El lenguaje de la alquimia
Acumulando
analogías naturales, interpretaciones herméticas de la mitología y dobles
sentidos, los grabados alquímicos constituyen un lenguaje simbólico, verdadera
iconografía del alma, cartografía de una apasionante aventura de conocimiento.
En “El juego áureo” se reúne una colección de los mejores grabados de emblemas
alquímicos del siglo XVII
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el ojo a un emblema alquímico es como plantarse delante de la fórmula E=mc2.
Tanto la estampita alquímica como la diabólica formulita cristalizan, condensan
-esconden- generaciones de visiones y trabajos, una cadena milenaria de ideas y
conocimientos, un laberinto de sueños, filosofías, batallas de la inteligencia
y la intuición por penetrar en el espíritu del Universo.
Pero
E=mc2 no nos habla sólo del Universo, sino, fundamentalmente, de
nosotros mismos: de nuestra estructura mental, la que filtra el Universo para
hacerlo como “es”. Eso ocurre con los emblemas alquímicos: encierran ideas del
Universo al tiempo que plasman recónditas estructuras mentales. Cada grabado alquímico
es como un “microchip” abigarrado de circuitos. Hay que mirarlos con lupa, y
aún así...
Por
ello resulta emocionante intentar “leer", escrutar, zambullirse en estos
533 emblemas alquímicos del siglo XVII recién acopiados por Stanislas Klossowski
de Rola. Porque este revoltijo de enigmáticas figuras, esta maraña de
jeroglíficos que se nos antojan extravagantes, este delirio de círculos y
triángulos, serpientes aladas y salamandras ígneas, andróginos y “ouróboros”, soles y lunas, águilas y
leones, caduceos y sellos de Salomón, este embrollo de alambiques y retortas,
estrellas y meteoros, seres mitológicos monstruosos, fantásticos e hipnagógicos
tiene un sentido. Cada uno de esos elementos es una ideografía, precipitación
de un sofisticado proceso simbólico, fruto de una multisecular genealogía de
complejísimas analogías y correspondencias. Un lenguaje de imágenes alegóricas
-que además interaccionan entre sí, como en el lenguaje verbal - que hace del
emblema alquímico toda una radiografía cultural.
Pero
¿por qué determinadas figuras simbolizan determinadas ideas y no otras? Porque
estas metáforas visuales transmitidas por la tradición cultural tienen su génesis
en lo más profundo del alma humana: “Un
simbolismo tan rico como el de la alquimia debe siempre su existencia a una
razón suficiente y nunca aun mero capricho o a juegos fantasiosos En ella a:
expresa por lo menos una parcela esencial del alma”, escribió Jung
Arquetipos
En
resumidas cuentas, que esta, grabados alquímicos, a la postre, hacen lo mismo
que la ciencia (con el psicoanálisis) o el arte (con el surrealismo): unas
cuantas fotos “polaroid” del subconsciente.
El
autor de la preciosa colección de grabados de este libro -espléndidamente
editado por Siruela- ha revuelto bibliotecas y brujuleado en archivos públicos
y privados para desempolvar tratados alquímicos y exhumar sus emblemas. Pero
antes lo hizo Carl Gustav Jung, a quien, desgraciadamente, no cita, Jung dedicó
gran parte de su vida a bucear en la iconografía alquimia cuando se percató de
que sus pacientes reproducían en sus sueños imágenes y símbolos que aparecían
en grabados alquímicos que ellos nunca habían visto. Y es que, hoy como ayer, y
lo mismo en la China que en el Yucatán, el alma humana alberga arquetipos que, arropados
entre sus pliegues más oscuros, encuentran proyección en parecidísimas
alegorías. Verbigracia, Jung demuestra el paralelismo existente entre el drama
cristiano y el “opus alchymicum”
(Cristo=Piedra Filosofal), que no es sino una proyección del inconsciente.
Habló de todo ello en “Psicología y Alquimia”
(con un buen muestrario de grabados alquímicos, lúcidamente comentados), “Psicología y simbólica del arquetipo”, “Aion”… (Ya puestos, citemos también a Mircea
Eliade y su interpretación de la alquimia como voluntad de dominio del tiempo y
de la materia –“Herreros y alquimistas”-
o a un alquimista del siglo XX, Fulcanelli, autor de “Las moradas filosofales” y “El
misterio de las catedrales”).
Ars
Magna
La
Gran Obra, la búsqueda de la piedra filosofal, del oro, no es sino la búsqueda
del conocimiento de la luz, el esfuerzo por penetrar en los secretos de la
existencia. El alquimista “ora et labora”
(en el laboratorio, labor-oratorio) para conseguir reproducir el milagro de la
transformación (caos-nacimiento-muerte resurrección) de la materia, que lo es
también del espíritu la aventura del conocimiento es la del autoconocimiento -“Nosce te ipsum”- como el macrocosmos se
corresponde con el microcosmos.
Místicos
del conocimiento, los sabios alquimistas de antaño serian como algunos sabios
en física cuántica de hogaño. Aunque ya en un universo desacralizado (¿ciencia
sin conciencia?), siguen hoy buceando en los secretos de la materia y la
energía. Ya casi tres siglos antes de las estampas que este libro recoge, a
caballo del XIII y el XIV, Raimon Llull, Arnau de Vilanova y Juan de Rupescisa
-un mallorquín, un valenciano, un ampurdanés- iluminaban el orbe con su
sabiduría inabarcable (medicina, filosofía, teología, metafísica, mística,
alquimia, cábala...), marcaban indeleblemente las sendas del conocimiento,
revolucionaban espíritus, transmutaban mentes: de ellos bebieron los
alquimistas y sabios de todo occidente, hasta Newton y Leibnitz. Y hasta hoy.
El vilanovense es tuvo a un tris de parir a un homúnculo en sus retortas
(setecientos años después, están en la Dexeus). Llull prefiguró el lenguaje
informático, los alquimistas trabajaron en la materia para transformarla,
arrancarle secretos… y de aquellos polvos, estas fusiones en frío.
La
simbología alquímica sigue viva, late en nosotros, y de hecho podemos
localizarla aquí y allá en la vida cotidiana, verbigracia -y vuelapluma- ¿no es
de prosapia alquímica el emblema (un crisol) y el lema (“limpia, fija y da esplendor”) de nuestra Real Academia de la Lengua? De hecho, la creación literaria -los
mecanismos de los procesos creativos- tiene en la alquimia un espejo: a medida
que avanza, la obra transforma a su obrador.
Cartografía
de nuestros ancestros espirituales, estos grabados nos acercan al misterio del
alma humana De ese subconsciente que destiló en su Ars Magna, labrando senda propia como los grandes maestros (el
método paranoico critico: de nuevo, se intuye, se religa analógicamente), otro
ampurdanés hijo de Hermes, cuyos cuadros extraen luz de la materia, y, como
estos emblemas, estallan en un vértigo de deslumbrantes simbolismos: Salvador
Dalí, el último alquimista
VÍCTOR-M.
AMELA
La Vanguardia,
28 de abril de 1989, p. 44
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