miércoles, 26 de noviembre de 2008

El escritor y sus "complices".

Quien siga este blog ya sabrá el gran interés que tengo por el escritor de Langa. Esta entrevista la he sacado del libro "Una estancia holandesa" en el que el premio Cervantes del 2002 es entrevistado por la abogada Gurutze Galparsoro. En este caso se trata de la "familia", de los "complices" , de aquellos en los que el escritor "se ha reconocido" a lo largo de su vida.
...

¿Hablamos entonces de sus «cómplices»?
Realmente son muchos esos cómplices, esa familia. Mu­chos y muy diversos. Todos ellos han entrado en mi vida o forzándola per fenestras o por alguna puerta trasera, y me he encontrado tan a gusto de ser así violentado. O me han seducido. Podría decir también que «nos hemos reconoci­do», y luego establecido esa complicidad en lo más profun­do. He visto el mundo por sus ojos, o me parecía que ellos lo veían por los míos. Y esto sigue sucediendo así, y suce­derá por siempre, sin duda.

Simone Weil
Bien, comencemos por Simone Weil. Tuve la fortuna de descubrirla siendo yo todavía estudiante. Recuerdo todo un día de fiesta y una noche, en un tiempo en que no había fotocopiadoras, copiando páginas de La gravedad y la gracia, que tenía que devolver al día siguiente, y luego el rastreo para encontrar sus otras obras, leídas a golpe de diccionario. Era la fascinación de encon­trarse como con una especie de transmundo, el mundo ver­dadero. Y también el shock de hallarse ante «alguien», y de una importancia espiritual decisiva y con una vida como engullida por los demás. Se sentía como vértigo, pero atracción irresistible hacia él.
Lo que me dio ante todo Simone Weil creo que fue el sentido de la radicalidad y de que lo valioso de la vida hu­mana se jugaba en esa dimensión. Ella rechazó vivir, per­dió su vida realmente, pero en el fondo había una alegría trastornadora.
Pero me enseñó muchas cosas más, y desde luego a mi­rar a los seres de desgracia y a «los idiotas» como los seres más importantes, «presencias divinas» diríamos, y desde luego las más misteriosas y altas formas de ser hombres. Me dio ojos para percatarme de que existía la desgracia. Y en un plano religioso o teológico me descubrió el silencio. En un plano político me liberó de todas las mentiras, en un plano literario de todo lo que no fueran palabras esenciales, imprescindibles.
Yo leí a Simone Weil antes que a san Juan de la Cruz, aunque la parezca extraño; y, cuando llegué a éste, incluso con toda su radicalidad, me pareció que se quedaba del lado de acá. Simone Weil aceptaba, por ejemplo, lo que Juan de la Cruz no podía imaginar: la muerte de Dios que no afectaba para nada a su amor. La propia experiencia del ateísmo es en ella una experiencia mística de amor.
¿Tendría que añadir que otra fascinación de esta mujer es su inteligencia? Es, en ella, como la hoja de un cuchillo.

«Inteligencia como la hoja de un cuchillo» con la que, además de en esas cuestiones que dice usted, penetró también en el corazón del marxismo desmontando sus previsio­nes, amén de descubrir un fenómeno nuevo, común al totalitarismo nazi y al soviético, «la opresión en nombre de la función», que se ha colado también en nuestras democracias. Cierto que no fue la única en analizar y detectar estas cues­tiones, pero cierto también que la intelligentsia del momento, y la que siguió, ni lo olió y se embarcó en las aventuras que ya sabemos y que sobrecogedoramente desgrana Stephen Koch. ¿Qué les sucedió? ¿No eran inteligentes o con sólo la inteligencia no basta?
No es cierto que la intelligentsia europea no supiese lo que pasaba, allá abajo, en la URSS: que el estalinismo era una gran máquina de asesinar. La pobre, maravillosa Na­dejda Mandelstam, internada en un campo de concentra­ción, nos cuenta la visita de esos grandes nombres de la intelligentsia europea, envueltos en sus buenos abrigos de visón, mientras ella estaba allí apenas con una camisilla. Pero ¡ah! en esos campos estaban los enemigos del pueblo, quienes no querían que avanzara la historia.
No se sabe lo que no se quiere saber, pero como no puede menos de saberse, se justifica; y ahora mismo, cuan­do ya no puede negarse una realidad tan horrible como la del estalinismo, esa misma intelligentsia ya nos advierte que no tenemos ningún derecho a equiparar la barbarie nazi a esos errores o inevitables determinaciones estalinistas, por­que en el estalinismo, encarnación histórica del comunis­mo, había valores morales; lo que sin duda no sólo debe de resultar de mucho consuelo para las víctimas, sino que, por lo visto, cambia de signo a la brutalidad. Es decir, más o menos lo que han dicho siempre los defensores de la Inqui­sición, que por supuesto velaba por los valores morales y la salvación eterna, y de paso suponía el dominio y beneficio de unos señores, claro está.
En esta situación, sin el mínimo sentido del horror por tanta sangre y tanta muerte, y con ese «carisma» de defen­sores de la nueva historia y sus valores morales, todo podría volver a repetirse; como en el caso también del nazismo que igualmente tiene sus justificadores, e igualmente historizan­tes y científicos. Para unos y otros, las víctimas no cuentan. Los mataderos son holocaustos para un mundo nuevo.
El progresismo de la intelligentsia, que siempre es pro­gresista, como todos los ricos en general, no tiene sentido de la tragedia: todo se explica, se justifica y se salda en las conquistas alcanzadas, o por alcanzar.
Los nazis son más elementales: todo por el hombre su­perior, de raza pura. Es una cuestión de granja, y la intelli­gentsia ve que ahí no hay valores morales como los suyos.
En estas lindezas estamos.

Flannery O'Connor.
De Flannery O'Connor lo que me subyugó en cuanto la conocí fue su inteligencia «perversa», cáustica, su admirable modo de contar y ese amor que ofrece a sus personajes más risibles; pero también su tranquila conciencia de escritora y SU humor en medio mismo de sus historias negras y de su propia vida, sabiendo como se sabía condenada a morir jo­ven y sintiéndose morir poco a poco. Esas sus historias es­tán escritas desde un yo y a una luz radicales: sub specie aeternitatis, y quizás de ahí ese amor por los seres humanos y el mundo entero. Es una escritora enfrentada en cada una de sus páginas al Gran Crítico: la Muerte. ¿Cómo bajar la guardia en esas condiciones, siquiera en un adjetivo?
Me fascinó su amor a la vida, incluso en sus manifesta­ciones más mediocres y repetitivas de lo cotidiano.

Kierkegaard y Pascal.
Con Kierkegaard también me encontré muy pronto, y también a golpe de diccionario con frecuencia. Me fascinó, pero pronto me di cuenta de que era para apuñalarme o algo así. Creo que es Lacan el que dice que es un inquisidor de almas como Freud, y se quedó muy corto; en realidad pone todo patas arriba.
He pasado tanto tiempo con él que me parece que he vivido en Jutlandia, y desde luego que he sentido como él su ruptura con Regina. Mis reacciones ante hechos políti­cos o religiosos, pero también ante un paisaje o una histo­ria amorosa, creo que han sido muchas veces espontánea e insconscientemente kierkegaardianas.
Creo que aprendí de él, entre tantísimas otras cosas, la desconfianza hacia todo sistema y sistematización de lo que es realidad y vida, y una cierta mirada de la naturaleza: su ausencia y sus silencios sobre todo.
Y Pascal es naturalmente de mis amigos de Port-Royal, aunque no puedo evocarle apenas sin acordarme también de Spinoza, el primero y más cercano de todos, de Descar­tes, o de Montaigne. No se termina nunca de nombrarles y, desde luego, cuando uno escribe algo, les pregunta su pare­cer, les pide su aprobación silenciosa al menos. Sus ojos están siempre ahí.

De Cervantes a Giovanni Verga.
De Cervantes leí muy pronto las Novelas ejemplares, y el resto de su obra sólo fragmentariamente: es decir como es­cenas, ya fueran del Quijote o del Persiles; la lectura entera de esos libros vendría después, pero en esa mi adolescencia esos pasajes cervantinos y sus personajes me parecía que estaban ante mis ojos y que tal casa era la casa del Caballe­ro del Verde Gabán, por ejemplo.
Más tarde fue el encuentro con su lenguaje, tan claro y simple, y con su melancolía y el sentido de la ironía, o el fascinante modo de contar como por contar una aventura tras otra, y tan estupendas como en el Persiles. Te hacía soñarlas por tu cuenta.
Con Giovanni Verga, como con el Pirandello cuentista o con Chejov, me encontré mucho más adelante. Nunca volví a dejarlos de la mano, como a Hawthorne, y a Melville que cada día me parece un escritor más enorme.

¿Alguno más?
Sí, muchos más. Están las Bronté, sobre todo Emily, y naturalmente Shakespeare y Dostoievski: éstos de manera muy singular y radical, y desde muy pronto y cada vez más y más profundamente. ¿Y cómo olvidarme de Tolstoi o Bal­zac? Y entre los españoles he leído mucho a Azorín y a Galdós, y he repetido. No así con otros grandes hombres. Y no porque no son «de la familia», sino porque no han lo grado interesarme; los demasiado «literarios», los construc­tores de estilo, lirismo y consonancias, los fabricantes de lenguajes no me interesan.

Sigo atacada de curiosidad: ¿por qué Azorín?
Azorín también es una lectura muy temprana mía, y para mí ha significado tres cosas: una puerta hacia los clá­sicos en primer lugar. Azorín hace algo así como presentár­selos al lector, y uno amiga inmediatamente con ellos y entra en su mundo. En segundo lugar, Azorín tiene ojos y oídos magníficos, mira los paisajes y las cosas, los gestos más pequeños, y además escribe muy clara y sencillamen­te; y conoce admirablemente España. ¿Le parece poco?

Tiene cómplices a lo largo y ancho de la geografia univer­sal, pero tiene usted un fuerte toque afrancesado, ¿de dónde le viene el gusto por la cultura francesas?
La culpa la tiene sin duda el XVII francés, que realmente me apasiona, pero también hay otros apasionamientos qui­zás menos visibles, pero no menores. Por razones del idio­ma, además, el contacto con la cultura francesa ha sido mayor desde el principio.

¿Y sus poetas «cómplices»?
Le diré, sin dudar un momento, aunque tenga que ofre­cer enseguida un acto de desagravio a quienes son también «mis cómplices», pero no pertenecen a estos dos grupos: los griegos y los ingleses.
Esta gente, diga lo que digan el señor Mallarmé y todos los lingüistas modernos juntos, nombra el agua y es agua, nombra al viento y es viento. Las palabras en ellos están siempre sin estrenar al igual que el mundo de que nos ha­blan, y son capaces de mostramos la belleza y de conta­giamos su admiración y pasmo ante ella. Y por supuesto que esto sucede siempre con todo poeta verdadero. Si los nombro a ellos y en bloque, es porque son la cabeza de una lista nada pequeña por lo demás.

4 comentarios:

Ángel Ruiz dijo...

Vaya, en este blog encuentro montones de cosas que me interesan, esto de Jiménez Lozano, por ejemplo; ayer puse en mi blog varios enlaces a poemas de Milosz que recogiste aquí: muchas gracias por todo. Ah, y por recomendar a Herbert.

Don Cogito dijo...

Nada Angel... yo encantado que uses lo que quieras de este blog.

Utiliza lo que quieras.

En cuanto a lo de los poemas de Milosz y Herbert... que quieres que te diga... me hace mucha ilusión que conozcáis a estos autores por este humilde blog.

Lo último de lo que estoy muy orgulloso de presentar son las canciones de ese grupo cubano que se llama La babosa azul. Descargate las canciones, hazme caso.

Saludos y, por favor, recomiendame lo que quieras también tu. Que yo encantando.

Muchos saludos

Anónimo dijo...

Joaquín, que yo sepa no eres tan mayor para que, cuando descubriste a Simone Weil, no hubiese fotocopiadoras. ¡No me cuadran las fechas!

Don Cogito dijo...

Counter.... yo -ay!- no soy José Jiménez Lozano.

Saludos