Cristóbal
Serra: “El humor me ha permitido crear el
absurdo”
Ars
quimérica abarca el universo que el escritor ha ido desvelando
durante cuarenta años.
Ars
quimérica es un libro paradójico y necesario. Paradójico porque
su grosor -725 páginas compactas- ilumina y hace estallar desde dentro el
secreto y mito de una obra, la de Cristóbal Serra, que destacaba, al menos
hasta hoy, por su aparente brevedad. Necesario porque contiene toda la
literatura de Serra, que es una de esas literaturas, tan escasas y
desconocidas, de las que ninguna cultura que se precie de tal puede prescindir.
Una literatura escrita desde la pasión eremítica y la rara lucidez del hombre
sabio, rara, precisamente, por su sabiduría, en un país reacio a la misma.
Cristóbal Serra ha edificado su laberinto particular a espaldas del mundo. Un
laberinto donde la poesía desemboca en el pensamiento y éste en la revelación.
Prosas surrealistas, viajes imaginarios, diarios, interpretaciones bíblicas,
conversaciones con escritores muertos, tratados sobre el humor negro y otras
quimeras prodigiosas forman un corpus sólido, coherente y único que ha sido
trazado desde el silencio esencial de la soledad. La soledad del escritor
frente al mundo y la soledad del mundo metida de hoz y coz en el escritor. Sin
ruidos, sin ecos, sin concesiones tampoco.
Ars
quimérica abarca el universo que Serra ha ido desvelando
durante 40 años. No es difícil imaginar la figura de un geógrafo misterioso que
traza sobre el papel las coordenadas de ese universo que sólo él conoce. Que
sólo para él existe. ¿Acaso porque él mismo lo ha inventado? Si y no. Los
mimbres con los que Serra ha trazado su universo particular estaban ahí sin que
nadie los viera. Ha sido la mirada de Serra la que apoyándose en la Biblia y en
Swift, en Quevedo, Gracián y Lao Tsé, en Michaux y en Blake, en Edward Lear y
Chuangsé, en León Bloy y en los rollos de Qumram o las visiones de Ana Catalina
de Emmerick, por citar sólo a algunos, ha proyectado su insólita topografía
literaria. Atrás quedan la guerra civil que le espantó siendo niño, la
enfermedad que lo retuvo entre las sábanas y la lectura de su adolescencia y la
biblioteca flotante que envolvió esa mirada de ironía y precisión anglosajonas
durante su primera juventud. Y al fondo de esas tres épocas, tan determinantes
en la vida de un hombre como en el destino de un escritor, el mar Mediterráneo,
una luz que es la linterna mágica que alumbra todas y cada una de sus páginas.
Y un convencimiento inamovible a lo largo de todos estos años: “La imaginación es omnipotente y sostiene la
realidad. La imaginación es el todo”.
La
palabra de Serra es una palabra meditada, que se deja llevar por la
imaginación, que ataca el racionalismo, pero al mismo tiempo domestica esa
imaginación, la mete en casa -meditándola- como quien mete a un siamés. “La rutina hincha las velas de la
imaginación. Piense en Lewis Carroll. Yo soy un hombre que se siente espoleado
por la imaginación, que se deja arrastrar por ella y a través de ella crea su
propio fairy land", nos dice Cristóbal Serra. Imaginación y humor son
los dos pilares sobre los que edifica ese palacito plantado en la laguna del
mundo. “Octavio Paz me calificó de hombre
que sonríe. La sonrisa tiene que ver con actitudes más mundanas: jamás he sido
hombre mundano. En mis libros hay risa, no sonrisa. El humor nunca se propone
corregir o enseñar. En el humorista se mezclan el excéntrico, el payaso y el
hombre triste. El humor me ha permitido el absurdo, me ha permitido crear una
literatura absurdista (sic). En él
pueden estar mezcladas toda clase de gravedades y escapa a toda ley matemática
y, al hacerlo, escapa a toda ley literaria, dándote una gran libertad. El humor
es un producto del dolor, que se transfigura en una especie de práctica
alquímica. Cuando es bueno, siempre es poético, nada tiene que ver con lo
satírico”. Tal vez porque lo satírico es hijo de la crueldad y ésta no
escapa a ninguna ley literaria. Así Serra, escapando a esas leyes, ha creado un
género muy particular donde se mezclan el aforismo, la reflexión, la
autobiografía, el viaje quimérico y, acaso, el visionarismo. “Mi literatura no es una literatura de
género. Para mí, los géneros no tienen fronteras definidas, sino que se
interfieren, un fenómeno, por otro lado, característico de la modernidad
literaria. Piense en el ocaso del verso a partir de Rimbaud. Ya no existen
fronteras delimitadas entre prosa y poesía. El género no tiene en mí un
carácter absoluto, de ahí la dificultad en clasificar mis libros. El mío es un
libro de espacios trabajados, una literatura salteada y discontinua. Yo
pertenezco a los fragmentarios como Montaigne o De Maistre. Una literatura que,
como el periodismo, informa, pero a diferencia del periodismo posee una
estética que, en mi caso, es la inventiva. No tengo nada en contra de la
novela, sino del novelismo (sic), de
la exigencia de que todo lo escrito tenga carácter narrativo. ¿Por qué? Yo hago
lo que hicieron los evangelistas con Jesús, ese héroe discontinuo de los
Evangelios.”
Todo
en Serra puede tener trasfondo bíblico: desde el estilo hasta su interpretación
de la historia. “En mi lectura del
Apocalipsis hay una voluntad de ir al encuentro de la historia. ¿Por qué?
Porque, a mí, la guerra civil me llevó no al conocimiento de la historia a
través de los libros, sino a las preguntas sobre el curso irónico de la
historia. Lo que me condujo, habiendo perdido su valor todas las ideologías del
siglo, hasta un concepto profético de esa misma historia. León Felipe decía que
en el mundo no se ha producido nada igual a la dinastía de los profetas
bíblicos. Es cierto. El Apocalipsis es la llave con la que he desentrañado la
historia, coincidiendo con Larrea en sus especulaciones sobre él mismo para descubrir
la clave de la historia occidental: un ciclo de manifestaciones donde nuestro
propio ciclo, el judeocristiano, queda iluminado por las palabras cinceladas en
el Apocalipsis”.
“Vivimos una era en la que todo lo que
anunciaron los profetas se hace evidente en su babelización y en que por debajo
de esa babelización sólo existe el mercantilismo: la economía se toma en sí
mismo como fin y ya decía Blake que el dinero es la sangre del pobre”.
José
Carlos Llop, Babelia, 8
febrero 1997, 276, p. 12.
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