YUGOSLAVIA
Y LA EXPANSION DEL ESTADO SOVIETICO
(I)[1]
Milovan Djilas, el más
famoso de los disidentes yugoslavos, inicia con la publicación de este artículo en ByN —de
una serie de tres— un análisis de la realidad totalitaria y petrificada del
Estado Soviético, y de su expansionismo militar. Todo ello, en un marco internacional
de recrudecimiento de la política de bloques, a lo que hay que sumar la delicada
situación de Yugoslavia tras la muerte de Tito. Djilas, antiguo vicepresidente
de Yugoslavia, mantiene desde hace muchos años, apartado del poder, una
posición crítica sobre la «vía yugoslava al socialismo», que
le enfrentó con el fallecido mariscal Tito.
LA posibilidad de que el
mundo despertará una mañana para encontrarse con la sorpresa de un cambio
drástico —ya sea esperado o temido— en el sistema soviético de gobierno es tan
remota que sólo nos podemos maravillar de que la perspectiva siga siendo tan tentadora
para nosotros y provocando una preocupación internacional periódica. Quizá sea
porque todos estamos demasiado conscientes de la vulnerabilidad de nuestros
análisis e hipótesis con respecto inclusive a los sistemas políticos más «abiertos»
y flexibles, que no terminamos de asombramos con la intransigencia opaca del
sistema «cerrado», rígido, «perfecto», de la Unión Soviética y de
su indiscutible realidad en nuestros tiempos.
La peculiar futilidad de
estas especulaciones se hace aún más evidente cuando reflexionamos que el
sistema soviético se ha presentado a sí mismo como una idea monolítica desde el
primer momento: una estructura «cerrada» y diseñada para ser inmutable
al transcurso del tiempo, aun en el ardor de los primeros instantes de su
nacimiento; una estructura paralizada por sus arquitectos desde el comienzo y
hecha inmune a cualquier mutación, ya sea debida al crecimiento o al deterioro.
Al hablar de la rigidez
de este cerrado sistema soviético deberíamos saber que nos estamos refiriendo,
primero a su estructura orgánica, interna, y no a su relación con otros
sistemas de teoría política o social. Cualquier sistema que afirma personificar
a una entidad social sustantiva gravitará inexorablemente hacia la
consolidación y la eliminación o exclusión de cambios. Lo que es único con
respecto al sistema soviético es la promoción de esta condición mediante
acciones y medidas deliberadamente «conscientes», respaldadas e
impuestas por el Estado en una escala mucho mayor a la que pretendería
cualquier otro sistema de gobierno. Aquí nos enfrentamos con lo que debería ser
visto, dentro del orden soviético, como el incremento progresivo de su «inmutabilidad».
DESPOTISMO
ORIENTAL
A pesar de que sería
posible trazar un paralelo entre el sistema soviético y los regímenes
despóticos de Asia y de Oriente, es la forma soviética de gobierno la que tiene
el dudoso prestigio de destacarse como la más inflexiblemente implacable y
osificada en la historia moderna. Los elementos esenciales dentro de este
sistema —ideología, poder y capital— están indivisiblemente entretejidos.
Debilitar o mitigar uno de los brazos de este triunvirato colocaría, ya sea a
uno o a ambos de los otros dos, irremediablemente en peligro. Por ejemplo:
abandonar el concepto de posesión «colectiva» negaría fatalmente la
realidad del poder monopolizador. Permitir la tolerancia de ideologías «extrañas»
provocaría el escrutinio sin fin de la ineficacia y la insuficiencia de las
mismas premisas sobre las que descansa la ideología imperante.
Para asegurar que no
ocurra tal debilitamiento o grieta en esta estructura monolítica ha surgido una
clase ideológica, un estrato privilegiado creado para mantener un control
dominante, sino total, sobre la producción de las materias más básicas. Este estrato tiene un interés en el sistema cuya importancia no puede ser exagerada;
su desvelo para inspeccionar cada componente del todo es constante. En realidad,
y se puede decir que deriva del sistema no sólo su fuerza consciente, sino
también su existencia vital.
LAS
BUROCRACIAS PRIVILEGIADAS
LO que complica todo esto
es el marco del sistema soviético, que descansa sobre una unión fluctuante
entre la poderosa burocracia partidista de la Magna Rusia y las burocracias
partidistas menores, no rusas (ucranianas, georgianas, etcétera). Oficialmente,
cada burocracia otorga prioridad a la «unidad del todo» ideológica, por
encima de sus propios intereses individuales; en la realidad, sin embargo, cada
una trata de arrebatar para sí misma tanta autonomía y un interés tan grande en
el proyecto nacional como sea posible. El resultado es predicable: los no rusos,
aceptando la supremacía del «pueblo ruso» y de la «cultura rusa»,
ven a la burocracia partidista de la Magna Rusia como la «más merecedora»
e inevitablemente aceptan su grado de influencia. A su vez, y casi como si
fuera una idea tardía o un soborno, la burocracia partidista de la Magna Rusia
consiente (o recompensa) a las burocracias menores y subordinadas no rusas con
un margen limitado de «libre desenvolvimiento», permitiéndoles alentar y
disfrutar de ciertas áreas de sentimientos y conciencia nacionalistas.
El Estado soviético
conduce las relaciones con las naciones de Europa Oriental en una forma
similarmente elástica. Los vínculos con los partidos comunistas en los Estados
aliados o en las «democracias populares» son aún más flexibles; podemos
percibir sus contornos en términos tales como la «comunidad socialista»,
el «internacionalismo proletario» y otros como éstos. Podría decirse
que, en una parte significativa, el llamado Movimiento No Alineado abarca un
espectro de las relaciones —tanto en grado como en intensidad— que existen
entre la burocracia soviética y las burocracias más o menos hospitalarias en
otros países.
No obstante, esas
relaciones serán vistas como motivadas por una ideología y objetivos comunes, a
menudo idénticos, que ambas partes comparten. Ese objetivo, tan claramente
formulado por los líderes soviéticos, es la ideología que conocemos como
leninismo. La misma establece en forma decisiva las reglas del juego y las
bases en que ese juego será jugado. No se tolerará ninguna tendencia,
desviación o dirección de alternativa que no goce del aval de esa autoridad
ideológica; de allí la parálisis del pensamiento político soviético que ha
durado tanto tiempo. Debería notarse de pasada que ni un solo teórico
extranjero, particularmente ningún comunista, se ha cavado un nicho
significativo en el panteón de la teoría política soviética. Como consecuencia,
no es excesivo llagar a la conclusión de que el suelo soviético es sólo
hospitalario a la casta de almas esencialmente estériles.
LA
HERENCIA DEL IMPERIO ZARISTA
SERÍA inútil y
profundamente ingenuo formular cualquier estrategia o esperar un cambio que promueva
la democratización dentro del sistema soviético. Digo democratización porque
ello representaría el único cambio o mutación auténtica dentro del orden
monolítico soviético, y hasta ahora la democratización es un fenómeno casi
exclusivamente de Occidente.
Es igualmente engañoso, así
como fatalista, considerar al Estado soviético de hoy como el heredero
inevitable de la Rusia zarista, con un legado de impulsos morales y políticos
que no son inferiores o superiores a los que animaban al régimen que lo
precedió. Nadie disputará la herencia zarista de la Unión Soviética; es obvia
para todos, con la posible excepción de algunos espíritus nostálgicos o
amargados. Estamos tratando con la misma gente, ya sea que la llamemos zarista
o soviética. Yo diría, sin embargo, que el legado de la Rusia zarista es más
pronunciado en la estructura interna del Estado. Es decir, en su burocracia y
poderes centralizadores, que en las tendencias y designios imperialistas
externos de la URSS.
La Rusia zarista,
especialmente en la última mitad del siglo XIX, era, sin duda, un Estado más
bajo el imperio de la ley y, debido a ello, un país que podía permitir un
margen de libertad más amplio que la Unión Soviética. La autocracia, después de
todo, no es necesariamente sinónimo de absolutismo totalitario. Incluso cuando los
conflictos fueron planteados en un contexto de disputas ideológicas, fueron
relaciones prácticas las que determinaron la eliminación o destrucción de las
viejas formas y alentaron el florecimiento de las nuevas o que hasta el momento
no habían sido probadas. Cuando el poder soviético, aún bajo el liderazgo de
Stalin, fue confrontado con la agitación doméstica desde adentro —o con amagos
de amenazas desde fuera—, no tuvo otra opción sino la de recurrir a las
tradiciones rusas y llamar en su ayuda a las fuerzas del impulso nacionalista.
Fue así que la ideología del bolchevismo o del marxismo-leninismo suplantó al
dogma de la ortodoxia oriental, y el triunvirato del zar, la aristocracia y la
burguesía dio lugar a la autoridad de la burocracia partidista oligárquica.
Pero el pueblo mismo —igual que sus predecesores en el imperio de los zares— sigue
siendo ruso: constante en su mentalidad y disposición, en la naturaleza de su
experiencia y en sus relaciones con el mundo exterior.
La disputa constante
acerca de los puntos de diferencia entre la Rusia zarista y su sucesora
soviética —y especialmente acerca de la mística de una «Rusia eterna»
dentro del Estado soviético— es una fuente frecuente de conflictos entre los
disidentes soviéticos. Cuando se infiltra en los cálculos políticos de los
teóricos políticos en Occidente, sin embargo, se vuelve aún más debilitante:
una fuente de vacilaciones confusas.
La mayor parte de la
disputa se centra en la realidad de que la Rusia ortodoxa zarista fue también
una potencia mundial. La distinción más importante es que el poder y las
pretensiones del régimen zarista no se extendían más allá de un deseo legítimo
de proteger a su población ortodoxa y de una aspiración de tener acceso a los
puertos de agua templada de Europa o del Cercano Oriente. (Polonia es
invariablemente una excepción: para la Rusia ortodoxa zarista, la proximidad de
una Polonia católica fue hasta el final un punto de ansiedad y de
intranquilidad sospechosa.) Pero el expansionismo de la Rusia zarista fue casi
siempre dirigido hacia las más primitivas y atrasadas áreas asiáticas. La toma
del poder por los bolcheviques cambió todo esto. No obstante, inclusive los
mismos bolcheviques no se dieron cuenta del cambio hasta que Stalin, tomando
las riendas, lo hizo obviamente claro.
LA
TERCERA ROMA
AL igual que otras formas
de creencia cristiana, la ortodoxia oriental es un credo que trasciende las
fronteras nacionales, y que está comprometido con la esencia de la visión mesiánica
y la vocación. La distinción principal es que la jerarquía, el clero y los
fieles de cada Iglesia ortodoxa disfrutan de total autonomía dentro de sus
esferas nacionales separadas. La cualidad única del mesianismo ruso —tan
potente que puede casi ser visto como una fiebre en la sangre rusa, la fuente
al mismo tiempo de su gloria y de su debilidad— yace en su profunda atracción
de la conciencia y la cultura nacional, una atracción, mucho más grande que el
impulso mesiánico que inspira a otras iglesias dentro del abrazo ortodoxo.
En sus primeras fases —el período en que Moscú era conocida como «la tercera Roma»— ese fervor mesiánico
fue alimentado por la atracción de grandes masas de territorio asiático y sus
pueblos incontables, maduros para la conversión. En el período que siguió a la
Revolución francesa, Europa despertó bruscamente a la presencia de su
formidable rival en el Este, algo que había demorado en producirse. Con el
establecimiento del Estado soviético, ese mismo mesianismo histórico, en una
época primariamente un fenómeno religioso, reclamó para sí no sólo la
motivación racional de una ideología, sino que se asentó en una base y forma de
organización ya establecidas. El filósofo ruso Nikolai Berdyaev discernió la
naturaleza esencial de esta transición cuando percibió en el bolchevismo una
mutación transformada del mesianismo ruso.
Con el desmantelamiento
del Estado zarista y su reconstitución como un Estado soviético, se produjeron
cambios no sólo en la forma y en el ejercicio del poder y de la propiedad, sino
también en lo que se veía como el destino global de Rusia. Desde el mismo
comienzo fue montado el escenario para que el impulso mesiánico operase dentro
de un designio global, propulsado por una fundación política concreta. La Rusia
soviética, así como el Estado soviético, fueron movilizados como centros
ideológicos del movimiento comunista internacional. Stalin y sus sucesores
aceleraron el proceso, promoviendo la evolución de un centro militar imperial
de agitación revolucionaria, y oligarquía partidista. Ahora podemos ver que
semejante evolución fue natural, incluso inevitable, pero determinada menos por
el legado asiático despótico que la precedió que por la naturaleza de la
maquinaria burocrática leninista.
Para una burocracia
semejante, el mantenimiento de su monopolio interno esencial no era posible sin
la misión paralela de «liberación» global, o sea, sin expansionismo, y
un expansionismo de una clase predominantemente militar. Este nuevo imperativo
no tuvo precedente en la vieja Rusia zarista, que ni tuvo semejante fuerza ni
entretuvo semejantes aspiraciones. El Estado soviético había sido fundado bajo
la suposición infalible de que su propia consolidación sería acompañada por la
desintegración inevitable de los mundos capitalista y colonial. En muchas
formas esa suposición ha sido confirmada, aunque la Unión Soviética de ninguna
manera ha abandonado o se ha retirado de su política de explotación y
expansión. Lo que ocurrió es que el Estado soviético ha asignado a sus
designios imperiales variaciones nuevas y aún más engañosas del tema.
UNA
CLASE DIRIGENTE PETRIFICADA
EN el curso de varias
generaciones, la Unión Soviética ha crecido de una nación semifeudal y
semi-colonial hasta convertirse en una superpotencia industrial, con una clase
gobernante que deriva su autoridad del sector militar, mientras se concentra en
el desarrollo de la industria pesada, que siempre ha sido prioritaria para los
arquitectos del Estado soviético. Aun cuando la Unión Soviética tiene que
admitir una de las rentas per cápita más bajas en la comunidad de potencias
grandes, sigue siendo el principal productor de acero, petróleo, carbón y muy
posiblemente armamentos. Con el desarrollo de armas atómicas ha logrado una inexpugnabilidad
que la proyecta, sin calificativos, como la otra superpotencia.
La Unión Soviética como
la vemos hoy, esencialmente incapaz de cambio interno y comprometida por su
mandato de expansión externa, sobrevivirá todo el tiempo que su clase
gobernante pueda sostenerse sin erosión. Esa clase no tiene ninguna ilusión de
que Occidente, y particularmente los Estados Unidos, vaya a abandonar la
motivación de las ganancias y el objetivo del progreso tecnológico como los
componentes fundamentales de su ideología. Por tanto, no se puede anticipar el
surgimiento de personas y formas de pensamiento algo más razonables y moderadas
entre los miembros de la clase gobernante. Si eso llegara a ocurrir, será
atribuido al juego fortuito de las corrientes de poder y no a ninguna
percepción de la necesidad de un cambio deseable, tal como una forma de
pensamiento más pragmática u «occidental».
La misma mentalidad dicta
la política básica soviética en la cuestión de la agresión. Nada contendrá su
impulso imperial hacia la expansión, excepto un freno vigilante y permanente
desde afuera. La distribución actual de fuerzas militares en los mundos
occidental y no alineado, las preocupaciones económicas internas y la
orientación «consumista» de esos mismos mundos, y la realidad de una
China subdesarrollada, permiten albergar una pequeña esperanza de que en el
futuro cercano la Unión Soviética no podrá confrontar cualquier barrera
implacable de contención.
Con el surgimiento del
Estado soviético, el mundo entró en una época de irracionalidad ideológica y,
por lo tanto, de estrategias inimaginables de agresión. La futilidad de los
esfuerzos lógicos, sociológicos e históricos para desatar este nudo gordiano es
evidente, aun cuando tales intentos nos han permitido algunas miradas
retrospectivas valiosas. Los que deseen vivir en un orden de libertad diferente
al determinado por el designio soviético deben, en último análisis, confiar en
el poder de la razón redimida, una fortaleza intelectual aclarada y la
necesidad dolorosa de la preparación militar.
(II)
LA HIPOCRESIA DEL SISTEMA[2]
HENRY Kissinger y George
Kennan se contaron entre los presentes en una cena ofrecida en mi honor en
Nueva York en 1968. El momento estuvo dominado por la invasión soviética de
Checoslovaquia y todos estuvimos más o menos de acuerdo en que la ideología
marxista-leninista podía ser considerada oficialmente moribunda. Desde
entonces, esa ideología no ha dado signos de revívimiento o vitalidad. Pero aún
así pienso ahora que un análisis más penetrante en aquella ocasión habría revelado
que una ideología —inclusive una tan degradada e inmoral como la soviética— no se
agota tan simplemente, ni cede con tanta facilidad a la disolución inevitable.
El fundamento de la
ideología soviética es utópico y habrá adherentes a una fantasía utópica,
aunque sea tan ostensiblemente «científica» como la soviética, mientras
haya seres humanos dispuestos a abrazarla con fe y sacrificios. También
podríamos especular que siempre habrá una ideología marxista-leninista mientras
haya «verdaderos creyentes» soviéticos, y particularmente aquellos para
quienes hay posibilidades realistas de control y monopolio del poder dentro de
una burocracia ideológica. La base «científica» de la ideología no es lo
que atrae su lealtad, como tampoco lo son los hallazgos potenciales que podrían
hacerse dentro de la matriz del pensamiento marxista y leninista. Lo que motiva
a esas personas es la aspiración del poder total y el dominio del aparato
político, una realidad mucho más vital y sostenida que el rigor mortis de un
sistema intelectual paralizado y fosilizado desde su mismo comienzo.
En su dependencia exclusiva
de la verdad científica, y en su convicción de que estaba creando una ciencia
social Marx lanzó una ideología, una doctrina disponible como instrumento de
acción. Pero cuando dio la última pincelada a su creación también negó la
posibilidad de críticas. Los marxistas que sucedieron a Marx no añadieron, ni
podían hacerlo, nada esencial a su formulación monolítica; logran atención sólo
como diseminadores y practicantes. Todos los intentos de «desarrollar» el
marxismo, de enriquecerlo o de abrirlo, han fracasado; el resultado,
invariablemente, es el abandono. Aun así, los fundamentos de la ideología
marxista han permanecido inmutables, con su persistencia confirmada como una
religión «científica» o pseudo religión, para ser usada o adaptada a
pesar de las desviaciones impuestas por las circunstancias.
EL
MARXISMO ES INMUTABLE
EN esta inmutabilidad, en
la convicción de que esta ideología corporiza la última verdad científica,
descansa la paradoja aparente de la longevidad del marxismo. El marxismo es
ideológicamente inmortal; la burocracia partidista necesita confirmación de su
propia inmortalidad —de donde viene la cohesión ideal de ideología y burocracia
partidista— hasta que se marchita el Estado. Teóricamente esa misma burocracia
partidista podría suscribir a otra ideología, no marxista, sólo a condición de
la seguridad de que semejante alternativa consolidará y afirmará su existencia
perpetua. (Durante la Segunda Guerra Mundial tuve una conversación en el
cuartel general de Tito con el jefe de la misión militar soviética, general Korneyev.
Observó que durante el temprano éxito de las fuerzas de Hitler en Rusia, el
liderazgo político de la Unión Soviética había jugado con la noción de
introducir la ortodoxia oriental como una fuerza ideológica. Sin embargo,
aunque ahora esto nos pueda parecer incomprensible, debemos recordar que en esa
época la URSS se hallaba en un peligro mortal.) La seducción e inclusive el
genio del marxismo descansa en su capacidad para prestarse a cualquier contingencia
y aún así retener toda la apariencia de una verdad inmutable.
El sistema soviético
junto con otras variantes del comunismo revelan su hipocresía esencial a medida
que obtienen más poder y más fuerza. Entonces no tienen la necesidad de una
ideología como una fuerza organizadora en el mismo grado en que la tuvieron en
sus etapas anteriores, más primitivas. Lo que requieren, en cambio, son
pretextos para mantener su control interno y para engañar a la opinión pública «extranjera». Sin esos pretextos el sistema
soviético se hallaría completamente a la deriva, sin fundamentos. Sólo por eso
la ideología es crucial y debe ser sostenida. Y el sentido de lucha ideológica,
inclusive combate, seguirá siendo parte integral de cualquier división que se
produzca en los mundos soviético y no soviético.
Precisamente debido a que
la ideología marxista-leninista es la principal doctrina del poder burocrático
partidista, las divisiones legitimas entre los diversos países comunistas
—discretos desarrollos nacionales— deberían ser sometidas idealmente una
interpretación más o menos compatible. Así es que, mientras todos adhieren
oficialmente al «método científico», el revisionismo sigue siendo un peligro
constante y hoy es virtualmente imposible encontrar a alguien en la constelación
soviética que no sea un «revisionista» a los ojos de otros. Y aunque hemos
visto al comunismo desintegrarse como un movimiento global, la declinación
gradual de su unidad de organización, no hemos observado ninguna flaqueza en la
lealtad a la «doctrina». Las diferencias doctrinarias, a menudo
fingidas, todavía son visibles, pero ahora sólo sirven para ocultar las
aspiraciones de supremacía y dominio de uno u otro partido. Todos siguen siendo
comunistas fieles y cada partido afirma ser el elegido.
Las instancias más
notables de esta paradoja, desde luego, han sido, por un lado, la ruptura entre
la Unión Soviética y Yugoslavia —un país pequeño que lucha por mantener su
independencia— y, por el otro, el rompimiento violento entre la Unión Soviética
y China, una potencia mundial que procura jugar un rol apropiado en la escena
mundial. Existen, ciertamente, otros ejemplos de partidos comunistas que se han
negado a seguir la línea oficial soviética. Realmente, creo que el número de
conflictos entre Estados comunistas posiblemente aumentará en el futuro; y ya
estamos presenciando las disputas entre Vietnam y Camboya y entre Etiopía y
Somalia.
SISTEMA
MILITAR E IMPERIAL
PERO ciertas realidades
son indisputables y de la mayor importancia para evaluar la situación actual y
futura:
1) Ni un solo país
comunista, o su partido comunista —inclusive aquellos países y partidos que han
reñido con la Unión Soviética—, ha abandonado jamás la ideología marxista-leninista
o el mandamiento político del monopolio del poder. Aunque el comunismo, como lo
confrontamos hoy, no es exclusivamente un fenómeno de origen ruso, su
naturaleza esencial no se ha alterado. La simple separación de la «fortaleza
del comunismo global» soviética no niega su realidad como comunismo. Esta
observación es especialmente pertinente en la situación actual, debido a que no
debemos excluir la posibilidad teórica de que algún sector comunista futuro
pueda adoptar el pluralismo ideológico como arma en su lucha por la
supervivencia.
2) Las rupturas y fluctuaciones dentro del comunismo no han
debilitado, al menos hasta ahora, a los movimientos independientes. En
realidad, podrían sugerir la naturaleza de mutaciones nacionales cualitativas
por venir aún más profundas.
3) El requerimiento de apoyo de partidos comunistas extranjeros,
aunque no puede desecharse, se ha convertido en un elemento de menor
importancia en la política exterior soviética. El desarreglo del comunismo
mundial encuentra hoy a la Unión Soviética, bajo el gobierno de Brezhnev, en un
estado de estabilidad burocrática interna relativa; externamente, el clima no
sólo es propicio para la expansión, sino que clama por ella. Paradójicamente,
tras su declinación como un movimiento y una ideología internacional, el
comunismo ha infundido nueva vitalidad a la inevitable tendencia del Estado
soviético hacia la expansión sino que clama por ella. Paradójicamente, tras su
declinación como un movimiento y una ideología internacional, el comunismo ha
infundido nueva vitalidad a la inevitable tendencia del Estado soviético hacia
la expansión global.
En esencia, el Estado
soviético es un sistema militar imperial que combina la ineficacia interna con
un impulso hacia la expansión y, al igual que todos los imperios que lo
precedieron, está condenado a la decadencia debido a su secreto y
estancamiento. Su marcha hacia la expansión sólo puede ser contenida por
fuerzas que alteren el sistema, que lo reorienten hacia problemas y asuntos
que sean de naturaleza no mesiánica En la actualidad ninguna de esas fuerzas es
aparente; las corrientes menores que albergarían y promoverían el cambio por
medio de la reforma son fragmentarias y casi inexistentes.
Aquí debo subrayar que la
noción de podredumbre o decadencia, así como la de estancamiento, deben ser interpretadas
en forma relativa. Ciertamente, el sistema está cambiando, quizá inclusive
«mejorando», en la misma forma en que podría surgir una nueva vida de la
declinación de formas vivientes; eso fue evidente inclusive durante la
implacable era de Stalin, cuando sobrevivió algo de la riqueza y de la
diversidad de la vida. Pero mientras el sistema siguió cerrado a una influencia
extranjera o extraña, el proceso de cambio fue frenado. Cuando quiera que los
nuevos gobernantes permitieron una ojeada furtiva al mundo exterior,
generalmente para asegurar su posición, abrieron inadvertidamente una «caja
de Pandora» de ideas y sentimientos «extranjeros». Y muy en la forma
en que lo había predicho Marx, las opiniones disidentes se multiplicaron como
las sabandijas, tanto en la Unión Soviética como en los otros países de Europa
oriental. En los países oprimidos bajo el dominio soviético, casi todas las
voces disidentes de lo que prefiero llamar la oposición, están dirigidas contra
la hegemonía soviética; en la Unión Soviética están dirigidas contra el propio
sistema. En el contexto actual, me limitaré a comentar al significado de esas
corrientes.
Mi opinión es que, dado el
equilibrio actual del poder mundial, no son realistas ni propicias las
perspectivas del surgimiento de un nuevo orden o de cambios sustanciales en la
estructura del Estado soviético y sus satélites. Con toda simplicidad: en
ausencia de esa turbulencia revolucionaria que es el preludio inevitable dé la
confrontación militar y mientras el sistema soviético siga buscando nuevas
oportunidades de expansión, tengo la convicción de que los países de Europa
oriental encontrarán irrompible el yugo soviético y considerarán fútil la
posibilidad de cualquier cambio interno decisivo.
Aún así, sería cruelmente
miope y debilitante que el mundo no comunista descuente o deseche como poco
importantes a estas corrientes opositoras —especialmente a las que hay dentro
de la Unión Soviética—, simplemente debido a su carencia de poder. Nada ocurre
jamás en este mundo nuestro sin que tenga ecos de los rincones más distantes.
El Occidente contemporáneo, infectado como está por un profundo exceso de
pragmatismo, y endurecido por la preocupación por su propia seguridad y
prosperidad material, olvida demasiado fácilmente que la vida en nuestro
planeta es toda de una pieza, que el sufrimiento y las esperanzas de uno
afectan al destino de todos.
LOS
DISIDENTES Y EL FUTURO
EL gran significado de
las voces disidentes en la Unión Soviética es que representan una corriente de
oposición permanente, imposible de desarraigar. La disidencia, nacida del
atraso y la opresión, representa una negación del sistema. Ofrece prueba
concreta y vital de que todos los sistemas monolíticos semejantes son
transitorios y que la creencia «científica» en la posibilidad de
construir una «sociedad perfecta» ha fracasado.
Más aún, en su
susceptibilidad a las influencias de afuera, estas manifestaciones disidentes
socavan la dimensión fatalista, esclavizada, de una unidad y designio
inmutables en el orden social. Indican la visión alternativa de un mundo
superior, sin la cual los pueblos, así como las naciones, podrían perder o
abandonar su identidad. También, indudablemente, actúan como agentes vigilantes
de escrutinio, desenmascarando al monopolio de poder ideológico como pretexto
para el ejercicio de licencias y privilegios inmerecidos. Su presencia contiene
la arrogancia del Gobierno, forzando a los gobernantes a observar por lo menos
un mínimo de buenas maneras y respeto, y sostiene a los patriotas e idealistas
en su consistencia y determinación. Aunque el proceso de fermentación que han
iniciado se halla sólo en su fase más temprana, lo cual podría explicar algo de
la fragilidad y naturaleza contradictoria de las políticas y posiciones
disidentes, el impacto de ese proceso últimamente es el de debilitar el
imperialismo ideológico de la Unión Soviética. Y aunque la presencia interna de
tales fuerzas no puede cambiar al Oriente, las mismas contribuyen a movilizar
la unidad espiritual en Occidente y, como tales, deben ser vistas como los
precursores del futuro.
(y
III) EN LA ESFERA SOVIETICA[3]
ES un acto de imaginación
parcial e incompleta señalar a Yugoslavia como el primer Estado Socialista que
arranca su autonomía del dominio soviético. En vez de ello, Yugoslavia debería
ser considerada como un ejemplo de cómo cualquier Estado comunista, o cualquier
partido comunista debe, inevitablemente, al romper con la Unión Soviética,
adquirir una singularidad y encaminarse hacia la realización de su destino
nacional potencial.
La «crisis moral»
en los partidos comunistas, provocada por la arremetida en contra de Yugoslavia
en 1948, evolucionó en una corriente de resistencia nacional después de la
muerte de Stalin, en 1953. Es apropiadamente vista como uno de los eventos que
alteraron el balance de poderes internos dentro de cualquier estructura burocrática
dada. También impusó a ciertos comunistas la necesidad de un ajuste y una
reinterpretación de sus concepciones del comunismo; en algunos casos cambió la
percepción del propio comunismo. Dentro de los diversos partidos comunistas, y
bajo ciertas condiciones, el componente nacional se convierte en el elemento
dominante. El internacionalismo, igualado con la fidelidad hacia la Unión
Soviética y, por tanto, uno de los dogmas del marxismo-leninismo más sagrados,
si no el más sagrado, comienza a derrumbarse.
La nueva realidad fue acompañada
comprensiblemente por la ilusión de que algunos países y partidos
experimentarían cambios internos extremos. Esto no ocurrió, ni siquiera en
Yugoslavia, donde se produjeron quizá los cambios más grandes de todos. Los
adherentes a Stalin, desilusionados y sin una línea de sucesión, no pudieron surgir
en 1948 como supremos en la estructura gobernante sin la intervención
soviética, una intervención para la cual los únicos pretextos podrían haber
sido «la defensa contra el imperialismo», «la comunidad socialista»,
y así por el estilo. Semejantes motivaciones transparentes para la agresión
estaban fuera de la cuestión en esa época, y por tanto la vieja guardia estalinista
no tuvo otra alternativa que transigir.
Lo que sucedió fue un
ablandamiento de las disputas ideológicas entre Yugoslavia y la Unión
Soviética. Con el tiempo la ideología se convirtió en un instrumento de presión
y ataque, un medio de regateo y engaño en busca del poder en las relaciones
yugoslavas-soviéticas. No obstante, la esencia del conflicto permaneció constante:
la lucha entre un gran poder nacional hegemónico y un pequeño Estado agudamente
consciente del riesgo habitual que corría. Tito, entendiendo esta realidad, se
retiró pragmáticamente de la disputa ideológica y continuó manteniendo lazos
firmes en las relaciones interestatales entre Yugoslavia y la Unión Soviética.
Si hubiera escapado de esta renovación aparente de cooperación ideológica,
Yugoslavia podría haber disfrutado de un destino más feliz. Pero —como un
Estado comunista— no pudo rechazar la admisión soviética de los «errores»
de Stalin sin aislarse a sí misma dentro del mundo comunista.
LOS
NO ALINEADOS Y LA NEUTRALIDAD YUGOSLAVA
El sistema político de
Yugoslavia, y especialmente su «lealtad ideológica», le impidieron
buscar cualquier apoyo considerable en Occidente, y menos aún en Europa. En vez
de ello, encontró un refugio «natural» en su afinidad con el Movimiento
No Alineado. Debido a su delicada posición, Yugoslavia suscribió e inició a
menudo ansiosamente declaraciones «antiimperialistas», porque tales
pedidos de agitación e intervención en otros lados no le significaban un peligro
real, mientras que le servían para fortalecer y confirmar su neutralidad
independiente con respecto a la Unión Soviética.
Los soviéticos vigilaron todas estas estratagemas sutilmente, especialmente aquellas relacionadas con los países menos desarrollados y con aquellos partidos enrolados en el Movimiento No Alineado. El énfasis en el motivo antiimperialista había preparado el terreno para los soviéticos, y ellos prontamente dirigieron su atención a aquellas situaciones que ofrecían el margen más amplio de oportunidades. La Conferencia de Países No Alineados en La Habana en 1979 fue una de estas ocasiones, y con la ayuda de los Estados «izquierdistas», los soviéticos la infiltraron fácilmente. Al mismo tiempo que la unidad del movimiento fue preservada simbólicamente por un acuerdo universal de adherir a los «principios básicos» —una condición en la que Yugoslavia había insistido enfáticamente— ganaron terreno en forma constante el reconocimiento de la «facción» pro-soviética y la justificación de las intervenciones pro-soviéticas. La declaración final de no alineación, redactada con la participación activa de Cuba y Vietnam, incorporó los rasgos soviéticos distintivos y las dinámicas de la revolución.
En la actualidad,
Yugoslavia confronta un vacío político. Difícilmente está amenazada por la
ideología soviética, puesto que comparte una afinidad básica con la misma. Aún
así no desearía dejar la impresión de que el «peligro ideológico» para
Yugoslavia es despreciable, o que la «ventaja ideológica» para la Unión
Soviética sea insignificante. Ambas adhieren a una ideología monopólica y en
épocas de crisis, como la actual, esto podría debilitar y confundir al Estado
más pequeño.
La última ola de
expansión soviética, que está tomando lugar predominantemente a través de
aventuras en las naciones subdesarrolladas, tomó a Yugoslavia por sorpresa.
Igual que muchas naciones pequeñas en el Movimiento No Alineado, su habilidad
para detectar y frenar la sutil erosión de seguridad nacional ya había sido
socavada críticamente por un número enorme de declaraciones vacías e
indisputablemente no controversiales. Y el expansionismo siempre proporciona a
la potencia mayor una oportunidad de crear una «quinta columna ideológica».
La necesidad de «sostener el socialismo» y mantener su monopolio
acompañará inevitablemente a la debilidad interna en el Estado, lo que podría
conducir a la absorción de los Estados comunistas más pequeños por los más
fuertes y de designios más expansionistas. Esa fue la secuencia de eventos en
Checoslovaquia y Hungría, con respecto a la estrategia política de la Unión
Soviética. También podemos ver cómo está sucediendo esto ahora en Afganistán,
así como en Camboya frente al régimen de Vietnam. El «rol conductor» es
asignado siempre a aquellos que representan simbólicamente a la autonomía
nacional; pero es compartido con los «internacionalistas», cuyo criterio
es medido invariablemente con el metro de la lealtad a la Unión Soviética. No
veo razón alguna para que Yugoslavia sea la excepción a esta regla.
FOCO
DE INTERESES VITALES PARA LA URSS
Al igual que otros
Estados en situaciones similares, Yugoslavia ha buscado la salvación en el
equilibrio tradicional entre una gran potencia con respecto a otra. En tiempos
de paz, inclusive, las grandes potencias tolerarán una política semejante. Pero
cuando el propio equilibrio global es erosionado por los desórdenes del
expansionismo, dicho acto de equilibrio se muestra como peligroso, lo que a su
vez aumenta la vulnerabilidad de cualquier estabilidad interna que exista. El
equilibrase deriva de la posición, y esa posición es tan importante y delicada
como el mismo equilibrio. El destino de Yugoslavia ya ha tomado más peso con la
intensificación de las crisis del Oriente Medio; de la misma manera, su
vulnerabilidad se incrementa en la medida en que cada paso de fortalecimiento
militar soviético se suma al desequilibrio de Europa. Yugoslavia no puede
escapar de su destino como foco de la atención y del interés vital soviético.
Sólo tiene que imaginarse la presencia del ejército soviético en el Adriático,
flanqueado por una Italia inestable y una Grecia y una Turquía generalmente en
desacuerdo. Dentro de esta perspectiva, resulta obvia la importancia crítica de
Yugoslavia para cualquier dominio soviético del Mediterráneo y, últimamente, de
Europa.
Entre tanto, continúan
los intentos soviéticos para socavar la independencia de Yugoslavia, aunque
superficialmente puedan parecer despreciables en la crónica de desórdenes
globales. En los rangos del comunismo internacional persisten los ataques
sectarios con predecible regularidad contra lo que se llama la actitud «revisionista»
y antisoviética de Yugoslavia. Hasta hace muy poco la subversión había sido más
visible en el Movimiento No Alineado, cuando Cuba y Vietnam se unieron para
censurar la oposición yugoslava a la agresión vietnamita contra Camboya.
BULGARIA,
EN SU PAPEL DE AGUIJÓN
Pero si estas «maniobras soviéticas» son esencialmente subrepticias, las presiones ejercidas por algunos países vecinos son audibles, enérgicas y cualquier cosa menos discretas. El papel de aguijón principal ha sido asignado a Bulgaria, que insiste en reclamar a Yugoslavia la república de Macedonia como territorio búlgaro. A diferencia de la mayor parte de los otros gobiernos europeos orientales, la burocracia partidista búlgara proclama sus vínculos «orgánicos» con la Unión Soviética con una persistencia que resulta bochornosa hasta para los mismos soviéticos. En las fases iniciales del asalto búlgaro, el Gobierno soviético estuvo ansioso por dejar que se supusiera que el reclamo búlgaro representaba una política nacional independiente de ese país. Durante los últimos años, sin embargo, las reglas del juego han cambiado, en la medida en que los soviéticos y otros miembros del Pacto de Varsovia ahora apoyan abiertamente la demanda búlgara. La tradición búlgara, de larga historia, ha sido procurar el apoyo de grandes potencias para implantar su objetivo de hegemonía agresiva en los Balcanes. Ahora parecería que Bulgaria está enloquecida con la fantasía de repetir en los Balcanes el rol asumido por Vietnam en Indochina.
Independientemente de
esto, pero escogiendo el momento de sus acciones para fortalecer las
pretensiones búlgaras, el Gobierno de Albania está agitando para anexionarse la
minoría albana de Yugoslavia. El impulso de este nacionalismo es tan poderoso,
no importa cuán fragmentario, que los territorios yugoslavos dominados por una
población albana han sufrido un éxodo masivo de las minorías serbias y montenegrinas.
Podríamos esperar más agitación y una continuada intervención albanesa, a la
espera entre bastidores del momento más oportuno. Y estas son solamente algunas
de las fricciones más graves que podrían intensificarse en un conflicto pleno
entre Yugoslavia y sus vecinos más agresivos.
DESEMPLEO
E INFLACIÓN
Además de estas crisis
externas, debemos confrontar la creciente acumulación de problemas internos que
se suman a la inestabilidad en aumento del actual orden político y social. Las
crisis estructurales de la economía yugoslava son parte de la crisis económica internacional.
No obstante, las dificultades de Yugoslavia en esta área han despertado poca
atención en el escenario mundial y, en consecuencia, se ha hecho muy poco para
mitigarlas. La agricultura todavía sufre del descuido en que cayó debido a la
negativa ideológica de fortalecer la independencia del agricultor individual. Este
temor ha contenido el impulso de la economía como un todo. En el plano
industrial, la administración ineficiente y engorrosa ha impedido que la
producción logre su capacidad plena. El déficit comercial es crónico, llegando
a más de 5.000 millones de dólares el año último, con una deuda estimada de
aproximadamente 15.000 millones de dólares. El desempleo —en una población de
alrededor de 22 millones— afecta a más de 700.000 personas, a pesar del hecho
de que hay más de un millón de yugoslavos trabajando en Europa occidental.
Incluso los canales de información controlados han informado a menudo de la
ineficacia de los órganos gubernamentales y partidistas y de su fracaso para
tomar medidas correctivas, como en el caso de una extendida falta de
observación de los controles de precios. Y hasta la Liga de Comunistas se ha
vuelto menos selectiva, teniendo ahora alrededor de 1.800.000 miembros. Este
aumento de «popularidad» ha ido de la mano con una declinación en «efectividad».
EL
LIDERAZGO COLECTIVO PUEDE DESCOMPONERSE
El perfil de lo que ya es
la era post-Tito se advierte principalmente en la elaboración de su programa de
liderazgo colectivo dentro del país. Las relaciones entre las repúblicas
yugoslavas están reguladas formalmente, y las tendencias divergentes —aún
cuando son suprimidas— pueden volver a surgir otra vez en uno y otro momento,
ya sea dentro de la economía o en el campo de las ideas. Se dice que la
campaña para implementar el liderazgo colectivo está progresando sin problemas,
pero esto puede ser una ilusión: persisten los informes de desacuerdos dentro de
los rangos superiores, sugiriendo la existencia de conflictos específicos. Un
sistema federal, aún si está basado en la igualdad estricta, raramente funciona
en forma eficiente sobre la base del centralismo político. Es probable que en
la medida en que suba la marea de los problemas internos y de los peligros
externos, las diferencias de opinión se agudizarán en vez de modificarse. Más
aún, la probabilidad de durabilidad para los liderazgos colectivos nunca ha
sido muy firme. Resulta más difícil, entonces, alentar la esperanza de que
Yugoslavia demuestre ser una anomalía, especialmente en vista de las tensiones
anticipadas dentro del bloque comunista, de la ausencia de metas y programas
nacionales mutuamente acordados, y del espectro del expansionismo soviético, que
ávidamente ronda encima de todo.
En este artículo no he
tratado de evaluar el significado de Yugoslavia en el escenario mundial, o de
exponer ninguna opinión con respecto a las contribuciones que podría ofrecer
para la estabilidad europea. He descrito solamente mi visión personal y
compartido mis opiniones y algunas eventualidades posibles —pero no
inevitables— que podrían ocurrir al amparo de la sombra tétrica del Estado
soviético en expansión.
Milovan Djilas
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