RAMÓN Gómez de la Serna, creador e inspirador de la vanguardia española
de principios de siglo, tuvo, entre otros muchos méritos, el de descubrir el
mundo del Rastro. Para él, que fue surrealista mucho antes de que el
surrealismo se descubriese, el Rastro era un lugar mágico, donde lo insólito
podía ocurrir y ocurría cada domingo y día feriado. El Rastro de sus tiempos,
mezcla de feria popular, de mercado de baratillo y de manifestación genuina de
lo incongruente, era un lugar donde se citaban los compradores de objetos más
insólitos, seguros de encontrarlos a precio muy asequible; lo mismo se llevaban
un Velázquez que una dentadura postiza, un maniquí de modista de rotundas
caderas y descabezado que una igualmente rotunda y desmembrada escultura
griega, y casi por el mismo precio. Ramón descubrió en el Rastro la estética
misma de los años diez y veinte: el futurismo de los objetos mecánicos y el
absurdo de los maniquíes y los guantes de goma que encantaban a Giorgio de
Chirico; y, al mismo tiempo, algo que era para los hombres de principios de
siglo tan importante como la estética: la aventura. La aventura. personificada
en los habituales del Rastro, comerciantes, anticuarios y limpiabotas, gitanos
y cigarreras, habitantes de La Arganzuela y de la Ribera de Curtidores que
tenían para los intelectuales burgueses de aquel entonces todo el turbio
encanto de la “gente de mal vivir”; de la gente, en suma, del pueblo. Magia,
misterio y autenticidad popular eran las claves que servían a Ramón y a sus
coetáneos para descifrar la elusiva realidad de ese punto de compraventa y
cambalache que era el Rastro madrileño.
La época franquista, que desvirtuó tantas cosas, cambió también en cierto
modo la imagen del Rastro: la picaresca continuaba, aunque estrechamente
vigilada por la Policía; y seguían el comercio y la compraventa. Sin embargo,
el Rastro se fue convirtiendo bajo Franco en un invento turístico a la par que
snob: proliferaron las tiendas de antigüedades y falsificaciones —que,
progresivamente, fueron teniendo más de lo segundo que de lo primero— y subían
los precios de todo; quedaban, desde luego, rincones y puestos auténticamente
populares, donde lo insólito seguía teniendo cabida. Hubo un tiempo, entre los
cincuenta y los sesenta, en que los puestos del Rastro eran lugares de gangas,
donde se conseguían alfombras baratas, casullas a 200 pesetas, y trajes de
teatro baratísimos; los chicos modernos de la época encontraron allí atavíos
extravagantes para competir con sus modelos hippies, gafas de sol de hace
cincuenta años, collares insólitos... Todo ello, rodeado cada vez más por una barahúnda
turística, que se lanzaba a conseguir inconseguibles espadas cidianas,
bargueños castellanos a precios de saldo y otras chucherías cada vez más
difíciles de encontrar. La fisonomía y el espíritu del Rastro iban cambiando:
habla perdido al mercado su identidad primitiva y se esforzaba en encontrar
otra más a tono con el tiempo.
Hoy día, el Rastro madrileño ha encontrado ya su nueva identidad; y esto
gracias a los nuevos grupos marginados, a la nueva clase picaresca que, desde
los sesenta, puebla Madrid: artesanos más o menos hippies empezaron a poner
puestos para vender sus artesanías —collares de cuentas, pulseras y cinturones
de cuero, cajitas de madera pintadas y decoradas— con las que intentaban
sobrevivir sin dejarse tragar por el sistema industrial imperante. Tras ellos
vinieron los dibujantes subterráneos madrileños, que en el 75 pusieron allí su
puesto, donde vendían tebeos propios y de importación —es decir, creados en
otras regiones y provincias españolas—; de este puesto precisamente, y de los
contactos que en él se hicieron, nació Cascorro Factory, ese invento que ha
tomado el nombre de la plaza que forma la cabecera del Rastro, y ha aglutinado
y dado una personalidad común al dibujo que se realiza hoy en Madrid en el
terreno del cómic. Y, con todo esto, una fauna nueva y joven empezó a
frecuentar el Rastro redivivo tras la muerte de Franco: miembros de conjuntos
rockeros, dibujantes, periodistas y escritores, que ya no van allí
sencillamente para comprar o vender —aunque esto también puede suceder: el
Rastro no ha perdido tampoco sus características de centro comercial—, sino más
que nada a reunirse, intercambiar ideas y proyectos, estar al tanto de lo que
ocurre en la vida madrileña; comunicar, en fin... Todo un movimiento marginal
de cultura empezó a tomar cuerpo en Madrid, a consolidarse, a partir de. más o
menos, el año 75; y uno de sus puntos culminantes —el otro puede situarse en la
zona de Chueca, desde la calle de la Libertad y adyacentes hasta Alonso
Martínez— se encuentra, precisamente, en el Rastro.
Paralelamente a los grupos culturales y snobs —en el buen sentido de la
palabra: aquellos que quieren estar siempre en el lugar donde ocurren las
cosas, en el vértice del huracán— empezaron a aparecer y manifestarse en el
Rastro grupos políticos de todas las tendencias, desde Falange hedillista a
CNT, que han acabado instalando sus puestos permanentes y a vender sus
mercancías abigarradas en la plaza de Cascorro.
Geográficamente, podemos distinguir tres zonas muy determinadas en el
Rastro: a la cabeza y en Cascorro y un poco más abajo, se encuentra el lugar de
reunión de los distintos grupos políticos: entre una cacofonía de megáfonos y
un tremolar de banderas y pendones de todos los colores, los distintos partidos
políticos, centrales sindicales y agrupaciones ciudadanas de toda índole,
venden su mercancía ideológica, sus revistas y sus escarapelas, sin interferirse
para nada unos con otros, en una suerte de tregua semanal. Un poco a la
derecha, en dirección a La Latina, se encuentra el bar La Bobia, antiguo café
que hoy se ha vuelto centro de todos aquellos que no van al Rastro con fines
comerciales. sino más bien a exhibirse y a contemplar a quienes se exhiben, a
encontrarse con sus amigos y a criticar a sus enemigos: punto de reunión de los
nuevos snobs, de los que hacen y siguen las modas más virulentas. Punto también
de encuentro de ideas y opiniones, lugar fructífero de intercambio de
pareceres. Bajando por las calles de Carlos Arniches, ribera de Curtidores,
etcétera, se encuentran los puestos típicos de ropa vieja, de ocasiones; las
tiendas de efectos militares, donde los soldados van a comprar las plazas que
les faltan a sus uniformes, y las tiendas de “antigüedades”; esto es lo aún
queda del Rastro clásico, del Rastro de Ramón, bastante empobrecido, por cierto.
Y, ya abajo, en “las Américas”, en el Campillo del Nuevo Mundo, se ha
establecido un amplio mercado de compraventa de discos y de libros usados,
donde todavía pueden encontrarse gangas sorprendentes, y donde se establece un
mercado libre entre coleccionistas y aficionados a la música de rock. Y este
es, en suma, el Rastro de hoy: sin perder su carácter popular de mercado —antes
bien, ha ganado, introduciendo mercancías nuevas—, se ha convertido en una
suerte de ágora madrileña: lugar de intercambio de opiniones, de juego libro de
ideas, donde la manifestación espontánea de la opinión de los ciudadanos de
Madrid surge en cualquier momento; ejemplo vivo de lo que puede ser la política
—en el sentido estrictamente etimológico de la palabra— en la calle.
Precisamente este nuevo aspecto del Rastro, esta especie de feria de la
libertad que en él se celebra, es el que molesta al eterno sector de la
bestialidad, a los llamados “grupos incontrolados”, que temen más que nada a la
espontaneidad. Desde hace tres o cuatro domingos, los llamados guerrilleros de
Cristo Rey, o grupos de la misma calaña, se presentan en el Rastro y atacan:
golpean con saña, asaltando no sólo los tenderetes de los partidos políticos,
sino todo aquel objeto móvil y de aspecto humano que se encuentre cerca de
ellos. Ha sido inútil todo: la Policía actúa a destiempo, quizá frenada en su
labor por la dificultad del tráfico en esas calles —tráfico que no le impidió,
hace un par de meses, cargar contra los puestos del FRAP y de otros grupos que
enarbolaban banderas republicanas—, y las denuncias que se presentan no tienen
verdadero efecto. Domingo tras domingo, los grupos incontrolados vuelven a
atacar con porras, palos y cualquier arma contundente que encuentren. Los
comerciantes del Rastro, los que tienen puestos fijos y viven de esto, así como
los propietarios de tiendas, han llegado a protestar, a declararse en huelga:
huelga curiosa, en la que solicitan no la cesación de los desmanes, sino que se
vayan los representantes de los partidos políticos, para seguir ellos haciendo
sus negocios en paz. Consiguen así, precisamente, dar la razón a las fuerzas de
la bestialidad y actúan —aunque de manera menos brutal y más civilizada— en su
mismo sentido: unos y otros pretenden lo mismo: hacer que el Rastro pierda su
recién adquirido carácter de plaza pública, de centro de debate y de reunión
del pueblo; desvirtuar, en fin. el carácter de verdadera fiesta popular que
está adquiriendo el Rastro poco a poco.
Los acontecimientos últimos del Rastro son graves, porque son parte de
una lucha más amplia y general: la lucha entre la espontaneidad creativa,
discursiva y discutidora, y entre las fuerzas de la barbarie, que pretende
acallar a golpes cualquier fuerza que no sea la suya. ¿Soluciones? No puede
hablarse, aquí y ahora, de soluciones. Desde luego, las cosas no se arreglan
eliminando los puestos de los partidos políticos, igual que no se arregla la
situación de un país prohibiendo y reprimiendo a los que disienten del estado
de cosas. Estrangular, como se pretende, el Rastro madrileño en su triple
faceta de lugar de encuentro político, cultural y comercial seria, en cierto
modo, un paso para estrangular la libertad.
EDUARDO HARO IBARS, Triunfo 773, 19 de noviembre de 1977, pp.
42-43.
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