domingo, 19 de enero de 2025

"Sobre el artista románico" de José Jiménez Lozano ("De Madrid al Camino. Boletín Informativo de la Asociación de Amigos de los Caminos de Santiago de Madrid", Número Especial Junio de 2008)

 


SOBRE EL ARTISTA ROMÁNICO

Muchas cosas ha habido siempre en el camino y luego en la llegada de un peregrino a Santiago: maravillas artísticas, tierras y gentes diversas, aventuras tristes y gozosas, paisajes admirables, historias como las que nos ha contado Chaucer de las peregrinaciones a Santo Tomas de Canterbury y aun mucho más universales e inquietantes de farsantes como la de Juan de Esperaindeo, que es una de tantas encarnaciones del Judío Errante, aquí transmutado en peregrino a Santiago para expiar su culpa y rezar también por quien le socorriera, o le encomendase una ofrenda al Apóstol Santiago en su nombre.

 Año tras año, hasta que cae en manos inquisitoriales, Antonio Ruiz o Rodríguez, vecino de Medina del Campo y luego de Ávila, y a quien probablemente entrenó en su papel un peregrino francés a Compostela, de nombre Pierre, embauca a las buenas gentes, que le encuentran cada vez más joven y a las que contesta que eso le sucede porque acababa de bañarse en el Jordán. «Soy Juan de Espera en Dios», les dice a los señores inquisidores que le detienen en setiembre de 1546, y es realmente joven pues tiene entonces como veinte años, aunque él dice venir de los tiempos mismos de la crucifixión de Cristo, abusando así la buena fe de las gentes en la leyenda del Judío errante.

Y, si hago mención de esta figura de farsante, es por la genialidad que supone el percatarse de que la esencia o sustancia del peregrinaje a Compostela y de la laceración y frustración de los que no pueden ir pero quisieran, era una esperanza en Dios para una juventud que no pasa, y, por eso con ella fabrica su nombre mismo. De manera que tal historia me ha parecido interesante que figure aquí, a la cabeza de una reflexión sobre esta odisea cristiana de vuelta a casa, que son las peregrinaciones compostelanas, alimentadas desde luego en esa su esperanza en el libro de piedra o de pintura del románico de manera privilegiada, y de tal manera que hasta los modos del creer cristiano en el tiempo llegan a estar conformados por ese artista románico, cuya singularidad es realmente paradigmática hasta en el ámbito de la más absoluta libertad. Y éste es el asunto en el que quisiera poner los ojos en su compañía de ustedes esta noche.

El artista en su obra

Hay una carta de Thomas S. Eliot al poeta griego Giorgios Seferis, en la que se dice que cada vez nos resulta más difícil hacer poesía, porque cada vez somos más conscientes de que la estamos haciendo. Es decir, que la conciencia del poeta o del narrador, y lo mismo ocurre con la del arquitecto, el pintor o el escultor, se ha convertido en una autoconciencia demiúrgica, de creadores de otros mundos que el mundo. Pero el artista de otro tiempo no tuvo nunca, ni por asomo, esta conciencia demiúrgica, ni tampoco la otra inevitable conciencia sacerdotal, o de pertenencia a la casta sagrada de lo que en nuestro tiempo se llama la cultura. El artista lo era, y la cultura estaba allí, sin conciencia alguna de serlo y de estarlo, como el pez en el agua, y la rosa florece porque florece, según el verso de Angelus Silesius. El pintor o el escultor tenían una conciencia de oficio, de menestrales; al igual que el escritor tenía conciencia de cronista o de componedor de fábulas o versos. Nada más.

 El asunto cambió luego bastante, ciertamente, en el Renacimiento con su culto a las letras y las artes antiguas, e hizo príncipes de quienes las practicaban, invistiéndoles con el nombre de artistas, pero el asunto sólo hasta muy tarde cuajó del todo, y nos encontramos, por ejemplo, a Diego de Velázquez viviendo en el Palacio Real, en el pabellón de los barberos y otros menestrales, y, aunque, le vemos en su cuadro de Las Meninas, con la señera en el pecho del hábito de Santiago, un criado de Corte continuó siendo.

Y ello era honra, porque el pintar bastaba. Así que al aproximarnos ahora a un tiempo de la historia de Occidente, tan otra respecto a nosotros, exige no solamente desposeernos de nuestras categorías mentales, y mirar por aquellos ojos de fuera y de dentro de las gentes de aquellos siglos, sino desposeernos también del lastre acumulado en interpretaciones de ellos teñidas de nuestra subjetividad o del espíritu del ahora o Zeitgeist, que obliga a hermenéuticas tan improbables o bovarísticas, como que la imaginería románica anticlerical o de explícitas alusiones sexuales sería la obra del pueblo, que se supone la haría al amparo de la noche, y luego se presentaría a cobrar por la mañana; o como las otras afirmaciones del formalismo artístico ruso de que a partir del Renacimiento ya no se pintarían ascensiones de Cristo o de la Virgen al Cielo, porque ya nadie había visto ni creía en esas cosas. Y excúsenme que cite algo así tan pintoresco y de tono menor, porque otras citas más brillantes y pretenciosas no nos permitirían sin más pasar sobre ellas, como aquí hacemos, con una simple y benevolente sonrisa.

 Como resulta una evidencia, el tiempo del románico es un tiempo teológico, es decir, un tiempo en el que la naturaleza, el hombre, y la historia, son vistos con ojos teológicos, y teológica es la simbolización de toda la realidad; esto es, la cultura entera. Lo que quiere decir que, por lo tanto, también la arquitectura, la pintura y la escultura. La institución eclesiástica, es, por lo demás, la que de modo más entitativo echa mano de la expresión artística, por la sencilla razón de que sus miembros poseen un nivel cultural mayor y más refinado, y es ella la que acude a las gentes del oficio para que construyan, pinten o esculpan, según las normas de arte o de menestralía, y la expresión artística de cada cual, toda una serie de paradigmas teológicos, que por lo demás son los mismos que los de la cultura y la fe religiosa mismas de esas gentes del oficio. Y subrayemos ya la importancia de este asunto de teología y hombre de oficio, y de Iglesia patrono y hombre de oficio que trabaja para ella, porque aquí hay toda una cuestión central acerca de si, en realidad, ha habido arte religioso en Occidente.

 El hecho sólidamente establecido, y que sigue ahí, ante nuestros ojos, es que el románico es la expresión de una cultura teológica, y que la expresión del tiempo, desde el lenguaje a la expresión artística, es simbólica para cualquier realidad; lo que, para nosotros, que hemos perdido incluso la dimensión simbólica del lenguaje, puede resultar problemático para entender las cosas. Honorius Augustodunensis escribía, por ejemplo: Las iglesias se orientan al Este por donde el sol nace, porque en él es venerado el Sol de Justicia, y en el Este está dispuesto el Paraíso, nuestra casa...Las transparentes ventanas que alejan la tempestad y dejan penetrar la luz son los doctores que resisten la tormenta de las herejías y desparraman la luz de las enseñanzas de la Iglesia. El cristal de las ventanas a través del cual pasan los rayos de luz es el pensamiento de los doctores, que ven misteriosamente las cosas divinas como a través de un cristal...Las columnas que sostienen la casa son los obispos sobre los que se apoya la estructura de la Iglesia, merced a la rectitud de su vida. Las vigas que mantienen unida la construcción son los príncipes de este mundo que proporcionan a la Iglesia su protección. Las tejas de la cubierta, al impedir el paso de la humedad a la casa, son soldados que protegen la Iglesia de paganos y enemigos...Las pinturas son como el ejemplo de los justos...(y)se realizan por tres razones: en primer lugar para que sean leídas por los laicos, en segundo lugar para que el edificio se adorne con dicha decoración, y en tercer lugar como un recuerdo de nuestros predecesores en la vida... El pavimento que los pies hollan es el pueblo, gracias a cuyo trabajo la Iglesia se mantiene. Las criptas construidas bajo el suelo son los que cultivan la vida interior...La puerta es un obstáculo para los enemigos, y que se muestra abierta a la entrada de los amigos de Cristo...El cementerio es el seno de la Iglesia, ya que, así como Cristo dio la vida a los muertos de este mundo en el útero del bautismo, así, después de la muerte, les devuelve la vida eterna. Y el claustro sería, en fin, según esta topografía simbólica, figura del Edén, y su pozo símbolo de vida en razón del agua que hay en él, y la comunicación que establece entre las zonas inferiores de la tierra con el aire y el cielo, y de la tiniebla con la luz. La bóveda, de circunferencia perfecta, es un trasunto de la celeste bóveda, cualquier noche estrellada, que da vueltas en torno a la Estrella Polar, o quicio del Universo, que es figura de Cristo; y el claustro, símbolo de la Jerusalén celeste.

El arte que habla a su manera

 La escritura de Honorius Augustodunensis es, ciertamente, algo tardía; y fuerza sin duda la simbólica según la retórica del tiempo, pero se atiene a la idea y al sentimiento centrales de una topografía teológica que estaba en la base de la construcción, y que, por lo tanto, habitaba y presidía, o de la que brotaba, la decisión artística. Pero, en arte, las formas lo son todo, y son ellas las que dan el sentido, de manera que es la obra artística la que dice integra en ella artísticamente toda aquella topografía simbólica, y la teología que hay detrás, pero al modo artístico, que ya resulta mucho más polisémico que el especulativo. La luz, las sombras, los volúmenes, las dimensiones, la elección de la piedra, y su rugosidad o lisura, los adornos o su ausencia, la pintura o la desnudez de ella, son los que compondrán al fin una estancia de oración y de alegría; y de manifestación de la fe de los que allí acuden. Y me interesa subrayar a este respecto, y en referencia a la cuestión de si hay arte religioso en Occidente como les decía, esta precisión de Honorius Augustodunensis acerca de que las pinturas están hechas para que sean leídas por los fieles, adornen o decoren el edificio, y guarden memoria de los que vivieron.

Es decir, en primer lugar se espera que las pinturas sean leídas. Habitualmente suele subrayarse la función catequética de la pintura y escultura para un pueblo en su mayor parte iletrado, y sin duda es así, pero quizás debiéramos matizar que más bien que una instrucción era una manifestación de lo que ya se sabía por la predicación y la celebración de las fiestas litúrgicas, e incluso las piezas teatrales, porque obviamente poco podían entender de lo que veían —a veces algo ciertamente muy complejo—, si así no fuese. Realmente se hubieran encontrado en el caso en el que, ahora mismo, algunos redactores de fichas artísticas describen lo que ven: Joven con alas inclinado ante una joven, en la imposibilidad absoluta de explicarse tal cosa. Si aquellas gentes entendían lo que veían en tímpanos, capiteles, canecillos o metopas, hay que concluir que podrían ser analfabetos, pero no de una bastante sofisticada cultura teológica, llena, por lo demás de conceptos abstractos y expresiones alegóricas o simbólicas, o en otro caso la función catequética o docente no hubiera tenido sentido ninguno, como podría atestiguarnos cualquier profesor de enseñanzas medias, y no tan medias, incluso si no se dirige a analfabetos.

 En una página de Los ojos del icono, me pregunté por la perpleja situación de un arqueólogo de algunos miles de años después de la desaparición del cristianismo histórico como cultura relevante, ante el hallazgo en unas viejas ruinas de un Pantocrátor, y en otras de una tabla o imagen gótica del Crucificado. El icono del Pantocrátor le mostraría a alguien que es poderoso y sabio, ya que se sienta como en un trono y tiene por escabel al horizonte cósmico, y un libro en las manos, pero por esto mismo no es un dios mitológico, ya que el libro le une a la historia de los hombres. Pero lo que no le resultaría tan fácil sería concluir, sin más mediaciones, que uno y otro icono, son un mismo ser divino-humano, omnipotente y humillado, Señor del cosmos y de la historia, y sufriente siervo y víctima de los poderes de esa historia. ¿Y cómo no se desconcertaría, luego, ante el hecho de que un Pantocrátor estuviese siempre tallado en piedra o pintado en un muro con colores planos y agresivos, mientras el icono del sufriente, pintado o fabricado en madera mayoritariamente, ofreciera líneas totalmente humanizadas y colores cálidos, expresando el dolor, si tal arqueólogo llegara a adivinar que se trataba de la misma persona divino-humana?

Piedra y madera como cauce de expresión teológica

 Pero esta dicotomía de materiales la decidió el artista románico, realizando a la vez una elección técnica en función de la expresión que a la materia pedía, y la piedra y el muro con su poder fundante fueron elegidos para la expresión de la teología del Pantocrátor y toda la teología románica de la gloria, en general, exactamente como en la humilde disponibilidad de la madera se expresa la teología del sufriente. Para decirlo como Plotino, podemos afirmar que el artista adaptó su ojo a lo que tenía que esculpir o pintar, que tal decía el filósofo que era el acto de la comprensión, y eligió la materia y el modo de mostrar, como únicas posibilidades de hacerlo. De manera que toda esa estética del material y de las formas, decisión del artista era, y aparece colgada como de unos hilos invisibles al igual que el autómata jugador de ajedrez del que habla Walter Benjamin, un autómata construido de tal manera, que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a un tablero colocado sobre una gran mesa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad, se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez, y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Este enano, aclara Benjamin, era la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea, y no debe dejarse ver en modo alguno. Pero en los tiempos románicos era una hermosa princesa, y los artistas la desposaban; no era que estuvieran a su servicio. Expresaban la teología artísticamente, y, por lo tanto, lo que ella quería expresar, pero la técnica y la estética de esa expresión, la forma, en suma, que salía de la inteligencia, la sensibilidad y la habilidad de las manos era la que decidía lo que artísticamente no podía ser dicho de otro modo, la que decía verdaderamente.

 Y sabemos, muy bien que, cuando los destinatarios de ese arte teológico, no tenían ninguna información de este tipo, y se estaba en su plena evangelización, y no era suficiente la ruptura con el canon griego, hieratizándolo y rigidizándolo, para darles a entender, a esos destinatarios, que lo que veían allí no era el puro trasunto figurado del mundo, sino digamos el transmundo, se echó mano resueltamente de figuras monstruosas para Cristo y la Virgen María, como, por poner un ejemplo, ocurre de modo bastante sistemático, por lo que podemos deducir de su insistente presencia, y de los textos, en el románico de los países nórdicos, de una muy tardía evangelización. Y el artista es también el que decide como han de hacerse las cosas.

 Pero sabemos, igualmente, que aquellas gentes románicas, como de su madre nos cuenta el poeta François Villón, iban la iglesia, además de al culto, a ver

Un paraíso pintado, en el que hay arpas y laúdes,

y un infierno, en el que hierven los condenados.

El uno me da miedo, el otro alegría y júbilo.

 

 Esto es, a ver belleza y a escuchar historias, porque era éste un tiempo en el que, como vemos, las gentes se apasionaban por historias realmente totales y decisivas, en las que toda la carne se ponía en el asador, y para siempre, mientras disfrutaban con la belleza o se horrorizaban de la fealdad. Se alegraban y se inquietaban ante lo que veían en tímpanos, capiteles, canecillos o pinturas al fresco, que todos ellos, pero especialmente estas últimas, adornaban la iglesia, también como mera y viva decoración, que siempre alegra el corazón del hombre, y de la que sabemos que el hombre antiguo no quería separarse ni aún en la tumba. O sobre todo en ella.

 Estamos muy lejos de la tensión que aparecerá en el Renacimiento, inevitablemente, entre Iglesia patrón y artista-realizador. Y no, desde luego, en razón de ese constructo abstracto que habla de Edad Media como tiempo teocéntrico y Renacimiento como tiempo antropocéntrico, sino por la irrupción de la Reforma Protestante en el plano de lo teológico, y la irrupción en el plano cultural de una mayor autoconciencia o elefantiasis del yo del artista Nada de esto ocurre en los tiempos románicos.

 En ellos, el artista, con su conciencia de oficio, vive y produce su obra como pez en el agua, y entre vida, obra y teología que es la cultura que se respira, no hay cesura de ninguna clase. Lo que no quiere, decir sin embargo, que no haya diferencia entre el plano de lo religioso y el de la vida y el arte; el artista es un hombre civil y del mundo, y el arte que produce es teológico y para mostrar teología, pero no es tan obvio que sea, por eso mismo, un arte religioso. Y no lo es. Es un asunto importante, como decía. En Occidente no hay iconos sagrados.

 Entre la imagen y la palabra

 Cuando hablamos de iconos, no hablamos exactamente de arte, sino de cosas divinas o sagradas, según una teología al borde del monofisismo por lo menos, asunción de lo carnal por lo divino y su transformación en divina condición. El icono representa lo divino, y participa de algún modo de ese resplandor divinal, tiene una dimensión sagrada y sacramental, y lo divino asumiría y transformaría, también de alguna manera, la realidad material de la finísima película de pintura que está sobre la tabla, y, al ser tocado y besado, produciría algo así como una descarga de energía de santidad. Y, para matizar todo esto, en la propia Iglesia Oriental llega a hacerse necesario enfatizar con toda claridad que el icono no es una materialidad sagrada, o un locus sagrado en el que resida lo divinal, manteniéndose, por esto mismo, la no utilización de imágenes de bulto —estatuas o bajorrelieves— que implican un cierto espesor de la materia, y subrayando que la delgadísima lámina de pintura, el mínimum de materia, es una señal o signo. Todo icono, escribe Paul Evdokimov, está en función del icono del Salvador —llamado akeropoieta, o no hecho de mano o por mano de hombres— o de la Santa Faz, que unos ángeles tienen en un velo y lo revelan a los hombres. No es exactamente el retrato de Jesús, es el icono de su presencia. Y, así las cosas, todo lo que sea adorno psíquico, gesto dramático, afectación o agitación, queda radicalmente suprimido; y, asimismo, el aspecto anecdótico está reducido a lo estrictamente necesario de una llamada, pues es su significación metahistórica la que está representada. Todo lo cual supone, obviamente, una marginalidad total, e incluso una transgresión, de las normas de la representación pictórica, de su estética y su técnica, porque este pintar es un asunto teológico y religioso en sí mismo. Y Jean Hani señala tres procedimientos técnicos obligados: todo lo que se pinta en el primer plano debe manera paralela a la tabla, con lo que queda suprimida toda la profundidad; la perspectiva debe estar invertida y el punto de fuga no está en el fondo del cuadro, sino en quien mira, y las figuras se agrandan a medida que se alejan de esta mirada, las escenas están delante de los edificios en los que suceden; y se da también una perspectiva radial en la que las figuras o escenas se despliegan en todos los sentidos respecto a una escena central, sin tener que ver nada con el espacio y el tiempo en que transcurren. La fuente de la luz del cuadro es totalmente suprimida, y todo el icono debe estar traspasado por la luz divina difundida por el pan de oro del fondo, y los finos rayos de inocopia que el pintor pone en las ropas y en los rostros de los personajes, y el icono se vuelve transparente

 Las distintas partes del rostro deben conformarse de cierto modo según un simbólica: las orejas deben estar ahuecadas para mostrar que están a la escucha de Dios; los ojos en forma de almendra y no cerrados en las comisuras se agrandan, y significan que mirada exterior y mirada interior coinciden; los labios son finos rehuyendo toda sensualidad; el cuello fuerte alude al poder, y la nariz se alarga como símbolo de la vida que en ella fue insuflada a Adán; y los rostros oscuros, en fin, con los destellos de la inocopia triunfan de todo naturalismo. Y digamos también que la confección de la pintura en todo su proceso implica toda una ascesis de ayuno y purificaciones en quien pinta, que de ordinario es un monje. Es decir, pintar es una práctica religiosa.

 Esta clase de arte cristiano fue normado ya en el Concilio de Nicea de 787, y confirmado en el Concilio de Constantinopla de 879, y estas decisiones fueron firmadas por el Legado Papal, Pablo, obispo de Ancona. El texto dice que la composición de las imágenes religiosas no queda a la iniciativa de los artistas, sino que resulta de los principios establecidos por la Iglesia católica y la tradición religiosa; de manera que el arte, la técnica de ejecución pertenece al pintor, pero el orden y la disposición pertenece a los Padres.

 Pero todo esto no tiene nada que ver con el arte occidental cristiano. El Papa Gregorio I (+604) escribe algo que sitúa muy pronto todos estos asuntos en esa diferencia, al afirmar que la acción y la presencia divinas no están en las pinturas, sino en la Palabra de Dios y en los sacramentos, y que las pinturas no son sacramentos ni epifanías divinas, sino obra de mano de hombres. Y los Concilios occidentales de Frankfurt, en 794, y de París, en 852, dicen incluso con cierta sans façon que esas imágenes no tienen ninguna relación de pertenencia con sus prototipos, y que, ciertamente, Cristo no nos salvó por la pintura. Todo lo cual quiere decir, para expresarlo con cierta plasticidad, que en Occidente, no hay arte religioso, sino arte de contenidos o temas teológicos, pero de ejecución naturalista, que no es lo mismo.

 De un modo que podríamos llamar curioso, pero que en realidad es trágico, la mente moderna que aparece sumida en la retórica de la laicidad, se siente perpleja y desconcertada, pongamos por caso, ante la pintura de una escena de caza o de una simple encantadora liebrecilla, y no digamos nada una escena amorosa, en una pintura antigua en lugar sagrado o dentro de una pintura de tema religioso, y sentencia enseguida que se trataría de asuntos laicos, y, por supuesto, de mucha modernidad. Y sonreímos, pero ya no podemos sonreír tan despreocupadamente cuando por ejemplo don José Ortega y Gasset hablando de Velázquez, por ejemplo, afirma que dio todo un vuelco a la pintura, abandonando los temas mitológicos, y religiosos, y obligándose a pintar escenas cotidianas, porque el arte era ensueño, delirio, fábula convención, ornamento de gracias formales, dice. ¿El románico, pongamos por caso, es todo, o siquiera algo de eso?, le preguntaríamos, pero lo que nos afirma es que Velázquez se pregunta si no será posible con este mundo, con esta vida tal cual es hacer arte; y que cuando pinta su cuadro Cristo de visita en casa de María y Marta, lo que allí vemos es una cocina, y en ella una vieja y una moza se afanan en la preparación de un yantar. En el aposento, no aparecen ni Cristo, ni María ni Marta, insisto, pero allí en lo alto del muro, hay colgado un cuadro y es en ese cuadro interior donde la figura de Jesús y de las dos santas mujeres logra una irreal presencia. De esta forma se declara Velázquez irresponsable de pintar, lo que, a su juicio, no se puede pintar. La ingeniosidad de la solución nos manifiesta hasta qué punto está resuelto desde mozo a no aceptar la tradición artística para la cual la pintura es el arte de representar inverosimilitudes. Y también podríamos preguntar: ¿El románico, por ejemplo?

 ¿Es el Pantocrátor otra cosa, o el pintor o escultor nos muestran ahí, otra cosa que un ser tan poderoso que tiene el mundo por escabel de sus pies, sólo una hermosísima forma de enfatizar ese poder?

 El artista que espera en Dios

 Y traigo a colación todo esto, porque parece pura ceguera o voluntad de no ver que, desde luego, el arte hasta nuestro tiempo es imitación de lo real, y está hecho con este mundo y con esta vida, y de tal manera, que produce verdaderamente una presencia real, como diría George Steiner, que precisamente es lo que prueba que es arte, y que pintor y escultor no hacen sino hablarnos de la realidad y contarnos historias humanas, como son las bíblicas, digamos de pasada, o antropomorfizando incluso la mitología o hasta conceptos abstractos teológicos como la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que es el colmo barroco, ciertamente. Y el románico, que es un arte teológico, nos cuenta igualmente historias humanas, o nos muestra los hermosísimos escorzos de la vida de la naturaleza; y, cuando nos pinta inverosimilitudes, como pongamos por caso ojos en las alas de los ángeles, o jóvenes con alas para significar, según los asirios y luego los escritores bíblicos lo rápidos mensajeros que son, lo hacen porque el inmenso poeta que escribe el Apocalipsis así lo cuenta, no porque fuera surrealismo avant la lettre como he oído yo mismo en alguna tribuna cultural. Cosa laica la poesía, que se sepa; pero ¿es que tiene algún sentido preguntar estas cosas ante el arte o la poesía? Porque no parece que haya un arte de poética religiosa o leyes mosaicas de la novela, como hay, según hemos visto, una estética religiosa que es una contra-estética. Y el arte románico sin duda que se separa del canon griego, porque trata de subrayar que lo que dice, digamos que es transmundano o no pertenece a la inmanencia, pero lo hace de un modo naturalista, y es también Gregorio I el que a este respecto subraya que el hombre no tiene que ser liberado de su naturaleza, sino del pecado.

 El artista románico pinta y esculpe por su cuenta, según habilidad y arte, y nadie le dice cómo debe hacer, sino solamente qué ha de pintar o esculpir. Lo que liga al artista con la Iglesia es una mera relación económica de quien cobra lo que ha pintado o esculpido con quien paga lo que ha encargado. El artista no tiene conciencia demiúrgico alguna, como dije, ama a los hombres y al mundo tales como son, o desespera de ellos tales y como son, pero no los olvidará ni los destruirá. Éste es asunto del hombre moderno, y por lo tanto del artista, el ánimo de hacer un mundo otro, o el de reducir este mundo y su hermosura a geometrías y conjunto de manchas de colores, a expresiones mínimas, o expresar una visión de desespero y destrucción mediante el recurso a los desechos. Y, al decir esto no emito ningún juicio de valor sobre tales asuntos, porque está muy claro que nos movemos en otro concepto del arte y del artista, en el que, sin ir más allá, éste es fuente de aquél.

 Johannes Bühler hacía notar, hace ya muchos años, que la arquitectura románica se reduce a un conjunto de muros que se alzan de un modo que impone por sus enormes masas, pero también por lo severo y sereno de sus formas, y que sus interiores son de lo más diverso, desde el cielo raso con que se cubren las iglesias alemanas, lleno de colores brillantes, a las bóvedas en forma de cuna o artesa de las iglesias francesas; y respecto a las pinturas escribe algo importante: Las obras plásticas y las gigantescas pinturas murales, para las que brindan sitio abundante los enormes lienzos de pared, no poseen aún una vida propia gobernada por las leyes de su arte; las primeras no tienen apenas otra función que la de servir de ornamento, y las segundas, por muy monumental que sea la impresión que hoy causan en nosotros las pocas que se han conservado, no se proponen tampoco más finalidad que la de decorar y servir de ilustración a la historia sagrada. Por tanto, los artistas de esa época, al igual que sus sabios, se limitan a ilustrar lo transmitido por la tradición. A esto hay que añadir que la pintura se presta para comunicar los contenidos de las cosas al igual que los libros; por eso, y porque estaba en condiciones de prestar excelentes servicios a la arquitectura interior románica, vemos que, hasta fines del siglo XII aproximadamente, la pintura afirma exteriormente su predominio sobre las demás artes plásticas.

 Podríamos decir, finalmente, que luego fueron sofisticándose las cosas, pero este arte románico, que es un arte teológico por su mensaje, no es un arte religioso o sacral ni in faciendo, ni luego contemplado o formando parte del todo oracional, sino pintura de hombre para la mostración de la fe, la alegría y la memoria de los muertos de que hablaba Honorius Augustodunensis, y sus explicaciones simbólicas son reglas de lectura teológica y a las veces retórica, pero no de construcción artística religiosa, al contrario de como vimos que sucede con el icono. Estamos en Occidente, y lo realmente extraño es que a nuestro mundo ese arte románico, obra de mano de hombre, esto es, algo naturalmente laico le parezca religioso, y, como dijeron los señores surrealistas, putrefacto y que habría que destruir, como esos mismos señores surrealistas y otros caballeros enterradores de la historia de los padres invitaron a hacer, por cierto.

 Pero siempre habrá ojos que busquen hermosura, y corazones «esperaindeo», y que encontrarán en el románico la alabanza de la vida y de la juventud, que no pasa, expresadas en él con una seguridad y una fuerza muy especiales. La peregrinación siempre es a las fuentes, o una odisea de la vuelta a casa. También en el más serio de los aspectos de una conciencia europea ahora mismo, que parece ya cansada o exhausta. El artista románico ayudó a levantarla, y aún puede ser atendido y escuchado, y no en el menor lugar en el camino de Compostela y su llegada allí, una de las grandes piedras angulares sobre las que Europa se hizo.

José Jiménez Lozano, De Madrid al Camino. Boletín Informativo de la Asociación de Amigos de los Caminos de Santiago de Madrid, Número Especial Junio de 2008, pp. 31-34.

Actas del Seminario José Antonio Cimadevila Covelo de estudios jacobeos «Asociación XX aniversario» Madrid, 27 de noviembre de 2007

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