenitzin
atraviesa la actualidad y nos revela la que está escondido entre los pliegues y
repliegues de los días. La pasión moral es pasión por la verdad y provoca la
aparición de la verdad. Hay un elemento profético en sus escritos que no
encuentro en ningún otro de mis contemporáneos. A veces, como entre los
tercetos de Dante —aunque la prosa del ruso es más bien pesada y su
argumentación prolija—, oigo la voz de Isaías y me estremezco y rebelo; otras
oigo la de Job, y entonces me apiado y acepto. Como los profetas y como Dante,
el escritor ruso nos habla de la actualidad desde la otra orilla, esa orilla
que no me atrevo a llamar eterna porque no creo en la eternidad. Solyenitzin
nos habla de lo que está pasando, es decir, de lo que nos pasa y nos traspasa.
Toca la historia desde la doble perspectiva del ahora mismo y del más allá.
Salvo en ciertas regiones
cuya historia se desvía del curso general de la europea hacia fines del siglo
XVII (pienso en España, Portugal y las antiguas colonias americanas de ambas
naciones), Occidente vive el fin de algo que comenzó en el siglo XVIII: esa
modernidad que, en la esfera de la política, se expresó en la democracia
representativa, el equilibrio de poderes, la igualdad de los ciudadanos ante la
ley y el régimen de derechos humanos y de garantías individuales. Como si se
tratase de una confirmación irónica y demoniaca de las previsiones de Marx —una
confirmación al revés—, la democracia burguesa muere a manos de su creación
histórica. Así parece cumplirse la negación creadora de Hegel y sus discípulos; digo parece porque se cumple de una manera
perversa: el hijo matricida, el destructor del viejo orden, no es el
proletariado universal, sino el nuevo Leviatán, el Estado burocrático. La
Revolución destruye a la burguesía, pero no para liberar a los hombres, sino
para encadenarlos más férreamente. La conexión entre el Estado burocrático y el
sistema industrial, creado por la democracia burguesa, es de tal modo íntima
que la crítica del primero implica necesariamente la del segundo.
El marxismo
resulta insuficiente en nuestros días porque su crítica del capitalismo, lejos
de incluir la del industrialismo, contiene una apología de sus obras. Cantar a
la técnica y pensar en la industria como el agente máximo de liberación de los
hombres, creencia común de los capitalistas y los comunistas, fue lógico en
1850, legitimo en 1900, explicable en 1920, pero resulta escandaloso en 1975.
Hoy nos damos cuenta de que el mal no reside únicamente en el régimen de
propiedad de los medios de producción, sino en el modo mismo de producción. Es
imposible, naturalmente, renunciar a la industria; no lo es dejar de endiosarla
y limitar sus destrozos Aparte de sus nocivas consecuencias ecológicas, quizás
irreparables, el sistema industrial entraña peligros sociales que ya nadie
ignora. Es inhumano y deshumaniza todo lo que toca, de los «señores de las
máquinas» a sus «servidores», como llama el economista Perroux a los que
intervienen en el proceso, propietarios, tecnócratas y trabajadores. Cualquiera
que sea el régimen político en que se desarrolle, la industria moderna crea
automáticamente estructuras impersonales de trabajo y relaciones humanas no
menos impersonales, despiadadas y mecánicas. Esas estructuras y esas relaciones
contienen ya en potencia, como la célula al futuro organismo, si Estado
burocrático con sus administradores, sus moralistas, sus jueces sus psiquiatras
y su campo de reeducación por el trabajo Desde que apareció, el marxismo ha
pretendido conocer el secreto de las leyes del desarrollo histórico. Esta
pretensión no lo ha abandonado a lo largo de su historia y se encuentra los
escritos de todas las tendencias en que se ha dividido, de Bernstein a Kautsky
y de Lenin a Mao. No obstante, entre sus previsiones acerca del futuro no
figura la posibilidad que ahora nos parece más ame cazadora e inminente: el totalitarismo
burocrático como desenlace de la crisis de la sociedad burguesa. Hay una
excepción: la de León Trotski. La menciono —aunque una golondrina no hace verano—
porque el caso es patético. Al final de su vida, en el último artículo que
escribió, poco antes de ser asesinado, Trotski evocó —sin creer mucho en ella,
de pasada, como quien disipa una pesadilla— la hipótesis de que la visión marxista
de la historia moderna como el triunfo final del socialismo pudiera ser un
terrible error de perspectiva. Dijo entonces que, en la ausencia de
revoluciones proletarias en Occidente, en el curso de la segunda guerra mundial
o inmediatamente después de ella, la crisis del capitalismo se resolverla por
la aparición de regímenes colectivistas totalitarios, cuyos primeros ejemplares
históricos eran, en aquellos días (1939), la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin.
Más tarde algunos grupos trotskistas (aunque disidentes dentro de esa
tendencia, como el que publica Socialisme ou Barbarie), han orientado
sus análisis en la dirección apuntada por Trotsky, pero no han logrado diseñar
una verdadera teoría marxista del totalitarismo colectivista. El obstáculo
principal para la recta comprensión del fenómeno es que se niegan a reconocer,
como su maestro, el carácter de clase de la burocracia.
Lo más extraño
es que lo único que se le ocurrió a Trotski para enfrentarse al nuevo Leviatán
fue ¡elaborar un programa mínimo de defensa de los trabajadores! Es revelador
que, a pesar de su extraordinaria inteligencia no reparase en dos
circunstancias. La primera es que él mismo, con su intolerancia dogmática y su
concepción rígida del partido bolchevique como el instrumento de la historia,
había contribuido poderosamente a la edificación del primer Estado burocrático
mundial. La ironía es más hiriente si se recuerda que Lenin, en su «testamento».
reprocha a Trotski sus tendencias burocráticas y su inclinación a tratar los
problemas desde el ángulo puramente administrativo. La según da circunstancia
es la desproporción entre la enormidad del mal que percibía Trotski —el
totalitarismo colectivista en lugar del socialismo— y la inanidad del remedio:
un programa mínimo de acción. Curiosa visión de los revolucionarios
profesionales: reducen la historia del mundo a la redacción de un manifiesto y
a la constitución de un comité. La burocracia y el apocalipsis.
El Estado
burocrático no es una exclusiva de los países llamados socialistas. Se dio en
Alemania y podrá darse en otras partes: la sociedad industrial lo lleva en su
vientre. Lo prefiguran las grandes empresas transnacionales y otras
instituciones que son parte de las democracias de Occidente, como la CIA
norteamericana.
Por todo esto,
si la libertad ha de sobrevivir al Estado burocrático, debe encontrar una
alternativa distinta a la que hoy ofrecen las democracias capitalistas. La
debilidad de estas últimas no es física, sino espiritual: son más ricas y más
poderosas que sus adversarios totalitarios, pero no saben qué hacer con su
poder y con su abundancia. Sin fe en nada que no sea el logro inmediato, han
pactado con el crimen una y otra vez. Esto es lo que ha dicho Solyenitzin
—aunque en el lenguaje religioso de otra edad— y esto es lo que ha provocado el
escándalo de los fariseos. Agregaré algo que debería haber dicho y que es
lamentable que no haya dicho: las democracias de Occidente han protegido y
protegen a todos los tiranos y tiranuelos de los cinco continentes.
Se dice con
frecuencia que Solyenitzin no ha revelado nada nuevo. Es verdad: todos sabíamos
que en la Unión Soviética existían campos de trabajo forzado que eran lugares
de exterminio de millones de seres humanos. Lo nuevo es que la mayoría de los «intelectuales
de izquierda» por fin ha aceptado que el paraíso era infierno. Esta vuelta
a la razón, me temo, se debe no tanto al genio de Solyenitzin como al saludable
efecto de las revelaciones de Kruschev. Creyeron por consigna y han dejado de
creer por consigna. Tal vez por esto muy pocos entre ellos, poquísimos. han
tenido el valor humilde de analizar en público su extravío y explicar las
razones que les movieron a pensar y obrar como lo hicieron. Es tan grande la
resistencia a reconocer que se ha cometido un error, que una de esas almas
empedernidas, un gran poeta, dijo: «¿Cómo no me iba a equivocar yo, un
escritor, si la historia misma se equivocó?». Los griegos y los aztecas
sabían que sus dioses pecaban, pero los modernos los aventajan: la historia,
esa idea encamada. como una matrona de cascos ligeros, se va de picos pardos
con el primero que llega, llámese Tamerlán o Stalin. En esto ha parado el
marxismo, un pensamiento que se presentó como «la crítica del cielo».
En un artículo
que consagré a la aparición del primer volumen de Archipiélago Gulag[1],
subrayé que el respeto que me inspira Solyenitzin no implica adhesión a sus
ideas ni a sus posiciones. Apruebo su crítica al régimen soviético y al
hedonismo, hipocresía y miope oportunismo de las democracias de Occidente;
repudio su idea simplista de la historia como una lucha entre dos imperios y
dos tendencias. Solyenitzin no ha comprendido que el siglo de la desintegración
y liquidación del sistema imperial europeo ha sido también el del renacimiento
de viejos países asiáticos. como China, y el del nacimiento de jóvenes naciones
en África y en otras partes del mundo. ¿Esos movimientos se resolverán en un
gigantesco fracaso histórico como el que ha sido, hasta ahora, el de Brasil y
los países hispanoamericanos, nacidos hace un siglo y mecho de la
desintegración española y portuguesa? Es imposible saberlo, pero el caso de
China apunta más bien hacia lo contrario. La ignorancia de Solyenitzin es
grave, porque su verdadero nombre es arrogancia. Es una característica, por lo
demás, muy rusa, como lo saben todos los que han tratado con escritores e
intelectuales de esa nación, sean disidentes o pertenezcan a la ortodoxia
oficial. Este es otro de los grandes misterios rusos, como lo saben también los
lectores de Dostoievski: en ellos la arrogancia va unida a la humildad, la
brutalidad a la piedad, el fanatismo a la mayor libertad espiritual.
Insensibilidad y ceguera de un gran escritor y de un gran corazón: Solyenitzin.
el valeroso y el piadoso, ha mostrado cierta indiferencia imperial, en el
sentido nato de la palabra, ante los sufrimientos de los pueblos humillados y
sometidos por Occidente. Lo más extraño es que, siendo como es el amigo y el
testigo de la libertad, no haya sentido simpatía por las luchas de liberación
de esos pueblos.
El ejemplo de
Vietnam ilustra las limitaciones de Solyenitzin. Las suyas y las de sus
críticos. Los grupos que se opusieron, casi siempre con buenas y legitimas
razones, a la intervención norteamericana en Indochina. negaron al mismo tiempo
algo innegable: el conflicto era un episodio de la lucha entre Washington y
Moscú. No verlo —o tratar de no verlo— fue no ver lo que han visto muy bien Solyenitzin
y (también) Mao: la derrota norteamericana alienta las aspiraciones de
hegemonía soviética en Asia y en Europa occidental. Esos mismos grupos
—socialistas, libertarios, demócratas, liberales antiimperialistas— denunciaron
con razón la inmoralidad y la corrupción del régimen de Vietnam del Sur, pero
no dijeron una palabra sobre la verdadera naturaleza del que rige Vietnam del
Norte, un testigo insospechable, Jean La Couture, ha calificado al Gobierno de
Hanoi como el más estalinista del mundo comunista. Su líder, Ho Chi Minh.
dirigió una purga sangrienta contra los trotskistas y otros disidentes de
izquierda después de la conquista del poder. Las crueles medidas adoptadas por
el triunvirato que rige Camboya han consternado y avergonzado a los partidarios
en Occidente de los kmer rojos. Todo esto comprueba que la izquierda está
aprisionada por su propia ideología; por eso no ha encontrado aún la manera de
combatir al imperialismo sin ayudar al totalitarismo y a la inversa Pero Solyenitzin
es también prisionero de la malla ideológica: dijo que la guerra de Indochina
fue un conflicto imperial, pero no dijo que fue también y sobre todo una guerra
de liberación nacional. Esto último fue lo que le dio legitimidad. Ignorarlo no
sólo es ignorar la complejidad de toda realidad histórica, sino su dimensión
humana y moral. El maniqueísmo es la trampa del moralista.
Las opiniones de
Solyenitzin no invalidan su testimonio. Archipiélago Gulag no es ni un
libro de filosofía política ni un tratado de sociología Su tema es otro: el
sufrimiento humano en sus dos notas extremas, la abyección y el heroísmo. No el
sufrimiento que inflige al hombre la naturaleza, el destino o los dioses, sino
otros hombres. El tema es antiguo como la sociedad humana, antiguo como la
horda primitiva y como Caín. Es un tema político, biológico, psicológico,
filosófico, religioso: el mal. Nadie ha podido decimos todavía por qué hay mal
en el mundo y por qué hay mal en el hombre. La obra de Solyenitzin tiene dos
méritos. ambos muy grandes: el primero es ser el relato de algo vivido y padecido;
el segundo es constituir una completa y abrumadora enciclopedia del horror
político en el siglo XX. Los dos volúmenes que hasta ahora han aparecido son
una geografía y una anatomía del mal de nuestra época. Ese mal no es la
melancolía ni la desesperación ni el taedium vitae, sino un sadismo sin
erotismo: el crimen socializado y sometido a las normas de la producción en
masa. Un crimen monótono como una multiplicación infinita. ¿Qué época y que
civilización pueden ofrecer un libro que compita con el de Solyenitzin o con
los relatos de los sobrevivientes de los campos nazis? Nuestra civilización ha
tocado el límite del mal (Hitler y Stalin) y esos libros lo revelan. En esto
consiste su grandeza. Las resistencias que han provocado las obras de Solyenitzin
son explicables: son la descripción de una realidad cuya sola existencia es la
refutación más completa, desoladora y convincente de varios siglos de
pensamiento utópico, de Campanella a Fourier y de Moro a Marx. Además, son la
pintura verídica de una sociedad en la que millones de nuestros contemporáneos
—entre ellos innumerables escritores, científicos y artistas— han visto nada
menos que los rasgos adorables del Mejor de los Mundos Futuros. ¿Qué se dirán
hoy a sí mismos, si es que se atreven a hablar con ellos mismos, los autores de
esos exaltados libros de viajes a la URSS (Regreso del Futuro se llamaba
uno de ellos), esos poemas entusiastas y esos encendidos reportajes sobre «la
patria del socialismo»?
Archipiélago Gulag asume la doble forma de la historia y del catálogo. Historia del origen, desarrollo y multiplicación de un cáncer que comenzó como una medida táctica en un momento difícil de la lucha por el poder y que terminó como una institución social en cuyo funcionamiento destructivo participaron millones de seres, unos como víctimas y otros como verdugos, guardianes y cómplices. Catálogo: inventario de los grandes —que son también gradas en la escala del ser— entre la bestialidad y la santidad. Al contamos el nacimiento, los progresos y las metamorfosis del cáncer totalitario, Solyenitzin escribe un capítulo, tal vez el más terrible, de la general del Caín colectivo; al relatar los casos que ha presenciado y los que le han referido otros testigos oculares —en el sentido evangélico de la expresión— nos entrega una visión del hombre. La historia es social; el catálogo, individual. La historia es limitada: los sistemas sociales nacen, se desarrollan, mueren: son pasajeros. El catálogo no es histórico: no tiene que ver con los sistemas, sino con la condición humana. La abyección y su contrapartida: la visión de Job en el muladar, no tienen fin.
Octavio Paz, Destino, nº 1994, 18 a 24 de diciembre de 1975, pp. 29-31
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