Conversaciones con Juan Larrea
EN
este suplemento, Fernando Sánchez Dragó entrevista a Juan Larrea. Es una larga
conversación que se desarrolla en torno a diez fechas de la vida del escritor:
su obra, sus amigos, su peripecia en la poesía, en el arte, pensamiento y la
realidad histórica de su tiempo. Su relación y distancia con los del 27, su
amistad con Picasso y Vallejo, América... «Toda
mi vida es la tentativa de colocarme fuera de órbita» dice.
Ofrecemos
hoy a nuestros lectores, por cortesía del programa de TV, «Encuentros con las letras», este largo anticipo de la entrevista de
dos horas de duración, que mantuvieron Juan Larrea y Fernando Sánchez Dragó, y
que será emitida en fecha próxima.
***
(Larrea
en diez fechas. Nacimiento en Bilbao, a 13 de marzo de 1695. Años de
aprendizaje: estudios y tentativas literarias. En 1912 traba amistad con
Gerardo Diego, que a partir de ese momento se convierte en su principal
valedor. Siete años después publica algunos poemas en Grecia y Cervantes. Ultraísmo.
Segunda fecha: 1921. Saca las oposiciones al Cuerpo de Archiveros y se ínstala
en Madrid. Ese mismo año conoce el chileno Vicente Huidobro, destinado a
convertirse en uno de sus grandes hitos y mitos.)
P.—Cernuda ha subrayado la significación de este
encuentro. Dice que gracias a él entró el creacionismo en España. ¿Cómo era
Huidobro? ¿Qué representó para usted?
R.—Era
una persona a la vez muy natural y muy peculiar. Cuando nos conocimos parecía
un individuo totalmente seguro de sí y quizá por eso tenía la costumbre de
mirar a los demás de arriba abajo. Lo que le creó muchas dificultades. Aquí, en
Madrid, no cayó bien. Nunca se adaptó. Desde el primer momento se puso a polemizar
con todo el mundo. Yo, sin embargo, creí siempre en él. Quería poetizar el
mundo, salvarlo por el camino de la poesía, lo que venía a coincidir con mis
deseos más profundos. Nos hicimos muy amigos.
P.
—El creacionismo es un fenómeno algo desdibujado para el lector de hoy. Como el
ultraísmo. ¿Qué hubo de lo uno y de lo otro —y cómo fue lo uno y lo otro— en
España?
R.—El
creacionismo español se limitó a algunos poemas de Gerardo y míos. Todo lo
demás fue ultraísta. El ultraísmo era un movimiento muy amplio. Desde él cabía
seguir todas las direcciones de la rosa de los vientos. Pero se quedó en la
superficie, en la exterioridad de las cosas, sin calar en ellas. Por eso, a
pesar de mi simpatía inicial, acabé separándome del movimiento. Tenía yo
entonces, y tengo, una sed de absoluto —motivada quizá por mi educación
religiosa— y, eso me obligaba a buscar continuamente el más allá. Incluso en el
plano del lenguaje me he pasado mucho tiempo; dias y dias, delante de una
página en blanco, buscando una palabra, y otra, y otra, hasta dar con la que me
satisfacía. Eso era el creacionismo.
P.—¿Trató
usted en aquellos años a quienes luego formarían parte de la generación del
veintisiete o se mantuvo al margen de la vida literaria?
R.—Entonces
no conocí prácticamente a nadie. Cuando Gerardo Diego me incluyó en su primera
antología llegó a correrse la voz de que yo no existía y de que mis versos eran
una invención de Gerardo. Fui siempre un marginado voluntario. Estaba, y me
consideraba, fuera de órbita.
P.—¿Tiene
algo que ver esa voluntad de silencio con lo que para usted era, y quizá es, la
poesía?
R.—Desde
luego. En la poesía buscaba no sólo mi salvación personal, sino también la
salvación del mundo. Eso me obligó a dejar la lírica para cultivar la épica,
pero una épica en acción, que no tiene nada que ver con la página en blanco ni
con la letra de molde.
P.—Muchos
le consideran no sólo miembro de la generación del veintisiete, sino uno de sus
más destacados representantes. Otros lo niegan. Se trata de una de las
querellas abiertas en la historia de nuestra literatura novecentista. ¿Cuál es
su opinión al respecto?
R.—Depende
de lo que entendamos por generación del veintisiete. Cronológicamente, sí,
claro, no hay duda, de que pertenezco a ella. Espiritualmente, sólo hasta
cierto punto. Escribí un poema para el centenario de Góngora a instancias de
Gerardo Diego.
Vallejo
P.—Tercera
fecha: mil novecientos veintiséis. Pide usted la excedencia, se traslada a
París y allí conoce a César Vallejo. Entre los dos se establece una corriente
de identificación casi mística. ¿Cómo se produjo el encuentro y el corto
circuito?
R.—Vallejo,
en realidad, lo conocí dos años antes, en casa de Huidobro. Vallejo, que aquel
día habló mucho de las cárceles y de su experiencia en ellas, me cayó muy
simpático y me dedicó un libro suyo en términos algo rimbombantes. Luego me
dijo que él y otros latinoamericanos solían reunirse en un café de Montparnasse
y me pidió que fuera alguna vez a la tertulia. Yo leí el libro y me entraron ganas
de ir, cosa que hice un par de días más tarde. Allí volvimos a encontrarnos y
se produjo una especie de flechazo poético.
P—Vallejo
ha terminado convirtiéndose en algo así como un ascua que todos quieren arrimar
a su sardina. Los unos —los poetas sociales de los años cincuenta— convirtiéndolo
en una bandera bolchevique... Los otros —los novísimos de después— subrayando
su filiación vanguardista. ¿Dónde está la verdad?
R.—Vallejo
era el poeta absoluto. Así lo he llamado alguna vez. Pesaba sobre él un destino
tremendo y totalmente poético. Un destino que el propio Vallejo ignoraba.
Murió, de hecho, como poeta absoluto. Murió de poesía, aunque él dijera
entonces que moría de España. Su última frase —o una de las últimas— fue «me voy a España». Vallejo estaba
hondamente preocupado por España. Veía en ella a la madre, algo así como ese
arquetipo de subconsciente que Jung ha llamado ánima. O sea: el eterno femenino. Vallejo, al final de su último
poema, se refiere a España como a una dimensión cósmica.
P.—Neruda
se portó muy mal con Vallejo. Lo acusó de trotskista y lo abandonó cuando más
ayuda necesitaba, ¿Fue usted testigo de ello?
R.—Sí,
sí... Yo estaba entonces en París, colaborando en la causa de la República.
Vallejo y Neruda tenían diferentes puntos de vista en lo relativo a nuestra
guerra. Neruda era una persona mucho más superficial que Vallejo. Por eso no
acababan de entenderse. Recuerdo una disensión, allá por el treinta y siete.
Neruda recriminaba a Vallejo su postura. Entonces intervine yo y le dije a
Pablo que se callara, que él no entendía de esas cosas. Porque hablaban de
marxismo y Neruda nunca supo uno palabra sobre el tema. La que sabía un poco
era su mujer.
P.
—Usted, en un libro muy posterior (Del
surrealismo a Machu Pichu, 1967), trazaría una especie de paralelismo
antitético entre la corriente poética americana representada por Rubén Darío,
Huidobro y Vallejo, frente al tenebrismo inicial, posteriormente transformado
en retórica triunfalista, de Neruda, Este, sin embargo, pasa por ser el
principal representante de la poesía sudamericana, ¿Podría resumir su posición
al respecto?
R.—Rubén
Darío es el entusiasmo, la fe, el ir más allá, la luz, el optimismo, O sea: lo
contrario de las residencias nerudianas. A Neruda le oí yo decir en cierta ocasión
que la poesía no lo interesaba, que quería dedicarse exclusivamente a la
política y a su colección de conchas. Eso me impresionó. En la poesía de Neruda
abunda el verbalismo sin contenido, inorgánico. Mientras Neruda buscaba el
aplauso de la multitud, Rubén trataba de abrir puertas para que se escalpase
toda el que pudiera. Luego, de repente, Neruda descubrió América y compuso esa
letanía de rezos que se llama «Alturas de
Machu Pichu». Pero sigue siendo un poeta cuantitativo, elocuente a veces, qué
duda cabe, pero nada más.
Francia, el surrealismo
P.
—Volviendo atrás. En París, a partir de 1926, mantuvo usted relaciones con Aragon,
Eluard, Peret, Desnos, Tzara y casi todas las grandes figuras del surrealismo francés,
exceptuando a Bretón. ¿Era usted, entonces, un surrealista militante o no llegó
a profesar? Los críticos tampoco se ponen de acuerdo sobre este punto.
R.
—Yo
encontré en el surrealismo algo parecido a lo que buscaba en el ultraísmo: la
persecución de un más allá. Desde este punto de vista, es evidente que el
surrealismo frances me proporcionó elementos para seguir adelante. Incluso
llegué a escribir, aunque no a publicar, alguna página enteramente automática, dejando
que la imaginación caminara por sí sola, sin influencias del cerebro ni de la
mano. Eso es lo que Bretón aconsejaba, ¿no?, aunque él nunca llegase a hacerlo.
Pero nunca me asocié al movimiento surrealista ni comulgué con él ni publiqué
en sus revistas. Tanto a Vallejo como a mí, el modo surrealista de enfocar las
cosas nos parecía superficial. Se quedaban en la cáscara.
P.—En
1928 renuncia usted al castellano como lengua poética y, a partir de entonces,
sólo escribe poemas en francés. ¿Por qué tomó esta decisión?
R.—Por
varios motivos. El ejemplo de Huidobro, que también escribía en francés, me
sugirió la idea. El francés me permitía expresar determinados matices, o
perfumes, que en castellano se me escapaban. Además, y sobre todo, yo quería
separarme de la matriz, del ambiente literario español y del lenguaje usual en
España. Intentaba, como siempre, desorbitarme. Toda mi vida ha sido eso: la
tentativa de colocarme fuera de órbita.
(Divagaciones
—o extravagario— sobre La religión del lenguaje
español, folleto publicado en 1952; sobre la revista Favorables París Poemas, cofundada con César Vallejo en 1926; sobre
la insultante Oda a Juan Tarrea, firmada
por Neruda; sobre Prisciliano, el Cid, la ruta jacobea... Sobre lo divino y lo
humano.)
América
P.—Cuarta
fecha: 1930. Cruza el charco y termina en las altiplanicies del Perú, donde —«inducido por las circunstancias», según
se lee en el prólogo a la edición española de Versión celeste— se dedica a la arqueología y llega a reunir una
valiosa colección de antigüedades que hoy se encuentra en el Museo de América.
¿Cuáles fueron esas circunstancias? ¿Por qué el poeta, que desde 1932 ya no
escribía poemas, se convirtió en arqueólogo?
R.—Me
fui a América en busca del sitio más lejano que pudiera encontrar. Seguía así
mi camino de total desprendimiento: desprendimiento de España y de lo español,
después de Francia y de lo europeo… Buscaba, como los peregrinos jacobeos, el Ultreya, el otro mundo, el más allá. Y
acabé en la punta de los Andes, aunque inicialmente había pensado en irme a las
antípodas. Pero los Andes añadían la dimensión de la altitud y, además, era la
tierra de Vallejo. Así que terminé en la punta del Chapultepec, buscando el
Infinito. Incluso pensé que podía encontrar una hebra, un punto de atranque en
la mentalidad quichua, y volver al principio, pero era imposible hablar con los
indígenas y lo dejé. Entonces murió mi madre y cambió mi situación económica,
En fin, lo importante es que me sucedieron bastantes aventuras, hubo
imprevistos y, por una serie de circunstancias que sería largo detallar, acabé
en el Cuzco. Ahí, como tenía dinero, empecé comprando un objeto y luego otro, y
otro, y otro, basta que casi sin darme cuenta me encontré con una importante
colección de antigüedades en las manos,
(Más
divagaciones y cargas de profundidad. América o el descubrimiento de la trans-realidad
que buscaban los surrealistas. Larrea renuncia a escribir poesía, aunque no a
practicarla. Regreso a Europa,)
La guerra civil. Picasso
P.
—La quinta fecha es de todos los españoles: mil novecientos treinta y seis.
Usted ha escrito más de una vez que los sucesos históricos constituyen la
expresión teleológica de un inconsciente colectivo que se puede interpretar en
clave simbólica, del mismo modo que los sueños. ¿Qué representa, desde este
punto de vista, nuestra guerra civil?
R.—Yo
sentí la guerra civil como algo irremediable, que se arrastraba entre nosotros
desde hacía mucho tiempo. Algo así como una lucha entre el bien y el mal. Pero
una lucha apocalíptica, definitiva, al menos para mí. A lo largo de ella, poco
a poco, fueron concretándose, tomando perfiles, todas las imágenes y símbolos
del Apocalipsis bíblico. Por eso había que tomar partido. Y lo tomé, me puse junto
al pueblo en lucha. Doné a ese pueblo toda mi colección de antigüedades. Algún
día se descubrirá que el Museo de América, destinatario de la colección, no se
fundó en el cuarenta y uno sino cuatro años antes, en plena guerra civil.
P.—París,
mil novecientos treinta y siete. Entabla usted una decisiva amistad con
Picasso, se encarga de publicar su álbum de aguafuertes Sueño y Mentira de Franco y asiste a todo el proceso de ejecución
del Guernica. ¿Cómo fue aquello?
R.—Picasso
se había comprometido a pintar un cuadro favorable a la causa republicana. En
abril sucedió lo de Guernica. Todo la
opinión internacional se levantó como un solo hombre, no ya los políticos, sino
los ciudadanos, incluso los obispos... Picasso dibujó los primeros croquis el 2
de mayo. Buscaba el tema. Tanteaba. Hay en esos croquis iniciales un caballo
despanzurrado de diferentes formas, una luz, una figura femenina, un toro
arrinconado... Y así siguió, barajando de mil formas esos elementos, hasta que
don José Gaos, que entonces dirigía la legación española, le facilitó un
lienzo. Picasso puso inmediatamente manos a la obra y su compañera, que era
fotógrafo, se encargó de fotografiar los sucesivos estadios de la obra. La
composición fue evolucionando y, por fin, el último día, estallamos todos en
aplausos cuando Picasso quitó unos papelitos de color rojo que llevaba el niño
para simular la sangro de una herida, y todo el cuadro se quedó negro y gris.
Era algo verdaderamente sobrecogedor. Recuerdo que me dieron ganas de
revolearme por el suelo.
P.—En
1947 escribió usted un libro sobre el Guernica,
que ahora acaba de publicarse en España. En él dice que Picasso, a medida que
iba pintando el cuadro, se olvidaba del episodio histórico del bombardeo para
abismarse en una búsqueda de los símbolos eternos del inconsciente nacional.
¿Leyó Picasso el libro? ¿Respaldó esta interpretación?
R.—Desde
luego leyó el texto, porque yo me encargué de enviárselo antes de que
apareciera. También le escribí unas cartas tremendas, que están en el libro.
Pero Picasso nunca contestaba a las cartas, así que directamente no llegué a
conocer su opinión. Indirectamente, sí. Mi mujer fue más tarde a Francia,
estuvo con Picasso y habló del tema con Françoise, que entonces era su
compañera. Y Françoise le dijo que mi texto era lo mejor que se había escrito
sobre el Guernica.
El exilio
P.
—Sexta fecha, que también es de todos: 1939. El exilio voluntario se convierte
en forzoso. Se establece usted en Méjico y allí funda, o cofunda, dos revistas:
España Peregrina, órgano de la Junta
de Cultura Española, y Cuadernos
Americanos. ¿Qué fueron la una y la otra? ¿Adónde apuntaban?
R.
—Yo quise que España Peregrina
llegara a ser no sólo el órgano de esa junta, sino el de la espiritualidad española.
Duró nueve números, más otro, póstumo, que no llegó a salir entonces, aunque
ahora, afortunadamente, acaba de publicarse. La revista murió torpedeada desde
dentro. Cosas tristes. Mejor no hablar de ellas. Cuadernos Americanos era una especie de prolongación de España Peregrina, pero más amplia,
extendida a toda la América que habla castellano. León Felipe fue uno de sus
principales animadores. La idea le entusiasmaba. Asistió a todas las reuniones.
(Aparece
Rendición de espíritu, obra tan
desconocida en España como casi todas las suyas. Se perfila el concepto de la espíritumanidad, estrechamente ligado a
lo que más tarde el propio Larrea llamará teleología
de la cultura; no somos algo sino para algo... Espíritus encaminados hacia
un fin. Larrea responde así a la pregunta rubeniana del adónde vamos y de dónde venimos. Séptima fecha: 1949. Comienza un
septenio estadounidense de investigación sobre el Guernica, sobre el
apocalipsis, sobre las peregrinaciones a Compostela. Y octava fecha: la
Universidad de Córdoba, en Argentina, le ofrece una cátedra. Estarnos en 1959,
Larrea acepta, funda el Instituto del
Nuevo Mundo y el Aula César Vallejo,
y allí sigue),
P.—Llegamos
al final. La novena fecha es doble e italiana. El hispanista Vittorio Bodini le
incluye entusiásticamente en su antología de poetas surrealistas españoles,
fechada en mil novecientos cincuenta y tres. Y en mil novecientos sesenta y
nueve, siempre gracias a Bodini, aparece en Turín la primera edición —bilingüe—
de Versión celeste, obra que recoge
todos sus poemas. Inicialmente, en una carta reproducida en el apéndice de la
antología de Bodini, usted se había negado a facilitárselos. Luego, sin embargo,
lo hizo. ¿Por qué se decidió, a romper un silencio de cuatro décadas?
R.
—Años antes había recibido una petición similar formulada por un grupo de
alemanes que querían, publicar un libro mío. Un libro de poemas. Y entonces, no
sé por qué, quizá a título póstumo anticipado, les envié lo que me pedían. Lo
de los alemanes no llegó a cuajar. Por cierto: quienes me escribieron entonces
son los que luego se harían famosos por pertenecer a la banda Baader-Meinhof.
Tengo alguna carta de esa chica que se ha ahorcado en la cárcel, Gudrun no sé
qué... Curioso, ¿no? Bueno, pues entonces me escribió Bodini y yo pensé que si
les había enviado poemas a los alemanes, ¿por qué no a él? Y nació Versión celeste.
P.—Décima
y última, o penúltima, fecha: este regreso a España, esta entrevista… ¿Qué va a
pasar ahora Larrea? ¿Otra vez el Ultreya
americano o piensa volver definitivamente?
R.—En
realidad no lo sé. No sé nada. No sé qué va a ser de mí. En América tengo mi
vida hecha. Y está la vida de mi nieto. Hay una serie de factores que me atan a
Córdoba. Ahí, en la Universidad, tengo un pequeño espacio de ocho metros
cuadrados que, en cierto sentido, es mi mundo,
P.
—¿Cuál va a ser su próximo más allá? ¿Habrá aún otra fecha?
R.
—No lo sé. Ahora sale mi edición crítica de la poesía de Vallejo, en dos
volúmenes, que va a publicar Barral. Vallejo es una figura simbólica:
representa la conjunción de lo español y lo amerindio. Es un testigo
excepcional de la gran aventura americana. He comentado uno a uno sus poemas.
Su obra constituye algo así como una intervención del espíritu. Y una
manifestación del advenimiento de la espíritumanidad.
P.—Que
lo veamos, Larrea.
R.—Vamos
a verlo, aunque no queramos.
Pueblo Literario,
4 de enero de 1978
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