miércoles, 16 de junio de 2021

"Giménez Caballero: Entre Góngora y la Posmodernidad" (Punto y coma nº4, julio-agosto de 1986)

Encontramos a GeCé en su piso escurialense de Madrid, a sus ochenta y siete años plenos de lucidez. Su voz a veces trémula y entrecortada nos narra un periodo fundamental de las letras españolas. En su memoria aparecen la convivencia de la diversidad ideológica que encamó La Gaceta Literaria, el primer cine-club español, la inauguración de la escritura surrealista, los rasgos del Genio de España... Giménez Caballero, figura fundamental en la generación que une el 98 con el 27, describe un proyecto cultural posmoderno en el que, antes de la guerra civil, vislumbraba ya la muerte de la ideologización de la cultura y la necesidad de afirmar el derecho a la diferencia. GeCé, montado en la greguería ramoncina centelleante y paradójica, en la frase precisa, dibuja el perfil de una etapa definitiva en la historia de la cultura y de la literatura españolas.

Vanguardia y tradición

PUNTO Y COMA: ¿Cómo definiría a la vanguardia literaria española?

GECÉ: La vanguardia estuvo profundamente influida por Guillaume Apollinaire y el caligrama, el que por cierto aparecía siempre dibujado con casco y ametralladora. Esta iconografía heroica no era gratuita: el término de vanguardismo procede como él mismo lo indica de los que participaron en la primera gran guerra, la de 1917, y que, también, corresponde a la revolución comunista de Lenin; sin embargo, la literatura, como siempre, se adelantó a la política. Ya Marinetti y el movimiento futurista habían creado las premisas estéticas del vanguardismo afirmando la necesidad de una revolución estética, que precediera a toda otra revolución. ¿Mas en qué consistía la revolución vanguardista? Se proponía el desintegrar la literatura reduciéndola exclusivamente a la imagen, concentrando su significado en la metáfora, es decir, el vanguardismo se propuso atomizar a la sociedad como a la literatura mediante una subversión, en que la imagen ocupaba el lugar principal incluso a través de los caligramas, de los carteles, del cinematógrafo. A este respecto el libro de Guillermo de la Torre, Literaturas de Vanguardia, es fundamental para comprender su divulgación en el mundo.

En el desenvolvimiento de la vanguardia y de su propósito de encontrar la metáfora pura, que en España alcanza su máxima perfección en la invención genial de la greguería de Ramón Gómez de la Sema, llega un momento de desgaste y cansancio, entonces, Jean Cocteau escribe un libro fundamental, La Llamada al Orden, en que propone la unificación de las conquistas revolucionarias de la metáfora con la tradición poética y literaria.

PUNTO Y COMA: En ese retomar las fuentes de la tradición por parte de la vanguardia ¿cuál es el papel que desempeña Góngora como símbolo poético para los vanguardistas españoles?

GECÉ: En España el movimiento vanguardista que formaban Gerardo Diego, Rafael Alberti, Federico García Lorca, entre otros, continúa con la búsqueda de un nuevo orden estético pero ese empeño se viste con las formas tradicionales de la poesía española. Se vuelve —en un movimiento de retorno al origen— a la décima con Jorge Guillén, al soneto, a la octava real y el emblema de esta revolución es Góngora, en torno a Góngora se unen todos los escritores en España. Se trata de una regeneración de las fuerzas culturales ancestrales, y de los valores de cada tradición poética. Sin embargo, esa unidad entre la tradición y la revolución que se produce en La Gaceta literaria, y que tiene como símbolo a Góngora, se quebranta por los años 29 y 30, en que cada escritor tira por su lado: es la guerra civil que se avecina.

Cultura y diversidad

PUNTO Y COMA: Tras de La Gaceta Literaria usted dirigió El Robinsón Literario como una respuesta solitaria a la polarización ideológica de los escritores españoles de aquel entonces: ¿la cultura debe ser ideologizada o desideologizada?

GECÉ: El Robinsón Literario fue un deseo de continuar con el espíritu de La Gaceta Literaria cuando sobrevino la politización y el partidismo en España, fue una especie de premonición de la guerra civil. Recientemente en Navarra me ocupé del tema cultual en una mesa redonda con Arrabal y Sánchez Dragó. La cultura, término que comenzó a emplear el humanista español Juan Luis Vives, significa cultivar, ahondar, profundizar. El sentido de la cultura ha sufrido metamorfosis e interpretaciones diversas y se ha presentado el peligro de una instrumentalización por la cual ya no importa la cultura sino el apoyar un determinado régimen político. La cultura, valor distinto al de la tecnología y al de la civilización, tiene como objeto penetrar en el secreto de la vida y en el misterio del hombre. Creo que se acerca el tiempo en que el hombre —fuera de las ideologías o por encima de ellas— ha de regresar a la cultura mística, la que nunca terminó ni terminará pues el misterio de la vida sigue sin descubrirse.

PUNTO Y COMA: ¿Qué propósito animó la diversidad que se manifestaba en La Gaceta Literaria, en que tuvieron cabida las literaturas de las diferentes regiones españolas, así como la herencia sefardí y la cultura iberoamericana?

GECÉ: Creo que di forma a una aspiración que compartió la generación del 98 como la del 27: contar con un espacio de expresión donde, sin más restricciones que las de la calidad, pudiera manifestarse la cultura hispánica con sus distintas tonalidades y aspectos. Tuve sefardíes —recorrí para ello sus sedes en Europa Oriental—, a los catalanes, a los vascos, a los iberoamericanos en su expresión genuina, porque esa diversidad que conforma la cultura hispánica llegó a unificarse libremente en un continente que fue La Gaceta Literaria. Ese espíritu no consiguió arraigar durante el régimen de Franco, en él continuó vivo el espectro de las dos Españas. El alma de La Gaceta Literaria se perdió porque faltaba el espíritu creador, provocando lo que después vino con la denominación: la diversidad de la decadencia. La Gaceta Literaria, no hay que olvidarlo, se definía como Ibérica-Americana-Internacional: Ibérica porque quise reunir en La Gaceta a Portugal y al mundo brasileño; Americana ya que estaba abierta a los americanos de habla española; e Internacional por la relación de la cultura española con el mundo europeo y no europeo.

Un mártir

PUNTO Y COMA: Gómez de la Sema sostuvo que Giménez Caballero es el mártir de la vida literaria, ¿continúa Usted siendo un San Sebastián clavado de plumas estilográficas?

GECÉ: Por principio existió una relación muy estrecha entre la tertulia del Pombo y La Gaceta Literaria, abundo en ello en mi libro que obtuvo el premio Planeta, Retratos Españoles. Por otra parte, no conocía esa definición de Ramón, pero se la agradezco en la ultratumba. Creo que su imagen fue exacta, sigo siendo un San Sebastián, pero con una diferencia: las plumas estilográficas que me hieren no son ya fecundas ni creadoras, son lanzas envenenadas que obstruyen mi paso por el mundo literario. En estos momentos están ustedes hablando con un mártir.

Literatura, imagen, transfiguración

PUNTO Y COMA: Su novela Yo, inspector de alcantarillas ¿con qué influencias literarias se identifica?

GECÉ: Se ha dicho que Yo, inspector de alcantarillas, que escribí por el año 1927, es el primer relato surrealista en España. En realidad, el escritor de verdad, que lo lleva dentro (yo soy uno de ellos), es de una ignorancia casi total sobre las influencias que permean su obra. Desconocía el surrealismo. Tenía noticias de su existencia a través de Guillermo de Torre y de los poetas de La Gaceta Literaria. Sin embargo, tenía el instinto de escritor para saber dónde estaban las cosas viejas y las nuevas. Así escribí Yo, inspector de alcantarillas tras haber leído a Freud e influido especialmente por la mística española. Intenté bajar a los infiernos y a los pozos negros del alma. Ese itinerario místico se expresa en el personaje que identifica el patio lóbrego que observa con su propio ser interior.

PUNTO Y COMA: ¿Cuál es su relación con el cine y el lenguaje de la imagen?

GECÉ: Fui el organizador en 1928 del primer cine-club español. He concebido el cine como la nueva liturgia moderna, como un rito de transfiguración colectiva. Creo que fui de los pocos que comprendió el valor de la imagen. Me interesé de tal modo en el cine que no sólo traje a España las películas más recientes de su época, sino que también realicé varios filmes. Mi pasión por el cine fue prematura y cada vez más profunda y completa. El cine vuelve a recobrar lo que se había perdido desde que el arte se separó del resto de la existencia, esto es, la cultura total, el arte total. Ya había cine en la cueva prehistórica: la caverna es oscura, hay sombras, resplandece el fuego y el chamán pinta figuras que se animan por el juego de la luz contra el fondo negro de la noche, lo acompañan las salmodias y los cantos, la música elemental de los orígenes y los sahumerios que con su olor crean una atmósfera especial. En la Edad Media la manifestación de este arte total se centró en la ceremonia religiosa: el incienso, imaginería, la decoración pictural de los vitrales, la música, la modulación rítmica en que se individualizan las diferentes partes del misterio total humano. De ahí que en mi obra Arte y Estado me refiera al cine como una nueva catedral medieval, al que sólo le faltaría el trance místico olfativo que produce el incienso, los hechiceros siempre han tenido materias olorosas como soporte ritual de la magia. En lo que se refiere a la imagen también me preocupé del cartel, incluso uno de mis libros de ensayo. Carteles, de 1927, buscó integrar el lenguaje plástico con la crítica literaria: el cartel es un grito pegado a la pared y mucho más convincente que las palabras.

PUNTO Y COMA: ¿Qué reacciones produjo su primer libro Notas Marruecas de un soldado?

GECÉ: Lo publiqué en 1923 y causé dos reacciones distintas: una literaria, excelente, en que recibí comentarios muy favorables entre otros de Miguel de Unamuno, de Indalecio Prieto, de Eugenio D’Ors. Los militares por su parte se sintieron ofendidos, por el retrato que hacía del militarismo español en Marruecos, me llevaron a prisiones militares y una condena de 18 años de cárcel que finalmente me fueron indultados. En Notas Marruecas de un soldado hice mi primera profecía de escritor en que llamaba a mis camaradas de armas a reunirnos en un haz de excombatientes para evitar la guerra civil, ese anuncio con el que termina el libro fue lo que verdaderamente me valió ser conducido a las prisiones militares, por ser considerado una incitación a la rebelión.

La esencia de España

PUNTO Y COMA: ¿En qué consiste lo que ha llamado la esencia de España frente a la colonización estadounidense?

GECÉ: Creo que he dado una respuesta en mi libro Genio de España, en donde sostengo la fusión de lo oriental, lo autocrítico, el sentido de la autoridad, la disciplina férrea, con la libertad occidental, es decir, el principio de la heterogeneidad, de la diferencia cultural, en que se combina lo franco, germánico, ibérico con lo árabe y la tradición oriental. España es la mezcla privilegiada de la autoridad y la libertad y de los derechos individuales. España es el punto de equilibrio entre el derecho individual y la barbarie, lo que ha generado ese carácter español que se define por lo universal y la tiranía. En Oriente la cultura se ha definido por Dios, ante todo; en Occidente, el individuo, sobre todo. En fin: libertad y autoridad, esas dos fuerzas constituyen el “Genio de España.

PUNTO Y COMA: Teniendo presente que hablamos de la esencia de lo español ¿qué lugar ocuparía la figura de El Quijote?

GECÉ: Pienso que el Quijote de Cervantes es la entrada de España en una realidad cultural burguesa, decadente, pacifista, renunciadora. En el Quijote España pierde el Medievo. Y, por otra parte, creo que esta obra es la oposición al fracaso, es el espíritu de rebeldía, que tiende a superar el derrotismo. Tal vez esta contradicción explique algo del espíritu español, llamado quijotesco en lo que tiene de noble desprendimiento, riesgo y apego a las verdades fuera de uso, y necesariamente de antiquijotesco en cuanto tal expresión puede significar renunciamiento o abdicación ante el destino adverso. España hoy tendría que ver con el Quijote-libro la pérdida de sus raíces geniales y más genuinas, la entrega al nuevo mundo burgués, y sería antiquijotesco en lo que se refiere a su derrota vital, a su pérdida del brío fantástico, a su olvido de sí misma, de su individual, rara y aislada diferencia.

Entrevista realizada por: Isidro Juan Palacios y José Luis Ontiveros (Punto y coma nº4, pp.11 -14)

miércoles, 9 de junio de 2021

"Platón, personaje de novela" de Vintilă Horia (Conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el 28 de enero de 1964)

 


Estos años que vivimos nos han enseñado muchas cosas, algunas peligrosas y absurdas, relacionadas con la mediocre inmersión en lo social; otras, en cambio, verdaderamente nuevas y saludables, impuestas por el auge en el que se encuentra desde hace algún tiempo el interés por el origen y el alcance de las religiones y por su importancia como factores de cultura y civilización. Es debido a este interés como hemos podido llegar al descubrimiento de inmensos espacios históricos y prehistóricos, ignorados hasta hoy, arrinconados por los historiadores del siglo pasado en los archivos de lo incontrolable y, por consiguiente, de lo no existente. Todo el período tildado de mítico y legendario, de exclusivamente religioso, por los positivistas y materialistas y echado fuera de lo científicamente verdadero, o sea, experimentable, aparece hoy, a la luz de los descubrimientos arqueológicos y de la nueva escuela de la historia de las religiones, como nuestro propio pasado, transformando el periodo de la era precristiana en un inmenso espacio de tiempo, del que no somos más que una minúscula península en lenta progresión diría geográfica y, ¿por qué ocultarlo?, en regresión espiritual, la primera no compensando a la segunda.

En efecto, los dos mil quinientos años del período helenístico cristiano son poco en comparación con lo que los precede, cuyos rastros brotan poco a poco de la misma tierra, como una nueva Atlántida emergiendo de las aguas del tiempo. Todo lo que una historia de la filosofía, empapada de racionalismo, nos contaba acerca de los ilustres albores de la inteligencia, colocados en el siglo VI y en los presocráticos y considerados como un fenómeno de generación espontánea, aparece hoy más como una conclusión que como un principio. El llamado milagro griego podía ser considerado como tal en el marco de nuestra civilización, encerrado, como una Gran Bretaña espiritual, en un espléndido aislamiento. En realidad, Grecia no fue más que una continuación y una renovación, en un nivel racional, o sea, mundano, de varias corrientes de ideas, de muchas y antiguas verdades elaboradas en un plan distinto, o sea, puramente espiritual y religioso. No quiero decir con esto que aquel enfoque del mundo sensible a través de lo suprasensible, el tratar de la realidad física a través de la verdadera realidad metafísica, fuera destruido por los filósofos griegos, sino que fueron ellos los que sacaron la sabiduría de los templos, para transformar la teología en filosofía, lo esotérico en exotérico. Es este, en definitiva, el sentido de lo que Heidegger llama nihilismo en el movimiento fundamental de la historia de Occidente, fenómeno marcado por el trágico grito de Nietzsche, en apariencia blasfemo, en realidad nada más que conclusivo, indicativo del fin de todo un proceso que hoy, desgraciadamente, se está volviendo de occidental en universal.

Un espíritu tradicional, en el sentido religioso de la palabra, un espíritu anti-Teilhard de Chardin, podría sacar de aquí conclusiones muy precisas con respecto a lo que los secuaces de René Guenon llamarían el fin de un ciclo; pero no voy a alejarme de mi tema ni asustar a ustedes con pronósticos inquietantes, demasiado fáciles de sacar de todo lo que nos rodea, en España menos quizá que en otros países, pero presente en todas partes según el proceso de universalización de lo que el mismo Heidegger llama «declive esencial de lo suprasensible, o sea, de su Verwesung o descomposición».

Relacionando las dos tesis de mi introducción —o sea, la de la consciencia que tenemos acerca del ensanche de la historia hacia los tiempos más remotos, y la de este pecado originario de tipo filosófico que es la puesta en marcha de la civilización occidental a través de la lenta sustitución de la metafísica por lo que llamaríamos la física, en un sentido general, de lo divino por lo profano—, podemos constatar que la inmensa época que precede a este nacimiento del nihilismo occidental acaba justamente con Platón, el cual encierra en su vida personal, como en su enseñanza, todo lo que le precedió y todo lo que le sucedió, como fin de un principio y como principio del fin. Esto es mucho para un ser humano, incluso demasiado; pero como todo acontece por saltos y no por evolución sistemática y tranquila, alguien tiene que cargar con esto y padecer en su carne lo acontecido y lo imprevisible. Lejos de mí la idea de resumir aquí la filosofía de Platón. Otros lo han hecho, con más vocación para esto, con más o menos objetividad, según los prejuicios de las corrientes filosóficas, científicas e incluso políticas de su tiempo. Lo que voy a contarles, a la luz de lo que acabo de exponer ante ustedes, es el drama esencial que este hombre vivió y que ningún poeta ha transformado hasta ahora en epopeya, ni ningún prosista en novela.

Platón nació en 428 y falleció en 347. Vivió, pues, unos ochenta años, heredando los frescos mitos de la grandeza de los helenos, es decir, del siglo que marcó la victoria sobre los persas, y viviendo en pleno la decadencia de Atenas, la guerra fratricida del Peloponeso, la peste descrita por Tucídides, la destrucción de las murallas de su ciudad al fúnebre ritmo de las flautas, pero también la decadencia de Esparta, la fulgurante ascensión de Tebas, bajo el mando de Epaminondas. Fue contemporáneo de Eurípides, de Jenofonte, de los dos Dionisio, tiranos de Siracusa; maestro de Aristóteles, conciudadano de los grandes rectores Isócrates, Hipérides y Demóstenes, del soberbio Alcibíades, del escultor Praxiteles. Fue, sobre todo, discípulo de Sócrates. Grecia, según la interpretación racionalista y luego romántica de la historia, estaba entonces en el centro del mundo, luchando en contra de los persas en la extremidad oriental de su espacio, con los cartagineses en su mundo occidental, o sea, en lo que habrá de llamarse la Magna Grecia. Fue también discípulo del sofista Critias, pero conoció a Sócrates en su juventud y nos transmitió, ampliándola, transformándola en diálogos escritos, la enseñanza oral del maestro, los sofistas eran entonces lo que los marxistas de la Sorbona son hoy: unos maestros a sueldo que enseñaban a los jóvenes, bajo una falsa luz materialista, el arte de asimilar y aprovechar lo que ellos suponían saber acerca del mundo exterior, según un método controlado por la razón y los sentidos. Algunos de ellos creían hasta en la inmortalidad del alma y en los dioses; otros, no, y estos maestros del vivir práctico, como el famoso Aristipo de Cirenes elevaban el placer experimentado a través de los sentidos al rango de suprema sabiduría, anticipando la enseñanza de los hedonistas. Lo que ellos enseñaban, como decía Platón, eran unas opiniones, pero no la verdad. Estos pequeños espíritus, a los que Platón combatió durante toda su vida, fueron los verdaderos destructores de la ciudad griega.

La muerte de Sócrates, que simboliza para todos los siglos el sacrificio del sabio en nombre de sus ideas, condenado a muerte por la incomprensión de los dirigentes democráticos de su propia ciudad, constituye sin duda el acontecimiento más doloroso en la juventud de Platón, el que le hizo cambiar el rumbo de su vida. Pero el drama mayor de esta existencia ejemplar no fue, según mi opinión, la muerte del viejo maestro, sino otra muerte, la de su Dión, su discípulo favorito, al que Plutarco dedica todo un capítulo en sus Vidas paralelas. Mientras Sócrates inicia a Platón en los misterios de la sabiduría e, indudablemente, en otros misterios que nadie estaba autorizado a comunicar o divulgar por escrito. Platón transforma a Dión de Siracusa en el instrumento realizador de sus principios y de su doctrina política. El trágico fin de Dión acaba no sólo con una vida destinada a las más brillarles hazañas, filosóficas y políticas a la vez, sino que destroza para siempre el gran proyecto de Platón, el sueño de la ciudad ideal, fundado en sus dos famosos libros La República y Las Leyes.

¿Quién fue Dión? ¿Cómo llegó Platón a conocerle? ¿Por qué este trágico fin de un hombre llegado al poder en plena madurez y asesinado en plena gloria? Estas preguntas constituyen por sí mismas de la tragedia de Platón, que no culmina, lo repito, con la muerte de Sócrates, sino con la de Dión. La muerte de los maestros es un fenómeno normal, inscrito en las leyes de la naturaleza; la de los discípulos implica, sin embargo, como en este caso, un porcentaje de responsabilidad que puede transformar el crepúsculo de una existencia humana en un fracaso, a pesar de todas las coartadas y de todas las justificaciones.

El día en que Sócrates bebe la cicuta, Platón tiene veintiocho o veintinueve años. Atenas cambia otra vez de régimen, el partido aristocrático vuelve otra vez al poder, los dos tíos maternos del joven filósofo dirigen los destinos de la ciudad y tratan de consolarle ofreciéndole puestos importantes; pero Platón abandona bruscamente su patria y se dirige hacia Egipto, donde, en Heliópolis sobre todo, es iniciado en otros misterios y estimado como digno de conocerlos. Egipto, constituye, en muchos sentidos, la protohistoria de Grecia, continuando a su vez otras tradiciones más antiguas, cuyas raíces se hunden tanto en el lejano y próximo Oriente, como en un lejano y casi mítico Occidente, en aquella Atlántida que colindaba con el país gaditano y a la que Platón mismo describirá como a una realidad histórica tanto en el Timeo como en el inacabado Critias.

Después de milenios dedicados a vivir la historia de una manera casi irreal, en los que toda la actividad humana estaba sometida a una superactividad religiosa, siendo lo exterior un simple reflejo de lo interior y lo visible de lo invisible, Egipto estaba agotándose lentamente en la época en que Platón viene a visitarlo. Como en todo proceso de descomposición, asistimos aquí también a una separación cada vez más acentuada entre lo divino y lo humano, a un desbordamiento de este sobre aquel, a lo que Heidegger llama «una desvalorización de los antiguos valores supremos», concentrada en la fórmula que Nietzsche habrá de aplicar a Occidente, en la misma fase menguante, en la terrible fórmula del «Dios ha muerto». A pesar de esta decadencia religiosa, llevando detrás de sí el cadáver de la decadencia política, las antiguas verdades vivían aún aisladas del mundo en los templos, donde Platón pudo conocerlas.

Grecia empezaba también su descenso crepuscular, entrada ya en una fase agnóstica, divulgada por el teatro de Eurípides, y el fenómeno se había producido de manera violenta, algunos años atrás, cuando Platón era todavía un adolescente, en plena guerra del Peloponeso. Es preciso insistir sobre este tema, porque sólo así comprenderemos mejor la tonalidad lúgubre, a veces espantosa, que acompaña la vida del autor del Banquete. En efecto, mientras la suerte de la guerra entre Esparta y Atenas no se había aún decidido, Alcibíades había concebido el fabuloso plan de invadir la Sicilia, conquistar Siracusa, aliada de Esparta, y, con las riquezas de este nuevo mundo helenístico, continuar la guerra y arrebatar la victoria final. Los atenienses, a pesar de la peste y de las derrotas, lograron lanzar a la mar la armada más poderosa que los griegos habían jamás construido. Nada parecía poder resistirle. Sólo que, días antes de que la armada saliera rumbo a Sicilia, los Hermes de piedra situados en las encrucijadas, fuera y dentro de Atenas, imágenes del dios del comercio y de la elocuencia, mensajero de los dioses, fueron profanados y mutilados por manos sacrílegas. La población de Atenas quedó horrorizada, los demócratas en el poder acusaron a Alcibíades, pero la investigación ordenada por el Gobierno no dio resultado alguno y la armada se hizo a la mar, bajo el mando del mismo Alcibíades. Esta profanación marca un momento crucial en la historia de Grecia, en la evolución o en la involución de su espiritualidad.

Platón era entonces un adolescente, pero el acontecimiento no dejó, por cierto, de impresionarle, como a todos sus compatriotas. Evidentemente, la expedición a Siracusa acató en un desastre, los navíos de guerra fueron hundidos y los hoplitas atenienses cayeron en los campos de batalla de Sicilia, mientras miles de prisioneros perecieron lentamente en las cárceles de Siracusa, llamadas Latomias, y que todavía se pueden visitar. Todo empieza, pues, por una profanación, la decadencia de los pueblos, como la de los individuos, y esta historia de los Mermes de piedra mutilados por los atenienses no dejó, sin duda, de orientar el pensamiento de Platón hacia lo que se podrá llamar el origen del mal en la historia, al que el filósofo evocará como causa de la descomposición cuando hable del fin de Atlántida.

Con la victoria sobre los atenienses y, años más tarde, bajo el mando de Dionisio I o el Viejo, que logró vencer a los cartagineses y arrinconarlos en el extremo occidental de Sicilia, Siracusa llega a ser la más grande y poderosa ciudad helénica, encabezando un verdadero Imperio, cuyas posesiones o colonias se extendían sobre parte de Italia, hasta el Adriático. No hay tampoco que olvidar que fue Siracusa la que dio el último golpe al poderío marítimo de los etruscos. Antigua colonia de Corinto, ciudad dórica, como Esparta, Siracusa supo atraerse a varios poetas y dramaturgos del viejo mundo y poco a poco influyó políticamente en el destino de su antigua metrópoli, aliándose con los persas, comerciando con todo el mundo, siempre amenazada por su enemigo hereditario, Cartago, con el cual continuó luchando hasta en el momento en que Roma acabó con los dos a la vez. Pero cuando Platón vino a Siracusa, Roma no era más que una pequeña ciudad, casi desconocida, guerreando con los etruscos, en algún sitio sumergido detrás de las tinieblas de la barbarie.

Enriquecido con las enseñanzas recibidas en Egipto, Platón se dirige primero hacia Taranto, ciudad de la Italia meridional dirigida por Architas, discípulo de Pitágoras, luego hacia Siracusa, puesto que la valentía del tirano Dionisio y el poderío de esta ciudad habían puesto a Platón sobre una nueva pista que nunca más abandonará: convertir al tirano a la filosofía y reformar, a través de Siracusa, todo el mundo helénico. Proyecto impresionante y atrevido, digno de una mente empapada de toda la sabiduría de su tiempo, asustada por la gravedad y el visible progreso de la Verwesung o descomposición heideggeriana, convencido de que el avance del mal no podía ser interrumpido o aplazado sino con la intervención de un cambio absoluto tanto en la vida interior de los hombres como en la organización de la sociedad griega en general.

Durante varios meses, un dialogo apasionante se desarrolla entre el filósofo y el político. Platón era ya un nombre conocido y había publicado parte de su obra. Dionisio —escritor en sus horas perdidas— protegía a los literatos y sofistas que invitaba a su corte de Ortigia y los recompensaba generosamente cuando entonaban su elogio, o condenaba a perecer en las Latomías cuando se permitían contradecirle. Los que lograban salvarse llenaban el mundo griego de sus lamentaciones y calumnias, forjando poco a poco el mito del tirano Dionisio, prototipo de la tiranía, que el historiador alemán Karl Friedrich Stroheker deshizo en parte en el libro que le dedicó recientemente. Dionisio fue un gran general, un gran constructor de fortalezas y un hábil político, logrando colocar a Siracusa en una posición directora frente a las demás ciudades griegas. El solo hecho de haber humillado a Cartago y de haberla casi echado de la Sicilia, constituye un mérito que habla por sí mismo a su favor. Sin embargo, este hombre no concebía la filosofía y la literatura más que como unos laureles personales, y si soportaba la presencia de los literatos a su alrededor era bajo forma de «écrivains engagés», de poetas a sueldo, como solemos decir hoy en relación con un fenómeno similar, muy de moda tanto en Oriente como en Occidente, en la nueva Atenas como en la nueva Esparta.

Fiel a la enseñanza de Sócrates, según el cual cada hombre esconde en sí mismo un alma buena y noble, capaz de comprensión y grandeza, a la que una hábil partera espiritual basta para sacar a la luz, Platón creyó poder transformar a Dionisio de tirano en político ideal. Y no lo logró. En su Séptima epístola, la única auténtica de sus cartas, escrita desde Atenas después de la muerte de Dión, Platón cuenta las fases de esta lucha grandiosa e inútil. Después de varios meses de conversaciones filosóficas, las relaciones entre los dos habían de tal manera empeorado, que Platón llegó a temer por su vida. Harto, por fin, de filosofía, el tirano permite a Platón regresar a Atenas, embarcándolo en una nave que salía rumbo a Grecia, pero pagando a su capitán para que, una vez en alta mar, lo hiciera ahogar, temeroso de que, una vez de regreso, Platón hablara mal de su régimen. Por motivos que desconocemos, Platón se salvó y fue desembarcado en la isla de Egina, que en aquel momento se encontraba en guerra con Atenas. Considerado como ciudadano de una ciudad enemiga, Platón fue despojado de todos sus bienes y enviado al mercado, junto con otros atenienses, encadenados como él, para ser vendidos como esclavos. Su noble proyecto acababa, pues, de manera penosa y trágica, y sólo la presencia de cierto Annikeris de Cirenes, que lo reconoció, lo compró y lo libertó seguidamente, pudo salvarle de un fin absurdo, que hubiera privado a la humanidad de tantas obras maestras.

Una vez de regreso en Atenas, los amigos del filósofo reunieron una importante cantidad de dinero y se la entregaron, en compensación de sus desventuras; pero él no la aceptó sino para comprar, cerca de la ciudad, el jardín de Academos, donde fundó lo que pasó a la historia bajo el nombre de Academia platónica, madre de todas las academias.

El primer viaje a Siracusa hubiera sido el último si, en la corte de Dionisio, Platón no hubiera encontrado a un joven genial, cuñado del tirano, que aceptó con entusiasmo la doctrina del autor del Fedón, renunciando a las orgías y a la corrupción que reinaban en aquel ambiente, para vivir según la filosofía tradicional y los principios pitagóricos, de los que, a su vez, Platón era fiel seguidor. El tema del pitagorismo es otro aspecto importante del mundo helénico, porque representa en cierto modo la corriente secreta o casi, opuesta a la ruidosa filosofía oficial y cuyo influjo continúa ejerciéndose hasta los albores de la era cristiana e incluso después, prefigurando, junto con Platón y los metafísicos, al mismo cristianismo, influyendo ocultamente a todos los grandes espíritus de la antigüedad, desde Sócrates hasta Virgilio y Ovidio, formando una secta religiosa, que logró ocupar el poder en varias ciudades y salvar todos aquellos valores heredados de los tiempos más lejanos, para continuarlos en medio de la descomposición que había de hundir a los griegos y luego a los romanos. Los pitagóricos cultivaban unos valores que llegaban intactos, a través de una transmisión oral, en parte secreta y religiosa, en parte pública y moral, desde aquel vasto espacio histórico al que aludía al comienzo, y que sintetizaba en su enseñanza la sabiduría de toda la prehistoria, desde la India hasta la Atlántida. Pero este es otro cantar...

El joven Dión llegó a ocupar un puesto de primer orden en Siracusa después de la muerte de Dionisio el Viejo, en el momento en que su hijo Dionisio II o el Joven hereda la tiranía. Dieciocho años después del primer viaje a Siracusa, Platón es invitado allí por el nuevo príncipe, amigo y pariente de Dión. El deseo de Dionisio era el de perfeccionarse en la filosofía y dar una ley constitucional a su ciudad, con la ayuda de Platón y según sus principios. El viejo sueño de Platón, forjado en Egipto, parece tener otra vez la posibilidad de realizarse. Durante todos estos años pasados en Atenas y dedicados a sus libros y a la Academia, Platón había escrito la mayor parte de su obra, o sea, El Banquete, el Fedón, La Politeia o La República, habiendo puesto en esta última las bases efectivas de su ciudad perfecta, reflejo terrenal de la misma idea de ciudad. En 366, Platón emprende otra vez viaje hacia Siracusa, donde es recibido como un príncipe. Alojado en Palacio, toma contacto con Dión, su discípulo, y emprende la metanoia, la transformación total de Dionisio, el cual tenía que ser forzosamente el realizador y el conductor de la futura, la ciudad platónica, salvadora de los griegos. Según Diógenes Laercio, uno de los primeros biógrafos de Platón, el tirano estaba dispuesto a conceder al maestro un territorio en Sicilia y los medios necesarios para la edificación del modelo de todas las ciudades.

Sin embargo, Platón tenía en Siracusa un enemigo poderoso en la persona del historiador Filistos, antiguo consejero de Dionisio el Viejo, espíritu retrógrado, fiel a su dueño y señor y a las tradiciones que la tiranía había creado y perpetrado en el alma de muchos, según las reglas de los intereses creados y de cierto espíritu de cuerpo y de generación, que hoy llamaríamos estalinismo. Filistos obró con habilidad para comprometer a Platón y para destruir a Dión, el verdadero animador de esta reforma, convenciendo a Dionisio de que Dión era un traidor, de que traficaba con los cartagineses y de que, apoyándose en Platón, ambicionaba el poder y, por consiguiente, la muerte del príncipe. De carácter endeble, Dionisio se dejó convencer por Filistos, atrajo a Dión en una playa desierta y lo hizo embarcar en una nave, exiliándole, primero a Italia, luego a Grecia. Ante Platón se justificó afirmando que Dión era un estorbo entre ellos, que había traicionado a Siracusa, que sólo él podía ayudarle a erigir la ciudad ideal, que estaba dispuesto a seguir al pie de la letra sus enseñanzas. Y la reeducación del tirano continuó, hasta el día en que Platón se dio cuenta de que todo había sido una trampa, de que su apasionada propedéutica no había servido para nada, ya que Dionisio no mejoraba ni como hombre ni como príncipe, y de que el tirano lo había retenido un año entero en Siracusa como simple rehén, con el fin de impedir a Dión de intrigar contra él en el exilio. El día en que se sintió bastante fuerte para no tener en cuenta el peligro que Dión podía representar para él, despidió a Platón, que regresó sin novedad a Atenas.

Aquí Platón vuelve a encontrar a su discípulo siracusano, el cual, debido a su inteligencia y a los medios materiales de los que disponía, se había creado una alta posición en la sociedad ateniense, consiguiendo incluso la ciudadanía, frecuentando la Academia y ayudándola a ampliar sus locales y a enriquecer sus colecciones de manuscritos. Dión correspondía cada vez más al ideal político platónico, y la idea de organizar a los exiliados siracusanos y desembarcar un día en Sicilia para derrocar a Dionisio y conseguir el poder empezaba a tomar forma en su mente. Sin embargo, para Platón la situación se presentaba, al parecer, desde un punto de vista algo distinto, ya que, seis años después de su regreso de Siracusa, acepta otra vez una invitación de Dionisio y sale de Atenas, con el fin esta vez, no sólo de convertir al tirano a la filosofía, sino también de tratar de intervenir a favor de Dión, de manera que el regreso pacífico de éste impidiese el estallido de una guerra civil.

Igual que las otras veces, el tirano dio al principio pruebas evidentes de buena voluntad, cambio de vida y de costumbres, dejando creer a Platón que iba a convertirse en un buen príncipe. Resulta evidente, según la Séptima epístola, según las notas biográficas de Diógenes Laercio y Las vidas paralelas de Plutarco y según la moderna interpretación de Wilamowitz-Moellendorff y Werner Jaeger, que las intenciones de Dionisio eran las mejores, y que este hombre inteligente, abierto hacia todo lo que representara la posibilidad de una transformación interior, poseía un carácter movedizo, sujeto a las variaciones más imprevistas, deseando por un lado atraerse a Platón y seguir su enseñanza, pero arrastrado, al mismo, tiempo, por la tradición política de la tiranía, aplastado por el recuerdo de su padre, esclavo de lo que Croce llamaba la «historización», o sea, la fatal integración de todo lo nuevo, incluso de las revoluciones, en el ritmo permanente de lo que constituye el camino de la historia, el carácter de un pueblo y una dirección de los acontecimientos situada más allá de la voluntad de un político o de un partido. Basta constatar. por ejemplo, los resultados de este proceso de la historización observando la rápida integración de la Rusia comunista en la tradición política de la Rusia zarista. De la misma manera, Dionisio el Joven, a pesar de sus ambiciones, digamos intelectuales, se verá obligado a ser un continuador de Dionisio el Viejo. Platón hizo lo que pudo para dar un sentido y una doctrina al Estado siracusano, pero fracasó ante los dos tiranos.

En poco tiempo, las relaciones entre el príncipe y el filósofo se precipitaron otra vez en la enemistad. Corría el año 361. La última ruptura tuvo como motivo a Dión. En efecto, Dionisio decidió de repente vender los bienes que aquél poseía en Siracusa, sin tener en cuenta sus promesas, lo que indignó a Platón, que intervino inútilmente a su favor. Indispuesto por esta actitud, Dionisio lo echó de Palacio y lo alojó en el cuartel de los mercenarios, los cuales, convencidos de que Platón había querido influir sobre el tirano para que éste disminuyera sus sueldos, decidieron matarle. Es fácil imaginar la situación del ateniense en medio de la soldadesca extranjera, gente bárbara y feroz, que veía en él al enemigo de su bienestar material, ignorando sus escritos y hasta la existencia de la Academia.

Lo que salvó esta vez a Platón fue la intervención directa de Architas de Taranto, que envió un barco a Siracusa, en el que el filósofo pudo regresar a Grecia.

Durante los cinco años que siguen, la Academia, debido al influjo personal de Dión y al rumbo que habían tomado los acontecimientos sicilianos, se transformó en un núcleo político muy activo, planeando y organizando la expedición que iba a culminar con el retorno del exiliado y con la caída de Dionisio. En el fondo, la Academia había sido creada con el fin de forjar, a la faz de la disciplina filosófica, un nuevo tipo de hombre político, capaz de corresponder a la situación impuesta a los griegos por los peligros exteriores y por la descomposición interior. Los principios expuestos en La República tenían que realizarse a través de alguien, y si la experiencia con Dionisio había fracasado tan rotundamente, era lógico pensar que el verdadero discípulo de Platón, cincelado durante años por la mano misma del maestro, presentaba otras posibilidades de éxito.

Perfectamente informado acerca del espíritu que animaba a los siracusanos, deseosos de acabar con Dionisio, Dión organizó un cuerpo expedicionario, concentró una pequeña flota en la isla de, y acompañado y aconsejado por otro discípulo de la Academia, Calipos, emprendió la expedición libertadora, mientras Dionisio se encontraba guerreando fuera de Sicilia. Siracusa no opuso ninguna resistencia v abrió las puertas de par en par para recibir a Dión como u un dios, ofreciéndole el poder supremo. Sólo el castillo de Ortigia, situado en la pequeña isla homónima, ligada a la tierra firme por un puente, quedó en manos de los partidarios del tirano. Este regresó apresuradamente, y una guerra en pequeño estilo continuó por algún tiempo entre la ciudadela fortificada, ocupada por Dionisio, y el resto de la ciudad, ebria de entusiasmo, abusando en seguida de la libertad para convertirse en una democracia deforme y anárquica, expuesta tanto a los ataques de Dionisio como a los de los cartagineses, cuya ambición era de volver a conquistar todo lo que habían perdido durante el reinado de los dos tiranos. Esta situación simbolizaba con bastante claridad la del mundo griego en general, representando Dionisio el mal interior que corroía a la sociedad helénica, y los cartagineses el mal exterior, la próxima caída en las garras de la historia.

Frente a esta situación, obligado a gobernar sin energía, para no exponerse a ser acusado por los suyos de haber echado al tirano con el solo fin de reemplazarlo, el discípulo de Platón se vio en la imposibilidad de dominar la situación. Cuando, asustado por la evolución de los acontecimientos, empezó a gobernar con mano firme, transformándose, a su vez en lo que él mismo no quería ser, haciendo asesinar a los que amenazaban el orden, arrepintiéndose luego, dando prueba así de crueldad y de flaqueza, infiel a la política vulgar como a la ideal, era ya demasiado tarde. Su mismo condiscípulo de la Academia, el que lo había acompañado a Siracusa, el platónico Calipos, lo hizo asesinar en su casa y puso fin de este modo a la democracia en Siracusa, como también al viejo sueño de Platón. En el año 353 la muerte de Dión acaba con lo que se podría llamar el ideal político de la Academia platónica, ya que el discípulo asesinado simbolizaba el instrumento realizador de toda una doctrina, elaborada a lo largo de una vida de estudio y experiencias, centrada no sólo en la preparación interior de los individuos y en la salvación personal de las almas, sino también en la reforma de la ciudad griega. Calípolis deja de ser en el momento en que Dión cae acribillado por un puñal, víctima de otro discípulo de Platón, víctima también de lo que más tarde llamarán una utopía, o sea, un sueño de perfección social destinado siempre a fracasar en el momento mismo en que la letra escrita chocaba con la realidad. El sueño de Calipolis no dejó jamás de atormentar a los hombres. Acaparado por mentes menos profundas que la de Platón, el mito de la ciudad ideal ha constituido varias veces la tortura mayor que la historia ha sabido infligir a los seres humanos. Nuestra época, como tantas otras en el pasado, no se ha salvado de este castigo, y si la humanidad se estremece de miedo ante los caprichos de los tiranos actuales, si millares de hombres siguen pereciendo en las Latomías del mundo, si millones de inocentes no tienen qué comer, si la guerra amenaza con destruir a la humanidad, es porque otras utopías están tratando de cincelarnos en contra de nuestra voluntad, en contra de lo que es natural y justo, ambiciosas de hacer coincidir unos principios con la fuerza inmutable de los instintos o de las tradiciones. Platón, por lo menos, tiene una justificación mayor: la de haber querido evitar todo derramamiento de sangre y de haber preparado con cuidadoso amor al que tenía que realizar el milagro. El discípulo pagó con su vida, el maestro continuó llorando hasta su muerte sobre las ruinas de su ideal. Sin embargo, los dos siguen viviendo, unidos en este mito de la anticaverna, en el que llegó a concretarse el ideal filosófico y político de Platón.

Y este es el símbolo más profundo del arte. Si pensamos que la palabra misma viene del griego areté, o sea, virtud, y que el arte respetó siempre esta ascendencia, que implica no sólo la habilidad de hacer, sino también un sentido ético muy ambicioso, me parece inútil insistir aquí sobre la relación que podemos fácilmente establecer entre el concepto de descomposición, entendido como calda o involución, y el divorcio evidente entre arte y areté, característico de los tiempos modernos, quiero decir, de los tiempos en los que «Dios ha muerto», o ha sido alejado de nosotros por los sacrílegos, descendientes de los que en Atenas profanaron los Mermes de piedra y marcaron el principio de la decadencia ateniense. El problema es tal actual hoy como entonces, ya que Atenas somos nosotros, sus herederos, y la amenaza exterior es tan grande como la interior.

Paul Hazard había situado el principio de la descomposición o de la crisis occidental a fines del siglo XVII, en el momento en que la intelectualidad europea se aleja decididamente de los valores digamos tradicionales o religiosos y acepta como norma artística y como ley de vida cotidiana la depreciación de los valores supremos de los que habla Heidegger. La libertad del individuo coincidió, pues, con la negación de todos aquellos valores que Platón quiso salvar, que fueron reconocidos como tales por el cristianismo, que dieron al concepto de areté un nuevo empuje durante el Renacimiento y que perecieron bajo el alud de falsos atrevimientos llamado progreso. El arte —como también toda literatura en un sentido antiespiritualista o antirreligioso, claro está—, separado de su sentido originario, ha llegado a ser, bajo nuestros ojos, la negación de sí mismo, ya que a lo largo del proceso de la descomposición nos hemos separado poco a poco de todas las raíces e ignoramos por completo lo que cada palabra de nuestros idiomas quiere decir. En el tiempo en que fueron creadas, las palabras tenían un sentido sacramental o religioso y expresaban siempre una relación directa entre lo creado y el creador. Es lógico que un artista que ignore la significación de la palabra arte, en la que vive y de la que vive, sea un falso creador, un mono de Dios, un escultor en las tinieblas y no en la luz. De aquí el carácter demoníaco del arte moderno, que parece una liberación y que es una esclavización, instrumento de lo político, o sea, de las utopías, o sencillamente de la anarquía o del nihilismo, al que Heidegger identifica con la decadencia.

No se trata, evidentemente, de volver atrás y de integrarnos, como pensaba Berdiaev, en una nueva Edad Media, o en la era patrística o siquiera pitagórica, ya que todos estos regresos son tan absurdos y peligrosos a veces como aquellos saltos hacia el porvenir realizados sobre montañas de cadáveres. Se trata de reintegrar en nuestra mentalidad de artistas o de entendedores del arte el sentido verdadero de las cosas, de crear con el fin de mejorar, puesto que, por ejemplo —colocándolo todo en el plan general de lo que acabo de decir—, no hay nada más ridículo que una novela pornográfica escrita y luego leída por seres humanos contemporáneos de la era atómica, ya que el progreso material debe suponer un progreso espiritual por lo menos igual. O, entonces, si este absurdo fenómeno es posible —y lo es—, hay que pensar que la mentalidad poco evolucionada del autor y del lector de libros pornográficos no constituye un contrasentido, sino que, al contrario, coincide con la mentalidad y el nivel intelectual de los creadores del progreso material. Y, en este caso, volvemos sin querer a lo que Platón quería decir cuando hablaba de la separación que se produjo en Atlántida entre los hombres y la fuerza superior que les había enseñado la civilización, que los hombres habían utilizado para progresar en lo material, y que acabó por arrastrarlos hacia el terrible fin que conocemos y que no es una leyenda, sino una realidad, tan humana y tan verdadera, tan trágica y tan aleccionadora como todas las épocas de la vasta historia del género humano.

¿Por qué, en fin, Platón, personaje de novela? Porque la novela —una novela fiel al concepto de areté— puede dar cuenta de la totalidad del fenómeno Platón, en el sentido de que vida y obra, todo lo que la exegesis filosófica o la simple biografía ignoran recíprocamente, sólo la novela es capaz de presentarlo bajo una luz de unidad. Si hay un drama Platón, tan profundo y humano como todos los dramas sobre los que se ha fundamentado nuestro vivir de hoy y de ayer, implicando vida y doctrina, sentido secreto de su lección, dolor y conocimiento, esto nadie más que un novelista lo puede recrear, transformándolo en contemporaneidad y, al mismo tiempo, en obra de arte.

Si he sido algo tenebroso y pesimista en lo que les he dicho aquí, les ruego me perdonen. Al fin y al cabo, creo poco en los optimistas, gente extrovertida, que vive de aperitivos espirituales. Lo importante es saber mirar hacia adentro y tratar de perfeccionar incesantemente lo que somos en realidad, aquella posibilidad de perfección que Sócrates veía en el fondo de cada uno de nosotros.

Todo lo demás son arcos de guirnaldas, brillantes hoy, podridos mañana, bajo los cuales pasan sin parar los vacíos reyes del día, enemigos de los hombres. Es así como hay que entender estos admirables versos de Hölderlin, con los que cierro el paréntesis que es toda conferencia:

Pero allí donde está el peligro

también está lo que salva.

 

Conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el 28 de enero de 1964.