No
necesito lápida
No
necesito lápida, pero
Si
la necesitáis para mí,
Querría
que en ella dijera:
“Hizo
propuestas. Nosotros
las
aceptamos”.
Con
tal inscripción, todos
Recibiríamos
honor
Ich benötige keinen Grabstein
Ich benötige keinen Grabstein, aber
Wenn ihr einen für mich benötigt
Wünschte ich, es stünde darauf:
Er hat Vorschläge gemacht. Wir
Haben sie angenommen.
Durch eine solche Inschift wären
Wir alle geehrt
(Versiones de José María Valverde)
Toda la obra de Carlos
Castaneda, dice Octavio Paz[1], se reduce a una
reivindicación de la experiencia de la “otredad”, a una legitimación de esta,
experiencia. Derecho a la experiencia de sentirse solo en el mundo y
parte de un todo, hombres incluidos; a la experiencia de la anulación del yo
que creemos ser, del descubrimiento de la extrañeza de ser hombres, la
extrañeza ante la muerte, la extrañeza ante el descubrimiento “del otro” que
también somos y “de lo otro” que también es y que no está “más allá” sino aquí,
en nosotros y entre nosotros. Derecho a la experiencia de la “otredad”, en
suma.
La magia, tal como le
demuestra el indio Don Juan a Castaneda, es el terreno privilegiado para tales
experimentaciones; nosotros sabemos, sin embargo, que no se agotan éstas en el
mal llamado universo de la brujería. Nosotros, para nuestro bien y para nuestra
desgracia, recreamos día a día más de dos mil años de historia, revivimos día a
día otras “otredades”: la del amor, la de la mística religiosa, la del arte, la
de la praxis revolucionaria... Pero no vamos a hablar aquí de nuestra tradición
heterodoxa, sino de nuestra “magia” en cuya corriente viene a insertarse la
obra de Carlos Castaneda en un ambiente propicio a toda clase de confusiones y
malentendidos. Porque si la apasionada defensa que de la experiencia mágica
hace Castaneda, como la defensa de esta defensa que hace Paz, son en último
extremo un acto reivindicativo de la experiencia de la “otredad”, habremos de
clarificar a) si lo que nosotros entendemos por magia tiene siquiera algo que
ver con dicha experiencia y b) si el compromiso mágico, tal como nos lo propone
Castaneda, tiene algún sentido y viabilidad dentro de nuestra historia.
La “otredad” a la que
accede laboriosamente Castaneda tiene lugar en un terreno fuera del tiempo y
del espacio. Mientras que el hombre que no tiene otra opción que vivir en el
aquí y ahora, si quiere conquistar esta experiencia, no puede hacerlo sino aquí
y ahora, es decir, en el seno de unas sociedades definitivamente instaladas en
el curso de la historia. La experiencia mágica de Castaneda es la propia
experiencia de Don Juan, es decir, la de un heredero de una cultura
precolombina en trance de disolución. No parece haber otra alternativa. En
tanto que experiencia mágica, Castaneda logra detener el tiempo y el espacio,
pero el universo cultural en el cual es posible dicha detención —en el cual
tiene un sentido dicha detención— habrá que remontarlo a varios cientos o miles
de años atrás, en el seno de una tradición racial y cultural que nos es por
completo ajena. Castañeda, por el momento, accede a la “otredad” a condición de
insertarse previamente en un contexto cultural que no sólo no es el suyo, sino
que en cierta manera le obliga a suprimir el suyo. Su testimonio es valiosísimo,
pero no puede ofrecemos la menor alternativa dentro del nuestro. Tampoco lo
pretende. No fue éste el caso de Artaud en su acercamiento al universo mágico
de los indios tarahumara. Artaud no pretendía reinsertar su mundo en otro
ajeno, sino encontrar en éste las raíces y las claves para una alternativa
válida para el suyo. Cuando descubre, por ejemplo, en la misma montaña
tarahumara los signos de un teatro total y cruelísimo, no concluye en una
propuesta de viaje colectivo a las montañas, sino que enriquece sus propias
propuestas para la destrucción de un teatro-divertimento de unos satisfechos e
intangibles espectadores.
Re-insertar la “otredad”
en nuestra cultura es una tarea de locos y suicidas pero que, en todo caso,
sólo adquiere un sentido cuando se realiza aquí y ahora, desde y para nuestros
propios contextos socio-culturales. Aunque sólo sea para negarlos y
destruirlos, aunque sólo sea para ejercer un pataleo desesperanzado. Pero si lo
que está en juego es la reivindicación de la “otredad”, y de la experiencia de
la “otredad” dentro de nuestro propio contexto y no de otro, habrá que
interrogarse sobre los presupuestos de la inflación de la magia en el seno de
nuestras sociedades industriales y acabar de una vez por todas con el más
bastardo de los confusionismos. Porque la moda de la magia, tal y como nosotros
la conocemos, se sitúa exactamente en el polo opuesto de la “otredad”, niega la
magia, constituye una auténtica anti-magia que, para colmo, se expresa
en base a una metodología falsamente científica que no hace sino irritar muy
lógicamente a los sacrosantos representantes de la Razón; pero la magia tal
como se manifiesta en el seno de nuestras sociedades parece situarse en el más
acá, es la mera Razón Negada, la otra cara de la moneda, su sombra, su demonio.
***
No, nuestra “magia” no
es, ni tan siquiera, una añoranza de tiempos anteriores a los procesos de
secularización. Nuestra “magia”, tal y como han analizado nuestros ortodoxos,
no es más que la manipulación industrial de unas actitudes neuróticas
generalizadas. Todo esto está dicho una y mil veces, pero no está de más el
recordarlo. Nos movemos en el terreno de las frustraciones, de la inseguridad,
del deseo de controlar del modo que sea una existencia que no depende de
nosotros mismos; son los demonios de la angustia. La carrera de ratas exhibe
sus trofeos —éxito, dinero, prestigio-pero se cobra un precio en la carne y la
sangre de los participantes.
Aquí no hay accesis,
aceptación del riesgo e inseguridad que comporta toda accesis, sino
precisamente todo lo contrario, búsqueda de seguridad, defensa contra la angustia
y, naturalmente, manipulación industrial de esta búsqueda y de esta defensa.
Pero, y he aquí lo más divertido, en la sociedad tecnocrática la neurosis de la
falsa magia huye del auténtico universo de la magia como del diablo. La
sociedad industrial, como observó Adorno, sólo puede manipular la magia a
condición de racionalizarla, de revestirla de una capa de cientifismo y
arroparla en un lenguaje desacralizado. En realidad, ya no estamos en el
terreno de la magia, sino en el de una religión en la que el esoterismo de un
lenguaje científico es a su vez manipulado para acceder a la categoría de fetiche.
El caso de la astrología —“ciencia astrológica”— es un caso tipo. Obsérvese,
por ejemplo, con qué admirable sutileza se cientifiza el simbolismo astrológico
al tiempo que se pone al servicio de una psicología social políticamente
manipuladora. Una publicación alemana de alta difusión, editada en España por
Bruguera, Conozca día a día su horóscopo, puede servimos de ejemplo:
“La orientación, el
consejo que usted precisa, se hallan escritos en el idioma sereno de los
astros. Como ya se descubrió en tiempos antiguos, el universo es una rotunda
unidad en donde lo alto y lo bajo, el cielo y la tierra, el idioma de
las estrellas y nuestra vida cotidiana se relacionan íntimamente.”
Se contrasta, de entrada,
la inseguridad (la necesidad de consejo) de los hombres con la “serenidad”
(propia de quien da consejo) del lenguaje de los astros. De la observación
—nada superficial— de que “el universo es una rotunda unidad” se deduce la
dependencia de cada hombre de las fuerzas cósmicas. Además el horóscopo será redactado
por “técnico”, por “especialistas” en lenguaje astral. Pero el horóscopo no es
una “adivinación” (lo que sería magia-magia y no magia-científica), es,
simplemente, “una guía para la mayor eficacia de su vida y de su
conducta”. Garantizada así la cualidad de fetiche científico de la
astrología, puede pasarse seguidamente a la fase de manipulación psicológica.
En este sentido, el
estudio realizado por Adorno del horóscopo del diario Los Angeles Times
sigue siendo revelador y modélico. Entre otros muchos puntos, observó Adorno:
1) Cómo se liberaba al lector de toda responsabilidad sobre su condición de
ciudadano, trabajador o esposo, al depender su suerte de factores sobre los que
él, como hombre, no tenía la menor influencia; 2) Cómo se introducía un
concepto del trabajo en el que hay que alabar a los “superiores”, “desconfiar”
de los colaboradores y en el que, de hecho, era más importante “maniobrar
hábilmente” que trabajar; 3) Cómo se reducía la categoría de “amigos” a la de
“elementos provechosos”, pero de los que hay que “desconfiar”, y 4) Cómo nunca
se afrontaban los conflictos domésticos, que siempre eran “pasajeros”, “nubes
que empañan momentáneamente” la estabilidad familiar y en los que hay que hacer
gala de “persuasión y habilidad”.
Es realmente difícil
imaginar una manipulación que invite con mayor sutileza a la aceptación de
todos los status quo y que aliente con mayor descaro la moral del éxito
y la instrumentalización de las relaciones. Manipulación que, en nombre del
consejo y la serenidad, acentúa fatalmente la inseguridad de los lectores, al
mismo tiempo que justifica su inmovilismo.
Ante la sutileza de la
“ciencia astrológica”, el lenguaje propagandístico de los talismanes magnéticos
es mucho más burdo. Aunque no por ello dejan de tener gran éxito, al menos en
España. Las cruces magnéticas no aconsejan sobre cómo es mejor obrar (o
maniobrar). Se limitan a infundir a quienes las llevan “fuerza”, “dinamismo”,
“vitalidad” y “energía”. Hay cruces para todos los gustos. La más mágica, la de
los incas, promete, “para cuando todo falle”, nada más ni nada menos que la
“felicidad”. Otra prefiere persuadir proyectando la entrañable figura de un
marino viajando en su trineo por los hielos polares en busca del mineral
magnético. Caso digno de un más detallado estudio es el de la cruz que afirma
carecer de “poderes sobrenaturales (mágicos), ni médicos (científicos)”: La
cruz se limita a influir “en su optimismo, regulando sus propios impulsos
magnéticos”.
Pero ¿y el papel que
juega la magia astrológica en aquellos movimientos “contraculturales”, en
aquellas contra-universidades, universidades de la calle que tanta tinta
hicieron correr a finales de los sesenta? No existe ciertamente en su pasión
astrológica utilización —al menos consciente— de una metodología prestada de la
psicología social para una manipulación de las conciencias. Están, en efecto,
“fuera” del sistema y de su círculo de intereses. Es mucho, sin embargo, lo que
le toman de prestado. En sus manos, la simbología astrológica queda
transformada en “ciencia” astrológica al mismo nivel, sino mayor, que en manos
de los hábiles colaboradores de los medios de comunicación. Frente a la
manipulación sociológica de éstos, los magos contraculturales alzan la bandera
de una objetividad desinteresada; ellos son los únicos “expertos”, los únicos
conocedores de todos los secretos de la “ciencia” astral. La operación no ha
cambiado de signo. En una apología de cuyo título no quiero acordarme, que
viene a ser la crónica social e ideológica de los movimientos californianos,
podemos leer una entrevista con Chalón Crawford, al astrólogo “oficial” de Berkeley.
Cuando se le pregunta: “¿Qué opinas de las predicciones astrológicas del día o
de la semana en periódicos y revistas?”, responde Crawford las siguientes
reveladoras palabras: “No se pueden tener mucho en cuenta, sobre todo porque
además de un signo solar todos tenemos un signo ascendente y un signo lunar”.
Quede claro, pues, que si Los Angeles Times hubiera tenido en cuenta
además de los signos solares, los ascendentes y los lunares, su horóscopo
hubiera constituido para nosotros una apreciable ayuda para descubrir lo que
tenemos dentro de la cabeza y poder obrar convenientemente...
La des-magiaciación de la
magia, su condenada al fracaso cientificación, no se agota por supuesto en el
campo de la astrología. Este no es más que un ejemplo y no, quizás, el más
sofisticado. Abarca desde la recuperación de técnicas adivinatorias en base a
una rica simbología —completamente ajena como en el caso del I Ching o
fosilizada como en el del Tarot— hasta la mimesis lúdica de reuniones
iniciáticas y “satánicas”. Toda una hermosa gama de productos en venta,
apenas algo más excitantes que una buena partida de póquer. Fuera de su
contexto, vaciado de su sacralidad instrumental, el símbolo mágico queda
reducido a un signo estético o a una técnica lúdica, y ello, tal como apuntamos
ante la manipulación astrológica, sólo en el mejor de los casos. Insistir sobre
el tema me parece aburrido y superfluo.
***
No es este el caso del
consumo de productos psicotrópicos —plantas o derivados químicos— que Octavio
Paz tildaba de “profanación de un antiguo sacramento”. Evidentemente, tal como
lo confirma el propio Donjuán, dicha ingestión no constituye un fin en sí
misma, sino el medio más elemental y transitorio para que el iniciado pueda
experimentar la inconsistencia de sus preconcepciones y, si cabe, acceder a la
vivencia de la “otredad”. Desde la óptica de Donjuán se trata de un medio entre
otros; desde la del consumidor de las sociedades industriales se trata del
medio por excelencia, el único y privilegiado, la experiencia reiterada en
torno a la cual se reordena la existencia y en virtud de la cual la existencia
adquiere un sentido. Más que profanación, adoración del sacramento.
Con todo, seamos
cautelosos. No existe, no puede existir, estadística fiel de la ilegalidad.
Sólo sabemos el número de los aniquilados en el encuentro —Mescalito mata—,
pero ignoramos el número de los fortalecidos. Nos movemos en el terreno de las
hipótesis. Sin embargo, podemos aventurar algunas que la lógica impone.
Si el consumo de
productos psicotrópicos no está socialmente sancionado dentro de una tradición
cultural, quiere esto decir que no le es reconocido lugar alguno dentro de un
sistema de valores. La experiencia psicotrópica ya no es un factor correctivo e
integrador del sistema, colectivamente asumido. La experiencia psicotrópica ya
no es esa especie de esquizoanálisis que Deleuze y Guattari descubren en
una sesión de hechicería tribal entre los ndembu. Es una experiencia en
solitario, no en el sentido de única e intransferible, que siempre lo fue, sino
en el del que es “experimentada” desde fuera y no desde dentro de la comunidad
a la que el individuo pertenece le guste o no. Y esto entraña diversas
consecuencias. Cabe suponer que, si en las culturas en la que la experiencia de
la “otredad” mediante técnicas psicotrópicas fue socialmente asumida, se alejó
de este consumo al débil y al niño, es precisamente el “débil” y el “niño”
quienes en nuestras sociedades forman, sino el núcleo básico, sí un núcleo
importantísimo de sus consumidores. Sin un sistema de pensamiento que asimile y
reinterprete aquellas experiencias, rotas las conexiones lógicas y simbólicas
con los universos en los que originariamente fueron experimentadas, y
desprovistas de unos rígidos rituales cuyo sentido no era tan sólo ascético
sino práctico y muy práctico, desde el momento en que suministraba una técnica
para eliminar o paliar la toxicidad de las plantas.
Por otra parte, no podía
ocurrir de otra manera. Porque es precisamente el “débil” y el “niño” quienes
se resisten al fortalecimiento y a la madurez tal como son entendidos por una
sociedad en la que ya no tienen cabida las experiencias de la “otredad”, en
ninguna de sus manifestaciones. Lo grave es, entonces, que en una o dos
generaciones se intente reproducir una mini-estructura social autosuficiente y
que no dependa del consensus general, como si este intento no estuviera llamado
una y otra vez a un total fracaso. Cuando además se asimilan superficialmente
construcciones filosóficas de importación, el espectáculo es entonces de una
frivolidad y de una tontería apabullantes. La tentación de volver a los
orígenes y retornar a la estabilidad y seguridad garantizadas por una institución
religiosa con un cuerpo dogmático y casuístico más o menos riguroso, es
enorme. La única diferencia es que el sacerdote en vez de ir vestido de negro
lo hace con una llamativa túnica naranja, y que la tonsura se extiende como una
mancha de aceite a toda la bola de la cabeza. Pero, a la que descuidan, los neoconversos
acaban “profesando”, votos de castidad incluidos.
De carácter completamente
opuesto es la alternativa que propone la actual cultura musical joven. La
música, forzosamente ambigua, más tendente al “silencio” que a la significación
—incluso cuando se declara militante, en el acid-rock pongamos por caso-
difícilmente puede convertirse en aparato dogmático y casuístico de recambio.
Sus poderes son otros: constituyen una invitación lúdica y no racional, conectada
a tradiciones musicales autóctonas, que pueden situar al auditor-invitado a las
mismísimas puertas de la percepción. Pero el lenguaje musical es, por esencia,
no significativo. La “otredad” revolotea en él pero no se manifiesta como en un
libro abierto: las páginas están en blanco, el riesgo de leerlas corre a cargo
del “invitado”. Y eso está muy bien. Un concierto rock puede constituir una
congregación ritual de fieles, pero no una iglesia. Y ya sabemos hasta
qué punto los rituales cumplen un importante cometido sociológico, ascético e
incluso “práctico”.
El tema de los rituales
musicales es, por supuesto, sólo ligeramente tangencial a aquél que nos
proponíamos desarrollar: el de la falsa búsqueda de la “otredad” a partir de
una actitud mágica —y de la utilización de métodos a los que la magia ha
recurrido— fuera de contexto, racionalizada, cientificada y, en la mayoría de
los casos, manipulada por la psicología de masas al servicio de los medios de
comunicación.
Es necesario insistir
ahora, por si no ha quedado suficientemente claro, en que la experiencia de la
“otredad” no se agota en la experiencia mágica tal como, siguiendo a Paz y
Castaneda, la hemos entendido, sino que se manifiesta por doquier... allí donde
alguien la descubre y experimenta. Y con toda seguridad, más en la experiencia
musical que en la “ciencia astrológica”, más en el amor loco bretoniano que en
una desmayada reunión marihuanera, más en el acto de la creación, más en el
juego desmedido, que en las instituciones religiosas del color que fueran. Más,
en fin, en el contexto cultural en el que nos reconocemos que en las lejanías
del tiempo o del espacio.
***
Pero el hombre gusta de
estar alienado de sí mismo. Se ignora, se niega y, sobre todo, se teme. Cierto
que está aprendiendo a ser racional, que le ha costado dios y ayuda empezar a
serlo. Entre tanto ha dispuesto las cosas de modo que no tenga cabida en ella
la experiencia de la “otredad” en ninguna de sus manifestaciones. Quizás no
pudo ocurrir de otra manera. Con todo, además de racional, quiere volver a ser
razonable, si quiere volver a integrar en su seno la experiencia de la
“otredad”, debe empezar, allí donde crea que ha llegado el momento oportuno,
por destruir un mito, el de la conciencia objetiva, y por ir haciéndose a la
idea de aceptar el acto improductivo, económicamente improductivo. Y ahí es
nada.
Porque el mito de la
conciencia objetiva es lógicamente indestructible en tanto que único y
exclusivo medio para conseguir una relación válida con la realidad. La
experiencia de la “otredad”, en tanto que experiencia viva, carece de armas
lógicas. El corazón —se dijo— tiene razones que la razón no comprende. Y nada
más cierto. Queda, sin embargo, el incómodo testimonio de los Castaneda, de los
místicos, de los amantes, de los artistas, de los revolucionarios que han
llevado a cabo una revolución. La experiencia de la “otredad” establece otras
relaciones con la realidad y con la “otra” realidad. Habrá que conformarse, a
falta de auténtica experiencia, con meros testimonios.
Pero es que, además,
aceptar la “otredad” representa el riesgo a introducir la improductividad en el
seno de la sociedad de la producción. Porque la experiencia de la “otredad”,
aunque puede serlo, no tiene por qué ser productiva. Antes, en principio, es
“antisocial”. Todos los actos humanos, dijo Artaud, son antisociales.
Boutade heterodoxa, que yo creo que Paz y Castaneda habrían comprendido
plenamente y sin el menor escándalo. No se trata, sin embargo, de mera
literatura. Caso de ser aceptado el derecho a la experiencia de la “otredad”,
debe hacerse hasta sus últimas consecuencias, tal como Artaud reivindicaba el
derecho a la existencia de “cualquier sucesión e ideas o actos humanos”,
incluido el delirio, el acto improductivo por excelencia o, más exactamente, el
no-acto.
Respétese, en todo caso,
el derecho de la “otredad” a sobrevivir y a manifestarse en las catacumbas.
JOSE LUIS
GIMENEZ-FRONTÍN[2],
camp de l’arpa. Revista de literatura 28, enero de 1976, pp. 7-12.
[1] 1.
Carlos Castaneda: Las enseñanzas de don Juan. Prólogo de Octavio Paz. Fondo de
Cultura Económica, México, 1975. La obra de Castaneda constituye una
tetralogía, cuyos otros tres títulos irán apareciendo en castellano. Las
versiones originales son: A Separate Reality, 1971; Joumey to Ixtlan, 1972; y
Tales of Power, 1974.
[2]
José Luis Giménez-Frontín es un escritor barcelonés, nacido en 1943, que ha
publicado un libro de poemas, La Sagrada Familia y Otros Poemas (Lumen.
Barcelona, 1972) y otro de narrativa: Un día de campo (Lumen. Barcelona, 1974).
Ejerce semanalmente “lo que se ha dado en llamar crítica literaria” en las
páginas del vespertino Tele/eXpres. Ha corrido por media Europa y es, o ha
sido, “estudiante, pasante, profesor, marinero de primera, negro de editorial,
traductor, promotor cultural en el sentido industrial de la palabra por
supuesto, crítico literario y articulista en las revistas de rigor”. Admira sin
reservas a King-Kong.
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