Las crisis religiosas
Sobre
el politeísmo y sus defensores
SE
plantea una vez más la curiosa polémica con matices políticos, morales,
estéticos y religiosos, sobre las bellezas del politeísmo clásico y la historia
de les religiones monoteístas. En este caso la revista francesa «Elements» escribe en su editorial: «Paralelamente a la responsabilidad del
cristianismo en el nacimiento del ciclo igualitario, se produce el monoteísmo,
con su intolerancia que cada vez se hace más evidente. Nosotros no impondremos
intolerancia a la intolerancia. Más que enfrentar a los helenos y nazarenos,
preferimos luchar contra la palabra de Pablo, según la cual a partir de sus
enseñanzas no habría ni judíos ni griegos. Estamos prestos todos a luchar por
el derecho de los pueblos, a honrar a sus dioses, incluso cuando este dios se
llame Jehová. No admitiremos, por el contrario, que nos impidan honrar a los
nuestros». Y añade pérfidamente: «La
cristianización de Europa con la integración del cristianismo en el sistema
mental europeo, fue el acontecimiento más desastroso de toda la historia del
continente, la catástrofe en el sentido propio del término».
Resulta
chocante que esto lo escriba el órgano ideológico y cultural, de la llamada «Nueva Derecha Francesa». No es la
primera vez en la historia política de Francia que la derecha se separa —o la
separan— de la Iglesia: recordemos la excomunión de «L’Action Françáise» y de su batallador guía Charles Maurras a finales
del año 1926. El hecho que el catolicismo esté en crisis, en una profunda y
desgarradora crisis —una reciente estadística afirma que el 72 por ciento de
los católicos franceses declaran no seguir las directrices del soberano
pontífice sobre el aborto, el divorcio y los anticonceptivos— hace que esta
polémica tenga mayor vivacidad. Realmente tanto los cristianos como los
islámicos —lacerados éstos entre los refinamientos teológicos y la barbarie retrógrada—,
están en el momento crítico de su existencia.
NO
es la primera vez que esto acaece en Europa. La segunda mitad del siglo pasado
representó una reacción anticristiana notoria. De una parte existían los
pensadores, escritores y poetas que creían que el Cristianismo no formaba parte
de la tradición europea, que era algo oriental y por lo tanto bárbaro y
repudiable. Así Ernest Renán habla del cristianismo como «un culto extranjero que vino de los sirios de Palestina». Otros
creían que el Cristianismo significaba represión y que el paganismo era el símbolo
de la libertad. Esta creencia arrancaba de los románticos y el italiano Giosué
Carduce la defendió brillantemente. Con él estuvieron, en Francia desde el
poeta Leconte de Lisie, hasta el irónico Anatole France y, sobre todos, Louis
Menard (1822-1901) quien no sólo prefería la moral griega a la moral cristiana
sino que justificaba la religión helénica —que a otros parece un caos
inextricable aunque hermoso, de supersticiones y supervivencias simbólicas y
truculentas— diciendo que era un «ejemplar
cuadro filosófico del universo». Menard fue un gran teórico en su libro «El politeísmo helénico» en el que
pretendía que la religión clásica presentaba un cosmos ordenado en que las
fuerzas de la naturaleza, plenamente desarrolladas, se unían para producir
armonía. Finalmente existía la tendencia que defendió el filósofo alemán
Nietzsche según la cual el cristianismo era tímido y débil y que el paganismo
era fuerte, intenso y lleno de calidad aristocrática.
Todo
ello era a partir, como es natural, de una idea en absoluto inexacta de la
religión griega y de la democracia ateniense o de la moral pagana. Era ignorar
voluntariamente todas las crisis espirituales del paganismo, las diferencias
que puede haber entre la concepción homérica de la religión o las ideas religiosas
de Platón o las tan irreverentes de Luciano de Samosata., El plantear las cosas
de una manera demasiado primaria y querer que el pasado encaje con las ideas
actuales a redropelo, sea como fuere.
RESULTA
curioso, no obstante, que la polémica se recrudezca ahora, teñida, en algunos casos,
de racismo; en otros, de un ansia de libertad; en los más, de esteticismo
insolente. Nuestro Fernando Savater, hombre de un arrogante espíritu libérrimo,
recoge estas situaciones en sus ensayos apasionados como son los «Escritos politeístas» (1975) o el
magnífico prólogo de los «Diálogos de
Luciano», publicado en el año anterior y que se integra en los citados «Escritos» y donde habla del «despertar del sueño monoteísta». Yo no
tercio en estas discusiones: me limito a hacerme eco de ellas como algo típico
de un momento de nuestra vida y cultura. Como un hecho que revela la crisis del
hombre moderno, su patética desorientación en la encrucijada a la que la
opresión de la vida material nos ha llevado. Estemos, como el Mediterráneo de
los primeros siglos de nuestra era, sin nada sólido en qué creer, con miedo y
con una dolorosa y escéptica conciencia.
Sería
inaudito que, para recuperarla fe, tuviéramos que buscar a los antiguos dioses
olvidados que, al decir de William Blake, el poeta inglés del XVIII, andaban
disimulados y confundidos por las naciones de Occidente. El deán gallego Salas
y Mendoza pretendía haber topado con el dios Apolo, vagabundo por los caminos
de Galicia, en pleno siglo XVII. La última aparición del dios Marte y de la
diosa Venus se anota seriamente en Bolonia a principios del XVIII. Buscar a los
antiguos dioses, que se hartaron de la injusta indiferencia de los hombres, ¡qué
problema!
Néstor LUJAN
La
Vanguardia, 4 de noviembre de 1980, p. 7
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