PABLO
LUIS LANDSBERG
No hace mucho se han cumplido los veinticinco
años de la muerte del filósofo P. L. Landsberg, acaecida en el campo de
concentración de Oranienburg, cerca de Berlín. La originalidad de su
pensamiento junto a las trágicas circunstancias que rodearon su vida, en la que
supo dar testimonio, con su sacrificio, de su fe cristiana y de su
inquebrantable firmeza moral, hacen de él una figura muy distinta a la del frío
pensador, distanciado del mundo y de sus problemas por obra de su propio esfuerzo
de análisis y meditación. A ello se añade, para hacer más atrayente a nosotros
su personalidad, la honda simpatía que Landsberg sintió hacia España, donde
vivió en los años anteriores a la guerra civil, no sin que este hecho dejara
una huella muy viva en su espíritu.
Entre los libros más importantes que escribió
Landsberg cabe citar “La Edad Media y
nosotros” y “Ensayo sobre la
experiencia de la muerte". El primero fue publicado por la “Revista de Occidente” y es lástima que
no se haya vuelto a editar; acaso el aniversario que recordamos fuese la mejor
ocasión para darlo nuevamente a la publicidad. El segundo fue vertido al
castellano por Eugenio Imaz, en “Cruz y
Raya”. Reeditado este libro en 1962, es de lamentar que no haya aparecido
junto con él el apéndice que acompaña a la versión francesa de 1951, titulado “El problema moral del suicidio”.
Quisiéramos referirnos, precisamente, en la
presente nota conmemorativa, a ese último estudio, pues él es, sin duda, el que
se halla más vinculado a la forma en que se cumplió su destino, cuando apenas
había cumplido los 43 años, al morir, agotado por los sufrimientos, víctima de
una despiadada persecución religiosa y racial.
La fecha de este trabajo es el año 1942. Al
escribir sobre el suicidio, Landsberg tenía a la vista, obviamente, la realidad
en la que él mismo se encontraba, pues todo le inducía a pensar en la actitud
4ue habría de asumir en el caso de caer en poder de sus perseguidores. Su amigo
Jean Lacroix refiere, en el prólogo a la edición francesa, que Landsberg
llevaba consigo un pomo de veneno en previsión de lo que pudiera sucederle.
Serenamente, maravillosamente, discurre el
autor en las 50 páginas de su estudio sobre la actitud cristiana ante el
suicidio. La moral cristiana, dice Landsberg, es la única que se opone al
suicidio de una manera absoluta, sin admitir excepción a este precepto. Pero es
un hecho que en todos los pueblos y en todas las épocas el suicidio ha
existido. Es preciso ver en él, por tanto, una tentación demasiado general,
demasiado común a todos los seres humanos. Muy corriente y muy necia es la
suposición de que debe ser juzgado simplemente como un cobarde aquel que se
suicida. El caso de un Aníbal, de un Catón, de un Séneca, de una Lucrecia,
pruegan que, muchas veces, el suicidio ha constituido un supremo acto de
valentía o un recurso final en defensa del honor. Mayor es, ciertamente, el
número de los que no se atreven a matarse por cobardía que el de los que
efectivamente se matan por miedo al sufrimiento.
Landsberg medita sobre el tema del suicidio
desde un punto de vista cristiano, pero también desde un punto de vista actual.
El mundo en el que el filósofo vive y que de continuo le amenaza es un mundo
que se empeña en despersonalizar al hombre. No en vano la filosofía que Landsberg
profesa es la del “personalismo”. La
pavorosa, aplastante realidad que ha visto crecer el siglo XX es el
totalitarismo. El Estado posee medios de anulación de la personalidad que hasta
ahora el mundo no había conocido. Nada cuenta el hombre frente al poder
omnímodo, capaz de todas las transformaciones, que es el Estado, ese Leviatán
sin alma.
Siguiendo su curso, avanzando como sombra
maligna que cubre el universo, el Estado totalitario aplasta al hombre,
destruye su intimidad, aniquila su libertad. Los prisioneros, en manos del
Estado totalitario, son seres maleables, aterrorizados, capaces de hacer y
decir lo que de ellos quieran sus verdugos. La técnica puesta al servicio del
terror convierte a los seres humanos en juguetes miserables, dispuestos a todas
las abyecciones. Las drogas, los “lavados
de cerebro”, los métodos de “reeducación”,
las “técnicas de envilecimiento”,
quebrantan y hacen imposible toda voluntad de resistencia, toda posibilidad de heroísmo.
Ha sido necesario que la Humanidad conociera la
experiencia de la postguerra para medir todos los horrores a que se halla
abocada la existencia humana bajo esta despiadada realidad, fruto de la moderna
civilización. Los prisioneros, confesándose culpables, entre lágrimas de
arrepentimiento. Los cardenales, los obispos, los intelectuales, los altos
funcionarios, los antiguos camaradas, los jerarcas caídos en desgracia, todos,
firmando sus “confesiones” en que se reconocen autores de todos los crímenes,
en que se declaran merecedores de todos los castigos... Aldous Huxley ya supo
dar la visión apocalíptica de este mundo desgarrado, con incomparable visión
profética, en 1926, año de la aparición de “Un
mundo feliz”.
¿No será menester que el mundo cristiano
considere esta nueva realidad, que es el marco en que la vida actual se halla
inscrita, y que a la luz de estos fenómenos, hasta ahora desconocidos, se mire
desde un ángulo nuevo el problema moral del suicidio?
Landsberg, ciertamente, no plantea las cosas
desde esta perspectiva, al menos de un modo formal. No hay en sus páginas
ninguna referencia a “una nueva situación
histórica” desde la que fuera necesario considerar esta honda cuestión
moral. Pero, sin duda, en su propia vida no menos que en la circunstancia
espiritual que le rodea, él ya intuye la profundidad del mal que acecha a la
condición humana en el curso actual de la civilización. Por eso, considera
necesario plantearse valientemente, sin subterfugios, el problema moral del
suicidio a través de la posibilidad real de su propio suicidio.
Jean Lacroix nos dice, sin embargo, que
habiendo caído su amigo Landsberg en manos de la Gestapo, tomó, heroicamente,
el camino que su conciencia cristiana le señalaba; destruyó así el veneno que
hasta entonces había llevado consigo y “en
el momento de ser detenido, aceptó plenamente no disponer él mismo de su vida”.
Jorge Siles Salinas, La Paz, 1969
ABC, 4 de
junio de 1969, p. 3
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