Navegando por internet (buscaba artículos que incluyeran la expresión "moralismo excesivo") he encontrado este artículo interesante (aún cuando no esté del todo de acuerdo)
La cautela liberal
(El Correo, 19 de noviembre de 2005)
Como era de prever, la conversación política española se ha convertido en un guiñol de esencias. La esencia denominada 'España' llora por su desgarro y desaparición. Las esencias 'Catalunya' o 'Euskalherria' gimen porque no les dejan nacer y crecer como seres libres. La esencia 'soberanía' las sobrevuela, sin acabar de posarse en ninguna. Las esencias 'identidad' e 'historia' bailan alrededor. Maravilla de las maravillas, de nuevo estamos en el mundo de las ideas platónicas, de las realidades ontológicas que están más allá (o más acá) de los ciudadanos, pero que les sorben el alma a éstos con singular eficacia.
Les propondría que apartemos la vista de esta danza, aunque sea por un rato, y nos coloquemos en el lugar de una rara avis de esta sociedad nuestra, en el lugar del ciudadano liberal, un ciudadano precavido que se plantea las cosas desde el punto de vista de sus propios intereses, desde su particular forma de 'pursuit of happiness'; nunca desde el borroso punto de vista de los pueblos, las naciones, las clases o la historia.
A nuestro ciudadano no le interesa tanto la cuestión del sujeto del poder (¿quién manda?) cuanto la cuestión de los límites del poder (¿qué puede mandar el poder, pertenezca a quien pertenezca?). La primera es la pregunta democrática por excelencia, y su respuesta aproximada es 'manda el pueblo'. La segunda es la pregunta liberal y su respuesta suena más o menos así: «mande quien mande, hay unos límites claros a lo mandable, y esos límites son la esfera privada del ciudadano» (Ortega y Gasset). Preguntas distintas, respuestas diversas, aunque ambas entretejidas en el ovillo de nuestras democracias liberales (Giovanni Sartori). Pues bien, asistimos hoy a una encarnizada disputa por el reparto del poder entre instancias territorialmente diversas, y sin embargo lo importante para nuestro ciudadano no es tanto quién se queda con qué poder, como qué quiere hacer ese quién con el poder que obtenga. ¿Para qué quiere el poder, pregunta el liberal? Y no le valen respuestas esotéricas tales como 'la nación quiere el poder para ser ella misma'. No, dice nuestro liberal, el poder no es una poción mágica para rellenar el 'self' de una u otra nación, el poder es una relación concreta (cotidianamente concreta) con los gobernados y, por ello, lo que éstos quieren saber es qué se (les) va a hacer con ese poder.
Si la cuestión del reparto del poder fuera inocua para los intereses de los ciudadanos no nos importaría nada, absolutamente nada, quién fuera su titular: ¿Qué más me da que las leyes se hagan en Madrid o Vitoria, qué me importa que a esta tierra la llamen oficialmente España o Euskadi, o dónde pongan el 'limes' entre ellas? Lo que a mí me importa es que las leyes sean prudentes y respetuosas con la esfera de mis intereses. En puridad, el ciudadano liberal no tiene preferencias a priori sobre el reparto vertical del poder. Pero lo que sí tiene, eso sí, es mucha desconfianza y recelo ante todo poder. Y de este recelo deriva una serie de intuiciones bastante claras.
El poder, todo poder, debe ser dividido entre tantas instancias como sea posible sin llegar a desvirtuar su eficacia. La acumulación de poder en una sola instancia es mala. 'Seul le pouvoir arrête le pouvoir'. Y la regla se aplica tanto en sentido horizontal (la división de poderes entre instituciones estatales) como vertical (la división entre instituciones territoriales). Porque esas instituciones que se legitiman como naciones o nacionalidades quieren poder para hacer (nos) algo muy concreto, para nacionalizar a sus ciudadanos, para imbuirles esas identidades homogéneas predefinidas que adoran en el hondón de su alma. Es lo que ha hecho España desde 1812, y lo que desean ahora hacer Cataluña y Euskalherria: nacionalizarnos. Ante una amenaza tan obvia para su privacidad, la regla liberal es siempre la misma: repartir el poder, es decir, contrapesar los anhelos nacionalistas, apoyar un Estado multinacional en que ninguna de las nacionalidades pueda prescindir de las demás solapadas. El ciudadano liberal no es un iluso, cree muy poco en la posibilidad de ese teóricamente admirable 'patriotismo constitucional' purgado de nacionalismo que defiende Habermas. Por eso, porque es consciente de que vive en el marco de unos nacionalismos voraces, opta porque el poder se reparta entre todos ellos, a ver si así se contrapesan y puede vivir relativamente tranquilo en el equilibrio resultante.
Otra idea del ciudadano liberal es la de que no existe una única regla que permita, ella sola, organizar la distribución más eficaz del poder entre instancias territoriales diversas. Ni la regla de la centralización ni la del autogobierno son válidas siempre y para todas las cuestiones: todo depende de las circunstancias, como lo demuestra la realidad económica, un buen paradigma del que derivar criterios de racionalidad práctica (aunque esta comparación levante ronchas de indignación entre nuestros republicanos). A veces es mejor la regla de la descentralización, otras la acumulación en una única instancia. Depende, siempre depende. Ni siquiera la tan cacareada regla comunitaria europea de la subsidiariedad (que viene a decir algo tan tautológico como 'debe descentralizarse lo que no deba acumularse') resuelve nada por sí misma. Al liberal siempre le ha gustado el arte de distinguir, el arte de trazar esferas diversas, cada una con sus propias necesidades y reglas de conducta (Michael Walzer). Proponer una regla única para todas las esferas es un reduccionismo estéril y contraproducente.
Hay que ser contextuales y no olvidar que ningún principio se conoce realmente antes de observar los efectos de su aplicación.Nuestro ciudadano liberal desconfía en política (no en otras esferas) de los sentimientos embriagadores, de las utopías y del moralismo excesivo. Hay muchos que ven la política como una palanca moral para cambiar el mundo y conseguir grandes objetivos, sea la arcadia nacionalista, el pueblo republicano armónico, la sociedad sin clases o el retorno al pasado inmóvil. Pero él desconfía, en particular de aquellos proyectos políticos que supongan un cambio sustancial del comportamiento del ser humano. El liberal practica el escepticismo (por eso es un aburrido sermoneador), defiende la humildad como lema distintivo de sus objetivos: disminuir el sufrimiento humano y hacer la vida de los otros un poco más decente, como decía Isaiah Berlin y repite Richard Rorty. Poco más.
Las naciones son artefactos inventados por los hombres para hacer más fácil su convivencia, no son esencias sobrehumanas intemporales. Tienen fecha de construcción y de caducidad, como todo producto de la fértil cultura humana. Y no pasa nada por ello. Lo que ni puede ni debe admitirse es que esos artefactos creados para nuestra utilidad lleguen a convertirse en fetiches o tótems que nos esclavicen, que hagan más difícil nuestra convivencia en lugar de facilitarla.
El ciudadano liberal mira sin embargo en su derredor, en su pasado hispánico, y contempla con desánimo el enorme déficit de sentido liberal que hay en nuestra historia y en nuestra sociedad. Observa cómo sigue predominando entre nosotros, todavía hoy, un discurso político redentorista, colectivista y autoritario (Álvarez Junco). A derecha e izquierda y, desde luego, en todos los nacionalismos. Y es por eso por lo que sacude con desánimo la cabeza y hace lo único que cabe en estas circunstancias, abrir el paraguas de su cautela liberal hasta que escampe. Casi siempre escampa.
José María Ruiz Soroa