sábado, 3 de julio de 2021

"Poesía y dialéctica" por Czesław Miłosz (Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, nº2, julio-agosto de 1953)

 


En los semanarios que aparecen en Polonia se publican en la actualidad largas discusiones sobre poesía. La mayoría de los lectores de lengua polaca en el extranjero probablemente no se dan cuenta de la importancia de estas querellas, que siguen con indiferencia, lo que por otra parte es natural. Resulta difícil exigir a las personas que residen en Occidente el que se desprendan de una antigua costumbre: la de considerar la poesía y el «arte» como una inocente diversión estética, de tan escasas consecuencias como el café después de la comida.

Sin embargo, para un joven de Varsovia o de Łódź, la discusión sobre poesía es un asunto serio. En todos los países de la Nueva Fe, las consideraciones ideológicas pesan más que los puros ejercicios intelectuales: las decisiones personales dependen de ellas, y lo que resulta determina el destino de cada uno y el de sus próximos.

La poesía es una cosa seria

Fácil es adivinar el por qué en los debates ideológicos ocupan el primer lugar los referentes a la poesía, la pintura y la música. Ya no es posible enfrentarse con los problemas de la filosofía, puesto que incluso los dialécticos más elevados tienen miedo. En cambio, cuando se trata de la teoría de la poesía, de la pintura y de la música, existe siempre la posibilidad de sostener prudentemente algunas opiniones; no obstante los esfuerzos hechos, hasta el presente no se ha podido crear un sistema cerrado de estética marxista, por lo que nadie sabe cómo acorralar al delincuente. Es algo así como un gran jardín salvaje, que tiene sus guardias pero que no se sienten muy seguros de sí mismos. Y la poesía, la pintura y la música están de tal modo ligadas a toda la vida humana que quienquiera que intente hablar de ellas se ve obligado a poner en tela de juicio sus nociones más elementales sobre el mundo. Por esta razón, las querellas que tienen por motivo el arte revisten la misma importancia que en los siglos pasados tuvieron las disputas teológicas. Son seguidas con gran atención por tener un valor que apenas puede subestimarse. Un error común y divertido cometido por muchos occidentales consiste en separar ciertos fenómenos, definidos como puramente «culturales», de la totalidad ideológica que constituye la Nueva Fe; los intelectuales, indignados por el espectáculo que supone la coacción aplicada a los artistas, luchan por «la defensa de la cultura», mientras que la gente menos inclinada a las especulaciones «para intelectuales» se limita a mirar al poeta que no quiere aceptar el realismo socialista y que incluso prefiere emigrar como si fuera un « esteta », en el peor sentido de la palabra. En realidad tanto unos como otros no ven más allá de la superficie de las cosas. Lo que se juega no son los «valores culturales», sino las creencias humanas más fundamentales. Del resultado de luchas que puede estimarse completamente abstractas depende el futuro de un cierto género de civilización; el destino de un obrero o de un campesino depende tanto como el de un artista. En las luchas religiosas de los antitrinitarios contra los católicos o los calvinistas, no se trataba solamente de la triple persona de Dios. La cuestión de saber si Cristo es simplemente el hijo de Dios, o bien si es al mismo tiempo una de las personas de la Trinidad, servía de hecho de criterio a tendencias completamente opuestas que concernían a la esencia de la civilización. Así, en los países de la Nueva Fe, los distingo más sutiles en el dominio de la teoría artística adquieren un sentido muy general, por lo que el lector de allí aprecia todo su valor.

La «crisis» en la vida cultural de Polonia tuvo lugar en 1950. Hasta esta fecha no era obligatorio que cada obra, antes de su publicación en los semanarios sostenidos por el gobierno, pasara antes por la censura de los directores de acuerdo con las normas impuestas por el Centro. Pero a partir de 1950 el que quiera expresarse en las publicaciones gubernamentales tiene que demostrar que sigue fielmente la línea del leninismo-estalinismo. Esto crea al comienzo no pocas dificultades, puesto que sólo los mejor entrenados pueden arriesgarse en esa especie de manigua en la que la herejía aparece amenazadora a cada paso. Incluso para los más hábiles, tales excursiones resultan un ejercicio en la cuerda floja. Cierto es que, además de la prensa ortodoxa desde el punto de vista marxista, existe una prensa católica, en la que pueden escribir los que desean un poquito más de libertad. Pero el precio que se pide por esta libertad es bastante elevado. Un autor que quiera expresarse en la prensa católica acepta en consecuencia el que se le cuelgue la insignia religiosa. Una vez clasificado, obtiene algo así como el estatuto de los judíos en la fase más tolerante del hitlerismo. Es de admirar la sabiduría de tal sistema: los artículos más inteligentes, por el hecho de aparecer en la prensa católica, provocan una net? revulsión entre los ciudadanos de primera clase; es la mercancía de una tienda señalada con un signo enemigo.

Los semanarios católicos arrastran una cola de lectores que son los sobrevivientes de una época ya pasada; se tolera esas publicaciones per estimar que es preferible dar un exutorio oficial a los sentimientos religiosos y nacionalistas, y, liquidarlos gradualmente en lugar de empujarlos hacia las catacumbas. Es por razones análogas que se creó en Alemania oriental un partido especial para uso de los hitlerianos exmilitantes del N.S.D.A.P. Mas al público católico se junta asimismo lo mejor de la juventud, es decir los no conformistas, si desde luego se admite la tesis según la cual el no conformismo es una virtud del carácter, y no un vicio. Resulta cómodo para las autoridades que, para manifestar su oposición, los jóvenes tengan que colgarse una insignia, puesto que muchos de los que practican una oposición. tácita tienen un miedo terrible de caer entre los «beatos». El Estado gana pues tolerando las publicaciones católicas; la censura, por otra parte, se cuida de mantenerlas a un nivel que no sea muy elevado.

En tales circunstancias, en las que no existe más que la prensa ortodoxa y la prensa destinada a servir de «reserva» a los salvajes, la discusión abierta y franca es imposible. No obstante trataré de aclarar, a través de lo que se presenta de manera voluntariamente oscura y oculta, el punto central de los debates.

El proceso del impresionismo

Una de las más interesantes polémicas de estos últimos años se refería al impresionismo francés, y había tenido sus orígenes en Moscú. A decir verdad, era más bien una requisitoria que una polémica; o, para ser más exacto, se trataba de un acto de acusación repartido entre diversos corifeos. Hacia 1949 existían en Moscú y en Leningrado historiadores del arte que juzgaban que la pintura contemporánea rusa no valía gran cosa, y que era necesario aprender a pintar como los impresionistas franceses. Estos historiadores del arte, «cosmopolitas y sin patria», se convirtieron a justo título en objeto de una ofensiva, aunque no eran el motivo exclusivo puesto que el acusado principal resultaba el impresionismo francés. Una actitud despectiva hacia el arte occidental no es cosa inaudita en Rusia. León Tolstoi lanzó fuego y llamas contra los impresionistas, tratándoles de «degenerados»; Por otra parte metió en el mismo saco y por idéntico motivo a Wagner y a Shakespeare. Por lo demás, no se trata en este caso de la tendencia general, sino del género de los argumentos empleados. Los que acusan al impresionismo ven en la pintura francesa de finales del siglo XIX un producto de la misma «fase histórica» que dio nacimiento a 1a teoría post-kantiana del conocimiento. Los pintores interpretaban el mundo como un espléndido espectáculo de colores y de luz; en consecuencia, fácil resultaba concluir que la actitud de eso pintores hacia el mundo era puramente sensual, y que renunciaban a todo conocimiento racional de los fenómenos. Su arte se fundaba pues en una filosofía errónea, que representaba fielmente la decadencia de la burguesía francesa. Al contrario, los pintores realistas rusos de la misma época se basaban en un análisis racional de los fenómenos, es decir que veían en Rusia las contradicciones de clase y consideraban como objetivo de la pintura el representar la vida del pueblo. Conclusión: la pintura realista rusa del siglo XIX es superior al impresionismo francés, por lo que esa misma pintura debe de ser la fuente de inspiración para los pintores de hoy día.

He mencionado esta argumentación, no porque fácilmente puede ser denominada absurda, sino porque entra en las profundidades de la dialéctica [1]. La dialéctica, como es sabido, es «la lógica de las contradicciones». La dialéctica materialista parte del principio de que las contradicciones de nuestros conceptos —que son motivo de que la lógica formal resulte insuficiente en bastantes casos— reflejan las contradicciones de la materia en movimiento. Toda discusión sobre el arte no es ni más ni menos que una discusión en tomo al método dialéctico, puesto que el arte es una tentativa, la más directa, para comprender la materia. La deducción es que el debate sobre el arte posee una importancia teológica de primer orden en el país de la Nueva Fe.

El poeta o el pintor contemporáneo, compartiendo con sus conciudadanos su destino, y sufriendo en su propia carne los efectos de una aceleración histórica inaudita, siente el mundo como un conjunto de fenómenos en continuo movimiento, estando en esto de acuerdo con el dialéctico. Pero ya resulta cosa distinta cuanto es necesario aceptar la tesis según la cual el método dialéctico, tal como es enseñado en las universidades del espacio comprendido entre Shanghái y el Elba, explica fielmente el movimiento de los fenómenos. Ante los hábiles artificios engañosos del dialéctico, el artista no puede evitar una sospecha: la de que el dialéctico juega con cartas que saca de las bocamangas. Como punto de partida el dialéctico introduce conceptos, muestra estos conceptos a los espectadores aturdidos y hace constatar sus contradicciones; después de todo esto, presenta esas contradicciones de conceptos como si fuesen contradicciones de fenómenos. En efecto, es sólo de esa manera que puede probarse que el impresionismo francés vale menos que la pintura de los peredwnizniks rusos. Si ce reduce algo tan complejo como el impresionismo francés a la teoría del conocimiento elaborada por los burgueses, y si frente a ella se pone la teoría del conocimiento de Lenin, aun asegurándonos que la primera es mi fenómeno decadente y la segunda un fenómeno ascendente, no es difícil saber quién obtendrá el triunfo. Y por si fuese poco — y esto es sin duda más interesante — se constata que la teoría leninista del conocimiento existía ya en potencia en los espíritus de la intelligentzia rusa de finales del siglo último. Frente a esto, ¿qué se puede extraer de la constatación de que la pintura de los grandes impresionistas franceses aparece plena de su deslumbramiento ante la belleza del mundo, testimonia el orden interno de los espíritus que la crearon y continúa siendo una contribución duradera en la historia del arte mundial? Por lo demás, la maniobra de los críticos de Moscú puede ser considerada como clásica. Puede ser aplicada en una multitud de dominios: por ejemplo, gracias a ella se prueba de manera convincente que el hombre verdaderamente libre es el ciudadano de la Unión Soviética y que son los americanos quienes comenzaron la guerra de Corea. El poeta, o el pintor mismo, no se halla al abrigo de las victorias de la dialéctica. O bien intentará discernir el fenómeno en toda su complejidad, es decir expresar lo que ve y lo que siente, o bien se encontrará sobre una pendiente resbaladiza: cuando en lugar de una mesa— con la rugosidad de la madera, esa mancha de tinta, este pie roto —introduce el concepto de mesa, se conduce lo mismo que quién pudiendo comer pan y beber vino prefiere alimentarse artificialmente. Tras una dieta de este género, perderá la costumbre de una alimentación normal.

Es por esto que personalmente creo que existe una hostilidad entre el arte y la dialéctica. Cada verdadera obra de arte, incluso cuando su autor jura que es partidario del materialismo dialéctico, relega en la sombra la dialéctica; y, a su vez, la dialéctica imposibilita el arte. Cada cual puede elegir lo que prefiere, pero hay que elegir. Cada cual puede decir que el respeto exagerado por el arte es característico de un solo período de la Historia y que no hay que ligar el destino de la humanidad al destino del arte. Es una opinión. Otra distinta se opone a la precedente y afirma que el arte de una determinada sociedad nos permite juzgar hasta qué grado esa sociedad es sana, o, en otros términos, cuál es el grado de equilibrio interior alcanzado por sus artistas. De este punto de vista, los holandeses del siglo XVII alcanzaron una notable armonía; los países de Occidente se hallan hoy peligrosamente enfermos; y la población de la Unión Soviética ha alcanzado el estado casi perfecto de la muerte psíquica.

La cuestión del estilo «declarativo»

Las discusiones sobre poesía giran en Polonia en torno a estos problemas. Se ha permitido criticar en voz baja el estilo «declarativo» de toda una pléyade de jóvenes poetas convertidos al realismo socialista; pero es necesario agregar que el estilo «declarativo», es decir el manejo de frases que parecen recortadas de los editoriales de la gran prensa, es una consecuencia directa de la hegemonía de la dialéctica sobre la poesía.

Al pintar una manzana, el pintor holandés no se esforzaba en crear una manzana típica, un concepto de manzana. Por el contrario, un poeta ruso que describe un soljose no puede presentarlo de una manera concreta, puesto que podría pecar de pesimismo. El poeta ofrece imágenes idílicas del soljose o del koljose, en tanto que formas superiores de la economía rural respecto a un dominio privado o a la finca de un campesino. Así acontece que el poeta no puede emplear otro lenguaje que el de la jerigonza de los editoriales, y la diferencia de la mediocridad en el talento se expresa en que X escribe el mejor editorial, y Z... un editorial menos bueno.

Los ataques contra el estilo «declarativo» son a decir verdad ataques ocultes contra la dialéctica materialista, por la razón de que nos dan a entender que existe una incongruencia entre el movimiento de les conceptos y el movimiento de los fenómenos, de manera que el arte es capaz de concebir mejor el movimiento de los fenómenos que la propia dialéctica. Ahora bien, admitir esto es formular una evidente herejía. Por otra parte, el estilo «declarativo» resulta del hecho de que hallamos en la dialéctica materialista el mismo ascetismo nihilista que tuvo sus santos y sus mártires en la Rusia del siglo último. Es evidente que la «deleitación», considerada por los teóricos rusos de la gran época como la esencia misma del pecado, es inseparable de todos los esfuerzos que se puede hacer para alcanzar, en un poema o en una tela, las realidades del mundo sensible. Moscú tiene razón al condenar el impresionismo francés, puesto que en cada pintura de Manet o de Renoir existe esa deleitación.

La gran novela rusa no dejaba de ofrecer esa áspera deleitación, más podía pasar a los ojos de los nihilistas a causa de que presentaba la tenebrosa Rusia zarista. Pero hoy día que con la ayuda de la dialéctica se realiza la felicidad del género humano, el artista debe servir la dialéctica sin condiciones ni reservas; es preciso que tipifique los fenómenos y ponga en manos del artista los conceptos ya elaborados.

La novela de Ajaiev, Lejos de Moscú, es considerada en Polonia como un modelo de realismo socialista. Ofrece, sin la menor duda, el ejemplo más perfecto de ascetismo del escritor: no obstante sus grandes esfuerzos, el lector no puede «visualizar» ni los personajes ni el cuadro en que evolucionan. Es una ecuación matemática, con factores ordinarios: un enemigo de clase, un miembro de la intelligentzia que se equivoca y luego se convierte, una valiente muchacha del Komsomol, y, finalmente, un traidor. El lector pregunta en vano: ¿Quiénes son esos obreros que trabajan entre las nieves del noroeste siberiano? ¿Cómo es que se encuentran allí? ¿Dónde se hallan sus pueblos de origen? ¿Qué piensan? ¿Qué sienten?

¿Cuánto tiempo deberán permanecer allí?... Ninguna respuesta, no que es esencial es la construcción de un pipe-line para el petróleo. La ecuación se compone de elementos que llevan el signo «más» — lo que ayuda la construcción — y otros el signo «menos» — lo que obstaculiza la construcción —. Y esto es todo. Pero el escenario de una película titulada El canto de la tierra siberiana va aún más lejos en el esquematismo. La masa de obreros que roturan los bosques asiáticos no aparece más que en el momento de los ocios, en la cantina donde tocan el acordeón y cantan. En el epílogo, el héroe contempla junto con su amada el resultado del trabajo de esos obreros: el gran edificio de una fábrica ha surgido en el bosque virgen y sobre su techo se despliega la bandera roja. Resultaría interesante comparar todo esto con las novelas sobre los campos de trabajos forzados.

El proceso del estilo «declarativo» en poesía nada tiene que ver son la apreciación del nivel literario de los poemas que publican los semanarios: no se trata aquí del nivel de cultura, sino de sinceridad. O bien el poeta se limita a lo que ve y a lo que siente, o bien hace una concesión al tipo y entonces no existe razón alguna para que se detenga. Desde el punto de vista dialéctico, los pipe-lines, las carreteras, las minas y las fábricas de Siberia son particularmente importantes para el triunfo de la revolución, y el esfuerzo ruso en esa región es un hecho que debe alegrar; justo es por lo tanto que el músico o el poeta cante la grandeza de ese esfuerzo. El que escriba un poema «declarativo» está presto, por esa misma razón, a escribir el escenario del Canto de la tierra siberiana. Sin embargo, lo que merece un análisis es el comportamiento de Elinor Lipper, que había pasado unos cuantos años en los campos de trabajo forzado de Siberia y que, después de haber visto en París El canto de la tierra siberiana, sólo pudo decir, con voz estrangulada, estas tres palabras: «¡Se han atrevido!»

El Ministerio de Literatura

Cuando, procedente del extranjero, llegué a Varsovia en diciembre de 1950 y comprendí lo que se esperaba de mí, caí en una aversión sin límites por el papel del escritor que se somete a las reglas elaboradas en los círculos dirigentes. Ignoro si todos mis colegas comprendían la profundidad de esta aversión; ellos son funcionarios. La Unión de Escritores es algo así como un ministerio. Los escritores reciben instrucciones y se les indica como deben escribir. Su colectivo, en las alturas, situado por encima de la vida cotidiana de las masas, es algo insoportable. «¡Mira, he aquí como vive el escritor en democracia popular!», me dijo uno de los poetas de Varsovia enseñándome sus muebles y su biblioteca. Por la ventana se veía la plaza-decoración del barrio de los privilegiados.

Esta calle es la de los miembros del gobierno y la de los escritores. Este poeta no sabía lo que pasaba en mí. Yo había vivido varios años en América en las mismas condiciones que mi huésped, un electro-técnico en cuya vivienda había alquilado una habitación. Yo no reprochaba a ese poeta de vivir mejor que un pequeño comerciante o un obrero. Pero el quid era que pertenecía a una casta separada y que no se daba cuenta de que esto podía antojársele contra natura a cualquiera. Comprendí que solamente allí dónde el escritor se aloja así —de manera bien distinta a la de un electro-técnico — y dónde hace todos los esfuerzos para no perder los privilegios de la casta; solamente allí puede la dialéctica mantener su poder sobre los espíritus. Solamente allí, en tales viviendas, nacen novelas como Lejos de Moscú y escenarios como El canto de la tierra siberiana.

¿Qué concluir? Pienso que se habla demasiado de lo que debe de ser la poesía y demasiado poco de lo que es la poesía. Probablemente es la negación del nihilismo. De la misma manera que existe la manzana en el cuadro de un holandés, así existe la estrofa de un verdadero poeta' puesto que conserva lo que es particular. Un autor de editoriales puede ser durante cierto tiempo un poeta pasadero, ya que se sirve del almacén de sus percepciones, pero tiene que gritar cada vez más alto, pues tal es la ley, tal es el precio para alejarse hacia el vacío de los conceptos. Un árbol real, una verdadera gota de rocío matan al editorialista y le muestran su nada.

Se puede uno encoger de hombros ante las extravagancias de la poesía occidental, a condición de que se conozcan esas extravagancias y que no se escupa sobre los poetas occidentales sin comprender de qué se trata. Dos poetas occidentales son en general, gente que no ha recibido un buen azote. Cuando reciban ese azote, tal vez algunos lleguen a conclusiones saludables. Si se dejan imponer la conclusión que la dialéctica es superior a la poesía el globo terráqueo será arreglado racionalmente, y el único inconveniente que resultará será que no se podrá soportar la vida Das deportaciones en masa hacia la luna no serán ya consideradas como castigo especialmente grave; porque, al fin y al cabo, no habrá diferencia.

Czesław Miłosz, Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, nº2, julio-agosto de 1953, pp. 75-80.



[1] En este caso empleo la palabra “dialéctica" en el sentido estalinista.

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