lunes, 6 de marzo de 2023

Nathan Gardels y Marilyn Berlin Snell entrevistan a Iván Illich (ABC, 9 de julio de 1989)


Ivan Illich: «La vida moderna implica la muerte de la naturaleza»

Por su innovadora crítica de la sociedad industrial, que comenzó hace ya más de una década en sus libros Energy and Equity, Medical Nemesis y Toward a History of Needs, el filósofo Ivan Ilich está considerado uno de los pensadores que fundaron el movimiento ecológico. Par él la vida moderna implica la muerte de la naturaleza, y los actuales procesos de desintegración de la capa de ozono y de calentamiento de atmósfera son consecuencia de un crecimiento industrial que no puede entenderse corno progreso. A menudo se le llama «profeta de una era de límites». La entrevista se realizó en su casa, en las faldas de la Sierra Madre mexicana.

Por su radical crítica de la sociedad industria hace quince o veinte años se le considera uno de los pensadores que fundaron el movimiento del medio ambiente. Ahora, muchos de sus conceptos han pasado al vocabulario de las instituciones establecidas del industrialismo y el desarrollo. El Banco Mundial habla ahora de «desarrollo sostenible» e incorpora consideraciones ecológicas cuando patrocina proyectos de desarrollo económico. George Bush, Margaret Thatcher y Mijaíl Gorbachov se preocupan públicamente de la capa de ozono y prometen una «agenda con protección al medio ambiente». ¿Qué es lo que ha cambiado?

—Lo que ha cambiado es que nuestro sentido común ha comenzado a buscar un lenguaje para hablar de la sombra que arroja nuestro futuro.

La tesis central de buena parte de mis primeras obras era que la mayoría de las desgracias causadas por el hombre —desde el cáncer y la ignorancia de los pobres hasta el hacinamiento urbano, la escasez de viviendas y la contaminación del aire— son subproductos de las instituciones de la sociedad industrial, que en principio estaba destinada a proteger del medio ambiente al hombre común, mejorar su situación y aumentar su libertad. Al traspasar los límites que la naturaleza y la historia imponen al hombre, la sociedad industrial engendró enfermedad y sufrimiento... ¡en nombre de la eliminación de la enfermedad y el sufrimiento!

En esta crítica inicial, recordaba yo la advertencia de Homero sobre el juicio condenatorio de Némesis. Arrastrado por la pleonexia o codicia radical, Prometeo traspasó los límites de la condición humana. Lleno de hubris, o presunción desmesurada, arrebató fuego del cielo y, como consecuencia, atrajo sobre sí la condenación. Fue encadenado a una roca, un águila se cebaba en su hígado y despiadados dioses curadores le mantenían vivo sanándole el hígado todas las noches. El encuentro de Prometeo con Némesis es una memoria inmortal de lo inescapable que es el desquite cósmico.

Era común a todas las éticas preindustriales la idea de que la gama de actividades humanas estaba estrechamente circunscrita. La tecnología era un mesurado tributo a la necesidad, o el instrumento que había de facilitar cualquier acción que eligiera la humanidad. En tiempos más recientes, merced a nuestro desordenado intento de transformar la condición humana con la industrialización, nuestra cultura entera ha caído presa del rencor de los dioses. Ahora, el hombre común se ha hecho Prometeo, y Némesis se ha convertido en endémica; es el reflujo del progreso. Somos rehenes de una forma de vida que provoca la condenación.

El hombre no puede vivir sin sus coches que eructan CO2, ni los rociantes desodorantes de fluorocarbono que destruyen la biosfera. No puede pasarse sin su terapia radiactiva, sus plaguicidas o sus bolsas de plástico no biodegradable en el supermercado. Si ha de sobrevivir la especie, decía yo en mis primeras obras, sólo podrá hacerlo cuando aprenda a habérselas con Némesis. La destrucción de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera terrestre, la irreversible y progresiva desaparición de variedades genéticas... todas estas cosas traen a la conciencia fas consecuencias de nuestras transgresiones prometeicas.

Ya no nos es tolerable pensar las bombas nucleares como armas; las conoce ahora como instrumentos de autoaniquilación. La capa de ozono en proceso de desintegración y la atmósfera que se caldea están haciendo que sea intolerable pensar en el crecimiento industrial como progreso; ahora se nos aparece como una agresión contra la condición humana. Quizá por primera vez podemos imaginarnos que, como dijo en cierta ocasión Samuel Beckett, «esta Tierra podría estar deshabitada».

—¿Cómo el «desarrollo» ha transformado nuestra relación con la naturaleza?

—El «desarrollo» es uno de esos términos modernos que expresan rebelión contra la «necesidad» que gobernaba todas las sociedades hasta el siglo XVIII. La noción de «desarrollo» promete una liberación del reino de la necesidad mediante la transformación de «lo común» en «recursos» que se utilizan para satisfacer las incontables «aspiraciones» del posesivo individuo. El «desarrollo» combina la fe en que la tecnología nos ha de liberar de todas las coerciones que han puesto límites a todas las civilizaciones del pasado con la certeza básica del siglo XX: la evolución. Interpretada por políticos optimistas, «evolución» se convierte en «progreso». Paralelo a la construcción de la idea del progreso industrial, se puso de moda otro concepto, que implicaba la aceptación del desarrollo por las «masas»: la participación. Puesto que el desarrollo reduce la coerción de la necesidad, la gente debe, por su propio bien, transformar sus deseos vagos, y a veces inconscientes, en «necesidades», que deben, entonces, ser satisfechas. La aparición universal de «necesidades» durante los últimos treinta años refleja así una redefinición de la condición humana y de lo que quiere decir «lo Bueno». Por ejemplo, en la ciudad de México de hoy la población siempre creciente necesita suministros de alimentos, porque cada vez menos personas, en números absolutos, pueden cultivar sus propios alimentos. Cada vez más personas de México necesitan transportes públicos o automóviles norteamericanos reciclados porque no les queda más remedio que desplazarse para trabajar en la economía de mercado. Se necesita suministrar más viviendas, con agua y electricidad, pidiendo prestado a los bancos estadounidenses, porque hay menos espacio adecuado para cabañas construidas por uno mismo, y porque la gente ha perdido la habilidad necesaria para echar un tejado.  

—De modo que en la base de la destrucción del medio ambiente y en el derroche de unos recursos finitos está un movimiento hacia el crecimiento económico estimulado por la transformación de la condición humana gobernada por la necesidad de un reino de «necesidades». Si así es, entonces el camino «después del desarrollo», según su punto de vista, ¿implicaría un regreso a la economía de subsistencia y a la restauración de lo común?

—Sí, exactamente. Mantenimiento sin desarrollo, o subsistencia, es sencillamente vivir dentro de los límites de las necesidades genuinamente básicas. Habitación, alimento, educación, comunidad e intimidad personal pueden todos ellos poseerse dentro de este esquema.

—La renuncia al crecimiento económico es difícil que pueda, en este momento, ganar mucho apoyo político. ¿Por qué no seguir el camino de la modernización ecológica? Si la energía es finita, ¿por qué no una tecnología de ahorro de recursos? Si los automóviles movidos por petróleo contaminan, ¿por qué no pasar al metanol? Si los kilómetros por pasajero son demasiados para desolarse a la oficina, ¿por qué no quedarse en casa y trabajar en el computador?

—La Revolución de la Información ha inyectado nueva vida en lo que de otra forma había sido agotamiento de la lógica de la industrialización. Estimula la esperanza en que, mediante sus instrumentos, el hombre pueda evadir los límites de su condición humana. Para hacer frente al futuro con libertad, se deben abandonar el optimismo y el pesimismo y depositar toda la esperanza en los seres humanos, no confiar en los instrumentos.

Yo, por ejemplo, veo señales de esperanza en la forma de vida de los campesinos que se mantienen en nivel de subsistencia o en la red de activistas que salvan árboles o que los plantan. Pero admito que soy aún incapaz de imaginar cómo, a menos que ocurra una catástrofe devastadora, puedan estos actos esperanzadores llegar a constituir una «política». Seguramente, cuando la venganza del cosmos se cristalice en la ruina de una antigua metrópoli cómo México —donde los fetos de los no nacidos se emponzoñan de plomo a través del aire que sus madres respiran—, sus ruinas quedarán, igual que Prometeo, como un testimonio de la maldición de Némesis. Entonces, quizá, la «política» abandone el desarrollismo y se implanten nuevas formas de organizar la vida. La ciudad de México está más allá de la catástrofe. Es una metáfora de todo lo que se ha torcido con el desarrollo. Esa antigua ciudad, fundada sobre un lago en el aire puro de un elevado valle de montaña, no tendrá aire ni agua limpios en el año 2000. Lo que me maravilla es que la ciudad sobreviva. ¿Por qué no se mueren allí de sed las personas? De la enorme cantidad de agua que se bombea sobre las montañas desde el campo, el 50 por 100 va a parar a menos del 3 por 100 de los hogares, 50 por 100 de los hogares obtienen menos del 3 por 100 del agua. Eso significa que ese 50 por 100 consigue sólo el agua suficiente para beber, cocinar y lavar, ¡y echar la bomba sólo una vez cada diecisiete deposiciones! El hecho es que la disolución de las heces en agua es totalmente imposible en México. Sin embargo, los cinco millones y medio de personas que no tienen lugar estable para defecar, se las arreglan de alguna forma para mantener bajo control incluso este aspecto de su vida. Así que México es también un símbolo de la estabilidad del equilibrio de las vecindades más allá die, la catástrofe. En un mundo como éste, veo surgir formas aterradoras pero eficaces de autogobierno que mantiene el Gobierno y las instituciones de desarrollo al margen de los asuntos diarios de  las personas.

— ¿De forma que de las ruinas del desarrollo surgen nuevas formas de vida?

—Algunos novelistas, como Doris Lessing en The Fifth Child, crean la sensación del mundo que emerge, de qué clase de relaciones son posibles entre las ruinas. Las obras de Lessing transmiten la imagen de los seres aterradores que tienen capacidad de supervivencia.

Es fascinante descubrir esta experiencia que comparte los ajenos en un México post-terremoto, preapocalipsis ecológico. Hay en ello algo que transciende a banda callejera, a trapero, a habitantes de basurero. Nuestra dificultad está en encontrar el lenguaje apto para hablar de esta alternativa porque, frente a la sabiduría oficial, las personas con necesidades básicas no satisfechas están sobreviviendo bajo nuevas formas de convivencia.

Quizá podamos pensar en ellas como la mayoría tecnofágica de la. última parte del siglo XX. Gentes que se alimentan de los desperdicios del desarrollo. Esta población comprende la mitad de los jóvenes del corazón de Chicago que han abandonado la escuela, así como dos tercios de los habitantes de ciudad de México cuyos excrementos no son tratados. Desde los desposeídos de Nueva York hasta los habitantes de la «ciudad de los muertos» de El Cairo, estos supervivientes son los arquitectos de nuestro «futuro» postmoderno.

—Ha esbozado usted un camino más allá del desarrollismo y fuera del debate dominante que ha planteado la Comisión de Brundtland. ¿Cuál es el próximo movimiento dentro de ese discurso?

—Para mí está claro que una ecología global, con énfasis en lo administrativo, se sigue lógicamente de la ética utilitaria de gestión que vertebra a la Comisión de Brundtland. Originalmente, el utilitarismo se concibió como un intento de proporcionar máximo de bien al mayor número de personas. Luego, en algún momento de los años setenta, llegó a significar el menor mal posible para el mayor número de personas. Esta metáfora médica ilustra sobre el próximo paso tras la Comisión Brundtland: no el mayor bien, ni el menor mal, sino la mayor gestión del mal para la especie.

—Es decir, enganchar la tierra a un pulmón artificial y administrarle drogas...

—Eso es. Después de la Comisión Brundtland, preveo la gestión de la supresión de lo común, no la restauración del medio ambiente común para poner límites culturalmente circunscritos y políticamente aprobados al crecimiento. En esta ectopia, veremos la gestión, con apoyo tecnológico, del hombre, desde el semen al gusano, incluidas las tasas de reproducción

—¿Aprobaría, pues, la emergencia de una visión ecológica del mundo que enfocara atención del hombre sobre la restauración del equilibrio natural? ¿Sería ése el nuevo ethos universal que daría unidad a este fragmentado planeta?

—Debe usted entender que el concepto de ecología está profundamente relacionado con el concepto de vida. La «vida» moderna implica la muerte de la Naturaleza. En un hilo continuo que se remonta hasta Anaxágoras (500-428 a. de C.) y sigue a través del siglo XVI, en Occidente era tema constante un concepto de la naturaleza orgánico y total. Dios era el modelo que daba forma al cosmos. Pero con la Revolución Científica llegó a dominar en el pensamiento un modelo mecanicista. Con objeto de la voluntad humana, la Naturaleza se transforma en materia muerta. Esta muerte de la Naturaleza, diría yo, fue el efecto de más largo alcance de aquel cambio radical en la visión humana del universo.

Pues bien, este carácter artificial de la «vida» se presenta con especial dramatismo en el discurso ecológico. El modelo que relaciona los seres vivientes y su hábitat —Dios—se ha disuelto en el concepto cibernético de un «ecosistema» que, a través de múltiples mecanismo de realimentación, puede regularse científicamente si la alimentación de datos la escogen adecuadamente hombres inteligentes. El hombre, agente de desequilibrio, proyecta sobre sí mismo la gran tarea de restaurar el equilibrio de la Naturaleza. El hombre ecológico protege la «vida» y defiende los recursos del agotamiento.

El tema autorregulado de la «vida» se convierte así en el modelo para oponerse a la destrucción industrial. Es una idea muy seductora y lo simplifica todo. En su intento de enfrentarse con Némesis, ¡el hombre amplía su presunción y pretende dirigir el cosmos! En el nombre de la Naturaleza, la ecología idoliza al hombre prometeico.

GARDELS y BERLIN, ABC, 9 de julio de 1989, pp. 82-83


Título original: THE SHADOW OUR FUTURE THROWS, ILLICH, IVAN, New Perspectives Quarterly, 1999, Vol. 16, Issue 2

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