EL
PROFETA ALDOUS HUXLEY
QUISIERA todavía decir
aún dos palabras sobre los hippies, más que como fenómeno de rechazo de una
sociedad o de una huida de ella, como realidad de rechazo de las iglesias
cristianas y de búsqueda de una religiosidad personal para conseguir la cual no
se ha encontrado inconveniente en acudir hasta el LSD y demás drogas, que tanto
estrago están haciendo, entre los jóvenes sobre todo. Y decía, en mi anterior
artículo, que tendríamos que hacer cuenta de lo que Huxley, Buda, Hesse o el
Bardo Thödol o un Jesús muy «sui generis» ofrecen u ofrecieron a esos
muchachos, que las iglesias no les ofrecieran.
Y una primera explicación
creo que puede ser esa que di sobre la realidad de la vividura de lo religioso
cristiano en la sociedad norteamericana, aunque hay que contar con otros muchos
factores. El padre Charles Moeller, en su estudio sobre Aldous Huxley, escribe
algo muy agudo acerca del temperamento anglosajón, que creo que tampoco hay que
dejar de lado, sobre todo si se tiene en cuenta que el fenómeno hippy ha sido
concretamente norteamericano y que Huxley ha sido su «santo patrón»: «La
tentación del hinduismo —escribe Moeller— siempre ha sido grande para
ciertos espíritus anglosajones: asqueados del marxismo, llenos de resentimiento
contra un catolicismo que identifican con los regímenes totalitarios, en plena
reacción contra el conformismo victoriano, insatisfechos del anglicanismo
oficial, son muchos los que se vuelven hacia la “mística” oriental. Con
Somerset Maugham, Huxley es aquí portavoz de una parte de su generación... El
mundo oriental ejerce una especie de fascinación sobre el hombre de nuestros
días. El relativismo religioso, que considera todas las religiones superiores
como equivalentes y sólo diferenciadas por el clima de las civilizaciones que
las han visto nacer, por el vocabulario y por los ritos, mientras que su fondo
es idéntico, se insinúa frecuentemente en la conciencia cristiana». Exacto.
¡Extraordinarias palabras, escritas en los años cincuenta, que ignoraban que
iban a ser el diagnóstico precoz de un estado de espíritu, que diez años más
tarde iba a dar nacimiento no sólo a ese movimiento hippy, sino a toda una manera
de ser y de estar de los hombres de nuestro tiempo ante lo religioso cristiano!
Sólo había un error: creer que esa atracción por lo oriental era especifica de
la generación de Huxley, y esta aserción: «Huxley, aéreo Huxley, temo que
los hijos de este siglo trágico te encuentren demasiado ligero». No ha sido
así, no. Lo han tomado por el propio Evangelio, incluso y quizás, sobre todo,
en ese aspecto en el que Huxley resulta más objetable y en el que ha
comprometido hasta su reputación de una de las mentes más privilegiadas del
siglo: en el asunto de los cielos e infiernos, que el ácido lisérgico pone al
alcance de cualquiera
Las cosas han ocurrido de
tal forma que Huxley ha aparecido como un salvador. El mundo, tras dos guerras
mundiales, no sólo estaba harto de política y de ideologías que terminan en
enfrentamientos cruentos, sino que, también en la paz, tomó conciencia de que
se estaba jugando con él a través de la propaganda comercial y de que su vida se
estaba vaciando de sentido. El alcohol y el sexo ofrecen una escapada y un
aturdimiento, pero de esta escapada se vuelve pronto. Todos hemos subestimado
el anhelo profundo de este mundo: la oración y la ascesis cristiana. Pero las
iglesias, como para borrar una cierta historia y una cierta tradición de huida
o de indiferencia hacia las cosas de este mundo, se han precipitado a
mundanizarse; esto es, a hacer presencia en las luchas históricas con un ardor
que hace olvidar su carácter escatológico, su condición primera de esperadoras
y anunciadoras del Reino de Dios. En esta situación, un profeta laico, Huxley,
anuncia la necesidad de volver al «eschatón», a «lo de más allá».
«A través de una crítica corrosiva del mundo contemporáneo, una repugnancia
creciente frente a los grandes políticos-, que, a fuerza de propaganda y de
tratados maquiavélicos, prosternan a los hombres ante ídolos embrutecedores
antes de conducirlos a los mataderos científicos de las guerras mundiales, en
sus anticipaciones cada vez más sombrías del porvenir. Huxley —sigue
diciendo Moeller, calcando las propias fórmulas huxleyanas—, convertido en
profeta, proclama la necesidad de volver a lo trascendente».
Desgraciadamente vuelve sus ojos a la «mística» oriental, reinterpretada
de muy peculiar manera y, luego, a las drogas como sacramento de unión con lo
absoluto. Y hay que reconocer que esa mística y ese camino sacramental del LSD
es más corto, más sensual, más atractivo que la «noche oscura» o la ascesis
cristiana; y que ese Dios, confuso e impersonal, es más fácil de aceptar por
nuestro yo que el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
Cristo, el Cristo de los
evangelios y el de la Iglesia, es un liberador, pero al hombre moderno, por una
serie de circunstancias históricas que han modelado su sensibilidad y a
consecuencia de una cierta superficialidad de conocimientos sobre lo
específicamente cristiano tal y como es, aparece como una traba y una
imposición autoritaria; y esa sensibilidad moderna, estragada y herida por
tantas tiranías, ya está en rebelión contra toda autoridad y obediencia, y no
distingue la obediencia que da muerte, porque es muerte, de la que libera y
redime sin humillar al hombre. Sí, es muy difícil hablar al hombre de hoy de
Cristo y del Padre que está en los cielos, aunque creo que nunca ha sido fácil,
pero esa mundanización de las iglesias, de que hablaba arriba, creo que es la
peor de las maneras de hacerlo. El hombre de hoy esperaba y espera que la
Iglesia le diga las palabras de vida que guarda y que darán sentido a su vida y
se decepciona si en vez de esas palabras, si en vez de ser la Iglesia la vida
mística, que en su esencia es y debe ser, le ofrece solamente opciones
temporales o discusiones, si no bizantinas por lo menos nada decideras sobre
esa última pregunta sobre el sentido de la vida, cuando no enfrentamiento y
luchas que se perecen mucho a las que ofrece el mundo político y de las que
casi todo el mundo, excepto los beneficiarios de ello, está bastante asqueado.
¿Valoramos, nosotros los
cristianos, lo que había de afán religioso en Huxley y, luego, en el movimiento
hippy, por ejemplo? Me parece que, con las excepciones pertinentes, no. Y una
vez muerto ese movimiento los jóvenes se han visto arrastrados por la nueva «mística»,
esta vez una mística terrestre y una mística de violencia, de la llamada «nueva
izquierda», para la que lo trascendente es irrisión y que se ríe, bastante
inconscientemente, de lo «escatológico» o lo insulta como si fuese un
ídolo, y, sin embargo, vuelve a embarcarse con ardor —y no niego ni la buena fe
ni el idealismo— en la nave de los dioses de este mundo, que pueden aparecer,
como el «Che» Guevara, como un paradigma de justicia y una especie de
Cristo romántico a lo Víctor Hugo o a lo Michelet — tan viejo es el mito —,
pero que en cuanto venzan harán pesar la tiranía de su deidad de la forma que
todos sabemos, y de la que Huxley fue profeta.
Es horroroso el precio
que vamos a pagar por haber hecho cómplice a la cruz de Cristo con los poderes
y los beneficios de este mundo, como cobradora del dinero y de la injusticia,
pero sólo la mala fe puede identificar al cristianismo con esos poderes y el señor
de este mundo. La historia de la Iglesia abunda en páginas en que esa
complicidad es un hecho, pero son menos conocidas aquellas que muestran que si
ser hombre tiene todavía algún sentido y si los pobres no han sido devorados
por los poderosos, hasta desaparecer de la faz de la Tierra, eso se ha debido a
Cristo y a esa Iglesia, que, con todos sus defectos e incluso sus traiciones, tan
comprensibles en los hombres, sobre todo si tienen que guardar un depósito tan
pesado y explosivo como el de la fe, no ha apagado nunca la mecha de la buena
nueva. Aunque no siempre haya sabido ponerla sobre el celemín para que alumbre.
En este preciso instante
quizá tampoco acertamos a hacerlo. La palabra «aggiornamento», que tiene
un sentido muy preciso, ha suscitado, sin embargo, resonancias sentimentales
harto equívocas. Nos ha parecido que el «aggiornarse» exigía el ocultar
la cruz y el «eschatón», y hasta hemos comenzado a sentimos un poco
avergonzados de ellos. Hemos subestimado a nuestro mundo y seguimos
subestimándolo, creyendo que sólo busca los alimentos de aquí abajo, como los
que subestiman a los pobres, creyendo que sólo desean el pan y no el honor que
les corresponde: su plena dignidad humana. En realidad, deberíamos preguntarnos
si este mundo conoce de Cristo algo más consistente que las caricaturescas
versiones que le hemos dado y que no hacen precisamente de la condición
cristiana la más alucinante de las aventuras humanas: la perfecta «hominización»
del hombre, su plenitud. Y apenas es preciso preguntarnos si este mismo mundo
sabe otra cosa de la Iglesia que su condición de sociedad bastante totalitaria
e incómoda, llena de terrores y complejos de «ghetto» y autodefensa «Al
terminar el siglo XVIII —escribe Huxley en su Grey Eminence— el misticismo
ha perdido su antigua importancia en la cristiandad y, actualmente, está casi
muerto. Bueno, ¿y qué? — puede preguntárseme —. ¿Por qué no iba o morir? ¿De
qué sirve, aun cuando viva? Y la respuesta a estas preguntas es que donde no
hay visión los hombres perecen y que si aquellos que son la sal de la tierra
pierden su sabor nada queda para mantener la tierra desinfectada, para impedir
que se suma en un completo decaimiento. Los místicos son canales a través de
los cuáles un pequeño conocimiento de la realidad contra al universo humano de
ignorancia y de ilusión. Un mundo totalmente no místico sería un mundo
totalmente ciego, un mundo de locos. Desde principios del siglo XVIII en
adelante el número de fuentes del conocimiento místico ha ido disminuyendo
constantemente en todo el planeta. Estamos peligrosamente adelantados en la
oscuridad.»
Y esto al menos es de lo
que el fenómeno hippy se había percatado bajo la inspiración de Huxley, de
Gandhi, de Thoreau o de Hesse. Era algo muy serio y este imbécil mundo nuestro
—incluidos muchos cristianos irresponsables— se ha reído de ello; parece que le
gusta adentrarse en la oscuridad.
Destino, nº1688, 7 de febrero de 1970, p. 20.
***
UN
POCO MAS SOBRE HUXLEY
PERO ¿cómo es posible que
toda una inteligencia como la de Aldous Huxley cayera en el lazo de la droga
para encontrar el absoluto y el «eschatón» que venía anunciando y
persiguiendo? Parece que fue en la primavera de 1953 cuando el gran escritor
inglés conoció a un joven científico canadiense, el doctor Humphrey Osmond, que
se ocupaba de las influencias de ciertas drogas sobre el cerebro humano, y en
seguida se ofreció a servirle de cobaya para comprobar si, efectivamente, las
visiones de un Eckhart, de un Juan de la Cruz o de una Margarita María de
Alacoque o los maravillosos viajes del espíritu de Shri Aurobindo o Vivekananda
podían ser alcanzados, de alguna manera, por los alucinógenos Se conoce que
Huxley estaba ya muy desencantado de su propia mística o bien le corría prisa
comprobar — he aquí la pasión de todo anglosajón el empirismo — la realidad
última, que se anunciaba en todos y cada uno de los hermosos textos místicos
reunidos, un poco confusamente — como para trastornar la cabeza de cualquiera,
esa es la verdad — en su Perennial Philosophy. Y el fruto de esa
experiencia con la droga fue un libro alucinante. Las puertas de la
percepción, que se convirtió pronto, con sus otros dos libros, el nuevo
ensayo sobre este mismo problema -Cielo e infierno y la novela La
isla, en el breviario de los hippies y, sobre todo, de los teorizantes del
movimiento: Leary, Alpert o Watts, por ejemplo.
Basta comparar, ahora,
esos libros con esos otros en que los místicos verdaderos nos hablan de sus
experiencias para comprobar que Huxley mismo debió de mostrarse un tanto
decepcionado con su excursión a través de la droga. Huxley conocía la mística
cristiana y no cristiana como pocos hombres de nuestro tiempo y sabía bien la
distancia que iba de una experiencia a otra. No tuvo su noche de conversión,
como Pascal, o su noche oscura, como Juan de la Cruz, o su experiencia de la
nada, como el maestro Eckhart, pero, desgraciadamente, sí que creyó que ese
trance que produce la droga le ponía de alguna manera en el umbral del «eschatón»,
incluso tomó una dosis, a la hora misma de la muerte, ocurrida el mismo día y a
la misma hora en que caía asesinado el presidente Kennedy. Y de esto a la
proclamación de Alpert sólo había un paso «No estéis ya tristes — les
dijo a un nutrido grupo de estudiantes de la Universidad de Harvard—. El
verdadero Dios ni ha muerto, ni incluso está perdido. Sencillamente nos espera
en lo más profundo de nuestros espíritus y yo estoy convencido de que solamente
una espiritualidad exacerbada, mejor aún, por ser más rápida, una droga
psicodélica puede conducirnos a este infinito poder. Haced como yo y conoceréis
entonces la alegría y el terror total: veréis el rostro de Dios».
Esto era una religión.
¿Cómo no iban a abrazarse a ella miles de corazones sedientos, en un mundo que
sólo ofrece la muerte y el odio como espectáculo y en el que los medios de
comunicación en buena parte sólo sirven para hacer cada día al hombre menos
hombre, más oveja, más manejable? Por la noche, cuando Pascal cerraba la puerta
de su cuarto tras de sí, tenía que pensar en la muerte y en el sentido de la
vida, tenía que buscar y perseguir a lo absoluto hasta que le hablase, pero en
nuestro mundo se enciende la televisión y nos proyectan Los intocables.
Nuestros abuelos querían ir al cielo y ver la cara a Dios, pero hoy se quiero ir
a la Luna. Nos basta con esto. Pero no. No nos basta con esto. Muchos hombres,
como los hippies —todos los hombres, aunque no lo sepamos ni nosotros mismos—.
quieren ver la cara de Dios, insisto en que las iglesias han decepcionado esta
sed. Un hippy le confiesa a Michel Lancelot «Dudamos en emprender este
camino (el de la droga). Antes de tomar esta decisión, de cuya gravedad éramos
conscientes, hicimos un último intento en las iglesias clásicas de nuestra
infancia "Ayudadnos a encontrar a Dios”, pedimos. Éramos miles los
norteamericanos que nos encontrábamos ya en esta fase de deriva religiosa. ¿Y
qué respuesta encontrábamos? Los sacerdotes, los rabinos, los popes seguían
predicando sus viejas historias polvorientas e inverosímiles, o bien disputaban
sobre las necesidades del celibato de los sacerdotes o de la anticoncepción
Buscábamos a Dios y se nos hablaba de píldoras».
Y claro está que las
iglesias tienen que predicar historias «inverosímiles»: el escándalo de
la cruz. Mas éste creo que no decepciona a nadie Sólo nos aterra a todos. Lo
que nos decepcionan son las píldoras y las recetas o esa fe tan escasa que se
manifiesta en todas las claudicaciones ante el espíritu del mundo o las ventajas
materiales del poder y del dinero. Claro está que las iglesias saben muy bien
que quien ve a Dios se muere, que no hay recetas fáciles para sentirle, que el
único reflejo del rostro divino es el del hombre hermano nuestro y que nuestra
vida, sobre todo en nuestro mundo, son los terribles tres días que transcurren
entre la muerte del Señor y la Resurrección y que han de ser vividos en la
esperanza. Ninguna droga, ninguna alucinación, ningún engaño puede sustituir a
esta nuestra difícil esperanza. ¡Si Huxley, tan religioso, hubiera tenido fe!
Pero se asió incluso a la droga y, desde luego, a su etérea mística, con tal de conjurar la realidad de nuestro mundo «¿Para que servimos en la sociedad actual? — dijo en el paraninfo de la Universidad de San Francisco, durante unas conferencias del 28 al 30 de junio de 1960—. ¿Para qué servimos? ¿Para carne de cañón? ¿Para consolidar el poder de los que gobiernan? ¡No! No creo —y es un verdadero acto de fe— que el hombre está sobre la tierra para realizar sus propias posibilidades, las alegrías que le reserva su ser, en el seno de una sociedad que — hay que reconocerlo — no tiene nada de divertida.» Y habló, a seguido, de que hay que preservar a la juventud del enorme y tremendo peligro de la propaganda y, sobre todo, de la televisión, que fabrica cerebros a su capricho Luego añadió; «Todas las grandes religiones han hablado de la importancia del amor — caridad cristiana o compasión universal de los budistas— increíble paradoja: el único pueblo donde he encontrado el amor total hacia el prójimo era el apenas civilizado de los Arrapesh, en Nueva Guinea, del que ha hablado Margaret Mead ¿No es el colmo?» Sí, es realmente vergonzoso; pero Huxley no ignoraba el amor de un Vicente de Paul, que él mismo ha destacado tan soberbiamente, y de muchos miles de otros cristianos que permanecen siendo libres y siendo hombres, precisamente porque saben que sólo Dios es el absoluto. Huxley sabía muy bien que al campesino iletrado, que reza el rosario y da un poco de sopa al mendigo que se la pide, ningún daño puede hacerle la televisión. Sabe que son sombras chinescas, un poco más perfectas que las que él hace con las manos para entretener a sus nietos, y se ríe a sus anchas de la propaganda. Desde luego, cree antes en un milagro del santo de su devoción que en los paraísos sociales y políticos que se le ofrecen, o en las maravillas de la ciencia y en la mística de Los intocables y demás necedades de la caja luminosa; y eso le hace ser, como hombre, infinitamente superior a muchos superdesarrollados, fascinados por los dioses y las diosas de nuestro tiempo. Y esto lo digo, no por ninguna clase de reaccionaria y estética nostalgia de la vieja cultura agraria, cuya muerte celebramos ahora como si todo lo que se va a derivar de ella fuese a ser una bendición, sino porque la capacidad de fe en el Rostro que nunca se ha visto y la esperanza en Él califica a un espíritu como muy superior a aquel otro que sólo acepta lo que toca o que cree en fábulas paradisiacas que lo hagan eternamente joven y rico y en las realidades que pregona la propaganda
Huxley sabía todo esto
muy bien, repito. Sabía cuán profundamente exacta es la aserción del teólogo
ortodoxo Evdokimov, según la cual -el monaquisino, vuelto hacia el "eschatón",
ha cambiado en otro tiempo la faz del mundo»; es decir que la oración y la
búsqueda de Dios. lejos de ser ningún opio, han movido montañas «Vale la
pena recordar —escribe Huxley— que la orden benedictina debe su
existencia a la aparente locura de un joven que, en lugar de hacer lo que le
correspondía, lo razonable, que era estudiar en las escuelas romanas y llegar a
ser un administrador bajo los emperadores góticos, se aisló, y, durante tres
años, vivió solo en una cueva en las montañas. Cuando se hubo hecho «un
hombre de mucha oración» volvió, fundó monasterios y estableció una regla
para llenar las necesidades de una orden, que se perpetuaría a sí misma, de
contemplativos que trabajan intensamente En los siglos siguientes esta orden
civilizó el noroeste de Europa, implantó o restableció los mejores métodos
agrícolas de su tiempo, proporcionó los únicos elementos de educación entonces
disponibles y conservó y diseminó los tesoros de la literatura antigua. Durante
generaciones, el benedictismo fue el principal antídoto contra la barbarie.
Europa tiene una incalculable deuda con ese joven que, porque estaba más
interesado en conocer a Dios que en vivir y aun «hacer bien en el mundo»,
abandonó Roma por esa madriguera, en la ladera de la colina sobre Subiaco».
A su manera, Aldous
Huxley ha sabido hablar a los jóvenes de su tiempo como Benito de Nursia lo
hizo en el suyo. Y tiene razón, en gran parte, el padre Moeller cuando escribe
que Huxley es un profeta sin cargamento, pero seguramente no es suya la culpa si
no ha habido demasiados Benitos entre nosotros para enseñarnos a buscar a Dios
en la oración y en la ascesis y a luchar contra la barbarie de esta
civilización, que cree en la fuerza bruta y la práctica con métodos
industriales y ha industrializado la mentira y la superficialidad; que promete
nuestro espíritu a la nada y nuestro cuerpo a los cañones o al campo de
concentración. Los hippies no acertaron con el camino de su liberación, pero al
menos, como su San Huxley-, no se resignaban a ese destino cruel y
estúpido. Esto al menos tenían de cristianos, y Francisco, o Benito, o Vicente
de Paul les hubieran realmente mostrado el rostro de Dios, sin robarles su
cerebro de hombres en la embriaguez del LSD.
Destino nº1689, 14 de febrero de 1970, p.17.
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