viernes, 28 de septiembre de 2018

"La lluvia es un viejo palacio" de Juan Perucho (ABC, 22 de mayo de 1992)


LA LLUVIA ES UN VIEJO PALACIO
Sólo los videntes ven lo invisible que surge al dictado de su propia autoridad. Para los demás, lo invisible es lo inexistente. Por lo tanto, yo no me referiría, como lo hace Italo Calvino en «Seis propuestas para el próximo milenio», a lo imaginario de una época, sino a su realidad (a su verdad) esencial. Con ella, por ejemplo, Catalina Emmerich, asistida por Brentano, pudo reconstruir la vida oculta de Cristo, la maravilla de las maravillas. Cristóbal Serra, a partir de estas connotaciones (miradas con prevención y disgusto por los racionalistas) acaba de escribir por primera vez la vida de Jesús entera, complementando los Evangelios, apareciendo este hecho deseable por todos, aunque impublicable hasta ahora por rechazo de la verdad revelada. Otro ejemplo lo constituye el propio Calvino con su caballero inexistente, armadura -vacía- símbolo, que actuaba al ejemplo de «la voluntad y de la fe». Es un aire crispado. ¿Quién se lo va a creer? Nadie. A no ser los poetas, los niños y los puros de corazón.
Por lo demás, la lluvia es un viejo palacio. Aparece como una arquitectura de cristal con sus pasadizos, sus escaleras y subterráneos. Todo surge allí, sin comunicación con el mundo, con lo exterior; es como una segunda «matière de Bretagne», realizando sueños, ilusiones, esperanzas, voces diluyéndose en el ocaso. Dante hizo mal colocando la lluvia en el Purgatorio, hablando de ella allí. Naturalmente, origina el mundo vegetal, lleno de elfos, silfos y pequeños seres. Las plantas nos escuchan, cantan al anochecer, son lastimadas por los que viven en el mundo de (os coches, de las segundas residencias y las guarderías infantiles. ¿Quién cria hoy a un niño, el ser más parecido a los poetas? ¿Quiénes aman a estos pequeños seres? Yo elijo todo ello según el deseo de mi intuición (no mi razón), que es lo que recomienda el «Chan», escuela china de meditación de la que salió, más tarde, el «Zen» japonés. Según el «Chan», el verdadero conocimiento sólo lo proporciona la intuición en estado de gracia.
Según esto, la realidad es la realidad interior, la que nos aleja de los hechos materiales y groseros. La literatura, a mi entender, debe alejarnos de estos hechos demasiado corrientes con los que tropezamos todos los días. Calvino dice que en el universo infinito de la literatura se abren otras vías que explorar, novísimas o muy antiguas, estilos y formas que pueden cambiar nuestra imagen del mundo. «Pero si la literatura no basta para asegurarme que no hago sino perseguir sueños, busco en la ciencia alimento para mis visiones, en las que toda pesadez se disuelve.» Es posible, pero no seguro. Antonio Risco dice que «el primer problema que plantea la literatura fantástica reside en que toda la literatura, tal como la entendemos hoy, se afirma como ficción y, por consiguiente, como fantasía». Pero aun admitiéndolo, afirmaremos que la realidad es injusta y cruel, despreciable. Los poetas se sienten lesionados por ella, a veces se sienten heridos por el roce de una corriente de aire o por un ruido. La literatura, para ellos, no es fantástica, sino que les aparta simplemente de lo antifantástico.
Imagino el próximo milenio, y me horrorizo. En él impera la ciencia, si una hecatombe no lo impide (que es lo más probable). La ciencia -la razón- nos ha conducido a una época de falsas maravillas técnicas a costa de lo primigenio: el aire, el agua, los bosques, el mundo animal. Discuten los científicos sobre la naturaleza del átomo, pero olvidan que nos vamos a morir irremediablemente de sed, de hambre, de asfixia. Por otro lado, el mundo racional, entre otras cosas, ha alargado en efecto la vida, y ha creado unas siniestras instituciones, o falsas residencias de ancianos que, contra natura (inmutables e inexpresivos) parecen contemplar, sin verlos, los programas de televisión, o son disfrazados ignominiosamente con gorritos de papel para celebrar la Nochebuena. Cuando llegue su hora, les darán una azucarada tableta entre compases estremecedores de la «Quinta Sinfonía».
Cabe aquí decir que la mayor frustración de la ciencia y de la filosofía es su racionalidad, y ésta es también su miseria. La razón es humana y construye sus andamios lenta y trabajosamente, y se equivoca. Es mucho mejor la verdad revelada, o sea, la intuición. Conocemos la belleza intuitivamente no por la razón; nos enamoramos sin saber por qué; sabemos dónde se oculta el mal por una simple corazonada. Todo ello con suma certeza. La intuición, como fuente de conocimiento, es divina, deslumbrante (San Pablo, cayendo del caballo ante Damasco) y segura.
De lo que antecede se colige mi criterio de que el creador es un «médium». Yo escribí, hace muchos años, un libro con este título. Todo es muy misterioso. Sin misterio no hay gran literatura, porque las cosas nunca son claras. Si lo fueran, se detendría el mundo, sería el fin de todo, ya que entonces empezaríamos a ser dioses. Hay versos míos que todavía no me han revelado su secreto. Algún día lo harán.
Esta manera de ser y de estar en el mundo puede ayudar a ver a los fantasmas. Los fantasmas existen, pero el común de la gente no los ve. Están agazapados, esperando. La literatura da conciencia de ellos, pues se manifiestan a través de nosotros. No todos ven a los fantasmas. Los racionalistas no los ven nunca.
Finalmente, recomiendo ejercer la «alta fantasía», aludida por Calvino en sus «Seis propuestas...». Ejercerla sistemáticamente, contra viento y marea, abriendo puertas secretas a la poesía. Sólo la poesía es válida. Sólo ella puede salvar al mundo de su destrucción.
Juan PERUCHO, ABC, 22 de mayo de 1992, p. 3.

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