sábado, 22 de febrero de 2025

"Yugoslavia y la expansión del estado soviético" de Milovan Djilas (Blanco y Negro 02/07/1980; 09/07/1980 y 16/07/1980)

 

Milovan Djilas y Josip Broz "Tito", durante la Segunda Guerra Mundial

YUGOSLAVIA Y LA EXPANSION DEL ESTADO SOVIETICO

(I)[1]

Milovan Djilas, el más famoso de los disidentes yugoslavos, inicia con la publicación de este artículo en ByN —de una serie de tres— un análisis de la realidad totalitaria y petrificada del Estado Soviético, y de su expansionismo militar. Todo ello, en un marco internacional de recrudecimiento de la política de bloques, a lo que hay que sumar la delicada situación de Yugoslavia tras la muerte de Tito. Djilas, antiguo vicepresidente de Yugoslavia, mantiene desde hace muchos años, apartado del poder, una posición crítica sobre la «vía yugoslava al socialismo», que le enfrentó con el fallecido mariscal Tito.

LA posibilidad de que el mundo despertará una mañana para encontrarse con la sorpresa de un cambio drástico —ya sea esperado o temido— en el sistema soviético de gobierno es tan remota que sólo nos podemos maravillar de que la perspectiva siga siendo tan tentadora para nosotros y provocando una preocupación internacional periódica. Quizá sea porque todos estamos demasiado conscientes de la vulnerabilidad de nuestros análisis e hipótesis con respecto inclusive a los sistemas políticos más «abiertos» y flexibles, que no terminamos de asombramos con la intransigencia opaca del sistema «cerrado», rígido, «perfecto», de la Unión Soviética y de su indiscutible realidad en nuestros tiempos.

La peculiar futilidad de estas especulaciones se hace aún más evidente cuando reflexionamos que el sistema soviético se ha presentado a sí mismo como una idea monolítica desde el primer momento: una estructura «cerrada» y diseñada para ser inmutable al transcurso del tiempo, aun en el ardor de los primeros instantes de su nacimiento; una estructura paralizada por sus arquitectos desde el comienzo y hecha inmune a cualquier mutación, ya sea debida al crecimiento o al deterioro.

Al hablar de la rigidez de este cerrado sistema soviético deberíamos saber que nos estamos refiriendo, primero a su estructura orgánica, interna, y no a su relación con otros sistemas de teoría política o social. Cualquier sistema que afirma personificar a una entidad social sustantiva gravitará inexorablemente hacia la consolidación y la eliminación o exclusión de cambios. Lo que es único con respecto al sistema soviético es la promoción de esta condición mediante acciones y medidas deliberadamente «conscientes», respaldadas e impuestas por el Estado en una escala mucho mayor a la que pretendería cualquier otro sistema de gobierno. Aquí nos enfrentamos con lo que debería ser visto, dentro del orden soviético, como el incremento progresivo de su «inmutabilidad».

DESPOTISMO ORIENTAL

A pesar de que sería posible trazar un paralelo entre el sistema soviético y los regímenes despóticos de Asia y de Oriente, es la forma soviética de gobierno la que tiene el dudoso prestigio de destacarse como la más inflexiblemente implacable y osificada en la historia moderna. Los elementos esenciales dentro de este sistema —ideología, poder y capital— están indivisiblemente entretejidos. Debilitar o mitigar uno de los brazos de este triunvirato colocaría, ya sea a uno o a ambos de los otros dos, irremediablemente en peligro. Por ejemplo: abandonar el concepto de posesión «colectiva» negaría fatalmente la realidad del poder monopolizador. Permitir la tolerancia de ideologías «extrañas» provocaría el escrutinio sin fin de la ineficacia y la insuficiencia de las mismas premisas sobre las que descansa la ideología imperante.

Para asegurar que no ocurra tal debilitamiento o grieta en esta estructura monolítica ha surgido una clase ideológica, un estrato privilegiado creado para mantener un control dominante, sino total, sobre la producción de las materias más básicas. Este estrato tiene un interés en el sistema cuya importancia no puede ser exagerada; su desvelo para inspeccionar cada componente del todo es constante. En realidad, y se puede decir que deriva del sistema no sólo su fuerza consciente, sino también su existencia vital.

LAS BUROCRACIAS PRIVILEGIADAS

LO que complica todo esto es el marco del sistema soviético, que descansa sobre una unión fluctuante entre la poderosa burocracia partidista de la Magna Rusia y las burocracias partidistas menores, no rusas (ucranianas, georgianas, etcétera). Oficialmente, cada burocracia otorga prioridad a la «unidad del todo» ideológica, por encima de sus propios intereses individuales; en la realidad, sin embargo, cada una trata de arrebatar para sí misma tanta autonomía y un interés tan grande en el proyecto nacional como sea posible. El resultado es predicable: los no rusos, aceptando la supremacía del «pueblo ruso» y de la «cultura rusa», ven a la burocracia partidista de la Magna Rusia como la «más merecedora» e inevitablemente aceptan su grado de influencia. A su vez, y casi como si fuera una idea tardía o un soborno, la burocracia partidista de la Magna Rusia consiente (o recompensa) a las burocracias menores y subordinadas no rusas con un margen limitado de «libre desenvolvimiento», permitiéndoles alentar y disfrutar de ciertas áreas de sentimientos y conciencia nacionalistas.

El Estado soviético conduce las relaciones con las naciones de Europa Oriental en una forma similarmente elástica. Los vínculos con los partidos comunistas en los Estados aliados o en las «democracias populares» son aún más flexibles; podemos percibir sus contornos en términos tales como la «comunidad socialista», el «internacionalismo proletario» y otros como éstos. Podría decirse que, en una parte significativa, el llamado Movimiento No Alineado abarca un espectro de las relaciones —tanto en grado como en intensidad— que existen entre la burocracia soviética y las burocracias más o menos hospitalarias en otros países.

No obstante, esas relaciones serán vistas como motivadas por una ideología y objetivos comunes, a menudo idénticos, que ambas partes comparten. Ese objetivo, tan claramente formulado por los líderes soviéticos, es la ideología que conocemos como leninismo. La misma establece en forma decisiva las reglas del juego y las bases en que ese juego será jugado. No se tolerará ninguna tendencia, desviación o dirección de alternativa que no goce del aval de esa autoridad ideológica; de allí la parálisis del pensamiento político soviético que ha durado tanto tiempo. Debería notarse de pasada que ni un solo teórico extranjero, particularmente ningún comunista, se ha cavado un nicho significativo en el panteón de la teoría política soviética. Como consecuencia, no es excesivo llagar a la conclusión de que el suelo soviético es sólo hospitalario a la casta de almas esencialmente estériles.

LA HERENCIA DEL IMPERIO ZARISTA

SERÍA inútil y profundamente ingenuo formular cualquier estrategia o esperar un cambio que promueva la democratización dentro del sistema soviético. Digo democratización porque ello representaría el único cambio o mutación auténtica dentro del orden monolítico soviético, y hasta ahora la democratización es un fenómeno casi exclusivamente de Occidente.

Es igualmente engañoso, así como fatalista, considerar al Estado soviético de hoy como el heredero inevitable de la Rusia zarista, con un legado de impulsos morales y políticos que no son inferiores o superiores a los que animaban al régimen que lo precedió. Nadie disputará la herencia zarista de la Unión Soviética; es obvia para todos, con la posible excepción de algunos espíritus nostálgicos o amargados. Estamos tratando con la misma gente, ya sea que la llamemos zarista o soviética. Yo diría, sin embargo, que el legado de la Rusia zarista es más pronunciado en la estructura interna del Estado. Es decir, en su burocracia y poderes centralizadores, que en las tendencias y designios imperialistas externos de la URSS.

La Rusia zarista, especialmente en la última mitad del siglo XIX, era, sin duda, un Estado más bajo el imperio de la ley y, debido a ello, un país que podía permitir un margen de libertad más amplio que la Unión Soviética. La autocracia, después de todo, no es necesariamente sinónimo de absolutismo totalitario. Incluso cuando los conflictos fueron planteados en un contexto de disputas ideológicas, fueron relaciones prácticas las que determinaron la eliminación o destrucción de las viejas formas y alentaron el florecimiento de las nuevas o que hasta el momento no habían sido probadas. Cuando el poder soviético, aún bajo el liderazgo de Stalin, fue confrontado con la agitación doméstica desde adentro —o con amagos de amenazas desde fuera—, no tuvo otra opción sino la de recurrir a las tradiciones rusas y llamar en su ayuda a las fuerzas del impulso nacionalista. Fue así que la ideología del bolchevismo o del marxismo-leninismo suplantó al dogma de la ortodoxia oriental, y el triunvirato del zar, la aristocracia y la burguesía dio lugar a la autoridad de la burocracia partidista oligárquica. Pero el pueblo mismo —igual que sus predecesores en el imperio de los zares— sigue siendo ruso: constante en su mentalidad y disposición, en la naturaleza de su experiencia y en sus relaciones con el mundo exterior.

La disputa constante acerca de los puntos de diferencia entre la Rusia zarista y su sucesora soviética —y especialmente acerca de la mística de una «Rusia eterna» dentro del Estado soviético— es una fuente frecuente de conflictos entre los disidentes soviéticos. Cuando se infiltra en los cálculos políticos de los teóricos políticos en Occidente, sin embargo, se vuelve aún más debilitante: una fuente de vacilaciones confusas.

La mayor parte de la disputa se centra en la realidad de que la Rusia ortodoxa zarista fue también una potencia mundial. La distinción más importante es que el poder y las pretensiones del régimen zarista no se extendían más allá de un deseo legítimo de proteger a su población ortodoxa y de una aspiración de tener acceso a los puertos de agua templada de Europa o del Cercano Oriente. (Polonia es invariablemente una excepción: para la Rusia ortodoxa zarista, la proximidad de una Polonia católica fue hasta el final un punto de ansiedad y de intranquilidad sospechosa.) Pero el expansionismo de la Rusia zarista fue casi siempre dirigido hacia las más primitivas y atrasadas áreas asiáticas. La toma del poder por los bolcheviques cambió todo esto. No obstante, inclusive los mismos bolcheviques no se dieron cuenta del cambio hasta que Stalin, tomando las riendas, lo hizo obviamente claro.

LA TERCERA ROMA

AL igual que otras formas de creencia cristiana, la ortodoxia oriental es un credo que trasciende las fronteras nacionales, y que está comprometido con la esencia de la visión mesiánica y la vocación. La distinción principal es que la jerarquía, el clero y los fieles de cada Iglesia ortodoxa disfrutan de total autonomía dentro de sus esferas nacionales separadas. La cualidad única del mesianismo ruso —tan potente que puede casi ser visto como una fiebre en la sangre rusa, la fuente al mismo tiempo de su gloria y de su debilidad— yace en su profunda atracción de la conciencia y la cultura nacional, una atracción, mucho más grande que el impulso mesiánico que inspira a otras iglesias dentro del abrazo ortodoxo.

En sus primeras fases —el período en que Moscú era conocida como «la tercera Roma»— ese fervor mesiánico fue alimentado por la atracción de grandes masas de territorio asiático y sus pueblos incontables, maduros para la conversión. En el período que siguió a la Revolución francesa, Europa despertó bruscamente a la presencia de su formidable rival en el Este, algo que había demorado en producirse. Con el establecimiento del Estado soviético, ese mismo mesianismo histórico, en una época primariamente un fenómeno religioso, reclamó para sí no sólo la motivación racional de una ideología, sino que se asentó en una base y forma de organización ya establecidas. El filósofo ruso Nikolai Berdyaev discernió la naturaleza esencial de esta transición cuando percibió en el bolchevismo una mutación transformada del mesianismo ruso.

Con el desmantelamiento del Estado zarista y su reconstitución como un Estado soviético, se produjeron cambios no sólo en la forma y en el ejercicio del poder y de la propiedad, sino también en lo que se veía como el destino global de Rusia. Desde el mismo comienzo fue montado el escenario para que el impulso mesiánico operase dentro de un designio global, propulsado por una fundación política concreta. La Rusia soviética, así como el Estado soviético, fueron movilizados como centros ideológicos del movimiento comunista internacional. Stalin y sus sucesores aceleraron el proceso, promoviendo la evolución de un centro militar imperial de agitación revolucionaria, y oligarquía partidista. Ahora podemos ver que semejante evolución fue natural, incluso inevitable, pero determinada menos por el legado asiático despótico que la precedió que por la naturaleza de la maquinaria burocrática leninista.

Para una burocracia semejante, el mantenimiento de su monopolio interno esencial no era posible sin la misión paralela de «liberación» global, o sea, sin expansionismo, y un expansionismo de una clase predominantemente militar. Este nuevo imperativo no tuvo precedente en la vieja Rusia zarista, que ni tuvo semejante fuerza ni entretuvo semejantes aspiraciones. El Estado soviético había sido fundado bajo la suposición infalible de que su propia consolidación sería acompañada por la desintegración inevitable de los mundos capitalista y colonial. En muchas formas esa suposición ha sido confirmada, aunque la Unión Soviética de ninguna manera ha abandonado o se ha retirado de su política de explotación y expansión. Lo que ocurrió es que el Estado soviético ha asignado a sus designios imperiales variaciones nuevas y aún más engañosas del tema.

UNA CLASE DIRIGENTE PETRIFICADA

EN el curso de varias generaciones, la Unión Soviética ha crecido de una nación semifeudal y semi-colonial hasta convertirse en una superpotencia industrial, con una clase gobernante que deriva su autoridad del sector militar, mientras se concentra en el desarrollo de la industria pesada, que siempre ha sido prioritaria para los arquitectos del Estado soviético. Aun cuando la Unión Soviética tiene que admitir una de las rentas per cápita más bajas en la comunidad de potencias grandes, sigue siendo el principal productor de acero, petróleo, carbón y muy posiblemente armamentos. Con el desarrollo de armas atómicas ha logrado una inexpugnabilidad que la proyecta, sin calificativos, como la otra superpotencia.

La Unión Soviética como la vemos hoy, esencialmente incapaz de cambio interno y comprometida por su mandato de expansión externa, sobrevivirá todo el tiempo que su clase gobernante pueda sostenerse sin erosión. Esa clase no tiene ninguna ilusión de que Occidente, y particularmente los Estados Unidos, vaya a abandonar la motivación de las ganancias y el objetivo del progreso tecnológico como los componentes fundamentales de su ideología. Por tanto, no se puede anticipar el surgimiento de personas y formas de pensamiento algo más razonables y moderadas entre los miembros de la clase gobernante. Si eso llegara a ocurrir, será atribuido al juego fortuito de las corrientes de poder y no a ninguna percepción de la necesidad de un cambio deseable, tal como una forma de pensamiento más pragmática u «occidental».

La misma mentalidad dicta la política básica soviética en la cuestión de la agresión. Nada contendrá su impulso imperial hacia la expansión, excepto un freno vigilante y permanente desde afuera. La distribución actual de fuerzas militares en los mundos occidental y no alineado, las preocupaciones económicas internas y la orientación «consumista» de esos mismos mundos, y la realidad de una China subdesarrollada, permiten albergar una pequeña esperanza de que en el futuro cercano la Unión Soviética no podrá confrontar cualquier barrera implacable de contención.

Con el surgimiento del Estado soviético, el mundo entró en una época de irracionalidad ideológica y, por lo tanto, de estrategias inimaginables de agresión. La futilidad de los esfuerzos lógicos, sociológicos e históricos para desatar este nudo gordiano es evidente, aun cuando tales intentos nos han permitido algunas miradas retrospectivas valiosas. Los que deseen vivir en un orden de libertad diferente al determinado por el designio soviético deben, en último análisis, confiar en el poder de la razón redimida, una fortaleza intelectual aclarada y la necesidad dolorosa de la preparación militar.

(II) LA HIPOCRESIA DEL SISTEMA[2]

HENRY Kissinger y George Kennan se contaron entre los presentes en una cena ofrecida en mi honor en Nueva York en 1968. El momento estuvo dominado por la invasión soviética de Checoslovaquia y todos estuvimos más o menos de acuerdo en que la ideología marxista-leninista podía ser considerada oficialmente moribunda. Desde entonces, esa ideología no ha dado signos de revívimiento o vitalidad. Pero aún así pienso ahora que un análisis más penetrante en aquella ocasión habría revelado que una ideología —inclusive una tan degradada e inmoral como la soviética— no se agota tan simplemente, ni cede con tanta facilidad a la disolución inevitable.

El fundamento de la ideología soviética es utópico y habrá adherentes a una fantasía utópica, aunque sea tan ostensiblemente «científica» como la soviética, mientras haya seres humanos dispuestos a abrazarla con fe y sacrificios. También podríamos especular que siempre habrá una ideología marxista-leninista mientras haya «verdaderos creyentes» soviéticos, y particularmente aquellos para quienes hay posibilidades realistas de control y monopolio del poder dentro de una burocracia ideológica. La base «científica» de la ideología no es lo que atrae su lealtad, como tampoco lo son los hallazgos potenciales que podrían hacerse dentro de la matriz del pensamiento marxista y leninista. Lo que motiva a esas personas es la aspiración del poder total y el dominio del aparato político, una realidad mucho más vital y sostenida que el rigor mortis de un sistema intelectual paralizado y fosilizado desde su mismo comienzo.

En su dependencia exclusiva de la verdad científica, y en su convicción de que estaba creando una ciencia social Marx lanzó una ideología, una doctrina disponible como instrumento de acción. Pero cuando dio la última pincelada a su creación también negó la posibilidad de críticas. Los marxistas que sucedieron a Marx no añadieron, ni podían hacerlo, nada esencial a su formulación monolítica; logran atención sólo como diseminadores y practicantes. Todos los intentos de «desarrollar» el marxismo, de enriquecerlo o de abrirlo, han fracasado; el resultado, invariablemente, es el abandono. Aun así, los fundamentos de la ideología marxista han permanecido inmutables, con su persistencia confirmada como una religión «científica» o pseudo religión, para ser usada o adaptada a pesar de las desviaciones impuestas por las circunstancias.

EL MARXISMO ES INMUTABLE

EN esta inmutabilidad, en la convicción de que esta ideología corporiza la última verdad científica, descansa la paradoja aparente de la longevidad del marxismo. El marxismo es ideológicamente inmortal; la burocracia partidista necesita confirmación de su propia inmortalidad —de donde viene la cohesión ideal de ideología y burocracia partidista— hasta que se marchita el Estado. Teóricamente esa misma burocracia partidista podría suscribir a otra ideología, no marxista, sólo a condición de la seguridad de que semejante alternativa consolidará y afirmará su existencia perpetua. (Durante la Segunda Guerra Mundial tuve una conversación en el cuartel general de Tito con el jefe de la misión militar soviética, general Korneyev. Observó que durante el temprano éxito de las fuerzas de Hitler en Rusia, el liderazgo político de la Unión Soviética había jugado con la noción de introducir la ortodoxia oriental como una fuerza ideológica. Sin embargo, aunque ahora esto nos pueda parecer incomprensible, debemos recordar que en esa época la URSS se hallaba en un peligro mortal.) La seducción e inclusive el genio del marxismo descansa en su capacidad para prestarse a cualquier contingencia y aún así retener toda la apariencia de una verdad inmutable.

El sistema soviético junto con otras variantes del comunismo revelan su hipocresía esencial a medida que obtienen más poder y más fuerza. Entonces no tienen la necesidad de una ideología como una fuerza organizadora en el mismo grado en que la tuvieron en sus etapas anteriores, más primitivas. Lo que requieren, en cambio, son pretextos para mantener su control interno y para engañar a la opinión pública «extranjera». Sin esos pretextos el sistema soviético se hallaría completamente a la deriva, sin fundamentos. Sólo por eso la ideología es crucial y debe ser sostenida. Y el sentido de lucha ideológica, inclusive combate, seguirá siendo parte integral de cualquier división que se produzca en los mundos soviético y no soviético.

Precisamente debido a que la ideología marxista-leninista es la principal doctrina del poder burocrático partidista, las divisiones legitimas entre los diversos países comunistas —discretos desarrollos nacionales— deberían ser sometidas idealmente una interpretación más o menos compatible. Así es que, mientras todos adhieren oficialmente al «método científico», el revisionismo sigue siendo un peligro constante y hoy es virtualmente imposible encontrar a alguien en la constelación soviética que no sea un «revisionista» a los ojos de otros. Y aunque hemos visto al comunismo desintegrarse como un movimiento global, la declinación gradual de su unidad de organización, no hemos observado ninguna flaqueza en la lealtad a la «doctrina». Las diferencias doctrinarias, a menudo fingidas, todavía son visibles, pero ahora sólo sirven para ocultar las aspiraciones de supremacía y dominio de uno u otro partido. Todos siguen siendo comunistas fieles y cada partido afirma ser el elegido.

Las instancias más notables de esta paradoja, desde luego, han sido, por un lado, la ruptura entre la Unión Soviética y Yugoslavia —un país pequeño que lucha por mantener su independencia— y, por el otro, el rompimiento violento entre la Unión Soviética y China, una potencia mundial que procura jugar un rol apropiado en la escena mundial. Existen, ciertamente, otros ejemplos de partidos comunistas que se han negado a seguir la línea oficial soviética. Realmente, creo que el número de conflictos entre Estados comunistas posiblemente aumentará en el futuro; y ya estamos presenciando las disputas entre Vietnam y Camboya y entre Etiopía y Somalia.

SISTEMA MILITAR E IMPERIAL

PERO ciertas realidades son indisputables y de la mayor importancia para evaluar la situación actual y futura:

1) Ni un solo país comunista, o su partido comunista —inclusive aquellos países y partidos que han reñido con la Unión Soviética—, ha abandonado jamás la ideología marxista-leninista o el mandamiento político del monopolio del poder. Aunque el comunismo, como lo confrontamos hoy, no es exclusivamente un fenómeno de origen ruso, su naturaleza esencial no se ha alterado. La simple separación de la «fortaleza del comunismo global» soviética no niega su realidad como comunismo. Esta observación es especialmente pertinente en la situación actual, debido a que no debemos excluir la posibilidad teórica de que algún sector comunista futuro pueda adoptar el pluralismo ideológico como arma en su lucha por la supervivencia.

2) Las rupturas y fluctuaciones dentro del comunismo no han debilitado, al menos hasta ahora, a los movimientos independientes. En realidad, podrían sugerir la naturaleza de mutaciones nacionales cualitativas por venir aún más profundas.

3) El requerimiento de apoyo de partidos comunistas extranjeros, aunque no puede desecharse, se ha convertido en un elemento de menor importancia en la política exterior soviética. El desarreglo del comunismo mundial encuentra hoy a la Unión Soviética, bajo el gobierno de Brezhnev, en un estado de estabilidad burocrática interna relativa; externamente, el clima no sólo es propicio para la expansión, sino que clama por ella. Paradójicamente, tras su declinación como un movimiento y una ideología internacional, el comunismo ha infundido nueva vitalidad a la inevitable tendencia del Estado soviético hacia la expansión sino que clama por ella. Paradójicamente, tras su declinación como un movimiento y una ideología internacional, el comunismo ha infundido nueva vitalidad a la inevitable tendencia del Estado soviético hacia la expansión global.

En esencia, el Estado soviético es un sistema militar imperial que combina la ineficacia interna con un impulso hacia la expansión y, al igual que todos los imperios que lo precedieron, está condenado a la decadencia debido a su secreto y estancamiento. Su marcha hacia la expansión sólo puede ser contenida por fuerzas que alteren el sistema, que lo reorienten hacia problemas y asuntos que sean de naturaleza no mesiánica En la actualidad ninguna de esas fuerzas es aparente; las corrientes menores que albergarían y promoverían el cambio por medio de la reforma son fragmentarias y casi inexistentes.

Aquí debo subrayar que la noción de podredumbre o decadencia, así como la de estancamiento, deben ser interpretadas en forma relativa. Ciertamente, el sistema está cambiando, quizá inclusive «mejorando», en la misma forma en que podría surgir una nueva vida de la declinación de formas vivientes; eso fue evidente inclusive durante la implacable era de Stalin, cuando sobrevivió algo de la riqueza y de la diversidad de la vida. Pero mientras el sistema siguió cerrado a una influencia extranjera o extraña, el proceso de cambio fue frenado. Cuando quiera que los nuevos gobernantes permitieron una ojeada furtiva al mundo exterior, generalmente para asegurar su posición, abrieron inadvertidamente una «caja de Pandora» de ideas y sentimientos «extranjeros». Y muy en la forma en que lo había predicho Marx, las opiniones disidentes se multiplicaron como las sabandijas, tanto en la Unión Soviética como en los otros países de Europa oriental. En los países oprimidos bajo el dominio soviético, casi todas las voces disidentes de lo que prefiero llamar la oposición, están dirigidas contra la hegemonía soviética; en la Unión Soviética están dirigidas contra el propio sistema. En el contexto actual, me limitaré a comentar al significado de esas corrientes.

Mi opinión es que, dado el equilibrio actual del poder mundial, no son realistas ni propicias las perspectivas del surgimiento de un nuevo orden o de cambios sustanciales en la estructura del Estado soviético y sus satélites. Con toda simplicidad: en ausencia de esa turbulencia revolucionaria que es el preludio inevitable dé la confrontación militar y mientras el sistema soviético siga buscando nuevas oportunidades de expansión, tengo la convicción de que los países de Europa oriental encontrarán irrompible el yugo soviético y considerarán fútil la posibilidad de cualquier cambio interno decisivo.

Aún así, sería cruelmente miope y debilitante que el mundo no comunista descuente o deseche como poco importantes a estas corrientes opositoras —especialmente a las que hay dentro de la Unión Soviética—, simplemente debido a su carencia de poder. Nada ocurre jamás en este mundo nuestro sin que tenga ecos de los rincones más distantes. El Occidente contemporáneo, infectado como está por un profundo exceso de pragmatismo, y endurecido por la preocupación por su propia seguridad y prosperidad material, olvida demasiado fácilmente que la vida en nuestro planeta es toda de una pieza, que el sufrimiento y las esperanzas de uno afectan al destino de todos.

LOS DISIDENTES Y EL FUTURO

EL gran significado de las voces disidentes en la Unión Soviética es que representan una corriente de oposición permanente, imposible de desarraigar. La disidencia, nacida del atraso y la opresión, representa una negación del sistema. Ofrece prueba concreta y vital de que todos los sistemas monolíticos semejantes son transitorios y que la creencia «científica» en la posibilidad de construir una «sociedad perfecta» ha fracasado.

Más aún, en su susceptibilidad a las influencias de afuera, estas manifestaciones disidentes socavan la dimensión fatalista, esclavizada, de una unidad y designio inmutables en el orden social. Indican la visión alternativa de un mundo superior, sin la cual los pueblos, así como las naciones, podrían perder o abandonar su identidad. También, indudablemente, actúan como agentes vigilantes de escrutinio, desenmascarando al monopolio de poder ideológico como pretexto para el ejercicio de licencias y privilegios inmerecidos. Su presencia contiene la arrogancia del Gobierno, forzando a los gobernantes a observar por lo menos un mínimo de buenas maneras y respeto, y sostiene a los patriotas e idealistas en su consistencia y determinación. Aunque el proceso de fermentación que han iniciado se halla sólo en su fase más temprana, lo cual podría explicar algo de la fragilidad y naturaleza contradictoria de las políticas y posiciones disidentes, el impacto de ese proceso últimamente es el de debilitar el imperialismo ideológico de la Unión Soviética. Y aunque la presencia interna de tales fuerzas no puede cambiar al Oriente, las mismas contribuyen a movilizar la unidad espiritual en Occidente y, como tales, deben ser vistas como los precursores del futuro.

(y III) EN LA ESFERA SOVIETICA[3]

ES un acto de imaginación parcial e incompleta señalar a Yugoslavia como el primer Estado Socialista que arranca su autonomía del dominio soviético. En vez de ello, Yugoslavia debería ser considerada como un ejemplo de cómo cualquier Estado comunista, o cualquier partido comunista debe, inevitablemente, al romper con la Unión Soviética, adquirir una singularidad y encaminarse hacia la realización de su destino nacional potencial.

La «crisis moral» en los partidos comunistas, provocada por la arremetida en contra de Yugoslavia en 1948, evolucionó en una corriente de resistencia nacional después de la muerte de Stalin, en 1953. Es apropiadamente vista como uno de los eventos que alteraron el balance de poderes internos dentro de cualquier estructura burocrática dada. También impusó a ciertos comunistas la necesidad de un ajuste y una reinterpretación de sus concepciones del comunismo; en algunos casos cambió la percepción del propio comunismo. Dentro de los diversos partidos comunistas, y bajo ciertas condiciones, el componente nacional se convierte en el elemento dominante. El internacionalismo, igualado con la fidelidad hacia la Unión Soviética y, por tanto, uno de los dogmas del marxismo-leninismo más sagrados, si no el más sagrado, comienza a derrumbarse.

La nueva realidad fue acompañada comprensiblemente por la ilusión de que algunos países y partidos experimentarían cambios internos extremos. Esto no ocurrió, ni siquiera en Yugoslavia, donde se produjeron quizá los cambios más grandes de todos. Los adherentes a Stalin, desilusionados y sin una línea de sucesión, no pudieron surgir en 1948 como supremos en la estructura gobernante sin la intervención soviética, una intervención para la cual los únicos pretextos podrían haber sido «la defensa contra el imperialismo», «la comunidad socialista», y así por el estilo. Semejantes motivaciones transparentes para la agresión estaban fuera de la cuestión en esa época, y por tanto la vieja guardia estalinista no tuvo otra alternativa que transigir.

Lo que sucedió fue un ablandamiento de las disputas ideológicas entre Yugoslavia y la Unión Soviética. Con el tiempo la ideología se convirtió en un instrumento de presión y ataque, un medio de regateo y engaño en busca del poder en las relaciones yugoslavas-soviéticas. No obstante, la esencia del conflicto permaneció constante: la lucha entre un gran poder nacional hegemónico y un pequeño Estado agudamente consciente del riesgo habitual que corría. Tito, entendiendo esta realidad, se retiró pragmáticamente de la disputa ideológica y continuó manteniendo lazos firmes en las relaciones interestatales entre Yugoslavia y la Unión Soviética. Si hubiera escapado de esta renovación aparente de cooperación ideológica, Yugoslavia podría haber disfrutado de un destino más feliz. Pero —como un Estado comunista— no pudo rechazar la admisión soviética de los «errores» de Stalin sin aislarse a sí misma dentro del mundo comunista.

LOS NO ALINEADOS Y LA NEUTRALIDAD YUGOSLAVA

El sistema político de Yugoslavia, y especialmente su «lealtad ideológica», le impidieron buscar cualquier apoyo considerable en Occidente, y menos aún en Europa. En vez de ello, encontró un refugio «natural» en su afinidad con el Movimiento No Alineado. Debido a su delicada posición, Yugoslavia suscribió e inició a menudo ansiosamente declaraciones «antiimperialistas», porque tales pedidos de agitación e intervención en otros lados no le significaban un peligro real, mientras que le servían para fortalecer y confirmar su neutralidad independiente con respecto a la Unión Soviética.

Los soviéticos vigilaron todas estas estratagemas sutilmente, especialmente aquellas relacionadas con los países menos desarrollados y con aquellos partidos enrolados en el Movimiento No Alineado. El énfasis en el motivo antiimperialista había preparado el terreno para los soviéticos, y ellos prontamente dirigieron su atención a aquellas situaciones que ofrecían el margen más amplio de oportunidades. La Conferencia de Países No Alineados en La Habana en 1979 fue una de estas ocasiones, y con la ayuda de los Estados «izquierdistas», los soviéticos la infiltraron fácilmente. Al mismo tiempo que la unidad del movimiento fue preservada simbólicamente por un acuerdo universal de adherir a los «principios básicos» —una condición en la que Yugoslavia había insistido enfáticamente— ganaron terreno en forma constante el reconocimiento de la «facción» pro-soviética y la justificación de las intervenciones pro-soviéticas. La declaración final de no alineación, redactada con la participación activa de Cuba y Vietnam, incorporó los rasgos soviéticos distintivos y las dinámicas de la revolución.

En la actualidad, Yugoslavia confronta un vacío político. Difícilmente está amenazada por la ideología soviética, puesto que comparte una afinidad básica con la misma. Aún así no desearía dejar la impresión de que el «peligro ideológico» para Yugoslavia es despreciable, o que la «ventaja ideológica» para la Unión Soviética sea insignificante. Ambas adhieren a una ideología monopólica y en épocas de crisis, como la actual, esto podría debilitar y confundir al Estado más pequeño.

La última ola de expansión soviética, que está tomando lugar predominantemente a través de aventuras en las naciones subdesarrolladas, tomó a Yugoslavia por sorpresa. Igual que muchas naciones pequeñas en el Movimiento No Alineado, su habilidad para detectar y frenar la sutil erosión de seguridad nacional ya había sido socavada críticamente por un número enorme de declaraciones vacías e indisputablemente no controversiales. Y el expansionismo siempre proporciona a la potencia mayor una oportunidad de crear una «quinta columna ideológica». La necesidad de «sostener el socialismo» y mantener su monopolio acompañará inevitablemente a la debilidad interna en el Estado, lo que podría conducir a la absorción de los Estados comunistas más pequeños por los más fuertes y de designios más expansionistas. Esa fue la secuencia de eventos en Checoslovaquia y Hungría, con respecto a la estrategia política de la Unión Soviética. También podemos ver cómo está sucediendo esto ahora en Afganistán, así como en Camboya frente al régimen de Vietnam. El «rol conductor» es asignado siempre a aquellos que representan simbólicamente a la autonomía nacional; pero es compartido con los «internacionalistas», cuyo criterio es medido invariablemente con el metro de la lealtad a la Unión Soviética. No veo razón alguna para que Yugoslavia sea la excepción a esta regla.

FOCO DE INTERESES VITALES PARA LA URSS

Al igual que otros Estados en situaciones similares, Yugoslavia ha buscado la salvación en el equilibrio tradicional entre una gran potencia con respecto a otra. En tiempos de paz, inclusive, las grandes potencias tolerarán una política semejante. Pero cuando el propio equilibrio global es erosionado por los desórdenes del expansionismo, dicho acto de equilibrio se muestra como peligroso, lo que a su vez aumenta la vulnerabilidad de cualquier estabilidad interna que exista. El equilibrase deriva de la posición, y esa posición es tan importante y delicada como el mismo equilibrio. El destino de Yugoslavia ya ha tomado más peso con la intensificación de las crisis del Oriente Medio; de la misma manera, su vulnerabilidad se incrementa en la medida en que cada paso de fortalecimiento militar soviético se suma al desequilibrio de Europa. Yugoslavia no puede escapar de su destino como foco de la atención y del interés vital soviético. Sólo tiene que imaginarse la presencia del ejército soviético en el Adriático, flanqueado por una Italia inestable y una Grecia y una Turquía generalmente en desacuerdo. Dentro de esta perspectiva, resulta obvia la importancia crítica de Yugoslavia para cualquier dominio soviético del Mediterráneo y, últimamente, de Europa.

Entre tanto, continúan los intentos soviéticos para socavar la independencia de Yugoslavia, aunque superficialmente puedan parecer despreciables en la crónica de desórdenes globales. En los rangos del comunismo internacional persisten los ataques sectarios con predecible regularidad contra lo que se llama la actitud «revisionista» y antisoviética de Yugoslavia. Hasta hace muy poco la subversión había sido más visible en el Movimiento No Alineado, cuando Cuba y Vietnam se unieron para censurar la oposición yugoslava a la agresión vietnamita contra Camboya.

BULGARIA, EN SU PAPEL DE AGUIJÓN

Pero si estas «maniobras soviéticas» son esencialmente subrepticias, las presiones ejercidas por algunos países vecinos son audibles, enérgicas y cualquier cosa menos discretas. El papel de aguijón principal ha sido asignado a Bulgaria, que insiste en reclamar a Yugoslavia la república de Macedonia como territorio búlgaro. A diferencia de la mayor parte de los otros gobiernos europeos orientales, la burocracia partidista búlgara proclama sus vínculos «orgánicos» con la Unión Soviética con una persistencia que resulta bochornosa hasta para los mismos soviéticos. En las fases iniciales del asalto búlgaro, el Gobierno soviético estuvo ansioso por dejar que se supusiera que el reclamo búlgaro representaba una política nacional independiente de ese país. Durante los últimos años, sin embargo, las reglas del juego han cambiado, en la medida en que los soviéticos y otros miembros del Pacto de Varsovia ahora apoyan abiertamente la demanda búlgara. La tradición búlgara, de larga historia, ha sido procurar el apoyo de grandes potencias para implantar su objetivo de hegemonía agresiva en los Balcanes. Ahora parecería que Bulgaria está enloquecida con la fantasía de repetir en los Balcanes el rol asumido por Vietnam en Indochina.

Independientemente de esto, pero escogiendo el momento de sus acciones para fortalecer las pretensiones búlgaras, el Gobierno de Albania está agitando para anexionarse la minoría albana de Yugoslavia. El impulso de este nacionalismo es tan poderoso, no importa cuán fragmentario, que los territorios yugoslavos dominados por una población albana han sufrido un éxodo masivo de las minorías serbias y montenegrinas. Podríamos esperar más agitación y una continuada intervención albanesa, a la espera entre bastidores del momento más oportuno. Y estas son solamente algunas de las fricciones más graves que podrían intensificarse en un conflicto pleno entre Yugoslavia y sus vecinos más agresivos.

DESEMPLEO E INFLACIÓN

Además de estas crisis externas, debemos confrontar la creciente acumulación de problemas internos que se suman a la inestabilidad en aumento del actual orden político y social. Las crisis estructurales de la economía yugoslava son parte de la crisis económica internacional. No obstante, las dificultades de Yugoslavia en esta área han despertado poca atención en el escenario mundial y, en consecuencia, se ha hecho muy poco para mitigarlas. La agricultura todavía sufre del descuido en que cayó debido a la negativa ideológica de fortalecer la independencia del agricultor individual. Este temor ha contenido el impulso de la economía como un todo. En el plano industrial, la administración ineficiente y engorrosa ha impedido que la producción logre su capacidad plena. El déficit comercial es crónico, llegando a más de 5.000 millones de dólares el año último, con una deuda estimada de aproximadamente 15.000 millones de dólares. El desempleo —en una población de alrededor de 22 millones— afecta a más de 700.000 personas, a pesar del hecho de que hay más de un millón de yugoslavos trabajando en Europa occidental. Incluso los canales de información controlados han informado a menudo de la ineficacia de los órganos gubernamentales y partidistas y de su fracaso para tomar medidas correctivas, como en el caso de una extendida falta de observación de los controles de precios. Y hasta la Liga de Comunistas se ha vuelto menos selectiva, teniendo ahora alrededor de 1.800.000 miembros. Este aumento de «popularidad» ha ido de la mano con una declinación en «efectividad».

EL LIDERAZGO COLECTIVO PUEDE DESCOMPONERSE

El perfil de lo que ya es la era post-Tito se advierte principalmente en la elaboración de su programa de liderazgo colectivo dentro del país. Las relaciones entre las repúblicas yugoslavas están reguladas formalmente, y las tendencias divergentes —aún cuando son suprimidas— pueden volver a surgir otra vez en uno y otro momento, ya sea dentro de la economía o en el campo de las ideas. Se dice que la campaña para implementar el liderazgo colectivo está progresando sin problemas, pero esto puede ser una ilusión: persisten los informes de desacuerdos dentro de los rangos superiores, sugiriendo la existencia de conflictos específicos. Un sistema federal, aún si está basado en la igualdad estricta, raramente funciona en forma eficiente sobre la base del centralismo político. Es probable que en la medida en que suba la marea de los problemas internos y de los peligros externos, las diferencias de opinión se agudizarán en vez de modificarse. Más aún, la probabilidad de durabilidad para los liderazgos colectivos nunca ha sido muy firme. Resulta más difícil, entonces, alentar la esperanza de que Yugoslavia demuestre ser una anomalía, especialmente en vista de las tensiones anticipadas dentro del bloque comunista, de la ausencia de metas y programas nacionales mutuamente acordados, y del espectro del expansionismo soviético, que ávidamente ronda encima de todo.

En este artículo no he tratado de evaluar el significado de Yugoslavia en el escenario mundial, o de exponer ninguna opinión con respecto a las contribuciones que podría ofrecer para la estabilidad europea. He descrito solamente mi visión personal y compartido mis opiniones y algunas eventualidades posibles —pero no inevitables— que podrían ocurrir al amparo de la sombra tétrica del Estado soviético en expansión.

Milovan Djilas


[1] BLANCO Y NEGRO MADRID 02-07-1980 pp. 25-27

[2] BLANCO Y NEGRO MADRID 09-07-1980 pp. 25-27.

[3] BLANCO Y NEGRO MADRID 16-07-1980 pp. 25-27.

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