JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO: UN CRISTIANO IMPACIENTE
¿PUEDE alguien
ser impaciente en este pueblo de Castilla. Alcazarén, donde a las doce del
mediodía el silencio sólo puede ser definido por la tópica expresión? Silencio
de cristal roto por la voz estrangulada de los gallos. Dentro de unos minutos
la exigua tropa de la chiquillería se adueñará brevemente de las calles encharcadas
y, piafando como polluelos recién liberados, corretearán hasta que el vaho, que
sale a borbotones de las narices y de la boca, les indique la conveniencia de
recluirse en la casa. Los campesinos, en esta época del año aguardan junto al
fogón que cese la mala tregua del invierno. La remolacha ha sido ya
descoronada. acarreada a la fábrica en la larga caravana de los carros y de los
tractores y troceada. Los pinos resinables curan sus heridas bajo el manto de
escarcha, enfundados en la grisácea sábana de la niebla. La tierra, endurecida por
el hielo y el viento. inicia la lenta putrefacción de las semillas; los tallos
del cereal, de un verde dudoso y frágil, resisten, con tanta voluntad como los
hombres, las heladas ventoleras.
El otoño ha sido
una mala estación para las piñas. La epidemia rara y mal combatida se señoreó
de las copas verdinegras de los pinos e hizo inútiles las frecuentes salidas de
los hombres y de las mujeres. En septiembre hubo pocas lluvias y apenas
aparecieron los hongos níscalos, tan codiciados por los comerciantes catalanes
que acuden con sus camiones a estas tierras de Castilla. La sequía agotó,
también, los bolsillos de las familias campesinas que encontraban en los hongos
una importante ayuda económica para resistir el lento invierno. «A pesar de que
se les paga a veinticinco pesetas el kilo de hongos —en el mercado se venden a
más de veinte duros—, hay familias que obtienen mil pesetas diarias.»
Treinta
kilómetros antes de llegar a Valladolid, por la carretera general de Madrid,
hay que tomar, a la izquierda, una carretera rota y llena de guijarros que
conduce a Alcazarén. Las casas, por un proceso de mimetismo absoluto, se
confunden con el paisaje, seco y desértico, como una extraña excepción en la
llanura de Castilla la Verde. José Jiménez Lozano, el cristiano impaciente,
vive su extraño y voluntario exilio en un chalet de una planta, a la entrada
del pueblo. Es, probablemente la única casa de construcción reciente, salvo su
contigua, destinada a residencia del médico e inhabitada desde siempre.
José Jiménez
Lozano, con pinta de liberal decimonónico, con la juventud a cuestas disimulada
por un ancho sombrero que encubre la reluciente calva, con los ojos abultados
por la miopía y el perpetuo gesto de asombro ante el mundo, ejecuta su paseo
diario hasta el río, antes de encerrarse con sus libros y sus papelotes. Llega
al castillo de la Mejorada, el antiguo reducto de los monjes jerónimos que
pagaron con ominosas persecuciones el tremendo pecado de ser liberales y hasta
erasmistas. En él se refugiaron los amigos de fray Luis de León y de Vives y a
buen seguro que lograron contagiar a las piedras de su espíritu abierto y omnicomprensivo
y que Jiménez Lozano, con su talante de alquimista y de dómine de la vieja
escuela, sabe husmear entre las ruinas y que al conjuro de una fórmula que él
sólo conoce, se pone en comunicación con los espíritus ilustrados de aquella
época.
El cristiano
impaciente me mira con sus ojos de pájaro de Minerva, entre picaros y
cómplices, y sin pronunciar palabra, abre su archivo de fotografías y me
muestra el daguerrotipo de un portalón castellano en el que se lee. grabado
enérgicamente en la piedra: «Viva la fe de Dios y muera la libertad». A
continuación, y prolongando todavía más el silencio, saca un puñado de cartas y
por un momento su rostro queda oculto tras una nube pestilente de tabaco liado
que asciende desde la colilla pegada al labio. Jiménez Lozano frunce las cejas
y sus pupilas adquieren un brillo enérgico, acerado como la punta de una
navaja. Me deja leer los anónimos que recibe con puntualidad escrupulosa,
escritos a lo largo de los años por la misma docena de manos, sucesoras.
evidentemente, de las que empuñaron el buril para grabar el sacrosanto lema del
portalón.
No hace frío en
la casa porque dos estufas de butano hacen permanente guardia encendida en los
pasillos y en la chimenea del despacho de Jiménez Lozano arden olorosos troncos
de pino. Si el visitante se acerca a la campana encalada podrá leer un edicto que
el cristiano impaciente clavó con la delectación del coleccionista de raras
mariposas. Jiménez Lozano se ha definido, a través de sus escritos, como un
entomólogo de las ideas y, para ejecutar limpiamente la faena, se precisan
buenas dosis de masoquismo El edicto, colgado de la pared, dice así: «Nos, los
Inquisidores Apostólicos contra la herética pravedad y apostasía...». etc.
«Saber que a nuestra noticia ha llegado haberse escrito. Impreso y divulgado
varios libros, tratados y papeles los cuales mandamos prohibir o expurgar como
aquí se expresa y son los siguientes: una obra intitulada 'Lettres chinoises, ou correspondance philosophique,
historique et critique entre un chinois voiageur a Paris, et ses correspondants
a la Chine'. Y otras lettres françaises y juives. Obras todas atribuidas al
marqués de Argens. las cuales prohibimos en cualquier lengua e impresión en que
se hallen por contener proposiciones heréticas. Impías, temerarias,
escandalosas y que llevan al Tolerantismo y al Deísmo: y declaramos por la
experiencia que se tiene en el Santo Oficio de los daños que ha causado la
lectura de estos libros, que esta prohibición se extiende aun a aquellos que
tienen licencia general de leer libros prohibidos.»
Y sigue una
serie de obras más, incluidos doce tomos llenos de proposiciones «denigrativas
de la memoria de muchos príncipes y por contener aventuras y pasajes de la
mayor obscenidad e impureza». En el apartado 10 se prohíbe «La historia
del famoso predicador Fr. Gerundio de Campazas, alias Zotes, por el licenciado
don Francisco Lobón de Salazar » y se prohíben también todos los escritos
en favor de la obra. Y viene luego la lista de los libros que se mandan
expurgar, por mandato del Santo Oficio de la Inquisición de Navarra. Firma don
Francisco Xavier de Badarán.
Era obligatorio
exponer el edicto en sitio bien visible de forma que «nadie lo quite, so
pena de excomunión mayor».
José Jiménez
Lozano nació en 1930. en Langa, junto a Arévalo. Su padre era el secretario del
Ayuntamiento, cargo que ha venido desempeñando hasta la fecha, trashumando de
pueblo a pueblo. Cuando acaba su jornada en el destartalado y frío Ayuntamiento
de Alcazarén acude a casa, donde la nuera ha preparado un sabroso cocido. En
honor al visitante, que trae noticias de otras tierras, se quedará después de
la comida, renunciando a jugar al dominó en el mohoso casino. El padre es otra
vieja estampa liberal. Sus ojos han visto el doler de la Castilla auténtica y
de la historia jamás escrita. Ha aprendido de sus paisanos campesinos el
difícil y antiguo arte de la prudencia de escuchar y de mantener la mano
derecha en el más supino y premeditado desconocimiento de lo que hace la
izquierda. Sólo así ha sido posible sobrevivir, al margen de los rostros
enmarcados.
José obtuvo la
licenciatura de Derecho por la Universidad de Valladolid. Preparó oposiciones a
Judicatura, pero las abandonó y se hizo periodista. En el 56 llegó a Alcazarén.
—Me pides que
te explique mi evolución ideológica. Necesitaría más reposo y más tiempo para
poder ofrecerte un hilo coherente. Fui integrista, como muchos. ¿Acaso no se
nos había enseñado y calado hasta los tuétanos que esa era la razón de nuestra
existencia? Tuve suerte de conocer a muchas gentes. Leí a Bernanos, a Maritain,
al joven Mauriac, a Unamuno... Pero mi ascensión empezó, también, a partir de
las vivencias de cada día. ¿Sabes dónde señalaría el primer mojón? Un día de
ánimas. Era yo un crio todavía y no recuerdo por qué fuimos al cementerio civil
de Salamanca a rezar el rosario. Inmediatamente sentí una gran preocupación por
los hombres que no eran de nuestro corral. Aquel día dejó un poso en mí. «Los
demás también son hombres.» Era una constatación elemental recién descubierta,
un grano que empezó a fermentar. A partir de ahí, de los muertos pasé a fijarme
en los vivos, y observé el sufrimiento de los humillados. Pero, fíjate. No
tengo una idea revolucionaria. Yo me he aislado voluntariamente en este pueblo
y todos los conocimientos pasan antes por el cerebro. Tengo que moverme en el
plano de las ideas porque los hombres, excepto los de mi pueblo, quedan muy
lejos. Yo pretendo transformar el mundo empezando por mí mismo. Si, quizás esto
sea reaccionario, pero no puedo evitar actuar de esta manera.
Los lectores que
siguen sus crónicas en DESTINO y en otras publicaciones nacionales, se han
planteado, invariablemente una pregunta: ¿Quién es este cristiano impaciente
que casi alardeando de escribir desde un planeta lejano, desde un pueblo
perdido en la meseta castellana, «está en todo» y maneja las ideas como
dardos que siempre dan en el blanco? A partir del Concilio las columnas «religiosas»
de algunas publicaciones nacionales han cobrado una vida sorprendente. Suenan
ya tres o cuatro nombres de ensayistas católicos que han dado verdadera
profundidad al pensamiento religioso. Los lectores, despertados al nuevo
entretenimiento de las adivinanzas políticas, dan un respingo perplejo a la
hora de «encasillar» a ese «cristiano
impaciente». ¿Qué y quién está detrás de él? A fuerza de tanta dispersión y
de guerrillismo intelectual, los españoles hemos intentado ver fantasmas en
todas partes. En nuestro magín no existe un apartado para clavar la ficha de
los hombres que actúan en solitario. José Jiménez es un columnista independiente.
—No
pertenezco a ninguna asociación religiosa. Ni siquiera nadie me lo ha pedido.
Para tener fe no hace falta ningún carnet —los ojos de búho acostumbrados a
bucear en la penumbra de la historia se cubren de una ligera escama cuando
Jiménez Lozano dice en tono sibilino—. Además, no me fío de los progresistas
hispánicos. Creo que hay mucho snobismo. ¿Cómo vamos a hablar de secularización
si no hemos llegado al siglo XVIII? El catolicismo hispánico necesita toneladas
de información. Queremos llegar a los teólogos americanos, sin haber superado
el paso intermedio.
Jiménez Lozano
intenta explicar el presente, aproximándose al pasado En Castilla la historia
no ha muerto. No ha habido un cataclismo y los manuales más elementales están
de acuerdo en señalar que no se ha producido jamás un borrón ni una cuenta
nueva. El pensador solitario reúne las piezas más sorprendentes. Intenta «cazar»
el pasado obsesivamente. angustiosamente, barruntando que en él está la clave,
la resolución del enigma de hoy. Como cualquier otro historiador se ha quemado
las pestañas examinando documentos, pergaminos. incunables. Castilla es un
archivo en cualquier rincón. Husmea en todas partes; en los arcones de las
sacristías, en los desvanes del Ayuntamiento de los pueblos, en los baúles
olvidados de las casas particulares. Y siempre encuentra algo, movido por la
idea fija de hallar nuestros eslabones perdidos.
—¿Por qué
somos así? La historia nos condiciona. Tenemos un pasado muy singular que
explica nuestras peculiaridades actuales. Hay que tomar conciencia de este
hecho. Somos así, porque nos han pasado determinadas cosas. Es fundamental
detectar las pervivencias del pasado. El hombre culto es como los churros,
todos son iguales. El no culto guarda muchas cosas del pasado. Mira, fíjate.
¿Sabes lo que he descubierto? Durante mucho tiempo he estado leyendo los censos
de la población española en determinadas épocas. Se sabía exactamente qué es lo
que estaba buscando entre aquellas columnas interminables de números. Un día.
tras comparar los censos de tres épocas bien significativas hallé una cosa bien
singular. Figúrate, los pueblos que en tiempos de Felipe II dieron mayor porcentaje
de «progresistas» siguieron en la misma línea en los periodos más críticos.
Jiménez Lozano
se ha empeñado en enseñarme no sé qué retablo guardado en la parroquia de
Alcazarén. Antes de llegar a ella pasamos ante una Iglesia mudéjar, a un tiro
de piedra de la casa donde fue apresado Luis Candelas. Otra vez los ojos de
búho destilan un vaho parecido al vitriolo. «Hace ya años un inspector de
enseñanza venia protestando de la ignorancia de estos pueblos. Pasó por esta
iglesia mudéjar y dijo: "Buen estilo románico”. Y para que todos nos
diéramos cuenta de su profunda erudición redondeó la frase: "¡Hay que ver
las cosas que hacían los romanos!"»
La iglesia
parroquial es una nevera. Los toscos bancos de madera y las losas del suelo
están brillantes por el uso. El pensador solitario no se siente al margen de la
fe de los campesinos que acuden con más o menos frecuencia a la iglesia.
—Mi fe me
cuesta esfuerzos. No creo en hipopótamos. Se ha hablado mucho de la fe
castellana; sigue vigente el catolicismo barroco con enorme carga de
superstición y de milagrería y con un profundo sentido de casta. Por otra
parte, los errores históricos no comprometen la verdad y creo que hay que ir
con mucho tiento a la hora de enjuiciarlos. Existe una fe popular que se debe
respetar. No hay que escandalizar inútilmente. Además, hay una fe simple que
creo que no ha sido aliena-dora. Fíjate, aquí, en este pueblo, he recibido
profundas lecciones de teología. Una mujer, por ejemplo, que objetivamente tendría
suficientes motivos para no pisar la iglesia, acude a ella y me dice: “Dios es
una cosa, los hombres, otra”. Tengo un ensayo terminado sobre el
anticlericalismo y me enfrento con graves problemas de conciencia a la hora de
decidir publicarlo. Es una píldora demasiado fuerte. Respeto las conciencias
sencillas. Fíjate en esos exvotos. Son piñas depositados por los campesinos
para lograr una buena cosecha. Rezan para que haya lluvia y para que no se
caigan de un árbol o de un andamio.
De regreso a la
casa, antes de sentamos a la amplia mesa familiar. Junto a los niños que han
salido de la escuela, Jiménez Lozano me muestra la última pieza encontrada, un
oficio que se recibió en el pueblo en el siglo pasado. La Real Junta de
Purificación de las Universidades pidió informes a los alcaldes de los pueblos
para conocer con detalle la opinión de los ciudadanos. «La conducta política
y religiosa que desde el atentado cometido en 7 de marzo de 1820 hasta el feliz
restablecimiento del Gobierno de SM siguieron cada uno de los individuos
sospechosos.» El oficio pide datos muy precisos. «Si durante el ominoso
sistema constitucional ha obtenido algún empleo o destino.» «Si
manifestó decidida adhesión al sistema.» «Si perteneció a sociedades
secretas de masones o comuneros o carbonarios.» «Si enseñó doctrinas y
opiniones antimonárquicas o antirreligiosas.» El escrito va firmado por
Antonio de la Parra, el 13 de abril de 1825.
Sobre las ruinas
del convento de los jerónimos vuela una banda de grajos desaforados. La niebla
se adhiere a los bronquios y el barro se convierte en cristal turbio en la
carretera. Chisporrotean los troncos en la chimenea del voluntario exiliado. El
calendario dice que estamos en 1969.
Texto y fotos de
Eliseo Bayo Destino, Segunda época — Año XXXII — N.º 1639 Barcelona. 1
de marzo de 1969. pp. 24-25.
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