domingo, 30 de octubre de 2022

"Sobre el extraño poeta lituano Oscar de Lubicz Milosz" de Gabriela Mistral (El Mercurio, 10 de Julio de 1927, pág. 4.)

 

Oscar de Lubicz Milosz con Augusto D’Halmar en Fontainebleau en 1926.

Si fueran estos los tiempos de nuestro Rubén, escuchador de acentos sobrenaturales, que tendió su oreja desde Buenos Aires hacia las voces demoníacas y angélicas, de los cuatro puntos cardinales, (Lautréamont o Poe; Verlaine o Cavalca), ya tendríamos una medalla de este “raro” que se llama, con nombre que se presta dócilmente a la fábula, Oscar de Lubicz Milosz.

Raro” legítimo. De varios bibliografíados de Rubén se dijo que no lo eran cabalmente. Y, en verdad, no estaban a nivel Paul Adam con Rachilde; ni Max Nordau —la inteligencia más antipática de su época, pero no un “raro”— junto a Verlaine.

Darío, grande en cuanto genero quiso posar su mano —retrato, crónica, seguidilla, soneto u oda— cómo hubiere hecho fondo para esta cabeza de atormentado con su Lituania incógnita y sus apellidos de Mil y Una Noches.

Su oficio de buzo cogedor de los pulpos y las anémonas de mar de la poesía finisecular, ha pasado a otros, uno de ellos nuestro compañero ilustre Augusto D’Halmar.

A mi paso, por Madrid, él me dio una tarde inolvidable en la “Residencia de Estudiantes” con la lectura de su Milosz familiar. Pocas veces un poeta de Cábala ha encontrado garganta digna de él en un Augusto D’Halmar, que nos trajo de la India una voz extraordinaria, ensayada en yo no sé qué grutas de cuarenta ecos. Me preparaba a la lectura con un exordio de comentarista del Zohar: “Esta vez será verdad, Gabriela; usted va a oír a un poeta que maneja materiales inéditos del misterio y cuya palabra de cuarenta años podría ser de setecientos. La promesa esta vez le será cumplida, cumplida con superación.”

Y empezó su jornada, que duró tres horas generosas, que yo le agradeceré siempre, porque quiso, como el huésped antiguo, llevar a su mesa para mí su faisán más dorado.

Tengo yo la más desgraciada memoria de este mundo, y la fiesta de la estrofa milosziana se me hubiese sumido ya en la mente abotagada de escuchar sin medida, si el día siguiente D’Halmar no me hubiese llevado su Milosz N° 66, que conservo entre mis objetos preciosos: algún cuero labrado, algún cobre tratado como por el Dante, algún vaso de cuerno chileno. La vida semi-errante no me ha dejado cumplir con el encargo tácito de D’Halmar: ir pasando la antorcha a la colina siguiente, como en la costumbre griega.

El libro, objeto sobrenatural

Comienzo con un reparo. Augusto D’Halmar ha caído en un pecado de pasión. Tradujo a su amigo al español, por regalar a la lengua con un aroma nuevo; pero tuvo miedo de que la materia superior que trasvasaba cayese en manos viles, y ... ha hecho una edición de doscientos ejemplares lujosos, que sólo él distribuye y que no se obtiene sino de su mano, directamente... Para convencer de su pecado a este celoso, tendría yo que escribir un tratado que se llamaría: “De cómo exceso de la guardia puede ahogar a un rey en su cámara, o matar un libro, en el lecho de su pergamino caro” ... No tengo tiempo y sólo le diré un argumento.

El libro posee destino sobrenatural. Quien lo escribió —poeta, historiador, botánico, biólogo— quiso darlo a una mujer, a una academia o a un amigo, creyó ingenuamente que para ellos lo hacía, pero estos son sordos a la excelencia del libro, cuando no lo menosprecian por la familiaridad ajadora que con él han tenido. Por contraste, la obra suele haber sido hecha para... un enemigo, casi siempre con destino a un desconocido; extraño por la lengua o por el oficio, la edad o la circunstancia.

D’Halmar ha repartido, seguramente, los poemas de Milosz entre artistas que le deban mayor probabilidad de acogida gozosa y de respeto. Tal vez se ha equivocado. Yo no he leído noticia con fervor sobre ellos en publicaciones españolas. Yo advierto no sé qué tedio del poeta para hablar del poeta, y un visible descenso de la capacidad de admirar que había en los viejos cantores. Ya no contiene verdad el símbolo del silbo que, dirigido hacia el Norte, va hasta el polo, y sí al Sur, hasta el Ecuador, despertando una línea como de álamos de silbos semejantes y respondedores. Rebota en el pecho del semejante, cuya sordera es la peor entre sorderas voluntarias...

Que D’Halmar corrija su error y entregue el volumen milosziano, en edición ordinaria, al gran peligro (que contiene en sí la única salvación de un autor) del público grande.

Un tanteo por comprender

Dije por ahí poesía finisecular. Eso para mí la de Milosz, aunque su Lituania nos aparezca en una infancia de paisaje grueso y blanco de nieve recién caída. Del eslavo [sic] conserva el sentido trágico de la vida, que el occidental sensualismo ha puesto a un lado como resabio de barbarie mística; guarda también la desolación que es la tónica del hombre de las estepas. Por otra parte, este semi-príncipe ruso ha viajado como Simbad, y su sensibilidad tiene parentesco con las velas de los grandes veleros que van de las Oceanías a los Oslos y que ya tienen los olores de todos los continentes. Su poesía sirve como pocas, a pesar de su origen semi-oriental, para conocer el enloquecimiento de este mundo que se acaba, con tanto orgullo de su excelencia, sin embargo, en el Occidente. La hora es indudablemente otoñal. La mitad del follaje de este mundo arde todavía con dramático color por encima de nuestras cabezas; la otra mitad está dando debajo de nuestro cuerpo la fragancia densa de la podridura del bosque. Una ilusión de fuerza nos viene de la coloración y el oler fuertes del mundo. El D’Annunzio-tipo nos suele parecer, por este engaño, un meridiano vital, no siendo sino el poniente desmesurado —y arrebatado— que se defiende de las fuerzas secretas de la disolución.

Con Milosz hay que repetir la grave palabra “decadencia” que se ha usado torpemente por la crítica, con sentido desdeñoso. Un mundo caduco puede acabar en un poema o un cuadro de un modo magnífico. A Velázquez le tocó en destino fijar el cuerpo ya pútrido de los Borbones[sic], en la mirada vencida y los maximilares fatales; pero no confundir al que coge el descenso con una mirada genial y que tiene todavía potencia para conservarse a distancia del suceso que anota, con la pobre carne acabada del descenso mismo. Esto, sin negar que alguna larva de sepultura debe contener el pintor o el poeta que recogen una época de aniquilamiento, porque sólo los dioses pueden mirar verdaderamente desde la otra orilla el suceso colectivo. Cierta morbidez que alcanza a la mullidura; cierta lasitud que es el pulso subsiguiente de la hora meridiana, se pal—, pan en esta poesía. Los primeros fantasmas del crepúsculo empiezan a flotar; o, si se quiere, las primeras fosforescencias del no abonado de carne helada.

El hombre, “aquel cuya única voluntad indudable es vivir”, se defiende de la muerte y hace el gesto de caminar hacia los lugares en que el sol no se ha trisado todavía y está como un centauro en mitad del cielo. El gesto de la evasión es doble; lo que ama también debe ser salvado sobre esas lejanas colinas que están intactas. El acento que invita contiene una ternura que es necesario gozar en la composición entera.

A una víctima

“¿Qué dices de estas noches, qué dices de estos días — niña falsa y enferma de los suburbios tenebrosos?”

“Lejos, bien lejos del infierno donde vives atemorizada —yo sé de una amorosa y tranquila comarca— donde es tan dulce el aire como el vino del dátil. Es allí donde mi pesar, allí donde mi piedad —rehuyendo los ojos que la mofa ilumina— por los caninos danzantes del azur y de la onda, —querrían conducir a su débil y triste hermana. Tierno es el nombre del suelo; Matmata, Metamor; tierno — el nombre del agua; La Mar Mediterránea”.

“Tus grandes ojos esquivos de niña abandonada —reirían enternecidos ante ese país soñador, lejano y luminoso como la paz del corazón. Ante esos —montes sonrosados, esas lejanías sin nube, — ya no necesitarías velar tu rostro: un olor de perdón flota sobre ese país —melancólico y bello, caritativo para los traicionados. — Los frutos y las harinas de flor serían tu alimento; las palmeras rectas y orgullosas como una mujer pura — te esconderían durante el día del sol amoroso —y sus bellas manos de sombra protegerían tus ojos”.

“¡Cuán dulces suenan las palabras en los labios ásperos —de los grandes niños embusteros que viven allí sin cuidados, sin añoranzas y sin deseos! Es un canto de reposo— que el semi-sueño sopla en los caramillos. Allí el encantador ingenuo, lleno de artimañas sutiles, —sobre las esteras de junco hace danzar los reptiles, y, esparcidos los cabellos, piruetea invectivando a los largos bodoques nutridos de sol y de viento”.

“Y tú reirás también de ver en las tabernas —a los viejos fumadores de kif, descalzos y con ojos apagados, —husmear con amor su odio chibuk — paseando sus bellos dedos por sus barbas de dioses”.

“Cuán caro me es ese país, no sabría decirlo. — ¡Si supieses tú, niña, que aire se respira! —Un aire puro y profundo que huele a las tierras bermejas — donde el árbol da corazón crece, el cordial eucaliptus. — Un aire que cae de un cielo más bello que los rostros bruñidos por el sol de los largos peregrinajes. — Allí la bella luz y los frutos y el viento —lejos de los terribles muros donde se compra y se vende, —te ensenarían a cantar con una —voz menos amarga, — niña mi querida niña, que no has tenido madre”.

De la invitación de Goethe, en el motivo semejante a esta invitación, ¡qué diferencia de tiempo y de estado! La otra es la alabanza del naranjo de oro siciliano, mirado desde la tierra “físicamente” despreciada; esta es la alabanza de la palmera africana, cuya sombra robusta salvará, no de un clima, sino de la llaga que es el modo de vida sobre tierras cargadas de un imbécil dolor, lo amo en esta poesía no sé qué leche suave de piedad que pone en un amor de amante resabio de ternura materna.

Una de las cosas gratas para mí en los finiseculares, es el sarcasmo con que castigan sus propios lomos. La criatura fin de siglo carga acuestas su miseria, detestándosela. Por aquí entronca, sin saberlo, con el místico. Esta “danza de mono” suena a “miserere”. Desde Baudelaire hasta Lautréamont, va la escalera le endemoniados que se ultrajan en su pecado, frenéticos de lo divino que perdieron y que es lo único que aman.

Danza de mono

A los sones de una musiquilla burlona, saltarina, —jadeante, mientras que llueve, mientras que llueva lluvia podrida, —salta, salta, alma mía, viejo mono de organillo de Berbería.— Viejecillo pelado, cazurro, animal romántico y tierno—, con tu cola de otoño deshojada, pretenciosamente retorcida— como signo de interrogación en el cielo vacío del crepúsculo,— enjuga tus lloriqueos, mono galante, melancólico y ridículo,— mono sarnoso del amor muerto, mono desdentado de los días perdidos.—¡Un aria aún, todavía un aria! La que huele a tabacazo, — a suburbio leproso, a feria de otoño y a frituras rancias. — para hacer reír a las rameras famélicas, oh, sucio, horrible, flaco, — lamentable, epiléptico mono, animal puro de las nostalgias. — Un aria aún, pero ay que sea la última, y que sea, —ase sordo valse de jamás, réquiem de los ladrones muertos—, música de ecos que dice: Adiós los recuerdos, — adiós, el amor y las almendras acarameladas... Mientras la lluvia hace glú glú en el lodo viejo y espeso.”

Una elegía, esta “Danza de mono”. Con Bécquer la elegía era lagrimosa; con Heine empezó a acidularse; con Milosz se ha vuelto seca y frenética como una mascadura de cal nueva en encía tierna.

Yo amo en el volumen este Lofoten que copio entero:

Lofoten

Todos los muertes están ebrios de lluvia vieja y sucia— en el cementerio extraño de Lofoten. — El reloj del deshielo tictaques lejano— en el corazón de los féretros pobres de Lofoten. — Y gracias a los agujeros abiertos por la negra primavera, los cuerpos están cebados de fría carne humana—; y gracias al débil viento de voz de niño—, el sueño es grato a los muertos de Lofoten.

“Yo no veré probablemente nunca ni el mar, ni las tumbas de Lofoten. — Y, sin embargo, es en mí como si yo amasé— ese lejano rincón de tierra y toda su pena”.

“Vosotros desaparecidos, vosotros, suicidas, vosotras, lejanas. —en el cementerio extranjero de Lofoten, — el nombre suena a mi oído extraño y suave; ¿dormís, verdaderamente; decidme, es que dormís?

No me caería encima toda la pesadumbre del poema, si yo no hubiese visto dos o tres pequeños e inolvidables cementerios de tierras del Norte. En nuestras ciudades de cielo alto, la muerte se presenta como una cosa sencilla, y a veces pura (como en el desierto, que guarda intactos a sus muertos), cumplida debajo el sol y de un naranjo luminoso. En estos, no; la madre, la hermana, la hija, duermen bajo la obscenidad triste del lodo que da la lluvia interminable. Más arriba, en la Siberia última y los últimos Labradores, el cementerio blanco vuelva a ser casto, de la castidad de la nieve sin fundidura.

Varones salomónicos

La sazón de esta alma cae entre las madureces salomónicas de los varones de todos los tiempos. Ha madurado absolutamente, para su bien y para su mal. Fuera de las yemas de ternura de que he hablado, lo demás está en su poesía, domado, hablando, a modo de la piel de un respaldo de sillón antiguo. El dejo de agrás que permanece en otros poetas, no digamos adultos, sino viejos (como en Víctor Hugo), no le sube nunca al verso. De esta vejez de sus nervios, en los que ha descansado con todo su peso el grave fruto del mundo, le viene también su nobleza. Aquí está el poema que se llama “Nihumin”:

“...Cuarenta años. Para aprender a amar la nobleza de la Acción, ¡Oh, Acción! — Cuarenta años, cuarenta años, la vanidad de los solitarios me ha atormentado. Yo, pedía su muerte en mis plegarias. —Ella ha dejado mi corazón. ¡Oh, triunfo! ¡Oh, tristeza!... Ella se ha llevado mi juventud, la única mujer añada. —¡Pero qué importa! Ya, manos mías, la piedra os atrae. —Manos de venas hinchadas, al afán de construir—¡os embarga, os posee ya! Cuando el mediodía de los fuertes sonará sobre el mar—, iremos a saludar a los constructoras de muelles. —De pie, en el sol, enfrente del mar—comen lentamente su pobre y noble pan. —Y su perspicaz airada va más lejos que la mía. —¡Honor a ti, honor a ti, que has nacido en el llanto, cono el amén, y que morirás en el abandono, al pie del templo del amor —o del palacio del orgullo, trabajo de tus manos! —Pronto, mañana, hermano mío, yo podré interpelarte—cara a cara, sin rubor, como hablan los hombres, porque —yo también, yo también construiré la casa— ancha, potente y tranquila, como una mujer sentada— en un círculo de niños bajo el manzano en flor.— lo abrirá las ventanas de la gozosa iglesia —de par en par, a los ángeles del sol y el viento.— Yo bendeciré allí el pan de la Afirmación.— Con ese Sí eterno que es un sabor —de fuego, de trigo y de agua en la boca de los puros —y cuando la fealdad diré: ¡No! —y cuando la mujer y la muerte gritarán: ¡No!— hermano, saludaremos el espacio ebrio de vida— y la palabra aprendida de los héroes,—el Sí universal subirá a nuestros labios”.

Hay todavía otros aspectos de este espíritu que a cada diez páginas asoma un extracto inesperado. Una nota de ironía, no exenta de ternura, salta en la “Reina Karomamá”.

La Reina Karomamá

Mis pensamientos son tuyos, Reina Karomamá —cuyo nombre olvidado canta un coro de quejas —en la semi-risa—y el semi-solloso de mi voz: —porque es ridículo y triste amar a la Reina Karomamá —que vivió rodeada de extrañas figuras pintadas —en un palacio abierto, tan antaño—, pequeña Reina Karomamá”.

“¿Qué hacías de tus mañanas perdidas, dama Karomamá? — Hacia la tiesura de sipón dios enclenque, con cabeza de animal —alargabas gravemente tus—, brazos flacos y torpes —mientras qué luces indistintas corrían sobre el río matinal. —Oh, Karomamá de ojos cansados, de largos pies alineados, — de cabellos torturados, muerta desde la cuna de los años...—Mi pobre, pobre Reina Karomamá”.

“Y de tus días, ¿qué hacías, sacerdotisa sabia? — Tú embromabas sin duda a tus pequeñas sirvientes —dóciles como las culebras y como ellas indolente; tú contabas las alhajas, soñabas con hijos de reyes —siniestros y perfumados que llegaban de muy lejos, —de los ultramares color de siempre y de lejos —para decir: “Salud, a la gloriosa Karomamá”.

“Y las tardes de eterno estío, tú cantabas bajo los sicómoros —sagrados, Karomamá, color azul de las lunas consumidas, —cantabas la vieja historia de los pobres muertos —que se nutrían a escondidas de cosas prohibidas —y sentías inflarse en los grandes suspiros tus senos bajos —de niña negra, y tu alma titubeaba de pavor. — Las tardes de eterno estío, ¿no es Cierto, Karomamá?”

“Un día (¿ha existido en verdad, Karomamá?)— se envolvió tu cuerpo con amarillas fajas, se te encerró en un féretro grotesco y suave —en madera de cedro—, la estación del silencio deshojó la flor de tu voz —los escribas confiaron tu nombre a los papiros. — Y es tan triste, y es tan viejo y es tan perdido... —Es como el infinito de las aguas en la noche y en al frío”.

“Tú sabes, sin duda, oh legendaria Karomamá, que mi alma es vieja como el canto del mar —y solitaria cono una esfinge en el desierto, —mi alma enferma de jamás y de antaño, — Y tú sabes mejor todavía, princesa iniciada, que el destino ha gratado un signo extraño en mi corazón, símbolo de alegría ideal y de real desgracia”.

“Sí, tú sabes todo eso, lejana Karomamá. — Pese a tus aires de niño que supo eternizar el autor de tu estatua pulida por los besos —de los siglos extranjeros que languidecieron lejos de ti. —Yo te siento cerca de mí, yo escucho tu larga sonrisa —cuchichear en la noche: “Hermano, no hay que reír”.

“Mis pensamientos son tuyos, Reina Karomamá”.

Y el don de sugerencia, muy suyo, más suyo que de nadie a quien yo haya leído. Yo cojo uno o varios versos, que han ejercido un sortilegio sobre mi memoria, e intento precisar su belleza, para justificarme el estado de encantamiento. No: la manía de cristalización de los elementos poéticos que place a los Lemaître, ejercida sobre Milosz, fracasa. La sugerencia es, como se sabe, el modo de la niebla, y se mejor que tajearla para perderla, quedarse quieto, aceptando el encanto. Sugerencia de paisajes que se han visto o se han creado, de casas que se habitaron, de unas mujeres que son casi criaturas submarinas, por el estupor que da su encuentro. Con este arpón de la capacidad de sugerir esotéricamente, cogió Milosz el espíritu de nuestro Augusto D’Halmar. También le ha complacido a ésta el cabalismo del lituano, más legítimo que el de un Sar Peladán, y de otros “hijos de los números místicos” que andan por allí, la teosofía está todavía sin poeta. Milosz pudo haberlo sido, si su talento no usase de misterio y de realidad como de meros soportes para un motivo.

En la propia lengua en que Milosz escribe sus poesías y sus dramas —el francés— resulta casi inencontrables las obras suyas. Reflexiona su gran traductor español que es un absurdo cuidar con reverencia una traducción para guardarla con gesto de veda absoluta. Dejemos en libre plática con su prisionero. Quién sabe —ya dije el extraordinario destino del libro, y especialmente de la poesía— si Milosz encuentra en mozo de lengua el mejor hijo de su alma profunda.

Fontainebleau, Junio de 1927.

Gabriela Mistral.

(El Mercurio, 10 de Julio de 1927, pág. 4.)

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