martes, 25 de septiembre de 2018

"Cristóbal Serra, un vagabundo de la quimera" de Luis M. Fernández Ripoll (Cuadernos Hispanoamericanos, junio de 1994)


Cristóbal Serra, un vagabundo de la quimera

Fue Octavio Paz[1] el primero en sugerir al lector la figura del ermitaño como la clave a través de la cual se puede descubrir el pensamiento y la obra de Cristóbal Serra. Y, como ocurre siempre, la mirada perspicaz del poeta mexicano acierta, ya que la literatura y la andanza vital de nuestro escritor están impregnadas del misterio de la soledad contemplativa y a la vez interrogante, propia de todo lo eremítico. Este atisbo del Paz crítico nos lleva a recordar que el ermitaño no es sólo una metáfora sino que además es un signo arquetípico del inconsciente colectivo; de ahí que lo encontremos fijado en ese laberinto maravilloso que es el Tarot, concretamente, bajo la carta novena[2]. Afirma Jung que dicho arcano representa:
...el sentido oculto preexistente en el caos de la vida[3].
Es por eso que el ermitaño se guía a través de la oscuridad con una linterna, como en el pasado hiciera Diógenes. Su caminar es lento pero firme, ya que se apoya siempre en un bastón, cayado que hermana la tierra y el cielo. La luz de la linterna para este ermitaño mallorquín no es otra que la de la imaginación, instrumento liberador o prometeico que le permite descubrir y atesorar un saber que el hombre utilitarista y amante de la acción que impera en nuestro siglo desconoce o, lo que es peor, desprecia. El ermitaño como símbolo encierra, además, otras imágenes que revelan el devenir de la escritura de Cristóbal Serra. Lo hallamos emparentado con el sabio, que, en este caso y sin duda alguna, se nos presenta a través de los ojos risueños e infantiles del filósofo taoísta[4], al mismo tiempo que nos encontramos ante Merlín, el Mago, aquel que posee el secreto de la palabra y el poder sobre las leyes de la naturaleza. Por esta razón, no nos extrañe que a nuestro autor sólo le interesen las rutas mágicas del conocimiento y, por último, estaría relacionado con otra de las máscaras fundamentales de este anciano peregrino del Tarot que sería la de Cronos, el señor del Tiempo. Esta última realidad, el Tiempo, es el eje que cruza toda su obra en la que se puede vislumbrar el paso de las edades como el tejido fantástico pero a la vez perfecto de una telaraña: arquitectura invisible que al concluirse revelará el significado de las huellas y de los signos que todos los seres dejan tras de sí. Se comprende, de esta forma, la relevancia que otorga el autor a la voz del profeta, ya que es tan sólo el hombre visionario quien puede aportarnos luz sobre las tinieblas del tiempo.
Sin embargo, el destino del ermitaño es contradictorio pues la profundidad de su palabra y su actitud vital es considerada por la mayoría de los mortales como excéntrica, al ser contemplado como un viajero perdido y estigmatizado por el signo de la locura, dada su negación del comportamiento gregario. De ahí que no nos sorprenda que su arcano complementario, el otro rostro del ermitaño, sea el del loco. Arquetipo no menos importante y esclarecedor de la narrativa de Cristóbal Serra para quien la locura es un bálsamo frente a la razón letal. Este enamorado y estudioso de William Blake, creemos que hace realidad sus palabras:
Si el loco persistiese en su locura, iría al encuentro de la sabiduría[5].
Para Serra la sonrisa, el desafío de lo irracional y la sabiduría del loco son las únicas armas válidas para escapar del orden establecido y del adocenamiento de unas estructuras sociales que han camuflado durante siglos sus injusticias y su vacío bajo los supuestos argumentos morales de la sensatez, el sentido común y lo pragmático. El precio de nuestra cordura lo pagaríamos con la expulsión definitiva de los paraísos de la emoción, de la libertad y del juego, paraísos que viven armónicamente en la infancia[6] y de los cuales se nos separa, con una brutal rapidez. Cristóbal Serra sigue los consejos de Erasmo[7], Swift, Cervantes, Quevedo, Carroll y otros muchos hechiceros de la imaginación, y se hace loco, niño o caballero andante que, en realidad, viene a ser lo mismo, para ser libre y poder viajar de forma invisible a través de los hombres y sobre todas aquellas regiones de la fantasía y de la luz que se nos ocultan con deliberación porque esconden la verdad del sueño humano.
Los vagabundos de la quimera

La vida es un viaje
Marcel Proust
La narrativa de Cristóbal Serra pertenece, por tanto, a esa vieja estirpe de soñadores y viajeros de lo quimérico. A lo largo de la literatura universal, si fijamos nuestra atención, se hace visible un hilo de Ariadna que ha sido desenredado con delicada sagacidad y enigmática sonrisa por una serie notable de conciencias que frente a los monstruos creados por la razón optaron por una búsqueda de la libertad —aunque la mayoría de las veces el encuentro se produzca, en realidad, con la incertidumbre— en nuevos continentes y tierras que nacen de la imaginación. Será, precisamente, a esta saga de descubridores de lo insólito y lo maravilloso a la que pertenece nuestro autor.
La literatura de viajes en la que, como hemos dicho, se inscribe la obra del escritor mallorquín que aquí analizamos —aunque en realidad abarcaría la totalidad de la misma— no es tan sólo el nombre de un género sino que engloba y ayuda a definir una estética y una ética muy precisas del quehacer literario. El escritor de viajes reales o fantásticos revela una psicología o sensibilidad que, a veces, por propia elección o accidentalmente, tiende a plasmar y a fijar una de las imágenes más ancestrales que el ser humano posee de sí mismo: la de la vida como viaje. Lo que supone abordar la existencia y la literatura desde tres posibles dimensiones esenciales que están estrechamente relacionadas entre sí, y que hemos clasificado como:
a)El viaje como búsqueda del origen.
b)El viaje como aventura.
c)El viaje como huida y exorcismo de la realidad. (Ésta puede ser también del tipo interior.)
Tres aspectos o simbologías del viaje que hallamos con más o menos fuerza a lo largo de toda su obra y que pasamos a tratar.
A) El viaje como búsqueda del origen
Uno de los planos de significación más inquietantes del «viaje» es el teleológico. El visualizar el transcurrir de la existencia como un viaje o el Viaje supone siempre un intento de revelar o conocer nuestro fin. Un fin o destino que de esta forma queda convertido en alfa y omega. Por esta razón, son muchas las cosmogonías y tradiciones sagradas que hablan y resumen el misterio del ser como viaje hacia Dios[8]. Metáfora que en el transcurso del tiempo se difunde y perfecciona en todas las literaturas religiosas y místicas, incluidas las cristianas. Recordemos al respecto la noción agustiniana del homo viator[9] o The Pilgrim's Progress de John Bunyan.
Para Jung[10] esta dimensión del símbolo del viaje está vinculada siempre a la figura de la madre como arquetipo del origen, y puede ser interpretado tanto como un intento de ruptura del cordón umbilical o como la necesidad de restaurarlo de nuevo. Así la génesis se intuye tomo un estado de perfección y retomo deseado. La impronta de la experiencia intrauterina se transforma en una imagen visionaria del viaje cósmico en el que parece estar cautiva la vida, metáfora que fue expresada con una belleza terrible por Stanley Kubrick en su enigmática película 2001: odisea en el espacio. Una simbología bastante similar ofrece el relato de Jonás —profeta que le fascina— para psicoanalistas y ocultistas[11]. Idea ésta del viaje prenatal hacia la luz que sirve a su vez de soporte a todas aquellas metafísicas que describen la muerte como un renacer. Estas connotaciones del viaje como símbolo del origen merecen ponerse de relieve, pues el propio autor parece entrever que una gran parte de su obra y determinadas experiencias biográficas han estado condicionadas por su relación con la madre[12]. Figura de la que sufre su ausencia en algunos momentos de su niñez. Lo que supondrá una vivencia fragmentada del calor y del afecto que encama la mujer como madre. Ello determina su necesidad de completar en su personalidad los aspectos intuitivos, vitales y femeninos de la conciencia. Será la literatura, como sucede en otros escritores —Baudelaire, Rilke, Hesse o Yourcenar[13]—, la encargada de cumplir esta función. Los libros y la literatura fantástica son para él un cauce por el que alcanza la sensibilidad, la serenidad, que tan difícil le resultará hallar en una sociedad de posguerra marcada por acentos militaristas, y también la propia voz de la imaginación que una madre encarna cuando relata a sus hijos los primeros cuentos. Aparece, de este modo, la literatura como un viaje prometedor a través del cual encontrará respuestas sucesivas a los distintos y cada vez más difíciles silencios que ensombrecerán a un país víctima del fanatismo y del autoritarismo. Si a ello sumamos las crisis comunes que se viven en la infancia y en la adolescencia, comprenderemos esa búsqueda, por su parte, de todas las fuerzas que encarnarían el principio ying, según la filosofía taoísta.
A partir de lo dicho, deducimos por qué Cristóbal Serra es un escritor telúrico o geocéntrico. La presencia de la tierra como origen, como madre, será una constante en sus Viajes a Cotiledonia, ese continente de ensoñaciones, reflejo de la fuerza vital del Mediterráneo. El albaricoque terrestre, nombre con el que bautiza a nuestro planeta y que resume en sí mismo la idea que estamos expresando, será siempre descrito mediante la luz, el mar, el fuego o el viento. Sobre este último elemento, leemos en el primer Viaje a Cotiledonia:
La aurora es amarilla allí, aunque no siempre. Algunos días, gris y caliginosa. A veces trae consigo vientos fuertes, vientos que lo violentan todo, y que, con sus estragos, descubren cóleras celestes. Son jueces severos los vientos allí: juzgan a los Cotiledones y les imponen penas implacables[14].
También es fácil comprobar cómo la geografía de Cotiledonia es eminentemente lunar y mágica pues en su seno hombres y mujeres viven bajo el signo de Cáncer. El autor visualiza Cotiledonia como un difícil matriarcado, trasunto de la propia sociedad mallorquina, que esconde misteriosas fuerzas, creadoras y benéficas pero, a un mismo tiempo, destructivas y sangrientas. Así contemplamos, por una parte, cómo en los esperpénticos duelos que entablan los furios entre chatos y gibosos, alumbra la luna como un árbitro terrible[15], pero, por otra, los oniritas son sus idólatras y reciben su maravillosa influencia:
A los oniritas les gusta que la luna les bañe la cara, el pecho y las plantas de sus pies. Dicen que eso último (bañarse de luna las plantas de los pies) les enfervoriza y quita fríos al espíritu. Hay onirita que cree que con ese modo alcanza el don de la poesía[16].
El viaje es, asimismo, para Serra, búsqueda de los orígenes, de las señas de identidad últimas que él detecta en los principios elementales y a la vez herméticos de la naturaleza, de su naturaleza insular que queda elevada en los Viajes a Cotiledonia y Diario de signos a la categoría de aforismo viviente.
B) El viaje como aventura
El segundo plano de significación del viaje en su obra entronca, de forma directa, con lo que se considera uno de los principales orígenes de la literatura: la fértil aventura. Una exploración de todo aquello que maravilla a los seres humanos. Un artículo de prensa nos recordaba que, para un escritor y viajero como Manuel Vicent, la novela, la literatura es fundamentalmente descubrimiento:
La novela es un descubrimiento, un viaje que iniciaron los griegos. Al volver a sus islas los marineros cretenses y aqueos, tan mentirosos como los cazadores, contaron toda clase de prodigios —sirenas, argonautas, vellocinos de oro, dioses de ojos de lechuza— y así nació Homero[17].
Si buscamos un marco literario para los Viajes a Cotiledonia, tendremos que remitirnos, precisamente, a esa estela luminosa, dibujada por Homero y que siguieron Luciano de Samosata, Virgilio, los soñadores de las sagas nórdicas, los extraños viajeros de las Mil y una noches, los contrariados héroes de las novelas bizantinas y los nobles caballeros de la Tabla Redonda, de los que acabará siendo su mejor y más digno representante: el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Un viajero que finge ser loco para materializar sus sueños. Precisamente, de esta misma intencionalidad se nutre la prosa y vida de Serra. Acerca de dicha visión sobre las hazañas de Don Quijote son reveladoras las tesis, bastante afines, que sostienen, por una parte, Gonzalo Torrente Ballester[18] y, por otra, Giovanni Papini acerca de la obra y vida de Miguel de Cervantes. Del zahorí italiano leemos en sus Descubrimientos espirituales lo siguiente:
Había sido y era esclavo de todo y de todos: por medio de Don Quijote, el generoso loco que recorre libremente los caminos de España, burlándose de las trabas del odioso sentido común y de los vínculos do la sociedad bien pensante, Cervantes puede finalmente ser él mismo, afirmar su independencia de juicio sobre las cosas del mundo, evadirse de las ataduras temporales con la ironía, con el escarnio, con la paradoja[19].
A partir del siglo XVIII la lista de los viajes imaginarios y personajes aventureros se hace cada vez más extensa. Inevitable y forzoso es nombrar a Robinson Crusoe[20], el náufrago racionalista, que intenta restaurar la civilización perdida, en una isla supuestamente desierta. Será de esa misma civilización de la que huirán románticos, simbolistas y modernistas a través de su obra y en ocasiones también con su propia vida que pueden acabar convirtiéndola bien en un viaje maldito o en uno liberador, estén éstos volcados hacia el interior de la conciencia o encaminados a paraísos lejanos y exóticos.
Blake, Stevenson, Scott, Shelley, Coleridge, Melville y Poe, casi todos los representantes tempranos o tardíos del romanticismo anglosajón serán lo que con más fuerza inquieten e inspiren la sensibilidad de Serra. Junto a ellos aprende a viajar como hiciera, en su día, el lector decimonónico[21] desde el vértigo que abren los anaqueles de una biblioteca y hacia el que nos empujan estos autores fascinados por el abismo y por las sombras, como lo es Poe en su «Dream-Land»:
By a route obscure and lonely,
Haunted by ill angels only,
Where an Eidolon, named NIGHT,
On a black throne reigns upright,
I have reached these lands hut newly from an ultimate dim Thule 
-From a wild weird clime that lieth, sublime,
Out of SPACE- out of TIME[22].
Como es del todo evidente para cualquier lector contemporáneo, esta tradición literaria que funde la aventura con la imaginación o con una realidad más o menos mágica[23] persiste hasta nuestros días. Recordemos algunos de esos nombres, que también han sido leídos y revisitados por el autor mallorquín, y que son los de: H. G. Wells, J. Conrad, Mark Twain, Pío Baroja, Michaux, Bradbury y, en especial, Borges. Porque el viaje como aventura cumple una función emblemática que es la que hace posible descubrir y concretar todos esos mundos extraños o quiméricos, pero también reales y que acaban sorprendiendo a los viajeros más intrépidos y curiosos.
Quizá sea ésta una de las lecciones que nos dan los pájaros peregrinos del poema sufí Mantic Uttair[24] que, lanzados a la búsqueda del Simurg (el rey perfecto o la sabiduría última) y cruzando todas las regiones de la conciencia. sabrán al final de su esforzada aventura que el anhelado Simurg habitaba en ellos.
Por tanto, es siempre la mirada del descubridor de lo maravilloso la que hace posible soñar y reinventar la vida que, en el caso que nos ocupa, adoptará las formas de la divertida raza de los cotiledones, las huellas de la naturaleza embrujada del puerto de Andratx, la patética odisea del profeta Jonás y la figura de ese viajero alucinado que es Péndulo.
C) El viaje como huida y exorcismo de la realidad
Llegados hasta aquí podemos constatar que el relato de aventuras y viajes que describe prodigiosos países y vidas, sean éstas imaginarias o reales pero de misteriosa fascinación, sacia una doble curiosidad que existe en el ser humano por alcanzar lo desconocido y al mismo tiempo recobrar aquel paraíso perdido del que, otrora, fue expulsado. Por eso, tabulará, vislumbrará planetas o tierras en las que se puedan ver reflejadas las utopías que animan nuestro inconsciente, tanto el colectivo como el individual[25]. Lo que condiciona que muchos de estos periplos posean una clara intencionalidad satírica, que pretende, a través ele imágenes grotescas y de visiones disparatadas, señalar las carencias de las sociedades y restaurar, al mismo tiempo, la armonía del mundo, que se estima truncada por la ignorancia y las limitaciones humanas.
Hemos preferido, por esta razón, hacer un grupo aparte con un número de autores, entre los que también se halla Serra, que se caracteriza por ser viajeros pero también testigos con una inteligente y sensible ironía de la que asoma, en algunas ocasiones, una sonrisa amarga e incluso malévola, un tanto proclive al humor negro. Un humor que ha merecido su atención y estudio, dando como fruto la magnífica Antología del humor negro español[26].
Si intentamos delimitar los antecedentes del viaje satírico, tenemos que apuntar hacia la literatura medieval y, en concreto, a aquellas obras burlescas de inspiración macabra como son las Danzas de la muerte o a las primeras obras renacentistas como la Nave de los locos. Piezas festivas con una clara intención moral y con las que es posible establecer una intertextualidad con otras posteriores como los Sueños de Quevedo y El Criticón de Baltasar Gracián. De este último libro es Serra uno de los grandes reivindicadores. Ve en su conceptismo las cualidades formales e intelectuales que definen para él el auténtico lenguaje literario que se transforma en juego y enigma que nos alumbra, valga la antítesis, a partir de su oscuridad. Coincide así Cristóbal Serra con José Luis Sampedro, quien opone[27] aquellas obras de arte que nos alumbran y, por tanto, poseen eternidad, frente a aquellas otras efímeras o superficiales que únicamente nos deslumbran de forma momentánea.
Siguiendo nuestra breve cronología de viajes de tipo satírico topamos, más allá de nuestras fronteras, durante los siglos XVII y XVIII, con dos figuras literarias de las que también son deudores los Viajes a Cotiledonia.
En Francia, hallamos a Cyrano de Bergerac, el gascón libertino, que jocosamente fustiga los prejuicios y atavismos en los que viven sus conciudadanos. Sus viajes al espacio, todavía hoy, siguen siendo un espejo deformante en el que se ve reflejada nuestra propia realidad. Y en el Siglo de las Luces aparece otro viajero de espacios no menos insólitos que los lunares: Gulliver. Un héroe de un sospechoso escepticismo vital, fruto del desencanto y la tristeza de aquellos que como Swift conocen, en profundidad, la comedia humana. En estos dos autores se detecta la semilla de la antiutopía, como la denomina Matthew Hodgart[28], y de la que brotarán las fábulas futuristas sobre nuestro siglo de la mano de escritores como Huxley, Orwell, Burgess y Bradbury. De este mismo sentimiento antiutópico, entendiendo por éste una visión esperpéntica y, a veces, humorística del desorden social y moral imperantes, se alimentan gran parte de las páginas del último Viaje a Cotiledonia como se refleja en el fragmento:
Doy mi paseo nocturno, sin que la luciérnaga me acompañe. Las caras que encuentro tiran a hoscas. Rostros tetricones, siniestros. Tales se me aparecen los nuevos cotiledones, que paradójicamente callan. Tendrán sus temores o quizá la abulia burguesa les mantiene mudos. Gentes descontentas de ser lo que son, pero sin más ansias que las diarias. Llevan años suspirando por libertades. Ahora, cuando pueden gozarlas, no las usan. (...)
El hecho más lacerante es el emparedado urbano. «Estar enfermo, padecer fiebre a solas, morir bajo el propio techo, sin que el vecino se entere. Esto es aterrador».
Ésta es la cantinela del semiciego callejero, mientras rasga el guitarrón, éste es el terrible anonimato de la muerte en la urbe principal de la nueva Cotiledonia. La causa de tal insensibilidad metropolitana cabe achacarse al adinerado bombardingo que, además, lleva venda en el ojo, para no ver ningún séquito de muerte[29].
Escritores finiseculares como Carroll, Lear o Butler alertados de los males que comienzan a amenazar a los hombres y rechazando de pleno la uniformidad empobrecedora de la cosmovisión positivista que se disemina por el mundo, hallarán en el relato de hadas y en las narraciones de humor disparatado, una vía a través de la cual conjugar de nuevo la aventura con la utopía y el sueño con la vida. Muchos de ellos, tal como señala Serra, deberían ser considerados como precursores del experimento surrealista, dados los juegos que desarrollaron entre el inconsciente y la palabra. Ni que decir tiene que estos autores han sido releídos, anotados cuidadosamente, e incluso también traducidos como ocurrió anteriormente con El cuento de un tonel de Swift[30], por nuestro autor y es, justamente, su estética verbal la que anima la pasión del escritor por el lenguaje como juego o chiste.
La herencia más importante que recibe de aquellos escritores victorianos y de otros que también han recibido su influencia como Ramón Gómez de la Serna, Henri Michaux o Elias Canetti[31] es la esperanza. Una esperanza que nace de la capacidad que tiene el ser humano para reír, sobre todo para reírse de sí mismo y de las propias palabras o lenguajes con los que intenta abarcar el universo. Ésta podría ser, a nuestro entender, la principal clave temática de su obra: la magia y la atracción que sobre el hombre y el creador ejerce la sonrisa enigmática de la esfinge o, lo que vendría a ser lo mismo, de la Mona Lisa.
Es esta misma sonrisa la que le revela que la grandeza del ser humano está en su misma flaqueza e insignificancia. Aparece el hombre, en los sueños de Serra, a la manera de Pirandello, como un actor con texto, escenario, público y autor equivocados. De ahí, también, su obsesión por los profetas, trasunto de la propia figura del escritor frente a su tiempo, por lo que éstos tienen de Quijotes divinos de los que se ríen los hombres, y hasta el mismo Dios. Sin embargo, continúan ebrios en la esperanza de la venida, al fin, de un Hombre y un Mundo mejores.

Luis M. Fernández Ripoll, Cuadernos Hispanoamericanos, 528,
Junio de 1994, pp. 115-123



[1] Paz, Octavio: Puertas al campo, Seix-Barral, Barcelona, 1966, p. 140.
[2] Conviene subrayar el valor mágico de este número que nos habla de la gestación y, por tanto, de la vida.
[3] Nichols, Sallie: Jung y el Tarot. Un viaje arquetípico, Kairós, Barcelona, 1989, p. 233.
[4] Después de la influencia que ejerce El Apocalipsis en su obra, será la filosofía taoísta la oirá gran fuente de la que bebe su pensamiento. Laotsé, como él mismo nos explica, es una pasión de juventud que culminará con la primera y mejor traducción al castellano del Tao Teh King (Palma de Mallorca, 1952):
«El fervor de Laotsé lo siento desde mi juventud. No ha sido flor de un día. Buena prueba es que ahora, después de un silencio instructivo de años, quiero dejar constancia de nuevo de mi fervor renovado.» (La Soledad Esencial, Conselleria d'Educació i Cultura del Govern Balear; Barcelona, 1987, pp. 68-69.)
[5] Cazamian, M. L: William Blake, antología poética traducida por C. Serra, Júcar, Madrid, 1984, p. 155.
[6] La infancia para Serra posee, como en otros escritores, una dimensión rousseauniana que se hace patente en una obra como Diario de Signos, donde leemos: «Déjate llevar por el niño invisible que llevas dentro y verás a qué niñadas te conduce. No dudes que soliviantarás a más de un viejo.» (Diario de Signos, Aucadena, Palma de Mallorca, 1980, p. 81.)
[7] Aunque para algunos estudiosos, como Papini, sea Erasmo una conciencia totalitaria, a pesar de lo que nos diga en su Elogio, carente del sentido alegre y humano que poseen los que aman la locura. Dice, a este respecto, el escritor italiano lo siguiente:
«Su libro, pese a su disfraz paradójico, es una reivindicación de la moderación, apología del justo medio, una defensa de la ataraxia infecunda.» (Descubrimientos Espirituales, Emecé Editores, Buenos Aires, 1953, p. 102.)
Sin embargo, nosotros lo traemos a colación porque muchas de sus páginas están animadas por la sonrisa de los orates que tiene, como veremos, muchas afinidades con la obra del autor de los Viajes a Cotiledonia.
[8] Casi todas las religiones orientales, especialmente, el hinduismo, el budismo y también la mística sufí nos hablan del alma como entidad descendida a la tierra para obtener la perfección o la salvación. La misma visión comparten el hermetismo egipcio, ¡a filosofía pitagórica y la totalidad del pensamiento platónico. Valga, como ejemplo, el siguiente pasaje del neoplatónico Plotino:
«El alma cayendo desde las alturas sufre cautividad, está cargada de trabas y emplea las energías de las sensaciones y los sentimientos. También se dice que está como enterrada o escondida en una cueva, pero, cuando se convierte a la inteligencia, entonces rompe sus trabas y sube a las alturas, recibiendo en primer lugar, de sus recuerdos, la capacidad de contemplar los seres reales...» (Head, J. y Cranston, S. L: La reencarnación en el pensamiento universal, Diana, México, 1976, p. 227.)
[9] Cfr. de San Agustín, La ciudad de Dios, B.A.C., Madrid, 1964.
[10] Chevalier, Jean: Diccionario de símbolos, Herder, Barcelona, J9S6, p. 1067.
[11] Nos dice también Chevalier que:
«Jonás, en el vientre de la ballena, es el germen de inmortalidad en el huevo, en la matriz cósmica. La salida de Jonás es la resurrección, el nuevo nacimiento, la restauración de un estado o de un ciclo de manifestación.» (Ibidem, p. 171.)
[12] En una entrevista realizada durante la redacción de este estudio, Serra nos manifestó que:
«En mí siempre ha existido una enorme necesidad de ternura y cariño. Tal vez porque, durante mi infancia, el ambiente vivido, por razones ajenas a mi madre, fuera antes patriarcal que matriarcal»(20-IV-1991, Palma de Mallorca.)
[13] Yourcenar manifestó en el libro de entrevistas Con los ojos abiertos concedidas a Malthieu Galey que —para ella— no supuso trauma alguno la desaparición de su madre, a los pocos dias de su nacimiento. Pero nos permitimos dudar ante un libro como Recordatorios, donde reconstruirá, paso a paso, la biografía de esa madre que no pudo conocer.
[14] Viaje a Cotiledonia, Tusquets, Barcelona, 1973, p. 11
[15] Ibídem, p. J9.
[16] Ibídem, p. 40.
[17] Pozo, Raúl del: *La literatura que no es viaje es teatro», en El Independiente, 8-VI-1991.
[18] Véase El Quijote como juego, Guadarrama, Madrid, 1975.
[19]  «La venganza de Cervantes», Emecé Editores, Buenos Aires, 1953, p. 112.
[20] Para cerciorarnos de la importancia del «robinsonismo» en la literatura universal, basta con seguir el rastro a los clásicos de la aventura como Julio Verne o Salgari, o bien detenemos en algunos escritores contemporáneos como Golding o Michel Tournier en su novela Viernes o los limbos del Pacífico. El que nos lea puede hallar más información sobre el tema en el estudio de Vázquez de Parga, Héroes de la aventura. Planeta, Barcelona, 1983.
[21] Queremos nombrar, únicamente, el valor que tuvieron los primeros libros de viajes, emprendidos por los románticos, y que determinaron la estética y la imaginación de las distintas generaciones de escritores que se han sucedido.
[22] Poe, E. A.: Poesías Completas, Rio Nuevo, Barcelona, 1984, p. 120.
[23] El realismo mágico que atraviesa tanto las corrientes narrativas de Hispanoamérica (Cortázar, Carpentier...) como las literaturas hispánicas (Cunqueiro, Mercé Rodoreda, Luis Mateo Diez...) vuelve, siempre, en sus temas a la aventura y a toda clase de viajes maravillosos en el tiempo y en el espacio.
[24] Udditi Attar, Farid: Mantic Uttair. El lenguaje de los pájaros, Visión, Barcelona, 1978.
[25] De las relaciones y consecuencias que nacen y se establecen entre utopía, cultura y sociedad nos ha hablado Jean Servier, quien afirma:
«Los utopistas —e incluyo en el término a todos los que soñaron con reformar la sociedad— no solamente expresaron el pensamiento de un grupo determinado, de una clase social, sino que jalonaron la historia de Occidente y señalaron momentos de crisis mal percibidos por sus contemporáneos, apenas discernidos luego por los historiadores.» (Historia de la utopía, Monte Ávila, Caracas, 1969, p. 228.)
[26] Tusquets, Barcelona, 1976.
[27] Entrevista radiofónica para R.N.E., emitida el 8 de junio de 1991.
[28] La Sátira, Guadarrama, Madrid, 1969.
[29] Retomo a Cotiledonia, Canals Editor, Palma de Mallorca, 1989, p. 12 y 15.
[30] Seix-Barral, Barcelona, 1979.
[31] Nos referimos, claro está, a los Caprichos de Ramón Gómez de la Sema, a En otros lugares de Michaux y a El testigo oidor de Elias Canetti.

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