martes, 21 de enero de 2025

Eliseo Bayo entrevista a José Jiménez Lozano (Destino, Segunda época — Año XXXII — N.º 1639 Barcelona. 1 de marzo de 1969)

 


JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO: UN CRISTIANO IMPACIENTE

¿PUEDE alguien ser impaciente en este pueblo de Castilla. Alcazarén, donde a las doce del mediodía el silencio sólo puede ser definido por la tópica expresión? Silencio de cristal roto por la voz estrangulada de los gallos. Dentro de unos minutos la exigua tropa de la chiquillería se adueñará brevemente de las calles encharcadas y, piafando como polluelos recién liberados, corretearán hasta que el vaho, que sale a borbotones de las narices y de la boca, les indique la conveniencia de recluirse en la casa. Los campesinos, en esta época del año aguardan junto al fogón que cese la mala tregua del invierno. La remolacha ha sido ya descoronada. acarreada a la fábrica en la larga caravana de los carros y de los tractores y troceada. Los pinos resinables curan sus heridas bajo el manto de escarcha, enfundados en la grisácea sábana de la niebla. La tierra, endurecida por el hielo y el viento. inicia la lenta putrefacción de las semillas; los tallos del cereal, de un verde dudoso y frágil, resisten, con tanta voluntad como los hombres, las heladas ventoleras.

El otoño ha sido una mala estación para las piñas. La epidemia rara y mal combatida se señoreó de las copas verdinegras de los pinos e hizo inútiles las frecuentes salidas de los hombres y de las mujeres. En septiembre hubo pocas lluvias y apenas aparecieron los hongos níscalos, tan codiciados por los comerciantes catalanes que acuden con sus camiones a estas tierras de Castilla. La sequía agotó, también, los bolsillos de las familias campesinas que encontraban en los hongos una importante ayuda económica para resistir el lento invierno. «A pesar de que se les paga a veinticinco pesetas el kilo de hongos —en el mercado se venden a más de veinte duros—, hay familias que obtienen mil pesetas diarias.»

Treinta kilómetros antes de llegar a Valladolid, por la carretera general de Madrid, hay que tomar, a la izquierda, una carretera rota y llena de guijarros que conduce a Alcazarén. Las casas, por un proceso de mimetismo absoluto, se confunden con el paisaje, seco y desértico, como una extraña excepción en la llanura de Castilla la Verde. José Jiménez Lozano, el cristiano impaciente, vive su extraño y voluntario exilio en un chalet de una planta, a la entrada del pueblo. Es, probablemente la única casa de construcción reciente, salvo su contigua, destinada a residencia del médico e inhabitada desde siempre.

José Jiménez Lozano, con pinta de liberal decimonónico, con la juventud a cuestas disimulada por un ancho sombrero que encubre la reluciente calva, con los ojos abultados por la miopía y el perpetuo gesto de asombro ante el mundo, ejecuta su paseo diario hasta el río, antes de encerrarse con sus libros y sus papelotes. Llega al castillo de la Mejorada, el antiguo reducto de los monjes jerónimos que pagaron con ominosas persecuciones el tremendo pecado de ser liberales y hasta erasmistas. En él se refugiaron los amigos de fray Luis de León y de Vives y a buen seguro que lograron contagiar a las piedras de su espíritu abierto y omnicomprensivo y que Jiménez Lozano, con su talante de alquimista y de dómine de la vieja escuela, sabe husmear entre las ruinas y que al conjuro de una fórmula que él sólo conoce, se pone en comunicación con los espíritus ilustrados de aquella época.

El cristiano impaciente me mira con sus ojos de pájaro de Minerva, entre picaros y cómplices, y sin pronunciar palabra, abre su archivo de fotografías y me muestra el daguerrotipo de un portalón castellano en el que se lee. grabado enérgicamente en la piedra: «Viva la fe de Dios y muera la libertad». A continuación, y prolongando todavía más el silencio, saca un puñado de cartas y por un momento su rostro queda oculto tras una nube pestilente de tabaco liado que asciende desde la colilla pegada al labio. Jiménez Lozano frunce las cejas y sus pupilas adquieren un brillo enérgico, acerado como la punta de una navaja. Me deja leer los anónimos que recibe con puntualidad escrupulosa, escritos a lo largo de los años por la misma docena de manos, sucesoras. evidentemente, de las que empuñaron el buril para grabar el sacrosanto lema del portalón.

No hace frío en la casa porque dos estufas de butano hacen permanente guardia encendida en los pasillos y en la chimenea del despacho de Jiménez Lozano arden olorosos troncos de pino. Si el visitante se acerca a la campana encalada podrá leer un edicto que el cristiano impaciente clavó con la delectación del coleccionista de raras mariposas. Jiménez Lozano se ha definido, a través de sus escritos, como un entomólogo de las ideas y, para ejecutar limpiamente la faena, se precisan buenas dosis de masoquismo El edicto, colgado de la pared, dice así: «Nos, los Inquisidores Apostólicos contra la herética pravedad y apostasía...». etc. «Saber que a nuestra noticia ha llegado haberse escrito. Impreso y divulgado varios libros, tratados y papeles los cuales mandamos prohibir o expurgar como aquí se expresa y son los siguientes: una obra intitulada 'Lettres chinoises, ou correspondance philosophique, historique et critique entre un chinois voiageur a Paris, et ses correspondants a la Chine'. Y otras lettres françaises y juives. Obras todas atribuidas al marqués de Argens. las cuales prohibimos en cualquier lengua e impresión en que se hallen por contener proposiciones heréticas. Impías, temerarias, escandalosas y que llevan al Tolerantismo y al Deísmo: y declaramos por la experiencia que se tiene en el Santo Oficio de los daños que ha causado la lectura de estos libros, que esta prohibición se extiende aun a aquellos que tienen licencia general de leer libros prohibidos

Y sigue una serie de obras más, incluidos doce tomos llenos de proposiciones «denigrativas de la memoria de muchos príncipes y por contener aventuras y pasajes de la mayor obscenidad e impureza». En el apartado 10 se prohíbe «La historia del famoso predicador Fr. Gerundio de Campazas, alias Zotes, por el licenciado don Francisco Lobón de Salazar » y se prohíben también todos los escritos en favor de la obra. Y viene luego la lista de los libros que se mandan expurgar, por mandato del Santo Oficio de la Inquisición de Navarra. Firma don Francisco Xavier de Badarán.

Era obligatorio exponer el edicto en sitio bien visible de forma que «nadie lo quite, so pena de excomunión mayor».

José Jiménez Lozano nació en 1930. en Langa, junto a Arévalo. Su padre era el secretario del Ayuntamiento, cargo que ha venido desempeñando hasta la fecha, trashumando de pueblo a pueblo. Cuando acaba su jornada en el destartalado y frío Ayuntamiento de Alcazarén acude a casa, donde la nuera ha preparado un sabroso cocido. En honor al visitante, que trae noticias de otras tierras, se quedará después de la comida, renunciando a jugar al dominó en el mohoso casino. El padre es otra vieja estampa liberal. Sus ojos han visto el doler de la Castilla auténtica y de la historia jamás escrita. Ha aprendido de sus paisanos campesinos el difícil y antiguo arte de la prudencia de escuchar y de mantener la mano derecha en el más supino y premeditado desconocimiento de lo que hace la izquierda. Sólo así ha sido posible sobrevivir, al margen de los rostros enmarcados.

José obtuvo la licenciatura de Derecho por la Universidad de Valladolid. Preparó oposiciones a Judicatura, pero las abandonó y se hizo periodista. En el 56 llegó a Alcazarén.

Me pides que te explique mi evolución ideológica. Necesitaría más reposo y más tiempo para poder ofrecerte un hilo coherente. Fui integrista, como muchos. ¿Acaso no se nos había enseñado y calado hasta los tuétanos que esa era la razón de nuestra existencia? Tuve suerte de conocer a muchas gentes. Leí a Bernanos, a Maritain, al joven Mauriac, a Unamuno... Pero mi ascensión empezó, también, a partir de las vivencias de cada día. ¿Sabes dónde señalaría el primer mojón? Un día de ánimas. Era yo un crio todavía y no recuerdo por qué fuimos al cementerio civil de Salamanca a rezar el rosario. Inmediatamente sentí una gran preocupación por los hombres que no eran de nuestro corral. Aquel día dejó un poso en mí. «Los demás también son hombres.» Era una constatación elemental recién descubierta, un grano que empezó a fermentar. A partir de ahí, de los muertos pasé a fijarme en los vivos, y observé el sufrimiento de los humillados. Pero, fíjate. No tengo una idea revolucionaria. Yo me he aislado voluntariamente en este pueblo y todos los conocimientos pasan antes por el cerebro. Tengo que moverme en el plano de las ideas porque los hombres, excepto los de mi pueblo, quedan muy lejos. Yo pretendo transformar el mundo empezando por mí mismo. Si, quizás esto sea reaccionario, pero no puedo evitar actuar de esta manera.

Los lectores que siguen sus crónicas en DESTINO y en otras publicaciones nacionales, se han planteado, invariablemente una pregunta: ¿Quién es este cristiano impaciente que casi alardeando de escribir desde un planeta lejano, desde un pueblo perdido en la meseta castellana, «está en todo» y maneja las ideas como dardos que siempre dan en el blanco? A partir del Concilio las columnas «religiosas» de algunas publicaciones nacionales han cobrado una vida sorprendente. Suenan ya tres o cuatro nombres de ensayistas católicos que han dado verdadera profundidad al pensamiento religioso. Los lectores, despertados al nuevo entretenimiento de las adivinanzas políticas, dan un respingo perplejo a la hora de «encasillar» a ese «cristiano impaciente». ¿Qué y quién está detrás de él? A fuerza de tanta dispersión y de guerrillismo intelectual, los españoles hemos intentado ver fantasmas en todas partes. En nuestro magín no existe un apartado para clavar la ficha de los hombres que actúan en solitario. José Jiménez es un columnista independiente.

No pertenezco a ninguna asociación religiosa. Ni siquiera nadie me lo ha pedido. Para tener fe no hace falta ningún carnet —los ojos de búho acostumbrados a bucear en la penumbra de la historia se cubren de una ligera escama cuando Jiménez Lozano dice en tono sibilino—. Además, no me fío de los progresistas hispánicos. Creo que hay mucho snobismo. ¿Cómo vamos a hablar de secularización si no hemos llegado al siglo XVIII? El catolicismo hispánico necesita toneladas de información. Queremos llegar a los teólogos americanos, sin haber superado el paso intermedio.

Jiménez Lozano intenta explicar el presente, aproximándose al pasado En Castilla la historia no ha muerto. No ha habido un cataclismo y los manuales más elementales están de acuerdo en señalar que no se ha producido jamás un borrón ni una cuenta nueva. El pensador solitario reúne las piezas más sorprendentes. Intenta «cazar» el pasado obsesivamente. angustiosamente, barruntando que en él está la clave, la resolución del enigma de hoy. Como cualquier otro historiador se ha quemado las pestañas examinando documentos, pergaminos. incunables. Castilla es un archivo en cualquier rincón. Husmea en todas partes; en los arcones de las sacristías, en los desvanes del Ayuntamiento de los pueblos, en los baúles olvidados de las casas particulares. Y siempre encuentra algo, movido por la idea fija de hallar nuestros eslabones perdidos.

¿Por qué somos así? La historia nos condiciona. Tenemos un pasado muy singular que explica nuestras peculiaridades actuales. Hay que tomar conciencia de este hecho. Somos así, porque nos han pasado determinadas cosas. Es fundamental detectar las pervivencias del pasado. El hombre culto es como los churros, todos son iguales. El no culto guarda muchas cosas del pasado. Mira, fíjate. ¿Sabes lo que he descubierto? Durante mucho tiempo he estado leyendo los censos de la población española en determinadas épocas. Se sabía exactamente qué es lo que estaba buscando entre aquellas columnas interminables de números. Un día. tras comparar los censos de tres épocas bien significativas hallé una cosa bien singular. Figúrate, los pueblos que en tiempos de Felipe II dieron mayor porcentaje de «progresistas» siguieron en la misma línea en los periodos más críticos.

Jiménez Lozano se ha empeñado en enseñarme no sé qué retablo guardado en la parroquia de Alcazarén. Antes de llegar a ella pasamos ante una Iglesia mudéjar, a un tiro de piedra de la casa donde fue apresado Luis Candelas. Otra vez los ojos de búho destilan un vaho parecido al vitriolo. «Hace ya años un inspector de enseñanza venia protestando de la ignorancia de estos pueblos. Pasó por esta iglesia mudéjar y dijo: "Buen estilo románico”. Y para que todos nos diéramos cuenta de su profunda erudición redondeó la frase: "¡Hay que ver las cosas que hacían los romanos!"»

La iglesia parroquial es una nevera. Los toscos bancos de madera y las losas del suelo están brillantes por el uso. El pensador solitario no se siente al margen de la fe de los campesinos que acuden con más o menos frecuencia a la iglesia.

Mi fe me cuesta esfuerzos. No creo en hipopótamos. Se ha hablado mucho de la fe castellana; sigue vigente el catolicismo barroco con enorme carga de superstición y de milagrería y con un profundo sentido de casta. Por otra parte, los errores históricos no comprometen la verdad y creo que hay que ir con mucho tiento a la hora de enjuiciarlos. Existe una fe popular que se debe respetar. No hay que escandalizar inútilmente. Además, hay una fe simple que creo que no ha sido aliena-dora. Fíjate, aquí, en este pueblo, he recibido profundas lecciones de teología. Una mujer, por ejemplo, que objetivamente tendría suficientes motivos para no pisar la iglesia, acude a ella y me dice: “Dios es una cosa, los hombres, otra”. Tengo un ensayo terminado sobre el anticlericalismo y me enfrento con graves problemas de conciencia a la hora de decidir publicarlo. Es una píldora demasiado fuerte. Respeto las conciencias sencillas. Fíjate en esos exvotos. Son piñas depositados por los campesinos para lograr una buena cosecha. Rezan para que haya lluvia y para que no se caigan de un árbol o de un andamio.

De regreso a la casa, antes de sentamos a la amplia mesa familiar. Junto a los niños que han salido de la escuela, Jiménez Lozano me muestra la última pieza encontrada, un oficio que se recibió en el pueblo en el siglo pasado. La Real Junta de Purificación de las Universidades pidió informes a los alcaldes de los pueblos para conocer con detalle la opinión de los ciudadanos. «La conducta política y religiosa que desde el atentado cometido en 7 de marzo de 1820 hasta el feliz restablecimiento del Gobierno de SM siguieron cada uno de los individuos sospechosos.» El oficio pide datos muy precisos. «Si durante el ominoso sistema constitucional ha obtenido algún empleo o destino.» «Si manifestó decidida adhesión al sistema.» «Si perteneció a sociedades secretas de masones o comuneros o carbonarios.» «Si enseñó doctrinas y opiniones antimonárquicas o antirreligiosas.» El escrito va firmado por Antonio de la Parra, el 13 de abril de 1825.

Sobre las ruinas del convento de los jerónimos vuela una banda de grajos desaforados. La niebla se adhiere a los bronquios y el barro se convierte en cristal turbio en la carretera. Chisporrotean los troncos en la chimenea del voluntario exiliado. El calendario dice que estamos en 1969.

Texto y fotos de Eliseo Bayo Destino, Segunda época — Año XXXII — N.º 1639 Barcelona. 1 de marzo de 1969. pp. 24-25.

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