sábado, 22 de septiembre de 2018

"Dostoievski y Sartre" por Czeslaw Milosz (Cuadernos Hispanoamericanos, abril de 1984)



Sartre, con Ilyá Ehrenburg. París, 1955.
Dostoievski y Sartre
Probablemente jamás escribiré un libro sobre Dostoievski. No obstante, eso no me impide contar cómo sería ese libro. No entraría a rivalizar con una multitud de profundas monografías y agudos análisis sobre determinadas obras; en cambio, ofrecería ciertos conocimientos sobre Dostoievski que aclararían al lector aspectos sobre su figura y su lugar dentro de la literatura mundial, que son un tanto diferentes a lo generalmente aceptado. Es posible que esa interpretación divergente sea justamente la causa por la cual la escritura de ese libro se me antoja una tarea peligrosa e ingrata.
Estudiando a Dostoievski y enseñándolo a estudiantes norteamericanos, no pudo pasarme inadvertido que este escritor va transformándose, condicionado por el relator. Probablemente este hecho no fue observado debido a las diversas nacionalidades de los «dostoievscólogos», ya que pretenden una objetividad científica a pesar de que su cosmovisión y sus simpatías o antipatías influyan sobre los métodos de sus investigaciones y razonamientos. La crónica de la acogida recibida por Dostoievski en el curso de los cien años transcurridos desde su muerte podría servir como ejemplo de las sucesivas modas intelectuales y de las influencias de filósofos diversos sobre el pensamiento de los estudiosos.
Dejando de lado momentáneamente a los autores rusos, se podrían, grosso modo, distinguir varias fases de la recepción de Dostoievski en Occidente, comenzando por Crimen y Castigo, leído en traducciones realizadas a fines del siglo XIX y altamente estimada por Nietzsche. Sin embargo, la así llamada «alma eslava», de la que Dostoievski debería ser un fiel exponente, fue generalmente tratada con cierta ironía, y la crítica francesa bromeaba acerca de la santa prostitución de Sonia Marmieladow como si la hubiesen arrancado literalmente viva de una novela sentimental.
La marcha triunfal de la novelística de Dostoievski a través de Occidente durante las primeras décadas del siglo XX tiene una relación directa con el descubrimiento de una nueva dimensión del ser humano: el subconsciente y las fuerzas dionisíacas en las que se unifican eros y tanathos. No obstante, la resistencia opuesta a la creciente influencia del escritor ruso por escritores como Middleton Murray o D. H. Lawrence, se merece una reflexión. D. H. Lawrence decía que «una penetración sorprendente se combina en él con una perversión repulsiva. No existe nada puro. Su amor salvaje a Jesús se va mezclando con un odio ponzoñoso. Su repugnancia moral frente al demonio se amalgama con una secreta adoración.»
Estas voces objetoras cedieron prontamente su lugar a una admiración general, y la fama de Dostoievski crece paralelamente a la de Sigmund Freud. Lo cierto es que Freud, por razones evidentes, consideraba Los hermanos Karamazov, la novela sobre el parricidio, como la novela más grande que jamás haya sido escrita, equivocándose en su juicio sobre la epilepsia de Dostoievski: se apoyaba en detalles biográficos erróneos, tal como fue demostrado por Joseph Frank. El «freudianismo» influyó durante décadas los estudios hechos sobre Dostoievski, en un período que podría llamarse psicologista. Relativamente efímera, y difícil de separar, fue la fase en que los estudiosos enfocaron sus análisis bajo la luz de la filosofía existencialista, para atiborrarse a continuación con rastreos del pensamiento del autor que se expresaba por boca de sus personajes y dirigir toda su atención a la estructura artística de las extraordinarias novelas de Dostoievski; tan extraordinarias que cabría preguntarse si ellas no supusieron el fin de la novelística, en general. Este pensamiento no me parece infundado.
Mis alumnos se mostraron muy sagaces cuando me ocupé de la psicología de los personajes o cuando traté de demostrar cuántas de las intenciones del autor fueron reveladas por el análisis estructural. También aprendieron —como suele suceder con gente joven—, con alegría, la divergencia entre la creación y la no muy atractiva cocina que es la personalidad de un genio. Sin embargo, se encontraban en apuros cuando se enfrentaban a ciertos hechos. Por ejemplo, les resultaba difícil entender la afección de Dostoievski por el poder autocrático. Y no sólo entonces, cuando al regreso de Siberia se convierte de revolucionario en conservador. Condenado a muerte junto a un grupo de veintiún compañeros, puesto delante del pelotón de ejecución y conmutada la pena, perdonado en el último instante (una comedia urdida por el Zar), aún está en el destierro siberiano cuando escribe tres odas: una sobre la guerra de Crimea, con amenazas proferidas contra Francia e Inglaterra; la segunda, en ocasión de la muerte de Nicolás I, en la cual compara al zar-gendarme con el Sol y dice que no es digno de pronunciar su nombre («con la boca obediente, nombrarlo no me atrevo»); y la tercera, escrita para la coronación de Alejandro II.
Los versos son muy malos y no correspondería excluir totalmente una razón lateral para haberlos escrito: el deseo de mejorar su suerte, lo cual está de acuerdo con lo que sabemos acerca de los puntos de vista del autor.
Este detalle biográfico, al igual que otros semejantes, corresponden a una esfera donde los caminos de la grandeza de Dostoievski dejan de ser mis caminos, es decir, que nuestra atención se dirige hacia otros aspectos. Para mí, Dostoievski es más interesante como el ser humano que en su vida tuvo un único y muy serio romance: Rusia; y que eligió a Rusia como la verdadera heroína de sus obras. Podría parecer que la psicología de sus personajes y sus descubrimientos en la esfera de la estructura novelesca lo convierten en un escritor verdaderamente internacional; en cambio, su adoración al trono y a los altares, su odio chovinista hacia católicos y judíos, sus burlas a franceses y polacos, lo encierran dentro del cerco de un país único. A mi parecer no es así; por el contrario, cuanto más ruso es Dostoievski y tanto más sucumbe, por amor a Rusia, a fobias y obsesiones, tanto mayor es su papel de testigo de toda la historia intelectual de los últimos dos siglos. El mismo dijo: «Todo depende de los próximos cien años.» Y no es posible negar su regalo profético.
Una de las lecturas fundamentales de la familia Dostoievski era la Historia de Rusia, de Karazmin, y el futuro escritor la conocía desde su infancia. Esta obra mostraba el espectáculo inagotable de la inmensidad rusa, el ilimitado poder de sus monarcas. Cuando Dostoievski fue confinado en la fortaleza de Petropavlovsk, escribió declaraciones en las que expuso sus puntos de vista sobre la monarquía, que sonaban tan sinceros que el solo objetivo de salvar su vida no pudo haberlas dictado. Según su criterio, la Revolución Francesa era indispensable; en cambio, en Rusia, nadie que estuviese en su sano juicio, podía pensar en una forma de gobierno republicana, recordando los vergonzosos hechos de Nóvgorod. Según la opinión de Dostoievski, Moscú quedó bajo el yugo tártaro debido al debilitamiento del poder del príncipe, salvándose gracias a su fortalecimiento, que fue proporcionado por el gran conductor que fue Pedro el Grande.
¿Cómo es posible que un socialista, marcado por Fourier, haya podido escribir de tal modo? Se lo podría adjudicar a la típica dualidad dostoievskiana; probablemente estaremos más cerca de la verdad afirmando que estas dos tendencias, socialismo y autocratismo, siempre coexistieron en Dostoievski: sólo su énfasis fue variando. Su colega del Círculo Petrashevski, Nicolás Danielevski, pasó por una evolución similar, pero como glorificador del zarismo y del paneslavismo en su obra Rusia y Europa, no renunció a los sueños socialistas de su juventud: simplemente los insertó en su doctrina totalitaria.
Dostoievski pensaba como un hombre de Estado. Durante charlas transcurridas en la prisión de Omsk, consideró la conquista de Constantinopla como un deber preponderante para Rusia. La obra de su madurez, comenzando por su viaje inicial a Occidente, en 1962, se podría diferenciar señalando que antes fue un artista, mientras que ahora el artista y el hombre de Estado actúan conjuntamente. Sus libros describían
la situación espiritual de la intelligentzia rusa y se convierte en el cronista de sus transformaciones espirituales de década en década, incluso de año en año. Lo cual propone un interrogante esencial: ¿Qué significan esos cambios para el futuro de Rusia, en qué constituyen una amenaza? No constituye una exageración si afirmamos que hay en esos libros algo de rastreo, conducido por un acusador público de excepcional inteligencia que sabe lo que tiene que buscar, porque es al mismo tiempo el acusador y el acusado.
La intelligentzia rusa discute en las novelas de Dostoievski sobre los problemas básicos de la existencia humana, problemas que al menos no son extraños a los personajes de la novela occidental en su versión del siglo XVIII e incluso en sus versiones románticas, como, por ejemplo, en George Sand. En ninguna otra circunstancia, sin embargo, los contrincantes han expuesto la cuestión en forma tan áspera y llegaron a conclusiones tan extremas. Ellos vuelven a vivir de un modo dramático lo que Nietzsche, un contemporáneo del joven personaje de Crimen y Castigo, Raskolnikov, llamó «la muerte de Dios». Además, el ateísmo no es en modo alguno un asunto privado e individual; es del mayor interés por parte de la autoridad, puesto que el ateo acaba, por regla general, en revolucionario. Esto lo confirma el camino seguido por el precursor de aquella generación de la intelligentzia rusa, Vissarion Bilinski. En Crimen y Castigo, el crimen de Raskolnikov es, de hecho, una especie de sustitución, en realidad, él sueña con una gran acción revolucionaria, cuya justificación proveería la historia. En sus opiniones y aspiraciones se siente totalmente aislado: de un lado está la autoridad, representada por el oficial de policía, Porfirio; del otro lado, está el pueblo ruso. Cuando se hallaba deportado en Siberia, sus compañeros de prisión, simples campesinos, quieren matarlo porque es ateo. Teniendo en cuenta esto, Crimen y Castigo contiene una fórmula importante para toda visión de la obra de Dostoievski: la defensa e independencia de Rusia reside en sus autoridades, al igual que según creía Dostoievski en la sincera religiosidad del pueblo ruso. En cambio, la inteligencia la amenaza. De qué amenaza se trata, queda demostrado en su novela Siesy (Los poseídos). Dentro del sorprendente y penetrante análisis de esta novela, quizá llega a las mayores profundidades la exclamación de un viejo soldado, después de oír una conversación donde se asevera la no existencia de Dios: «¿Si no hay Dios, qué clase de capitán soy yo?» Este hombre establecía una relación entre la religión y los orígenes del poder. No hay que olvidar que la intelligentzia rusa se alimentaba con la filosofía de Voltaire y las reflexiones sobre la Revolución Francesa. La decapitación de Luis XVI puede parecer hoy día como uno de los sucesos sensacionales que tanto abundan en la Historia, ni más ni menos importante que los demás. En realidad, ese fue el final de un orden basado en la convicción de que el rey gobierna porque es el portador del Sacramento divino y sus inferiores mandan con su autorización. A partir de allí correspondía buscar otras fuentes de autoridad, aunque fuesen las de una conspiración dirigida por un solo hombre, Piotr Wierjovianski, como sucede en Los poseídos. La novela Los hermanos Karamazov, que según la intención del autor debió haber sido la coronación de su obra, tiene como tema básico la rebelión de los hijos en oposición a¡ padre. Esto hace aflorar una pregunta: si el hecho de que el padre es amoral anula automáticamente su autoridad. Iván Karamazov contra el padre, y a la vez contra Dios-Padre. Los hermanos Karamazov es, esencialmente, un tratado sobre la abolición a través de la intelligentzia rusa de la autoridad Dios-Padre, Zar-Padre y padre de familia.
Cuando los intelectuales occidentales escriben acerca de Dostoievski, siempre se asombran de que en hombre que penetra tan profundamente en la psicología de sus personajes pudiera tener ideas tan reaccionarias. Tratan de apartar esas opiniones de sus puntos de vista, a lo cual ayuda la «polifonía» de sus novelas. No se dan cuenta de la diferencia que los separa del escritor ruso. Ni uno solo, en sus novelas o ensayos, toma como centro de sus intereses la aflicción ante los intereses del Estado. Por el contrario, están sentimentalmente del lado de esos personajes que, ante un poder establecido, quieren rebelarse. En cambio, para Dostoievski, Rusia como Estado no suponía solamente un territorio habitado por rusos. De Rusia depende el porvenir del mundo: de si quedará contagiada por el ateísmo y el socialismo provenientes de Occidente —tal como ya ha sido contagiada su intelligentzia— o será salvada por el zarismo y el piadoso pueblo ruso, que cumplirán su vocación de rescatar a toda la humanidad. Aliosha Karamazov, en los volúmenes subsiguientes de la inconclusa novela, iba a representar a un nuevo tipo de activista trabajando en armonía con la fe popular.
Dostoievski se equivocó en su «eslavofilia» idealizada del pueblo ruso. En realidad no halló ninguna otra esperanza y el dilema se presenta claro: si la «Santa Rusia» no era capaz de resistir, la intelligentzia hará de ella lo mismo que los personajes de Los poseídos hicieron a escala de una ciudad de provincias. En la larga historia de las recensiones críticas sobre Dostoievski realizadas en diversos países, el lugar preferente, en cuanto a la comprensión de sus intenciones, debe corresponder a un grupo de filósofos rusos cuya actividad tuvo influencia a principios de siglo, especialmente sus pronunciamientos publicados en un volumen de ensayos, en Viekhi (1908) e Iz glubiny (De Profundís, 1918). Según ellos, las profecías negativas de Dostoievski comenzaron a cumplirse. Puede decirse que esto no debe extrañar, ya que ellos se oponían a la Revolución. Pero la opinión acerca del cumplimiento de las profecías de Dostoievski también estaba extendida entre los revolucionarios, tanto en 1905 como en 1917. Uno de los admiradores de Los poseídos fue el primer comisario de Instrucción Pública después de la Revolución de Octubre, Lunacharski.
«Resulta difícil no ver en Dostoievski al profetizador de la Revolución Rusa —escribió en 1918 Nicolai Berdiaev—. La Revolución Rusa está imbuida de esos principios, que Dostoievski presentía y cuyo análisis fue desarrollado en sus obras con genialidad. Dostoievski tuvo la capacidad de penetrar en lo más profundo de la dialéctica revolucionaria rusa y extraer conclusiones límites. No quedó en la superficie de las estructuras e ideas sociopolíticas: llegó al fondo y extrajo esa verdad, revelando que la Revolución Rusa es un fenómeno metafísico y religioso, más que un hecho social o político. Así es como consiguió, a través de la religión, acercarse a la naturaleza del socialismo ruso.»
Los rusos entendieron las preocupaciones políticas de Dostoievski, ya que, corno él, pensaban en términos «estatales»: es decir, balanceaban el advenimiento de tal o cual idea al tratar sobre la permanencia del Estado, ya fuese contrarrevolucionario o revolucionario. Sus colegas occidentales se ocupaban del individuo, no de Francia, Inglaterra o América. Lo cierto es que durante el siglo XX se extendió entre ellos el convencimiento de que el hombre que se respeta trata al sistema capitalista establecido como algo pasajero, y en silencio espera su fin. El sorprendente parecido entre las posturas de la intelligentzia rusa, descrito por Dostoievski, y la posición de los intelectuales occidentales cien años después, nos lleva a la conclusión de que su preocupación por el futuro de Rusia le permitió describir una visión de enormes dimensiones, tanto en el tiempo como en el espacio.
El término «intelectuales occidentales» es, sin duda, demasiado general, con riesgo de malentendidos. Sin embargo, si tuviéramos que elegir una figura que resalte los rasgos comunes relacionados con ese término, bailaríamos una base más firme para poder utilizarlo. Existe un personaje así: se trata de Jean-Paul Sartre, apodado algunas veces el Voltaire del siglo XX. Aquello que impacta en él, es —como en sus antecesores rusos— la inusual intensidad de sus controversias ideológicas. La revolución intelectual europea, que comenzó en el siglo XVI, se introdujo en Rusia con un considerable retraso, y la intelectualidad rusa tuvo que apropiarse de esas ideas en unas pocas décadas, algo que para los occidentales ilustrados fue paulatino, abarcando varios siglos. De allí la extraordinaria fuerza y violencia de esas ideas, las cuales, por añadidura, no encontraron un aparato social bien desarrollado en sus diversas funciones Por razones que merecen un análisis particular, surgió durante el siglo XX en los países occidentales un vacum peculiar en el que quedó encerrada la intelectualidad, que empezó a descubrir sus propios conceptos ante una especie de supervisión de vulgares comedores de pan. Tal como sucede en Dostoievski, donde Raskolnikov o Iván Karamazov están solos con su solitario razonamiento. No sólo la intensidad acerca a Jean-Paul Sartre a estos personajes: también los une la abstracción de su pensamiento.
¿No resulta extraño que en la Francia librepensadora (en un país que había visto mucho y estaba inclinado a desbaratar ideas, con un simple encogimiento de hombros, desde hacía mucho tiempo) la idea de «la muerte de Dios» se convierta de pronto en un asunto tan crucial como lo fue alguna vez para los jóvenes rusos discutiendo ante una copa de vodka? Sin duda, para el existencialismo francés se pasa a un compromiso activo para transformar el mundo —y he aquí otra analogía con los rusos—, ya que el hombre, una vez que Dios está destronado, se convierte él mismo en Dios y asume su propia responsabilidad, que se manifestará a través de sus acciones.
Un capítulo sobre «Sartre como personaje de Dostoievski», abriría indudablemente perspectivas interesantes. También aquí correspondería introducir razones de parentesco entre algunos aspectos de la filosofía de Sartre y la del propio Dostoievski. Ante todo tengo in mente aquello tan célebre de Sartre: «El infierno son los otros»: es decir, el problema entre el sujeto y los demás, que a su vez también son sujetos; cada ser humano, individualmente, procura alcanzar el poder sobre los demás para convertirlos en objetos, puesto que mirándolos ve en sus ojos el mismo deseo, el de convertirlo a él en objeto: los demás se convierten en su infierno. Esta es exactamente la problemática del orgullo y la humillación en Dostoievski. Cuando Sartre escribió L’être et le néant (en 1943) no pudo conocer el libro sobre la poética de Dostoievski de Bakhtin, donde ese aspecto se expone precisamente de este modo. En cambio, el «psicoanálisis existencial» en el libro de Sartre coincide con las conclusiones de Bakhtin, a pesar de que Sartre no parece consciente de sus coincidencias con el novelista.
Las características específicas de la vida rusa en el siglo XIX pueden dificultar la visión de los problemas de aquella época desde una óptica actual y como si aún siguieran siendo válidos. Sartre, en su búsqueda de la libertad, sigue los pasos de El hombre del subsuelo, un personaje que inicia en Dostoievski una serie de grandes monólogos filosóficos. Por añadidura, la filosofía hegeliana (introducida en Francia en 1930 por el ruso Alexandr Kojève o Kazevnikov) tiene una influencia decisiva sobre Sartre. Igualmente, puede ya rastrearse en el fondo de los discursos de Raskolnikov sobre los grandes hombres a los que la historia absuelve si cometieron crímenes a su servicio. Raskolnikov, revolucionario latente, situado en la topografía de San Petersburgo, presta durante sus paseos una particular atención a la plaza donde tuvo lugar una rebelión frustrada. Por cierto, hubiese hecho mejor entregándose a la acción revolucionaria, en lugar de matar a una vieja usurera. Pero hacia 1860, fecha en la cual transcurre la acción de la novela, resulta demasiado pronto para eso. Hubo que esperar hasta 1870, con la aparición de la figura de Niechaiev Piotr Wierjovianski, de Los poseídos. Igualmente, Iván Karamazov sostiene su fundamental enjuiciamiento acerca de la inmoralidad de Dios en su nombre de los prometidos compromisos del ser humano, lo cual es la médula del pensamiento y razón de la acción sartreana.
¿Qué hay que hacer? Este título de la novela de Chernishevski es característico de la intelligentzia rusa del siglo XIX y también podría ser la máxima de la inagotable actividad de Sartre. Estuvo, eternamente en la búsqueda de una causa a la cual entregar sus fuerzas. Todas esas causas estaban ligadas a la esperanza de un derrocamiento del orden existente y su reemplazo por un orden distinto, a pesar de que en relación a esto último Sartre cambiaba de ideas constantemente. La localización de sus esperanzas, cada vez en un país diferente, y sus sucesivos desencantos, tenían en sí algo cómico y patético; la Unión Soviética, Yugoslavia, Cuba, China... para terminar repartiendo volantes en la calle con jóvenes izquierdistas. En esa su permanente necesidad de nuevas respuestas a la pregunta ¿Qué hacer? Sartre, por lo menos, no estaba solo. Por el contrario, puede servir de ejemplo esa misma inquietud en miles de intelectuales y semiintelectuales.
Resulta difícil no observar en esa «pesca» de causas, engendrada por la actualidad, un fenómeno de vacío interior, que debe ser reemplazado por la sensación de una búsqueda desinteresada de tal o cual noble objetivo. Del mismo modo son arrancados los personajes de Dostoievski del marasmo de la vida cotidiana, la cual, con su entorno poco espabilado, les asegura una tranquilidad de pequeñas aspiraciones y pequeños éxitos. La religión y el almanaque litúrgico no importan para nada a esos seres: la moral tradicional ha sido abandonada, el enriquecimiento como finalidad es para ellos algo horrible e inconsecuente; se puede conseguir dinero mediante el crimen, la usura o jugando a la ruleta, jamás a través del trabajo. La Rusia sencilla y común estaba sujeta a ciertos ritmos dictados por la costumbre; los intelectuales; en cambio, están encerrados en el círculo mágico de sus pensamientos y de sus ensueños acerca del papel excepcional como salvadores en potencia de la humanidad. Su enfermedad es la falta de razones para vivir, y Dostoievski trata de definir este taedium vitae a través, sobre todo, de la creación de personajes fuertes llamados al compromiso, pero incapaces de comprometerse por un exceso de introspección, como Svidrigailov o Stavrogin.
Es probable que para esta enfermedad —que ha adquirido en nuestro siglo un carácter masivo, debido a un mayor acceso a la cultura—, no pueda proporcionarse aún un diagnóstico preciso. Creo que habría que buscar sus causas en el debilitamiento de la percepción existencial o quizá en el concepto de la existencia como absurdo. Las pesadillas que visitan a Stavrogin y Svidrigailov podrían ser introducidas en La nausée, como Sartre tituló su novela, escrita antes de sus numerosos compromisos revolucionarios. En L’Être-en-soi, habla de un mundo inhumano, y esa inhumanidad no despierta en Sartre ni piedad ni extrañeza, como antaño, por ejemplo, sucedía con Goethe; por el contrario, lo presiona con su falta de sentido y lo obliga a refugiarse en la esfera de las acciones humanas. Por tanto, se trata de una cuestión metafísica. Más de un cristiano contemporáneo quedaría sorprendido si se le dijese que el «Voltaire del siglo XX» no fue representativo sólo para los intelectuales alejados de la religión, sino que anuncia las transformaciones acaecidas dentro de la Iglesia. Si la Iglesia se interesa, desde un tiempo a esta parte, en abrazar nobles causas sociales para ponerse a su servicio, tal vez sea debido a que tanto la jerarquía eclesiástica como los fieles han percibido que el lado metafísico del cristianismo se va evaporando, dejando tras de sí, únicamente, un conjunto de reglas acerca de la convivencia entre las gentes.
Para Dostoievski, los intelectuales viven en un submundo o se rebelan abiertamente contra la sociedad. Raskolnikov no se considera culpable de la muerte de la prestamista y de su hermana. La culpable es su propia debilidad, debido a la cual quedó condenado por la sociedad. Después de una primera etapa sentimental en sus escritos, en la cual los héroes eran «pobres gentes», Dostoievski introduce una distinción entre los conciertos y los demás, situados en un escalón inferior a la conciencia. Solamente los primeros le fascinaron, hasta el punto de transferirles sus sentimientos, identificándose casi con Iván Karamazov y con su relato «El gran inquisidor». Debe notarse que tal división, entre los iniciados y los demás, es bastante típica entre todos aquellos que en nuestra época siguen el ejemplo de la intelligentzia rusa. Quizá fue un descuido, por parte de Simone de Beauvoir, la compañera de Sartre, titular su novela acerca de ese medio, Los Mandarines. No será una exageración si decimos que el sentimiento de pertenencia a la élite de los elegidos excita el espíritu, ya que los elegidos son los que penetran los secretos del proceso histórico y conocen el futuro. Pintonees no están ya unidos por la religión, sino por el saber, por una gnosis particular que les permitirá pronunciar juicios deducidos de premisas presumiblemente impenetrables, sin preocuparse por lo tangible pero suficientemente terrenales para un filósofo realista.
¿Qué significa esa particular mutación de los héroes de Dostoievski, cuyos rasgos podemos percibir en sociedades y épocas diferentes? Si la intelligentzia rusa se convirtió en precursora de la intelligentzia europea y americana, ¿a qué regla habrá que atribuirlo? ¿Por qué la importación —pues todo el alimento de la Rusia culta, incluyendo los modelos literarios de Dostoievski, se importaba de Alemania, Francia e Inglaterra—, dio como resultado un espejo semejante? Nos hemos acostumbrado a creer que si las sociedades se parecen entre sí por sus estructuras económicas y políticas, también deben tener medios similares de comunicación en filosofía, literatura y teatro. Este convencimiento parece pertenecer a esa parte de la herencia marxista que se convirtió en una propiedad común. Pero, ¿cabe imaginar una semejanza entre la Rusia zarista —con la división de su pueblo en castas inscritas en registros oficiales, su máxima centralización del poder y su inmenso campesinado analfabeto— y los países desarrollados de Occidente en la segunda mitad del siglo XX? Como ya lo mencioné anteriormente, ¿acaso no hubo en Occidente un equivalente a la intelligentzia tusa, esto es, capas específicas separadas de los vulgares comedores de pan, sufriendo por esa causa y adjudicándose un singular papel prometeico? ¿Acaso debemos aceptar sencillamente la tesis de que las ideas tienen una vida autónoma y son más importantes que las diferencias económicas y los sistemas políticos? Si así fuese, el desmoronamiento de los fundamentos metafísicos del poder y su ética individual —lo que Nietzsche llamó «la muerte de Dios»— fue oscurecida en Occidente por la praxis del crecimiento económico, que ocultó estos problemas. Pero de pronto aparecieron en la superficie, coincidiendo con la crisis del sistema parlamentario.
La actividad de grupos terroristas en los años sesenta y setenta, tales como los Weathermen o el Ejército de Liberación Simbiótico en Estados Unidos, las Brigadas Rojas en Italia, etc., señala —como en Los poseídos— que lo que se cuestiona es la legitimidad del Estado. En Rusia, el grupo Nievchaiev —cuyo proceso proporcionó a Dostoievski el material para su novela— negaba la legitimidad del poder monárquico y de todo el sistema apoyado en su sacralidad. Aquí, en Occidente, llegó el turno de la autoridad fundada en las elecciones. Por supuesto, los revolucionarios saben cuál es la «verdadera» voluntad del pueblo, que se diferencia de esa voluntad aparente e inconsciente, y por eso actúan en nombre de la «verdadera» voluntad.
Resulta fascinante la coincidencia de motivaciones de esos grupos con las que encontramos en Los poseídos, pero también hay diferencias considerables, ante todo desde el punto de vista de la participación de la «mass-media» actual. Sin embargo, esto no fue explorado por ningún novelista, lo cual podría demostrar que la obra dejó de reaccionar ante los sucesos de la vida pública, sumergiéndose en un extremo subjetivismo. Dostoievski escribió Los poseídos en caliente, cuando todavía se desarrollaba el juicio al grupo Niechayev. Existe también otra explicación a esa falta de interés de la literatura por estos acontecimientos, que después de todo tenían gran importancia. Dostoievski pensaba en el futuro de Rusia y en los peligros que le acechaban. Pensaba como un defensor del régimen, para lo cual fue un excelente procurador. La aparición de la novela conmocionó a la intelligentzia progresista, que la consideró como un libelo contra el movimiento revolucionario. Las simpatías de la opinión pública ilustrada se inclinaban hacia los jóvenes rebeldes de diversas tendencias, rodeados por un halo de heroísmo y martirio, y cuyos juicios se convertían en enjuiciamientos al poder. El novelista que hoy día eligiera como temática un análisis malicioso u hostil al pensamiento y el comportamiento de un grupo terrorista se vería expuesto al reproche de ser un partidario del orden existente, lo cual se convierte en un pecado imperdonable entre las personas de cierta línea de pensamiento. Hay que recordar que justificaciones de las actividades terroristas han obtenido las firmas de Jean-Paul Sartre, Herbert Marcase y otros. También ha sucedido con actividades de terror a nivel estatal, como por ejemplo el genocidio perpetrado en Camboya por estudiantes formados en la Sorbona. Puesto que muchos intelectuales simpatizan, abierta o tácitamente, con el terror, sería difícil esperar de ellos un retrato multifacético pero negativo de los terroristas, como lo hizo Dostoievski en Los poseídos. Finalmente, también Dostoievski tuvo que romper en su tiempo con los cánones a los que respondía el compromiso de la intelligentzia. En vano buscaríamos conceptos similares en la pluma de escritores del tipo de Chernishevski. Por tanto, es más apropiado apartarse de las opiniones convencionalmente aceptadas, como la del genio que se introdujo en Dostoievski a pesar de sus puntos de vista reaccionarios. Más bien podría ser verdadera la opinión contraria: fue un gran escritor, ya que poseía el don de la clarividencia, y ese don lo obligaba a ser reaccionario.
Nicolai Berdiaev, a quien ya he citado, percibió en Dostoievski la capacidad de comprender procesos que alcanzaban una mayor profundidad que la política o los procesos sociales. «Dostoievski reveló una gran maestría al develar consecuencias ontológicas a través de ideas falsas», dijo. «Dostoievski previó que la revolución en Rusia sería lúgubre, cruel y oscura, y que no traería consigo un renacimiento de la humanidad. Dostoievski sabía que el papel principal sería interpretado por el criminal Fiedke, pero que la victoria iba a corresponder a Shigalov». Por cierto que hoy día no podemos dejar de preguntarnos si el diagnóstico de Dostoievski, nacido de su temor por el destino de Rusia, no encierra también una profecía que concierne a Occidente. Se puede aceptar fácilmente la premisa —a la cual por otra parte tiende el evolucionismo, tal como se expone en colegios y universidades— de que existen leyes que rigen el desarrollo histórico. La similitud de las posturas entre la intelligentzia rusa del siglo XIX y las intelligentzias occidentales actuales, correspondería, de hecho, a esas leyes, produciendo en Rusia la caída del Zar y aproximándose aquí a la caída de los regímenes basados en elecciones libres. En las declaraciones de los personajes de Dostoievski no había lugar para la democracia: Raskolnikov creía en un gobierno dictatorial encabezado por individuos excepcionales; Shigelev, el teórico del grupo revolucionario en Los poseídos, sostenía lógicamente su defensa de la esclavitud universal; en cambio, el poderoso pensamiento filosófico de Iván Karamazov elige al Gran Inquisidor como guardián de hombres que no se merecen nada mejor, ya que no son más que niños indóciles, que abandonados a su suerte no sabrían gobernarse. La esencia de la «voluntad general» de Rousseau no cabe en los horizontes estrechos de esos soñadores. En el rechazo de la democracia, que se identifica con la mediocridad burguesa, se está de acuerdo con el mismo Dostoievski, que asocia en Los poseídos el suicidio de Stavrogin con el cantón suizo de Uri, y que en Crimen y Castigo enlaza el suicidio de Svidrigailov con América.
El siglo XIX vive en Occidente el triunfo de una nueva idea, el pueblo como fuente de poder. Después de la decapitación de Luis XVI, desaparece el origen del poder como mandato divino. La antimonarquía se convierte en parte de la retórica libertaria. En Estados Unidos, que surgió de la rebelión contra la autoridad del rey de Inglaterra, Walt Whitman, un contemporáneo de Dostoievski, escribe una poesía que nunca había existido: la poesía de un ciudadano, igual entre iguales. Resulta sorprendente la rapidez con que una corriente crece con fuerza y luego desaparece, dejando lugar en el siglo siguiente a sangrientas burlas sobre las elecciones libres, las legislaturas y el aparato judicial independiente. Tomando a Jean-Paul Sartre como modelo, podemos trazar la transición hacia una nueva forma de retórica, la retórica revolucionaria. Una retórica que se caracteriza por obviar totalmente la cuestión de las fuentes de poder, lo cual lleva en la práctica a la dictadura ejercida por unos contados «sabios» actuando supuestamente en nombre del pueblo, mientras el hombre de a pie queda sin la protección que le proporcionaba una judicatura independiente.
De esta manera, la democracia es abandonada por sus intelectuales más representativos, como otrora fue abandonado el zarismo por la intelligentzia rusa. Tomando de aquí conclusiones para el futuro, sería fácil sucumbir ante analogías aparentes. La intelligentzia rusa estaba aislada en medio de una masa de campesinos iletrados, que la llevaba a la desesperación como una fuerza de inercia encarnada. Cierto hecho, ocurrido en su medio cuando Dostoievski era joven, adquiere aquí un significado más que anecdótico. Pietrashevski, fundador de un círculo político que contaba a Dostoievski entre sus miembros (motivo por el cual éste acabó en Siberia), fundó poco antes de ese acontecimiento un falansterio para sus campesinos según el modelo de Fourier. Los campesinos quemaron prontamente los edificios del falansterio.
El aislamiento de un intelectual del siglo XX tiene un carácter distinto. La revista de Sartre, Les Temps Modernes, halló un público que era capaz de leerla, pero no quiso hacerlo, prefiriendo revistas ilustradas, cómics y televisión. La tendencia general al consumo, los progresos de la medicina y la «sociedad permisiva» se convirtieron en factores nuevos. Crearon una especie de conciencia social blanda, contra la cual se dirigen las plumas de los intelectuales y las bombas de los terroristas. Precisamente, esa conciencia parecería ser algo permanente, algo de lo cual no existe retorno.
Independientemente de todas las analogías, las diferencias entre la Rusia de Dostoievski y el Occidente actual, son muy serias. Tanto más si se trata de sucesos de un pasado histórico que transcurrió en un espacio definido. Sabemos que el pasado está siempre presente detrás de la escena, atravesando la vida diaria. En Rusia, la función de la palabra escrita y de la transmisión oral fue siempre diferente a la de los países occidentales. La complejidad de los organismos sociales capaz de absorber los diversos venenos, existía en el Occidente pero no en Rusia; en Occidente siguen existiendo, pero con características cada vez menos ideológicas.
El renacimiento, en el siglo XX, de los «problemas malditos» por los cuales bregaron los héroes de las novelas de una Rusia atrasada, parece burlarse de todo lo que sabemos sobre las «leyes históricas». Probablemente, buscando señales del futuro en una aparición inesperada, se multiplicarían paradojas por paradojas. Sin embargo, no podría hallarse en ninguna parte más fiable descripción de las tensiones y conflictos fundamentales del siglo XX que en «La leyenda del Gran Inquisidor», de Dostoievski. Los admiradores rusos del escritor consideraban que ese texto tiene la fuerza del Evangelio y de la Revelación de San Juan, y predecían que jamás perdería actualidad, ya que llegaba al fondo de la condición humana. No obstante, sus apocalípticos rasgos pudieron chocar únicamente cuando el texto fue escrito, en una época no apocalíptica, que, por el contrario, estaba llena de fe en el Progreso. Aquello que pudo parecer a sus primeros lectores una fantasía terrorífica y poco clara, es para nosotros una expresión de hechos tangibles. El Gran Inquisidor aparece en el relato como alguien que no desconoce que el hombre no sabe ser libre, que es un adorador de dioses y que cuando carece de dioses se inclina ante ídolos, y capaz de cometer las mayores atrocidades en su nombre. El hombre ansia la autoridad y reme la libre elección. «Él es débil y abyecto -—dice el Inquisidor . ¿Qué importa que ande por todas partes rebelándose contra nuestra autoridad y esté tan orgulloso de su rebelión? Es el orgullo de unos niños que se rebelaron en el colegio y echaron a su maestra. Pero le llegará a los niños el momento de la embriaguez y esto les costará caro. Derribarán los templos y cubrirán la tierra con sangre. Pero, finalmente comprenderán, criaturas estúpidas, que aunque sean rebeldes, son rebeldes sin fuerza y no serán capaces de sostenerse en su rebelión.»
Este enunciado está tan lleno de contenidos que resulta casi imposible desenredarlos a todos. El Dostoievski que fue partidario del poder autocrático del zar y enemigo de los revolucionarios, pasa imperceptiblemente a ser un Dostoievski que le reprocha a Cristo no haber traído el Reino de Dios a la tierra. Tal vez la conclusión más importante de la leyenda sea que los seres humanos son demasiado míseros para poder alzarse contra las leyes de la naturaleza, ya que la naturaleza está bajo el control del «Gran espíritu de la no existencia», es decir; del diablo; y que los que quieren dominar a los hombres deberán tomar la misma decisión que el Gran Inquisidor: colaborar con él.

CZESLAW MlLOSZ
University of California
Dep. of Slavic Languages
Berkeley, Cali. 94720 (USA)

(Traducción del polaco: ROMA MAHIEU)

Cuadernos Hispanoamericanos, 406, Abril 1984, pp. 5-16

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