En
memoria de Juan Larrea, poeta de vanguardia
MURIO Juan Larrea en Córdoba (Argentina), el
día 9 de julio de este año, y la mayor parte de sus lectores y admiradores no
nos enteramos hasta dos meses después, cuando «El País» le dedicó una página entera. Muerte discreta que
correspondió a una vida igualmente discreta y digna, la vida y la muerte de un
poeta «raro y olvidado» vibrante y
brillante en sus textos, que contribuyó con mucho a despertar el fulgor
sorprendente que caracteriza a la mejor poesía de anteguerra en España. Poeta
de vanguardia en los primeros años de su carrera; después, místico alucinado,
encaramado en las alturas del Machu Pichu, centro del mundo solar; lúcido
comentarista —e impulsor, en cierto modo, de su creación— del «Guernica», de Picasso: contrincante
ocasional de Pablo Neruda; siempre, adorador de la poesía de César Vallejo, su
amigo de París, a quien luego supo explicar con mareante claridad. Todo esto, y
más cosas —arqueólogo, buceador de la antigüedad americana precolombina— fue
Juan Larrea, poeta bastante olvidado hoy en día, al menos en su patria.
LA vanguardia literaria española de este siglo
se caracteriza por la brillante mediocridad de su productor: los poetas y
narradores españoles incluidos, de forma tácita o explícita, en movimientos de
vanguardia, gastaron su tinta en salvas y procedieron como sus admirados chinos
—el orientalismo estaba muy bien visto a principios de siglo; fue la herencia,
el lastre modernista— usando la pólvora que otros, en otras latitudes, habían
inventado para fines bélicos, para fabricar espléndidos cohetes que estallaban
sin dejar más que estelas en el aire.
Este fenómeno, el de poco valor de los
movimientos vanguardistas en literatura —y no en pintura, por ejemplo, donde el
español crea y construye sin cesar— viene de antiguo. Es posible que los
últimos descubrimientos válidos en ese terreno acontecieran en el Siglo de Oro:
la introducción del soneto «a la itálica
manera» —forma aristocrática del poema—, la novela, inventada por
Cervantes, y esa ambigua forma de narrativa, a caballo entre la poesía, el
teatro y la novela, que es «La Celestina».
Después, toda inventiva parece llegar tarde, perderse. Ya nuestro Romanticismo
es raro, tardío y carente de frutos de auténtico valor; nuestro modernismo,
visto desde hoy, no pasa de ser cursilería, graciosa, en el mejor de los casos.
Y así, los movimientos vanguardistas de principios de siglo, pese a la valía
individual de quienes los integran, son juegos de salón, charadas para un día
de lluvia. Ultraísmo, creacionismo, etc., son sombras, reflejos sin sustancia
de lo que al mismo tiempo está sucediendo en Europa. Les falta la combatividad
de Dada, dispuesto a acabar con la literatura y, a través de ella, con los
cimientos mismos del pensamiento burgués; la militancia activa del Futurismo,
comprometido siempre con la realidad social, que se vuelve fascista en Italia,
bolchevique en Rusia, pero que está siempre dispuesto a ser motor de cambio,
transformador del mundo. En resumen: las vanguardias españolas nunca dejaron de
ser burguesas. Ni siquiera el fascismo literario —el fascismo de, por ejemplo,
Giménez Caballero— tuvo aquí el tono vibrante y la fuerza de arrastre que
adquirió en Italia.
Ha habido, sin embargo, escritores de verbo
poderoso, original y limpio, entre quienes podemos citar al chileno Huidobro y
a Gerardo Diego, que inventaron el jueguecito del «creacionismo», como quien se
saca una paloma de un sombrero; a Ramón Gómez de la Sema, estudioso de los «ismos» y creador, claro está, del «ramonismo». Frívolo, circense y
disparatado pequeño gran escritor, cuya misma fisionomía destinaba a inventar
esa cosa tan japonesa que es la greguería. Y, desde luego, el poeta que ahora
nos ocupa con su muerte: Juan Larrea.
A Juan Larrea se le ha leído aquí poco y tarde
—tuvimos que esperar a 1970 para que apareciera «Versión Celeste», primera
edición completa de su poesía—, y es una verdadera pena, porque gustaría mucho
a muchos que ni siquiera lo conocen. Y es que la obra de Larrea ha tenido que
soportar una interdicción doble: en primer lugar —y esto es elemento trágico
común a muchos, casi me atrevería a decir que a todos los intelectuales de
valía y de valor personal de su generación—, estuvo, la manera activa, en el
bando de quienes perdieron la Guerra Civil; el exilio y la censura franquista,
gran castradora, borró a Larrea, del mismo modo que borró a Luis Cernuda. Pero,
además —y esto es ya mucho más peculiar y propio—, Larrea fue el único poeta
surrealista español de importancia. Con el surrealismo español ocurrió algo
parecido a lo que pasó con los demás movimientos europeos de vanguardia: nacido
oficialmente en París, en 1924, aunque llevase manifestándose como fantasma
prenatal desde el Romanticismo, tuvo su manifiesta influencia en los jóvenes
poetas del 27. Pero fue una influencia exotérica, limitada a la forma: imagen
sorprendente, metáfora de disparatada audacia, onirismo... Pero no se puede
hablar, sin embargo, de un auténtico surrealismo español, si no es entre los
pintores —Dalí, Oscar Domínguez— o en el cineasta y escritor Buñuel. La «poesía pura» y las nefastas teorías
orteguianas sobre la «deshumanización del
arte» secaron el ímpetu surrealista —humanísimo y nada «puro»— en la joven poesía española.
Larrea, tan raro, fue otra cosa. Nacido en Bilbao, en 1895, inició su andadura
poética en 1918 con Huidobro y Diego, en la ya extraña vía del creacionismo.
Pronto se trasladó a París, donde estuvo en contacto con los precursores y
primeras voces del surrealismo naciente, Tristán Tzara entre ellos. Y ya en
1926, junto con César Vallejo, fundó la revista «Favorables-París-Poemas». El impacto del surrealismo está presente
en toda su obra poética, no sólo de forma cultural, sino vital. Escribió parte
de su obra en francés, traducida luego al castellano en «Versión Celeste»; y es que el francés, idioma plástico y maleable,
se presta a la alquimia verbal surrealista mucho más que el castellano, que es
épico y escueto en su decir, verdadera lengua de periodismo y romancero.
Por sus características personales, no se
podría, en rigor, incluir a Larrea dentro de la «generación del 27». Figura, sin embargo, en la antología publicada
por Gerardo Diego en 1931, donde se hallan todos los componentes de ese grupo.
Y es muy probable que el toque francés, surrealista, de ese poeta bilbaíno,
influyese fuertemente en los jóvenes poetas de entonces.
Juan Larrea fue partidario siempre de la causa
de la libertad, y trabajó para ella desde su puesto de encargado de relaciones
culturales en la Embajada de París, durante la guerra. Desde ese puesto
precisamente, y junto a José Bergamín, encargó a Picasso la realización de un
mural para la Exposición Internacional de París de 1938: de ahí salió el «Guernica», obra picassiana y goyesca a
la vez, que muestra con intenso dramatismo la barbarie bélica. Tras la guerra,
en 1939, emigró a México, donde contribuyó a la creación de las revistas «España Peregrina» y luego de los «Cuadernos Americanos», donde se recogían
las voces de los españoles en el exilio. Después, se lanzó a cultivar su vena
ensayística, extraña y originalísima, llena de misticismo,- de añoranzas de San
Juan de la Cruz, de esoterismo y simbolismo incaicos, que no se contradecían en
absoluto con el surrealismo inicial que lo informaba, sino que lo completaban,
dándole una curiosa dimensión hispánica. En 1956 fijó su residencia la Córdoba
argentina, donde ahora ha muerto calladamente, dedicándose a la docencia y a la
arqueología. Quizás su voz no sea la más importante ni la más rica en el coro
de los poetas de preguerra. Desde luego, es la más original. Quizá su muerte
sirva para rescatarla del olvido.
Eduardo Haro Ibars. Tiempo de Historia, 1 de octubre de 1980. pp. 116-117.
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