domingo, 11 de noviembre de 2018

Entrevista a Aquilino Duque (Pueblo Literario, 9 de julio de 1979)


Contra-contracultural y reaccionario reactivo
EN pocas ocasiones he visto a Aquilino Duque. En pocas ocasionas he visto que la crítica se haya ocupado de su obra. Su firma —esporádicamente— en periódicos y revistas, siempre, casi, ha aparecido protestando de algo de lo que casi nadie protesta o que lo hace desde algún sector político. Después de interesarme por su poesía —fue premio Leopoldo Panero con «De palabra en palabra»— andalucísima, entré en el territorio de su narrativa, con el motivo reciente de su última novela, publicada por Argos Vergara y lanzada entre las que han sido las grandes novedades de la Feria del Libro: «Los agujeros negros». Esta novela, como las anteriores suyas —«Los consulados del más allá», «La operación Marabú», «La rueda de fuego», «La linterna mágica» y «El mono azul», que fue premio Nacional de Literatura—, publicadas entre 1966 y 1968, no pertenece a las fórmulas establecidas del realismo denunciador o de la fantasía y la experimentación. (Aunque de todo ello tenga mucho, especialmente en vecindad con autores, paisanos suyos, de la que se ha llamado la nueva novela andaluza, como Alfonso Grosso y Manuel Barrios, compañeros generacionales...)
Ahora, Aquilino Duque, fijado —¿de momento?— en España, en su Sevilla —antes residió en Inglaterra, Estados Unidos, Italia, como profesor—, puede detenerse a conversar en Madrid de cuando en cuando y le pido que él mismo —ya que la crítica lo hace escasamente— nos explique su novelística, para lo cual empiezo por preguntarle qué relación guarda —a mí, le digo, me parece que mucha— esta novela, «Los agujeros negros», con «Los consulados del más allá» y «La operación Marabú». Y con las otras suyas.
—«Los agujeros negros» guarda, sí, una estrecha relación con esas otras dos novelas que has citado y a las que sino continúa, al menos complementa. «La rueda del fuego», en cambio, gira en una órbita completamente distinta; pertenece a una constelación donde hasta la fecha sólo gravita otro astro: «La linterna mágica».
—Pienso que esta distinción tuya no sólo obedece al asunto, sino a una idea de la novela y a la aplicación de esta idea a la temática y propósitos. ¿Me equivoco?
—He dicho en alguna ocasión que para mía la novela es una suma de géneros literarios y que frente a la equivocación de los géneros, que es vicio muy de nuestra época, yo practico la fusión de los géneros. Uno de los géneros mejor fundidos de mis libros quizá sea el dramático, el teatral, y por eso mis novelas se entenderán  mejor si se leen las de la serie a la que pertenecen «Los agujeros negros», contra la falsilla del teatro del absurdo, y las de la serie en que está «La rueda del fuego», contra la del teatro de la crueldad. Esto permite diferenciar el humor que hay en unas y otras, pues si en mis «novelas crueles» —con el permiso de Villiers de L'Isle-Adam — hay humor negro, en mis novelas «absurdas» —con permiso de Kafka— hay sencillamente  buen humor.
—Y otros cosa. Los temas y las posturas, los ataques y aplausos de tus escritos, aún aceptadas por tu categoría intelectual, por la extraordinaria calidad de tu prosa, te han situado a este lado de los llamados reaccionarios. ¿Qué dices tú a eso?
Reaccionario activo
—Dice Vintila Horia  que ser reaccionario es ser capaz de reaccionar, que los que no reaccionan son cadáveres, y por ahí iría el llorado Dionisio Ridruejo cuando decía de mí que yo no soy reaccionario, sino reactivo. Con mis novelas crueles yo reaccioné contra los desafíos contraculturales que culminaron en Mayo del 68. Tanto en «La lengua de fuego», como en «La linterna mágica» combatí la putrefacción contracultural con sus propias armas y en lo que me equivoqué fue en el segundo asalto antes de haber consolidado el primero. Con la primera —pastiche en cierto modo de dos bodrios memorables: «Rayuela», de Cortázar, y «Paradiso», de Lezama—, me infiltró en la retaguardia enemiga donde, por operar en plano subterráneo de lo surreal o subconsciente, no se sospechaba de mí y pude haber causado cierto estrago. Por desgracia me faltó tiempo para saltar a la superficie, al plano de lo real y de la conciencia, donde se me vio venir y el enemigo pudo cerrar filas con eficacia.
—Este es, ciertamente, tu momento crucial. Y de él ha quedado, a mi entender, la ambigüedad que no te cierra las puertas de publicaciones como «Ínsula», por ejemplo, mientras se te abren otras que ven en tu pluma un ariete contra lo que en otros tiempos se llamaba en la propaganda electoral «la revolución y sus cómplices».
Como quieras. Pero fíjate que es curioso ver cómo dos novelas que en realidad son; la misma — «La lengua de fuego» y «La linterna mágica»—  obtuvieron acogida crítica tan distinta, y no ciertamente por su forma, más lograda en la novela explícita que en la implícita. Y aquí tengo que dedicar un recuerdo a un crítico, trágicamente desaparecido, Antonio Iglesias Laguna, que se ocupó de ambas obras de modo satisfactorio para mí y que tuvo la agudeza y la intuición de señalar el oculto reflejo de «El Golem», de Meyrink, en «La Rueda...». Prueba de que acertó es que en «La linterna». que al escribir su crónica aún estaba en prensa, había ya una referencia explícita al «ghetto» de Praga, al propio Golem y al rabino que lo fabricó.
Algo y deberías decirme ahora, puesto que has hablado de la «reacción» de tus novelas «crueles», de la «reacción» de tus novelas «absurdas», también de tus «reacciones» estéticas.
Crueldad, absurdo, realismo, picaresca, el horror al vacío
—Cómo no. La reacción que suponen mis novelas absurdas es más modesta, más local, menos cosmopolita. Del mismo modo que en poesía me había saltado el realismo socialista para empalmar; con la lírica del 27, en la novela me lo saltaba para empalmar con Valle Inclán y Gabriel Miró. Luego he rendido tríbulo al realismo con algún poema político y en relatos como «El mono azul» o «El accidente», ya que entiendo que cada tema impone una forma específica. En cuanto a mis reacciones estéticas es curioso que, por ir siempre a retropelo; haya pasado de Valle Inclán a Baroja, mientras que la evolución general de los gustos nacionales ha sido más bien de éste a aquél, del vasco al gallego. Esta aproximación a Baroja es tal vez lo que ha hecho al editor de «Los agujeros negros» definirme emparentándome con la novela picaresca, aunque yo creo que esa filiación mía donde hay que buscarla si acaso es en «El buscón». Quevedo, en efecto, es mi gran maestro de prosa y «Los sueños» están muy presentes en la vertiente onírica de «La rueda de fuego», y a ese maestrazgo debo ese presunto barroquismo, tópico ya cuando hay escritores andaluces de por medio. Lo que hay en mí de barroco es precisamente el horror al vacío, vacío que no trato de llenar con tropos, sino con conceptos.
—Como Quevedo.
—Sí, si de algo peco es, como Quevedo, de conceptista. Cualquier novelista con más oficio que yo podría sin esfuerzo sacar dos o tres novelas de cada una de las mías.
—Eso podría estar en relación directa con el valor, o el significado que das al tiempo, y que se evidencian en todas tus novelas, tanto en las que llamas absurdas como en las que calificas de crueles.
—La importancia del tiempo en la novelística es primordial. La gran novela realista, que culmina en el siglo XIX, responde a un concepto newtoniano del tiempo. En el siglo XX Einstein revisa ese concepto por entero y por eso, por mucho que admiremos la novelística decimonónica, los novelistas de este siglo sabemos que nos tenemos que mover en unas dimensiones temporales distintas; de ahí que yo haya hablado y hable del tiempo histórico, tiempo cósmico, tiempo poético, etcétera, máxime cuando concibo la novela, sobre todo, como una tentativa de recuperación de rescate de lo vivido y lo soñado, entre los que no hago ninguna diferencia. Sólo así es posible además detectar los hilos conductores que permiten calcular el porvenir. El sueño y la vigilia discurren por cauces paralelos y el arte está en divisar el infinito donde esos cauces se juntan.
Posiblemente sean estas declaraciones unas de las más brillantes realizadas por un autor —en este caso más admirado que comprendido—, sobre su propia obra. Supongo que con ello !a crítica tiene mucho que proseguir, modificar y espero que hacer pertinentes distingos. Desconozco, y no se lo he preguntado, la ideología política concreta de Aquilino Duque, de este sevillano poeta en verso en prosa, buido intelectual que bien claramente dice ser, según el dictado de Ridruejo, singularmente reactivo.
Alicia Cid, Pueblo Literario, 9 de julio de 1978

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