LA
CRÍTICA ESFÉRICA ANTE LA OBRA DEL VISIONARIO
Por
Luis NUÑEZ LADEVEZE
El intento de reducir la
literatura a una expresión directa e inmediata en la que se traduce la
estructura socioeconómica de la sociedad fracasó inevitablemente. La llamada
crítica sociológica o se redujo a un muestrario simplista y sin oportunidades
de reducciones economicistas o tuvo que hacer gala de un ingenio agudo y de una
capacidad analítica monstruosa, como el propio esfuerzo de Lukács atestigua.
El fracaso de este tipo
de crítica era lógico y los más intuitivos, sin que necesitaran ser expertos en
la cuestión, lo vaticinaron de antemano. En el caso de Lukács, el crítico salió
airoso de la prueba, pero a riesgo de ser infiel a sí mismo. Hizo de la crítica
sociológica casi una ontología, y tuvo que desdecirse muchas veces durante el
largo camino de su experiencia literaria. No obstante haber fraguado, sobre
todo al final de su vida con la laboriosa maduración de la «Estética»,
un artilugio monumental en el que se pulieran las enormes arideces del
sociologismo, Lukács quedó en demasiadas ocasiones prendido en su falso
dogmatismo y, en otros muchas, si quedó libre de sus propias fronteras fue
gracias a su estimativa y no a la dura ley del crítico.
Pero no se trata de
convertir el artículo en un comentario a la obra de Lukács, aunque sin duda
alguna ésta nos puede servir de punto de partida para lo que tenemos intención
de subrayar. Es curioso, en efecto, constatar cómo el revolucionario pensador
húngaro, sometido a la ortodoxia de su preceptiva más todavía que a la
ortodoxia política, consiguió erigir un monumento de loa al clasicismo, a un
clasicismo en el que el estilo propiamente revolucionario y el denominado
realismo marxista brillan por su ausencia. En este punto el autor de Teoría
de la novela permanece fiel a su estilo más juvenil de pensar, aquél en el
que considera a la novela como una «búsqueda degradada» y que servirá de
origen del pensamiento genetista de Goldmann, otro pensador dominado por la
dialéctica y la tensión entre la ortodoxia y el espíritu, la disciplina y la
inspiración. Recordemos el esfuerzo gigantesco que hace en sus ensayos sobre el
realismo Lukács para convertir el legitimismo balzaciano en búsqueda revolucionaría
malgré lui y el progresismo zoliano en caricatura literaria, no obstante,
su contenido rebelde y antiburgués.
Para un lector suspicaz
esta manipulación de extremos tan sencillamente contrapuestos y tergiversados
basta para que comience a sospechar que las cosas son, en efecto, más
complicadas y que el artilugio de la literatura no puede ser dominado con una
mera transcripción de los planos afectivos e intelectuales en los planos
estructurales y económicos. Hay algo más, sin duda. Pero ese algo más es
también, para desgracia de la crítica sociológica, lo radicalmente distintivo.
Donde el criterio de Lukács fallo con más estrépito es a la hora de aplicar la
metodología que ha erigido en baluarte de su propio gusto. Porque cuando se
manifiesta más impotente y más incapaz es a la hora de reducir o de maniatar el
filón literario y caprichoso de la imaginación provocadora. Lukács emplearía
aquí una frase irritante y sentenciadora: irracionalismo; pero ¿cómo, con
coherencia, aplicar a la literatura el reproche de irracionalismo si en ningún
momento se ha propuesto una coherencia racional? Racionalismo e irracionalismo
puede ser que sean conceptos del pensamiento paralelos a los de realismo e
irrealismo, categorías literarias. Pero en cualquier caso los esquemas han
quedado desvirtuados. Ni siquiera en el plano del pensamiento todos los
irracionalismos son reductibles, como no lo es Nietzsche a Donoso Cortés, mucho
menos en el plano de la inspiración los irrealismos son reductibles como no lo
es Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas y otras
monstruosidades del estilo, a Collodi, autor de las Aventuras de Pinocho
y otras análogas ingenuidades. Esta simplificación resultaba esquemática y sólo
la fortaleza intelectual de Lukács podría realizar la magia prodigiosa de una
composición de las diferencias, aunque, eso sí, a base de contradecirse en lo
profundo y de obstinarse en ofrecer una coherencia superficial y engañosa, una
urdimbre genérica y disciplinada.
Donde la dura disciplina
del sociologista naufraga es, especialmente, a la hora de considerar la obra de
un monstruo de la imaginación, extraño e irreductible, fantástico y
pretencioso, individualista y ácido, caprichoso y corrosivo: el visionario. La
fórmula, sin embargo, destacada por Goldmann y subrayada con fino instinto en
su Para una sociología de la novela y en su prólogo a la Teoría de la novela,
de Lukács, de considerar paradójicamente al relato como una «búsqueda
degradada en una sociedad degradada», trata de aliviar las exclusividades
lukacsianas de su extremado rigor. Para Goldmann, si el objetivismo francés
cumple con su empeño literario es porque se inscribe de lleno en esta dimensión
antitética que la novela de la hora occidental ha ido germinando a partir,
sobre todo, de Sade: su conversión en búsqueda degradada. La novela
contemporánea, viene a decirnos Goldmann con bastante olfato y gran intención,
mucho más productiva y beneficiosa para el quehacer literario que la de su
maestro húngaro, se ha convertido en una antítesis de la sociedad que la
engendra. A partir de Lautréamont, a través del inhóspito viaje del surrealismo,
recogiendo la obra de Sade, por un lado, y por otro, la de Barbusse y la del
mismo Julles Valles, la literatura ha dado un giro con respecto a su origen, ha
tratado de buscar lo que ya se presentía y presintió Lukács a propósito de la
primera novela contemporánea, El Quijote, el negativo indisciplinado de la
sociedad que la alimenta. En este camino. en este proceso de reivindicaciones,
que Goldmann no utiliza para rescatar todo el panorama general de la novela,
pero que por extensión podemos utilizar por nuestra cuenta para efectuar dicho
rescate, por otro lado innecesario, la figura del visionario define un talante
radical. En el proceso de una antítesis literaria, el visionario representa su
culminación, su más elevado presentimiento William Blake sería, en este
contexto, la figura arquetípica o, como gusta decirse ahora, recogiendo viejas
figuras aristotélicas, el paradigma de la visión.
La visión es un anticipo
radical de la antítesis, un mensaje al futuro envuelto en el aura del
presentimiento; una sonda al pasado para recobrarlo en la punta de la voz: «¡Escuchad
la voz del Bardo! —dice William Blake— El cual ve el Presente, el Pasado
y el Porvenir; y sus oídos escucharon el Verbo Santo que discurría entre los
troncos antiguos».
Esta voz afilada y cruel,
que huye de toda simetría, que rechaza toda pretensión, toda clasificación,
toda rutina, que desborda cualquier planteamiento crítico, resulta, desde
luego, indomable para una preceptiva sistemática, para cualquier empeño
sistemático, cerrazón o circuito estético que, como el de Lukács, trate de
devorar o deglutir el hecho mismo, insólito, pero no sagrado, de la poesía.
Precisamente el visionario, en su profecía, rehúye cualquier sacralidad que no
sea la contenida en su propia voz. El misticismo de la visión se repliega al
cauce antinatural de la palabra es un misticismo contenido, reprimido, que se
curva y tensa como la cuerda del arco para disparar su flecha hacia el futuro o
para recoger la flecha disparada en el pasado.
El visionario segrega la
cosa de su lugar natural. El crítico trata de dominar la visión y de devolverla
a su lugar. He aquí cómo se produce un conflicto, una tensión incontenible
entre dos momentos inalterables e igualmente ambiciosos del discurso: el
momento liberador del visionario y el encarcelador del crítico.
¿Cuál es la norma que
oprime al visionario? Por muchos caminos, sin duda, el vidente tropieza con las
cosas, pero al hacerlo las traspasa, las transfigura, es decir, las concede una
figura diversa de su norma obligada, las sitúa en un lugar inédito, al margen
de la ley y del lugar.
¿Por qué caminos la
visión puede tomar contacto con las cosas? Esta pregunta es inherente al hecho
absoluto de la visión. Diríamos que la visión no es tanto un esfuerzo por
conseguir un contacto pleno con la cosa, al margen de su situación y de su
espacialidad una colocación absoluta de la cosa en la imagen que la predice Y
este colocar, este situar la cosa fuera de su ubi histórico y. por
tanto, relativo, relacional y aéreo, constituye el secreto instinto que dirige
y califica la mirada visionaria
Hay, por tanto, una
segregación y una colocación. El visionario segrega la cosa de su lugar natural
y físico; más, sobre todo, de su lugar posicional e histórico. A partir de su
mirada ardiente, el objeto pierde su geografía, sus propiedades y su opaca
naturaleza interior. A partir de esta mirada, el objeto domina la temporalidad
que le apresa, distingue los contornos y los funde, se vuelve traslúcido y
fugaz.
En la visión se resuelve
el compromiso de la palabra. Volcada hacia la significación, pero frenada en su
vuelo hacia la materia, la palabra no consigue vencer la muralla inquebrantable
del signo: se desdobla, se multiplica, se reproduce, pero queda presa en la
malla que desenvuelve. Es su dura ley, su frágil naturaleza. La visión no se
propone desenmascarar a la cosa, desvelarla de la superficie que la encubre:
pero consigue un efecto no menos inquietante: descolocar el objeto, sustraerlo
a la red de sus significaciones obligadas, imponerlo sobre la ley que lo
presenta: destruye, por tanto, la significación al liberarlo de la cárcel
significativa: construye una cadena significativa sólo dominada por la
ambigüedad. A partir de ese momento, el objeto se libera en su imagen, que
desprende del diseño fabricado, se hace libre, recolocado en la imagen,
descolocado no sólo de su lugar natural, inaccesible, sino también de su lugar
artificial, de su significación.
El universo de las
visiones no tiene, por tanto, lugar: carece de sentido definido. Tratar de
definir su sentido es una empresa estéril y contradictoria. Los poemas
proféticos bíblicos, los versos apocalípticos, carecen de sentido. ¿Quién
insultó al Apocalipsis? Fue Nietzsche, sin duda, en la Genealogía de
la moral. Acaso porque le resultaba demasiado próximo a su método, a su
estilo, a su dicción. No hay sentido en el Apocalipsis. La palabra se
transparentó en la imagen que pretende revelarla. Pero no hay tampoco
revelación si por revelación hay que entender la corporeización significativa
del objeto ausente. La revelación es visión y todo intento de dotarla de un
sentido carece de sentido. El objeto permanece colocado en la imagen La imagen
construye sus significaciones, las acepta, las baraja, las manipula, no se
enquista en ellas, las utiliza, las gasta, las usa.
La idea concreta de
revelación o de profecía no las ha entendido el crítico circular como
actividades genuinamente visionarias, sino como actividades metafísicas y
absolutas por las cuales el vidente no sólo construía el signo futuro del
objeto, sino también el objeto material en su signo. Un prejuicio semejante
lleva a Nietzsche, visionario por excelencia y temperamentalmente dispuesto a
comprender el significado liberador de la visión, a reprochar el Apocalipsis.
Pero es preciso subvertir este criterio ontológico de la visión, para aceptar
un criterio problemático: la visión descoloca al objeto de la arqueología
significativa que lo alojo, lo desproblematiza: en ello consiste el instante
negativo de la visión. Pero positivamente el visionario sitúa al objeto,
liberado de sus significaciones, en la imagen que lo libera.
Esta desproblematización
del objeto, esta desligación del mirar de cualquier mirada, no puede
extrañarnos que resulte inabordable para cualquier critica que trate de
configurar, como la lukacsiana, un círculo cerrado, es decir, para una crítica
esférica o circular. La crítica cristiana, por ejemplo, la que trató de imponer
Maritain, dejó, en ese sentido, un margen para el artista a fin de encontrar un
privilegio en la estética. Pero la corrosión producida por la mirada del
visionario alcanza también su propia obra y los artilugios que traten de
redimirla Es la suya una mirada inclemente y cruel, justiciera y vengativa, que
debe verter primero toda su eficacia demoledora en la propia obra. Es esa
búsqueda degradada que pronunciaba Goldmann, consciente de que lo degradado no
es sólo el encuentro y el lugar, sino también la búsqueda y su origen.
De esta manera la
literatura visionaria incoa un momento liberador de su propio objeto, un
momento negativo, antitético, que reduce todas las significaciones posibles al
sin sentido de la ambigüedad Es la literatura puramente degradada. la palabra
incoherente del loco que halla su máxima eficacia en el terreno de un mundo
degradado por sus coherencias. La tensión entre lo incoherente sin sentido y la
coherencia con sentido se resuelve en una trastocación de los términos que
únicamente el visionario puede operar: sólo la incoherencia de la visión tiene
sentido en un mundo cuya coherencia carece de sentido.
La Estafeta Literaria, 513, 20 de abril de 1973, pp. 6-8.
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