Panorámica literaria española del viejo profesor
exiliado
Entrevista
con Sabino Ordás en su retiro leonés de Ardón
Uno
pensaba encontrar a Sabino Ordás inmerso en la aureola del sabio que se halla
de vuelta de todo, del intelectual en la torre de sus elevadas disquisiciones.
Los datos con que contaba sobre su vida y su obra me hacían adivinar una
persona replegada en la soledad de la investigación, tocada por ese aroma de
ausencias que deja el exilio y —por tanto— como a contrapelo de ese paisaje vecinal,
llano y campesina, de Ardón, su pueblo natal a donde regresó hace cosa de un
año. Pero todas esta divagaciones se fueron a pique nada más encararme con
Ordás, en la temprana tarde de un templado, más bien frío, domingo de junio, en
la cantina del pueblo, donde me esperaba jugando al mus con tres paisanos más o
menos de su edad. Entre el órdago y la cazalla, Ordás me dio la mano, después
de colocar su cigarrillo apagado en la oreja, y le ordenó al cantinero que me
sirviese una copa. Así, observando la ciencia cachazuda y filosófica del mus,
aguardé el remate de la partida y comprendí lo vanas que eran mis divagaciones
sobre el personaje. Este Sabino Ordás de barbas moteadas y gesto de sabio
aldeano y cazurro. Juvenil a sus setenta y cuatro años, arropado bajo la boina
y con la cacha como atributo más estético que necesario, difícilmente le hace a
uno rememorar al profesor que transitó las Américas desempeñando cátedras de
Literatura Española durante más de treinta y cinco años de fecunda dedicación.
En la Universidad norteamericana de Salt Lake City se jubilaba Ordás el año
pasado —tres cursos añadidos después de los setenta—, decidido al definitivo
regreso. Y los leoneses, como el resto de sus compatriotas, comenzábamos a
tener noticias de un olvidado paisano, autor de una obra amplia y fundamental,
cuyo nombre y labor nos habían sido secuestrados en los cuarenta impenitentes
años de franquismo.
AL
olvido le sucede ahora este encuentro jubiloso, que uno espera ver transformado
en el justo y necesario reconocimiento que a todos nos ha de beneficiar. La
cultura viva del país necesita no sólo recuperar a las figuras del exilio —lo
que a Dios gracias va sucediendo—, sino también integrarlas sin ningún
menoscabo en nuestra propia y actual realidad cultural. Y más en nuestras
realidades regionales, cuando tenemos la suerte —como en el caso de Ordás— de
encontrarnos a un intelectual cosmopolita atento a todos los hechos culturales
y, a la vez, y primordialmente, encarado a su tierra, Porque nosotros los
jóvenes, quizá sobre todo los jóvenes leoneses, los que, a pesar de los pesares
seguimos siendo provincianos, los no favorecidos por la proximidad con la
metrópoli cultural, es decir, Cataluña, los que no somos paniaguados de ningún
clan madrileño, vemos en Ordás la voz más genuina de nuestra cultura, porque
hundiendo sus raíces en nuestra sustancia más auténtica, la que se remonta a la
noche de los tiempos —voz cazurría y cosmopolita, voz tradicional y renovadora—
se transporta, sin embargo, a nuestro tiempo con una audacia pasmosamente
sencilla. Yo quiero recordar tres obras de Sabino Ordás publicadas por los años
treinta; «La expresión literaria de los
pueblos del Astura», «El leonés como
idioma frustrado» y «La región
idiomática del Bierzo», obras juveniles. científicamente irreprochables,
que conviven al lado de sus sustanciales aportaciones; «Genealogía y rescate de desfamados», un ensayo originalísimo e
imprescindible sobre la literatura castellana del XVIII, «El idioma de la Academia», o esa voluminosa y en tantos aspectos
definitiva: «La expresión literaria en
castellano desde la descolonización ultramarina hasta el franquismo tardío»,
ocaso la obra más ambiciosa de toda nuestra crítica literaria contemporánea.
No
me parece ocioso reposar, a grandes rasgos, la biografía de Sabino Ordás, que
él vino a resumirme demasiado esquemáticamente como introducción a la
entrevista, una vez finalizada la partida de mus y acomodados en una mesa de la
cantina, con esta frase no exenta de humor y añoranzas: Andanza y plática con
demasiado trasiego, mucha elucubración y ausencia del sabio complemento de la
hembra.
Nacido
en Ardón en 1904 se fue a Madrid a los veinte años y allí vivió y convivió en la
ya mítica Residencia de Estudiantes licenciándose en Letras por la Central.
Amistades de esa época: Alberti, Max Aub, Pariente Viguera, Monegros, Dalí,
Buñuel, Lorca... Activo partícipe y promotor de las veladas de la Residencia,
comprometido (lo recuerda con carcajadas que suenan hacía dentro) en una
correspondencia secreta que vio la luz en un rarísimo opúsculo del que acaso
sólo se conserve el ejemplar que él tiene, en la que también participaron Buñuel
y Lorca: posiblemente la literatura epistolar más eróticamente surrealista
jamás escrita, cultivador también de una jocoso y vitalista bohemia en aquellos
añas. Su anecdotario es un torrente infinito que uno agradecería en libro.
En
el treinta y nueve, después de combatir con las tropas republicanas. se exilia
en condiciones atrozmente dramáticas; herido en el brazo izquierdo, del que
prácticamente tiene perdido el juego.
Desde
ese momento, su vida se convierte en un apasionado periplo americano. Quien
siga a Ordás en sus artículos para este PUEBLO Literario, siquiera con la mitad
de devoción con que le seguimos desde León, tendrá noticia del entorno
intelectual y artístico en que se ha venido moviendo, traducido en una serle de
amistades, variadas y hondas, que nutren y se alimentan de su generosa
humanidad. Saul Bellow, Truman Capote, Salinger, el dibujante Al Capp, Hemingway,
Dos Passos, Chandler, de quienes guarda recuerdos y apretadas correspondencias.
Buñuel, entrañable Max Aub, Bergamín, Andújar, Carpentier, Borges... Por no
citar estudiosos, tratadistas y «gentes
del ramo» como Sabino les llama. Recordemos, sin embargo, a Jacobson y a Chomsky,
tan en la línea de tarea y amistad, compañeros de muchos cursos.
La
conversación fue larga y sustanciosa: del franquismo a los nuevos filósofos
franceses, repasamos todo un itinerario de temas que corrió paralelo con
nuestro tránsito por la cantina, la casa de Ordás, el pueblo endomingado, la
vega magnífica del Esla.
Empezó diciendo
Sabino
Ordás empezó diciendo:
—Poco
sé yo directamente de lo que aquí ocurrió durante el franquismo; mis amigos más
jóvenes, algunos bondadosos visitantes, muchos corresponsales pacientes, me han
ido relatando lo que aquí pasaba. A mi juicio, el franquismo hizo lo posible
por la desertización cultural. Esto fue especialmente nefasto en el campo de !o
literario. Aquel dirigismo cutre de «los
años imperiales», la estúpida, pero implacable censura de toda la era de
Franco, desvincularon la cultura del país de las corrientes mundiales más interesantes.
Esa obra increíblemente jesuítica y redicha del padre Moeller, «Literatura del siglo XX y cristianismo»,
llegó a ser la «biblia literaria» de
los jóvenes españoles... La lectura de lo peor de André Maurois vino a
sustituir así la de la obra de Sartre, la frívola lectura de Somerset Maughan y
de Daphne du Maurier sustituía la de Virginia Wolf, la de Horace Beemaster; Papini
era la nueva literatura italiana, y Patrolini, Bassoni, no digamos Moravia,
andaban en la clandestinidad. En esta situación no es extraño que la intención
de algunos autores por mantener la creación viva comportase tal cúmulo de
esfuerzos de todo tipo (mutilación autocensura, compulsiva militancia) que los
resultados eran casi siempre obras aisladas, fruto de la pasión individual, y
que parecen milagrosas si se considera que surgieron en un terreno hostil, y
pienso en «El Jarama», «Tiempo de silencio», «Once variaciones», «Ultimas tardes con Teresa», «Nuevas
amistades»... Con el tiempo y el desarrollismo económico, a muchos de
nuestros escritores el ejercicio del puro formalismo, y de un cierto culturalismo
idiotamente cosmopolita, les dio la ilusión de la libertad. Esto originó una
literatura vacua, pedante, de espaldas al lector y al país (pienso en algunos
casos realmente pintorescos, Leyva, Molina, en aquellos «novísimos» poetas, pienso en tantos otros), donde la distinción que
hace Aranguren de cultura franquista y cultura hecha durante el franquismo llega
a confundirse.
La ridícula beatería de
la crítica
—Entonces,
en este retorno suyo a España, vemos que la impresión de nuestro panorama
literario no le parece demasiado favorable. ¿Pero qué opina de cuantos
ejercemos la crítica?
—La
crítica tiene una gran responsabilidad en la desorientación actual. Y no me
refiero a la crítica universitaria, cuya falta de conexión con la realidad es
casi grotesca; ahí la tenemos ahora, por ejemplo, sumida en la más ridícula
beatería, en el más abyecto fetichismo hacia la «generación del veintisiete», que, mereciendo todos los respetos, no
es el único fenómeno literario de los últimos tiempos, y ni siquiera de su
época. Me refiero a la crítica especializada de los medios de comunicación, la
critica que debería estar más atenta al libro nuestro de cada día. Esta
crítica, en el mejor de los casos, y sirva de ejemplo José María Castellet. ha
ejercido su función como un mandarinato: no orientando, sino dictando ukases; comportándose, aunque sin duda
de modo involuntario, con arreglo al esquema de poder que funcionaba en el
país: dictador rodeado de una servil obediencia. Es lamentable, pero histórica,
esa evolución de la crítica «a bandazos»,
que obliga a pasar del «realismo objetivo» (predicado primero como insoslayable
obligación cultural y moral del escritor) a la «destrucción del lenguaje» y el
dictado formalista...
En
España la crítica no cumple una función social; no está al servido de los lectores
ni de la cultura del país; ejerce, simplemente, el ditirambo según la moda —que
marcan las editoriales, no hay que olvidarlo—, la amistad y vinculación con
autores o grupitos o el mero capricho personal.
Los santuarios y sus
dioses
—La
contundencia de sus respuestas en este asunto parecería suponer que nuestro
panorama literario es desolador. Reconozco que su opinión es, por lo menos,
exagerada. De hecho hay unos cuantos escritores estimables.
—Naturalmente. Y yo no
pretendo hacer «tabla rasa» de la
literatura que existe ahora mismo. A los que menos responsabilizo yo de esta
situación es a los autores. Pero el ejercicio de una crítica hagiografías tiene
el paisaje literario lleno de santuarios donde, sobre pedestales y rodeados de
flores inmarcesibles, permanecen Torrente Ballester, Benet, Cela, Goytisolo,
Umbral, dioses mayores, o aparecen de un día para otro diosecillos ya con altar
y santuario incorporado (Álvaro Pombo, José María Guelbenzu, Leopoldo María
Panero) ... y con los que la relación sólo puede ser idolátrica, sin que una
crítica razonable los ponga en su sitio. Parece que éste es un país de.
individualidades geniales, Y yo, que tengo mis dudas sobre la eficacia cultural
de decretar genialidades, prefiero de todos modos un panorama donde se
multipliquen los escritores, con menos «libros
del año» y más libros todo el año, sin santuarios.
¿Por
qué arremeter siempre contra Corín Tellado?
—Cree
usted que también actúa así la crítica más joven? ¿No ha leído usted cosas
mejores en revistas tales como «El viejo topo», «Ozono», «Ajoblanco»...?
—Desgraciadamente, este
alejamiento mío aldeano no me permite conocer, con minuciosidad, estas revistas
que usted ha mencionado, y que sólo ocasionalmente me llegan, no dan mucho pie
para la esperanza. He visto que siendo tan renovadoras en su factura, tan
interesante en su proyección sobre la generalidad del ámbito cultural, adolecen
en el campo de la crítica literaria del mismo defecto. Y esto me sorprende, por
cuanto, hasta ahora, siempre fue la juventud iconoclasta, y así debería ser la crítica
joven, aunque no para destruir las figuras, o al menos no en todos los casos,
sino los pedestales, eso siempre. La crítica joven debe continuar ejerciendo
ese tradicional acoso del santón que ha sido característica suya. Aquí, hasta
con eso se ha acabado... También veo que la crítica joven tiene el prurito de
no hablar de los novedades literarias digamos «comerciales». Las ignora, o si se refiere a ellas lo hoce bajo el
prisma sociológico. Creo que esto es un grave error porque el país necesita que
los Vizcaíno Casas, los Palominos, sean desenmascarados al nivel de la crítica
especializada, que se diga que lo que hacen es una basura oportunista, y no
sólo desde el punto de vista sociológico, sino desde el estrictamente literario.
No comprendo cómo los críticos jóvenes pueden silenciar a estos malos autores,
que por otra parto son los que más venden. ¿Por qué arremeter siempre contra
Corín Tellado? Los críticos jóvenes deberían hacer lo posible porque vendiesen
menos, en bien del país y de la literatura española.
Las
casas editoriales, seguidas por la crítica
—Hablaba
usted de que, en muchas ocasiones son las editoriales las que marcan las modas.
—Cierto, cierto. Las
grandes editoriales son empresas industriales, como las fábricas de neveras o
los supermercados y, desde luego, no parece que se estén arriesgando mucho en
el campo cultural... Recientemente ha venido por aquí Juan Cueto Alas, tan
atento siempre a la salud de nuestra cultura, y se quejaba, resignadamente ya,
de las llamadas «Novedades» de la
Feria del Libro de Madrid. Eche usted una ojeada a los títulos y dígame cuántos
nombres de nuevos autores españoles encuentra. ¿Es qué no hay? Lo que pasa es
que las editoriales sólo juegan sobre seguro, no tienen la mínima intención de
promocionar la cultura fuera de la seguridad mercantil, lo cual es lógico, pero
entonces que no acudan plañideramente en demanda de ayuda para el libro,
protección del Estado, etcétera, Fíjese que yo creo, vista la actuación de las
grandes editoriales, que el Instituto Nacional del Libro debería pasar a
depender del Ministerio de Comercio y dejar el de Cultura, Pero dejemos esto.
El caso es que las grandes editoriales marcan las pautas culturales con su
producción y el coro complaciente de la crítica las aclama. El año pasado,
Alfaguara publicó el «Melmoth», una
obra pintoresca e irregular incluso en su género (al cabo es un subproducto de
«El monje», de Lewis y de «La religiosa», de Diderot) y, por lo que
pude leer, fue el despepitarse de la crítica, y sustanciosa publicidad para
Alfaguara. ¿Y qué decir de los montajes de la Editorial Planeta? Tengo leídas
unas declaraciones del propio patriarca de la editorial en que, aparte de dejar
bien claro que a él sólo le interesa el dinero, dice que le da igual fabricar
libros que chorizos. Pues que fabrique chorizos, digo yo, pero ya que fabrican libros,
que asuman los riesgos de los demás comerciantes, ¿Por qué el país va a
subvencionarles o ayudarles? Me parece grotesco a la par que indignante que, encima,
acudan al chantaje cultural.
Las
autonomías
—
¿Qué opina de la hipersensibilidad autonómica? ¿crea que desde un punto de
vista cultural será beneficiosa para el país?
—Esto, que no es de
ahora, que se viene produciendo en España con una cierta cadencia, puede ser
una resurrección de las más nobles y creativas latencias que esconde nuestro
pueblo. Esta y no otra era también la idea de los regeneracionistas, con Costa
a la cabeza. Si en algo nos hemos distinguido los españoles sobre el resto de
los europeos es precisamente en este especial apego a lo que llamamos patria
chica, lo que ahora viene llamándose nacionalidad. Soy partidario de liberar
esa tendencia en vez de constreñirla. Y no hay motivos de alarma en tal
fenómeno. Ocurre que España es por sí misma un minicontinente, pero continente
al fin, donde debieran fomentarse los cultivos culturales de los más pequeños
predios, de modo quo la interacción entre nuestras regiones fuese tan
estimulante y positiva para el conjunto de la cultura peninsular como lo es
para Europa la posición de Francia en medio de las corrientes del arte y el
pensamiento que en el continente se producen.
Un
problema de identidad
—Permítame
ahora una pregunta final, que quizá sólo interese a los asturianos y a quienes
vivimos en esta tierra. Los leoneses entendemos que por venir a vivir en este
pueblecito de León usted ha dado ya un paso al frente en favor de nuestra
cultura, pero esa insistencia suya en llamar Astura a un río tan nuestro como
el Esla no ha dejado de producir recelo. ¿A qué se debe tal cosa?
—¿Y si le dijese que vine
a morir a Ardón porque no tenía donde caerme muerto? Pero tranquilícese, esa no
ha sido la única razón, tampoco la principal. Convencido de cosa tan vulgar
como que la tierra ha de volver a la tierra, yo he querido mezclarme con el
polvo mismo que me dio la vida. Es de volver a la tierra, yo he que[rido que yo no me] muriera lejos de
estos barros. Si hubiera muerto en Salt Lake, sentiría que yo no era yo mismo.
Y ya que hablo de identidad diré que Astura es el nombre auténtico del río
Esla, que ha devenido tal a través de una caprichosa alteración que han traído
los siglos: Astura, Astula, Estola y Estula, Estla Ezla y, finalmente, Esla.
No debe usted preocuparse porque yo prefiera aquél sobre éste. Al fin, ahora que
tan de moda está el revolver en nuestros esencias, es un modo de llamar la
atención sobre nuestras referencias asturas, más poderosas aquí que al otro
lado de las montañas, donde, sin embargo, se ha quedado el patronímico. Y es que
éste y otros temas conectados con nuestra tierra han ocupado no pocos de los
momentos más esforzados de mi vida de estudioso. Si los parlamentarios leoneses
y asturianos hubieran leído alguno de estos trabajos no cometerían hoy tantas
torpezas. Creo haber sido el primero en haber denunciado que nada hay en la
Crónica de Sampiro que induzca a pensar en la división entre el Reino de
Asturias y el Reino de León, siendo el reino en su conjunto íntegramente
heredado por García I. «Garseamus filius
ejus, suscesit inregno», dice textualmente el cronicón. Y el tema no es baladí
porque viene a negar el carácter patrimonial de la monarquía astur, lo que
resulta sumamente lógico, si, como todo el mundo acepta, es aquella heredera
del espíritu visigodo. Por eso, el traslado de la corte morca una falsa
diferencia entre el Reino de .Asturias y el Reino de León, porque, en efecto,
al establecerse el solio en tierra leonesa ni cambia la dinastía ni cambia la
vida interna del Estado, sino únicamente la capitalidad del mismo. De ahí que
las crónicas lo den tan poca importancia que apenas la mencionen.
Joaquín Boeza, Pueblo Literario, 14 de junio de 1978.
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