El
triunfo de la imaginación
HACE
unos años que se puso de moda, de torpísima moda, el arremeter contra la imaginación,
esa gran facultad del alma, que es tal vez el mayor regalo que Dios ha podido
hacer a la criatura humana. Toda la literatura denominada despectivamente
imaginativa, fue puesta, no en cuarentena, sino en confinamiento, que aspiraba a ser definitivo. Aunque nada, como se sabe, es en esta vida definitivo. Pero
sucede que, y precisamente ahora, la gente, la pobre gente de hoy, empieza a
darse cuenta de que el mito del progreso indefinido de nuestros abuelos,
amenaza no solo con estallarle entre las manos y dejarle por tanto sin manos,
sino también en dejarla sin alma y resulta que aún hay quien no se resigna a
perder de todo el alma. Víctor Hugo, aquel mago decimonónico, que en el fondo
abominaba de muchos mitos de su gran siglo, dejó escrita una hermosa verdad,
que dice: “Un hada está escondida en todo cuanto ves”. Por ello no ha
mucho que en Kiel supieron reunirse más de trescientos amigos, y estudiosos de
toda Europa, de los cuentos de hadas para oír entre otras cosas, a una
maravillosa señora que encantó al auditorio, relatando con bella memoria y voz,
ciento cincuenta hermosísimos cuentos de hadas. Parece iniciarse una feliz alborada,
en la que el mundo harto de bombas atómicas, de monstruos de tontos que se
daban y degenerados de toda laya, vuelve hacia un limpio estilo, que es el ala
blanca de la feliz imaginación, para reivindicar la gracia que tanta falta nos
hacía. Gracia sin la cual no se hubieran producido ni la Odisea ni el Quijote,
por citar solamente dos obras egregias en las que, por cierto, se demuestra que imaginación no significa necesariamente pugna con el realismo. William Blake ha
dicho aquello tan profundo de la “La imaginación es el hombre”, y Lord
Dunsany el gran recreador irlandés, el gran imaginativo, nos supo ofrecer la
bellísima enseñanza de que “Maravillarse en el hombre es santidad”,
mientras, Julien Green, por su parte, acaba de insistir sobre “La necesidad
de imponer el sueño y la alucinación a la realidad, como al tuviese contacto
con lo eterno”. Traigo esto a capítulo porque Álvaro Cunqueiro, el gran
imaginativo, el gran fabulador, que en tantos aspectos puede emparejarse con
Jorge Luis Borges, nos acaba de ofrecer el regalo de otro hermosísimo libro Cuando
el viejo Sinbad vuelva a las islas, que primeramente vio la luz en lengua
gallega, y que Editorial Argos presenta ahora en castellano, en edición,
por cierto, primorosa.
¿Quién
no se ha maravillado con las tribulaciones, naufragios y aventuras de aquel
maravilloso Sinbad el marino, que recorrió “todos los mares que el sol alumbra”?
El relató que de sus siete viajes hace la gentil Scheherezade al sultán Shahriar
otras tantas noches, es uno de los mayores encantos de esa linterna mágica que se
llama precisamente Las mil y una noches, Álvaro Cunqueiro, nuestro gran
recreador de mitos, no podía permanecer indiferente a la tentación que
representan la gnómica y la fantasía del fabuloso marino de Bagdad. Si “Mythos”,
siguiendo a Mircea Eliade, es también narración, he aquí a Sinbad encantándonos
a través de la estupenda prosa cunqueiriana, como supo encantar definitivamente
a través de la dulce voz de Scheherezade al sultán cruel e implacable.
Por
las islas de Las Cotovias —¡qué bello pretexto!— que el pequeño y fiel Sari
negaba, sale otra vez al gran mar el viejo Sinbad, maduro y sereno como un
patriarca, constelado de experiencias y saberes, de casos y de cosas, en el
hermosísimo relato que hoy nos brinda, como el mejor regalo, Álvaro Cunqueiro.
Una nostalgia de ronseles, de caracolas fabulosas llenas, de rompientes, de
trozos de cable, de continentes tostados, de canela e ilusión, que es como un
maravilloso atlas mágico desenrollado y goteante del mar. Páginas, ¡ay!, cortas
para nuestra ansiedad. ¡Ahí y tierras inexistentes, que nos tiran, con la
marea, del corazón, como “Reino Doncel”, más allá de Trapobana, porque “hay
tierras que solo son memoria”.
Sari,
Abdalá el ciego, “vigía y dedo pulgar de Sinbad”, Monsaide, el Cangrejo,
Venadita, la de la memoria de sed... Todos los muñecos que rodean a Sinbad, en
conversas o reposos, en viajes o naufragios, quedan ya prendidos en nuestro
recuerdo por la magia evocadora del autor de Merlín y Familia que vuelve
a ofrecernos el don de un claro y acuñador castellano perfecto. Tan perfecto
como la inmensa melancolía final, cuando Sinbad, ciego es guiado por la fiel
mano del otro ciego Abdalá.
El
corazón del viejo piloto, ya entre nieblas late todavía con el recuerdo
alucinante de la plata o el oro del mar, de las estrellas que se funden sumisas
y exactas en un solo grito, de las galernas y los naufragios en un alba de
desolaciones, de las arenas emocionadas que brillan, de la tentación
indescriptible del límite y de las descubiertas…
Pero
los que lo quieren, quieren la paz para el viejo marino: por eso el también
anciano Monsaide no deja que Arfee el Moro, cuente a Sinbad la nueva de la nave
“Venadilla”, que acaba de mojar quilla en la alegría verde de la mar.
—¡Qué
tenga paz!
—Tienes razón. ¡Qué tenga!
La paz nos llega también, salado presente al espíritu aglobado de
nuestros días y nuestras noches, con todas las páginas ejemplares del libro,
que nos recuerdan al oído de la perfección de los versos de Mallarmé, de vuelta
de todo intelectualismo retórico, tantas veces citados y nunca suficientemente
repetidos:
La chair est triste, hélas! et j'ai lu tous les livres.
Fuir ! là-bas fuir! Je sens que des oiseaux sont ivres
D'être parmi l'écume inconnue et les cieux!
(Copyright
PYRESA. Prohibida su reproducción)
José
María CASTROVIEJO, Baleares, 28
de febrero de 1963, p. 16.
No hay comentarios:
Publicar un comentario