El profesor Teófilo, un historiador, seguía con tristeza una campaña victoriosa en las universidades dirigida contra la noción de verdad objetiva. Sus antepasados puritanos, en el nombre de lo que ellos creyeron verdadero, dejaron las islas británicas en el siglo diecisiete, y ahora él mismo se sentía relegado a una marginación tan profunda como la que sufrieron ellos. Una generación de licenciados quienes en su juventud han pasado por el marxismo, devorado los escritos de los teóricos franceses y jurado en el nombre de Nietzsche, han aprendido a burlarse de la verdad como santo y seña de la metafísica y mascara de la opresión.
Teófilo eligió para el motivo de su búsqueda, bastante deliberadamente, una minúscula provincia perdida en algún lugar de las entrañas de Europa, con la intención de evitar generalizaciones ilusorias y descubrir lo que realmente ocurrió allí durante la segunda guerra mundial. Aparentemente, allí no ocurre nada que merezca la atención: un par de pequeñas ciudades, pueblos, pantanos y bosques. De hecho, para entender que ocurrió durante la guerra en un pequeño territorio en que la gente habla cinco idiomas y profesa diferentes religiones era muy necesario un sólido conocimiento del pasado. El silencio y algo de la belleza melancólica de esta región (la cual él visitó, para probar sus capacidades lingüísticas) parecía ensalzar el poder del olvido. Ya era suficiente tirar del hilo del testimonio, hacer emerger, una tras otra, imágenes aún más terribles que las inventadas por la fantasía del más sádico de los pintores. La gente fue golpeada, violada, ejecutada, ahorcada, quemada viva, lapidada, pateada y herida hasta la muerte. Ningún dolor que pueda ser experimentado por el cuerpo humano les fue ahorrado.
Pero ¿quién fue asesinado, quien fue violado, quien fue torturado?. ¿Quién fue verdugo y quien víctima? Las piedras de esta región no dirían nada, las tumbas no han sido señaladas, la hierba hace mucho tiempo que cubrió el seno de las fosas. Uno de los rasgos honrosos del hombre es su voluntad de dejar sus relatos como testigos. Algunos testimonios y recuerdos sobrevivieron, pero Teófilo descubrió que se contradecían los unos con los otros. El mismo suceso en la ciudad X apareció diferentemente en cada descripción, dependiendo de la nacionalidad del testigo y de su lengua natal. Teófilo puso mucho empeño en cribar el material, sólo para concluir que una asignación bien perfilada de la responsabilidad era imposible y que cada bando sería capaz de invocar circunstancias que justificasen presumiblemente sus conductas.
Hasta hoy los niños han crecido, nacidos cuando el pasado ya se ha convertido en una leyenda brumosa. Ellos aprendieron sobre los crímenes, los cuales, de todas maneras, fueron siempre presentados de tal manera que los ejecutores nunca fueron “nosotros”, siempre “ellos”. En las escuelas vecinas, diferentes en la lengua usada para la enseñanza, los niños aprendieron que “nosotros” (el mismo que el “ellos” de los otros niños) nunca caeríamos tan bajo como para hacer las cosas que nuestros enemigos nos acusan hacer.
Teófilo, aunque reconociendo que su búsqueda obstinada de la versión verdadera de los sucesos produjo resultados sólo parcialmente satisfactorios, piensa sin embargo que las mofas de quienes ridiculizaron la noción de verdad deberían cubrirse con el rubor de la vergüenza. Encerrados en sus laberintos teóricos, con los que obtienen doctorados y empleo, no admiten que sus deleites en ser criticos puedan tener consecuencias practicas. Sería suficiente con que uno o dos individuos -influidos por su enseñanza- renunciasen a investigar la verdad en la historia, para que generaciones de niños fueran nutridas de invenciones, urdidas para los fines políticos más peregrinos.
Teófilo eligió para el motivo de su búsqueda, bastante deliberadamente, una minúscula provincia perdida en algún lugar de las entrañas de Europa, con la intención de evitar generalizaciones ilusorias y descubrir lo que realmente ocurrió allí durante la segunda guerra mundial. Aparentemente, allí no ocurre nada que merezca la atención: un par de pequeñas ciudades, pueblos, pantanos y bosques. De hecho, para entender que ocurrió durante la guerra en un pequeño territorio en que la gente habla cinco idiomas y profesa diferentes religiones era muy necesario un sólido conocimiento del pasado. El silencio y algo de la belleza melancólica de esta región (la cual él visitó, para probar sus capacidades lingüísticas) parecía ensalzar el poder del olvido. Ya era suficiente tirar del hilo del testimonio, hacer emerger, una tras otra, imágenes aún más terribles que las inventadas por la fantasía del más sádico de los pintores. La gente fue golpeada, violada, ejecutada, ahorcada, quemada viva, lapidada, pateada y herida hasta la muerte. Ningún dolor que pueda ser experimentado por el cuerpo humano les fue ahorrado.
Pero ¿quién fue asesinado, quien fue violado, quien fue torturado?. ¿Quién fue verdugo y quien víctima? Las piedras de esta región no dirían nada, las tumbas no han sido señaladas, la hierba hace mucho tiempo que cubrió el seno de las fosas. Uno de los rasgos honrosos del hombre es su voluntad de dejar sus relatos como testigos. Algunos testimonios y recuerdos sobrevivieron, pero Teófilo descubrió que se contradecían los unos con los otros. El mismo suceso en la ciudad X apareció diferentemente en cada descripción, dependiendo de la nacionalidad del testigo y de su lengua natal. Teófilo puso mucho empeño en cribar el material, sólo para concluir que una asignación bien perfilada de la responsabilidad era imposible y que cada bando sería capaz de invocar circunstancias que justificasen presumiblemente sus conductas.
Hasta hoy los niños han crecido, nacidos cuando el pasado ya se ha convertido en una leyenda brumosa. Ellos aprendieron sobre los crímenes, los cuales, de todas maneras, fueron siempre presentados de tal manera que los ejecutores nunca fueron “nosotros”, siempre “ellos”. En las escuelas vecinas, diferentes en la lengua usada para la enseñanza, los niños aprendieron que “nosotros” (el mismo que el “ellos” de los otros niños) nunca caeríamos tan bajo como para hacer las cosas que nuestros enemigos nos acusan hacer.
Teófilo, aunque reconociendo que su búsqueda obstinada de la versión verdadera de los sucesos produjo resultados sólo parcialmente satisfactorios, piensa sin embargo que las mofas de quienes ridiculizaron la noción de verdad deberían cubrirse con el rubor de la vergüenza. Encerrados en sus laberintos teóricos, con los que obtienen doctorados y empleo, no admiten que sus deleites en ser criticos puedan tener consecuencias practicas. Sería suficiente con que uno o dos individuos -influidos por su enseñanza- renunciasen a investigar la verdad en la historia, para que generaciones de niños fueran nutridas de invenciones, urdidas para los fines políticos más peregrinos.
Czeslaw Milosz
(Traducción de Joaquín Riquelme)
¡Muy buena la traducción, Ricky! Es un documento que señala El Gran Problema: cuando una sociedad deja de apuntar intencionalmente a lo real -cuando se extiende la convicción en que cualquier cosa es verdadera sólo por desearla- se pierde el marco de ese hábitat común necesario para el desenvolvimiento de la vida política. El gran peligro acecha: hundirnos en el abismo terrible de lo pre-político y bestial y en los excesos sanguinarios de la imaginación. Un abrazo
ResponderEliminarApabullado y emocionado leo este comentario.
ResponderEliminarGracias!