domingo, 26 de agosto de 2018

Frédéric de Towarnicki entrevista a Ernst Jünger (ABC, 7 de julio de 1990)


Ernst Jünger: «Alemania no amenazará más a nadie»
Por primera vez desde el derrumbamiento del imperio soviético y la caída del muro de Berlín. Ernst Jünger, uno de los pensadores y novelistas fundamentales para comprender la Alemania de nuestro siglo, aborda, en una larga entrevista de la que ABC Literario ha adquirido los derechos de publicación, el pasado de su patria, las relaciones que mantuvo con otros escritores de su tiempo y una de las cuestiones sustanciales del paisaje geopolítico con el que ha de inaugurarse la Europa del siglo XXI: la reunificación alemana.

Ha vivido usted en Alemania durante el Imperio, la República de Weimar, el III Reich, la II República... ¿Pensaba usted que el proceso de reunificación de Alemania iba a comenzar tan pronto?
-No... Ha sorprendido a todos... La noche en que mi hijo, que es médico, me llamó desde Berlín para decirme que el muro se desplomaba, tuve un momento de emoción. ¡Pensaba que no ocurriría semejante cosa antes de comenzar el tercer milenio!... Había de suceder de una u otra manera... Todas las actividades de unificación -a nivel de las naciones o de Europa- me satisfacen: son un paso más hacia el Estado mundial que, por otra parte, se ha consumado ya al nivel de la técnica y en el cual, según mi opinión, así como las naciones se reabsorberán, tomarán importancia las regiones... Pero aún no hemos llegado a eso...
En contra de lo que algunos piensan, no creo que Alemania reunificada sea una amenaza para las otras naciones. Alemania no amenazará más a nadie. ¡Ya hemos tenido bastante nacionalismo!... Y además se trata de una Alemana reducida, después de todo: sin Silesia. sin Pomerania... La RDA son dieciséis millones de habitantes que se van a añadir a sesenta: ¡una gran provincia! En mi país, ya lo sabe usted, hay personas que están más bien inquietas. Todos saben que la reunificación será una carga muy onerosa para la economía. Éstas son consideraciones de corto alcance.
Sueño de libertad
En nuestro país, por lo demás, la extrema derecha está en decadencia total. Por eso me asombró tanto en París ver en el cementerio Montparnasse una tumba cubierta por una montaña de flores tricolores. Era impresionante. Me explicaron que se trataba de la tumba de un ex dirigente del Frente Nacional. En mi país, en cualquier caso, varias asociaciones de extrema derecha (cuya influencia, por otra parte, es nula) han sido prohibidas.
-¿Y el otro lado? ¿Le han sorprendido las reacciones de los alemanes y de los responsables del Este?
-Ya sabe usted, la historia demuestra que los marxistas no dudan de aprovecharse de las cosas que los demás han tomado a su cargo. ¡Sobre todo cuando se plantean problemas alimentarios y de bienes de consumo! Pasa lo mismo del lado de Gorbachov... Pero para muchos, lo esencial es un sueño de libertad.
-En el plano cultural y literario, ¿no es una aportación con la que habrá que contar?
-De momento, creo yo que el Este aporta bastante poco. La mayor parte de los escritores se han visto obligados a decir lo que se les mandaba, ¡y nunca son los mejores los que hacen eso! La moralidad del que acepta esta sumisión siempre resulta sospechosa, y su creatividad no sobrepasa por lo general el piso bajo... ¡Pero me imagino que vamos a descubrir no poco en los cajones!...
Se habla de la experiencia que enriquece a los pueblos en la prueba. Es verdad. Pero la prueba no debe durar demasiado, ¡porque llega el momento en que son los abuelos los que hicieron la resistencia!... En cuanto a la situación de la URSS, no me asombra en absoluto... Spengler diagnosticaba ya, hace más de cincuenta años, en «La decadencia de Occidente», que Rusia se encontraba en el mismo estado que el imperio de Carlomagno... Podemos imaginar que la descomposición del imperio soviético, como contrapartida robustecerá a los rusos...
-En la línea de «El Problema de Aladino», su último libro («La Tijera»), que acaba de publicarse en Alemania este año, que es el de sus noventa y cinco..., se presenta como una última meditación sobre el destino de nuestra civilización.
Cultura uniforme
-En «El Problema de Aladino» me preguntaba yo sobre la competencia del hombre de la era de la técnica para comprender, para dirigir, la potencia titánica que ha puesto en acción; y también sobre la uniformidad de nuestra cultura, marcada por la desaparición de la trascendencia. Nuestra indiferencia creciente respecto a los antepasados y al culto a los muertos es significativa.
En la misma dirección que algunos de mis libros precedentes, de los cuales, sin embargo, me he distanciado algo, he intentado ir más adelante en las consideraciones que me interesan. Mi libro se divide en dos ámbitos: aquél en el que las tijeras de la Parca «cortan» -es decir, donde todo termina en la muerte- y el ámbito en el que las tijeras no «cortan»: la dimensión estática, el espacio del sueño, la región en la que un salto hacia lo trascendente abre un infinito. Doscientos ochenta y cuatro párrafos están jalonados de reflexiones sobre el arte, la ciencia. la técnica, la historia y el espacio-tiempo. Observo, por ejemplo, que la velocidad de la luz es, a ojos de la ciencia, la velocidad límite: ¡sin embargo, no alcanza la velocidad del pensamiento! El espíritu no tiene necesidad de ningún año luz para llegar a Sirio... Esta comparación explica, según yo, por qué se ha planteado tan tarde la cuestión de la velocidad de la luz. El libro indica también en qué sentido verá el siglo próximo, según creo yo, la aceptación de un lenguaje universal de la técnica en el cual se expresará el trabajador planetario en todas sus formas...
Creo, en efecto, que más allá de las grandes agitaciones que se han producido en nuestra historia desde la Primera Guerra Mundial (el hundimiento de las monarquías o de los Estados nacionales, las revoluciones o las guerras civiles), la única cosa que subsiste en el fondo y que domina en el último plano es la figura de lo que en 1932 llamé el trabajador planetario, que apunta, en realidad, hacia la movilización total de todo lo que existe...
En mi libro distingo por otra parte dos clases de revoluciones mundiales: las que han nacido, por ejemplo, con el marxismo y el nacionalsocialismo y las revoluciones terrestres, en las cuales, especialmente en la rebelión de la tierra, se ponen en juego poderosas fuerzas naturales e incluso cósmicas. Si las dos coinciden, la oleada puede hacerse gigantesca y transformarse en maremoto, en cataclismo. En esta escala, octubre de 1917 o el nacionalsocialismo pueden aparecer algún día como fenómenos de pequeña dimensión... Nietzsche decía que el peor error sería dudar de la voluntad de la Tierra... Y en esto, los Verdes van por el buen camino...
Experiencia de lo sagrado
-El trabajador planetario, determinado por el mundo de la técnica, le parece, pues, que es, en sus múltiples formas, la figura decisiva del hombre de los tiempos modernos. ¿Pero no es ésa una vida arraigada en una mitología personal?
-No es preciso comprender esta estructura sobre un plano sociológico o político, sino, ante todo, esencialmente mítico. El trabajador planetario no está todavía más que a medio camino entre el mundo antiguo de los dioses y el futuro de los titanes. Es una etapa de la voluntad de poder, una Figura que no se ha debilitado hasta ahora y que dominará, creo, el siglo XXI. Tengo razones para pensar que sólo después, en el siglo siguiente, el XXII, volverá a ser posible una edad de la trascendencia, una nueva relación con ella. En pocas palabras, una nueva experiencia de lo sagrado...
-Es cosa admitida que hay en determinadas obras, suyas -especialmente en «Sobre los acantilados de mármol»- toda clase de aspectos premonitorios.
-En cualquier caso, yo no había previsto que fuera a vivir la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial en París... verdad es que en una situación difícil. Me han preguntado a menudo: «¿Pero qué es lo que hacía usted en París durante la guerra?» Yo respondía: «Hacía lo que podía...»
Tampoco había previsto yo que fueran a invitarme en 1984 a participar en el homenaje ofrecido a las víctimas de las dos guerras, en compañía del presidente Mitterrand y del canciller Kohl, ni que fuera a recibir los honores de la guarnición de Verdún. Imagínese lo que sentí entonces...
Época ambigua
-¿Se puede saber lo que le dijo el presidente Mitterrand en el Elíseo?
-¡Ah!... ¡Me dijo, entre otras cosas, que en tiempos de Napoleón seguramente me habrían nombrado mariscal! Y puede que también en un siglo futuro. Dijo que vivimos en una época ambivalente, ambigua, en la que las cosas del pasado han perdido su valor, mientras que las nuevas no lo tienen todavía... Le respondí al presidente que pensaba, en efecto, que había aterrizado sobre nuestro planeta en circunstancias históricas desfavorables.
-Julien Gracq ha contado cómo descubrió, en 1942, en una biblioteca de estación la traducción de su novela «Sobre los acantilados de mármol», que acaba de aparecer en Francia, y del malestar que experimentó al darse cuenta que admiraba, en plena ocupación, el libro de un oficial alemán...
-Si... Lo recuerdo... Léautaud se lo dijo entonces a Florence Gould, y fue Jouhandeau quien me lo repitió...
-Su libro, que apareció en Alemania en 1939, narra la aniquilación de una civilización refinada bajo el embiste de un dictador bárbaro que llamaba usted el «Gran Forestal» y que encarna el odio a la cultura. Se vio entonces en él el retrato de Hitler. Su libro se ha considerado como un acto de resistencia contra el nacionalsocialismo, y le pudo costar caro.
-Documentos recientemente encontrados prueban, en efecto, que me libré de disgustos muy graves. No supe hasta entonces que la cosa hubiera llegado tan lejos y que hacia el final de la guerra, el mariscal Keitel y Martin Bormann se ocuparon tan especialmente de mi caso...
En 1939 corregí las pruebas de ese libro poniéndome mi uniforme de capitán. Mi hermano, Frederich Georg, me había dicho: «Van a prohibir el libro; vas a tener disgustos. En todas partes se dice que has dibujado el retrato de Hitler, de Goebbels y de algunos otros». Estaba yo en la línea Sigfrido cuando me enteré de que unos artículos publicados en Suiza y Estados Unidos presentaban mi libro como una crítica del régimen...
Libro premonitorio
-Posteriormente ha explicado usted que su intención no era señalar «directamente» ninguna actualidad política... Para usted, literatura y política son divergentes.
-Mi libro nació de un sueño y lo escribí en unas semanas, en nuestra tierra, la Baja Sajonia, e incluso en mi familia, muchas personas tienen visiones premonitorias: se ven muertos, accidentes, incendios... en mi libro tengo yo también la impresión de haber descrito incendios futuros. Y los peores combates... El libro parece también haber sido premonitorio en lo que se refiere a la atmósfera que precedió al atentado contra Hitler en julio de 1944, malogrado por una aristocracia que se había hecho demasiado débil para llevar a buen término un complot contra unos carniceros, pero lo suficientemente valerosa para salvar el honor...
En mi personaje del «Gran Forestal» quería yo entonces expresar la perversidad del mal hasta en sus raíces metafísicas, pintar el arquetipo de un dictador que puede surgir en todo tiempo. En esta profundidad, los trazos individuales se difuminan. La figura mítica correspondía a Hitler, pero podía también cuadrar con otros, con personajes de mayor envergadura, también demoníacos: con Stalin, entre otros.
Se puede decir hoy, por ejemplo, que no deja de tener algunos trazos comunes con un Jomeini, quien, según ciertas opiniones, encarna algo tan peligroso, pero más oscuro y aterrador: Jomeini era religioso, Hitler y Stalin no. En literatura, cuando se alcanza el centro, la circunferencia queda tocada por todas partes. Novalis escribió: «Lo que pasó en algún tiempo y en algún lugar, sólo eso es real...» De cualquier forma, ¡había algunas personas en el partido que sabían leer!...
Un puente de oro
-Muchos alemanes creyeron en Hitler en 1933 o fueron embaucados por él..., mientras que usted, que no era un hombre de la izquierda, se mantuvo desde el principio a distancia del nacionalsocialismo...
-Cuestión de gusto..., cuestión de estilo... Hitler era un personaje de saldo hacia quien, desde el comienzo, sentí desconfianza y aversión. La brutalidad, la vulgaridad y la ignorancia de los responsables del partido saltaban a la vista. Hitler sabía explotar para su propaganda todos los recurso de la técnica, y su impacto era inmenso cuando hablaba a las masas del Tratado de Versalles o cuando denunciaba las matanzas de los burgueses rusos por los bolcheviques, verdad que hacía correr un viento de pánico sobre toda la burguesía europea... Pero Hitler era un hombre anticuado..., «demodé», históricamente. Al lanzarse contra los judíos se separó de todo el mundo... En el porvenir, el Estado mundial no conocerá «razas»... No se había dado cuenta de que el caso Dreyfus había anunciado en cierto modo la victoria de las democracias sobre las fuerzas reaccionarias ...
-Muchos lectores se han sorprendido al descubrir en su diario que llamaba «Kniebolo» a Hitler.
-Esa clase de nombres surge generalmente de los sueños. La disposición de las consonantes compone una palabra fea y diabólica. Era lo que yo quería: Knie es rodilla en alemán, y Bolo, una especie de bola. Pero el análisis es posterior. Estas palabras surgen instintivamente, y las lenguas se formaron de esta, manera, sin duda. «Grangaznate», o también «Grangarganta», era Goebbels. A partir de 1933 había intentado ganarme para su propaganda, y en todas partes contaba que me había ofrecido un puente de oro.
-Durante su vida se ha librado usted de toda clase de peligros. En «Tormenta de acero» y en «Sobre los acantilados de mármol» evoca usted la existencia de una especie de escudo mágico que hace a veces invulnerable...
-Sí... A fuerza de escaparse se pregunta uno si será sólo el azar. A menudo me han dicho que he nacido bajo una buena estrella.
-¿Cuál es el mayor peligro del que piensa usted que se ha librado?
Creo que fue el día en que Hitler, de viaje, quiso verme en Leipzig, que estaba en su itinerario. ¡Por milagro, un cambio de programa lo impidió en el último minuto! Imagínese la continuación: ¡fotos que habrían dado la vuelta al mundo!... La ocasión única, para algunos, de derribarme un poco más después de la guerra... Recuerde a Heidegger...
-¿Se podría decir que. en cierto modo, la derrota de Alemania le salvó?
La verdad es que, después del atentado del conde Staufenberg, yo había pasado, sin saberlo, del rango de «sospechoso» y «derrotista» al de «individuo muy peligroso». Goebbels llegó a prohibir a la Prensa que citara mi nombre el día de mi cumpleaños.
Un documento del Tribunal de Justicia Popular, enviado a Martin Bormann y presentado a Hitler el 4 de diciembre de 1944, pieza que se ha encontrado recientemente, subrayaba mi derrotismo y mencionaba el «caso» de «Sobre los acantilados de mármol». Al leer esta carta comprendí por qué el mariscal Keitel y otros miembros del partido habían exigido entonces que presentara la dimisión del Ejército: era una maniobra para que me pudiera juzgar, no un Tribunal de guerra, sino el «Volksgericht», la autoridad política suprema del nacionalsocialismo... Pero Hitler -que tenía, sin duda, otras preocupaciones muy distintas- había dado la orden de abandonar (¿provisionalmente?) el caso...          
-Usted conoció bien a Heidegger. «El Trabajador» ejerció influencia sobre su pensamiento. ¿Cómo comprender su compromiso de 1933?
-Sólo he conocido a un hombre que me haya producido una impre­sión tan mágica como él: Picasso. Con Heidegger ocurría verdadera­mente algo. Nada comparable se ha intentado desde los griegos. Tomó partido en 1933 y pronto dio marcha atrás... No era más nazi ni antisemi­ta que usted o que yo... Me envió, cuando cumplí sesenta años, su carta sobre el nihilismo, que he co­locado en una vitrina al lado de una carta de Sade escrita en la Bastilla y del manuscrito de «La máquina infernal», que me regaló Jean Cocteau después de leer «Sobre los acantilados de mármol»...
-¿Ha seguido usted la polémica que se ha entablado a propósito de Heidegger?
-De bastante lejos. Es más fácil atacar a un hombre que tomarse el trabajo de comprender una situación. Para mí, la política era una tri­fulca, una reyerta, que observaba y experimentaba sobre el terreno en Berlín. En aquella época quizá ha­bría dado la bienvenida a una revo­lución nacional, incluso nacionalista, pero no, lo repito, con aquella gen­te. Heidegger, en Friburgo, no tenía ninguna experiencia directa de la vida política. Se puede incluso decir que en este aspecto era un inge­nuo. La polémica que se ha enta­blado no está a su nivel, con unas cuantas excepciones. Un libro de François Fédier que me han mandado de Francia dice cosas muy acertadas sobre este tema. Me parece además irrisoria esa saña por excavar en todo lo que un hombre ha podido escribir, decir o pensar a lo largo de su vida... ¿Quién es capaz de saber cómo interpretarán, dentro de cincuenta años, la entrevista que. tenemos en este momento?... Esa polémica demuestra en todo caso, desconocimiento del hombre e incomprensión de su pensamiento.
Cuando Heidegger murió, en mayo de 1976, fui a Messkirch con un pequeño ramillete de flores. Su mujer hizo abrir el féretro: el rostro de Heidegger era magnífico, muy presente. Deposité mi ramo en el ataúd y volvieron a cerrarlo. Su pensamiento se mantendrá en pie probablemente dentro de tres mil años.
- ¿Cuál es la cosa de su vida de la que se siente más orgulloso o que le ha dado más alegría?
-No lo repita usted: puede que haber visto en manuales de entomología ciertas mariposas y coleópteros que llevan mi nombre. Una admiradora de mi libro «Cazas sutiles» me llegó a regalar una corbata sobre la que están pintadas a mano dos de aquéllas.
-Así está usted seguro, en cualquier caso, de ser inmortal...
Jünger se ríe...
Frédéric de Towarnicki, ABC, 7 de julio de 1990, pp. 64-66

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