Misterios del Este
Hace años tuve un libro
de Augusto D’Halmar, me parece que una edición chilena de Nascimento, en el que
presentaba y publicaba traducciones de un viejo poeta lituano de apellido Milosz.
Era una poesía simbolista, de imágenes y ritmos nebulosos, entre musical y
decadente, muy adecuada para entusiasmar al autor de La sombra del humo en
el espejo. D’Halmar había conocido personalmente a Milosz, Oscar de Lubicz Milosz,
si no me traiciona la memoria, en algún lugar de Europa, en París o en otro
lado, y hacía un retrato suyo interesante: un emigrado de zonas misteriosas del
norte, un marginal, un autor de obras de arte literario desconocidas, un
aristócrata arruinado. Leí ese libro con simpatía y lo dejé extraviado en algún
traslado de barrio o de ciudad. Dos mudanzas equivalen a un incendio, solía
decir una señora inglesa que conocí en mi infancia, y cuando se trata de
bibliotecas, la relación es todavía más desfavorable. Ando en busca de libros
que tuve alguna vez, como ese de Augusto D’Halmar, como la Antología de
poesía chilena nueva de Eduardo Anguila y Volodia Teilelboim, y espero
encontrar junto a ellos unos cuantos cuentos de juventud y un par de obras de
teatro de mi propia cosecha. Pero mi tema ahora es diferente. Acabo de
enterarme por el cable de la muerte de Czesław Miłosz, pariente cercano del
otro, también poeta, además de brillante ensayista y traductor, y autor de un
libro que tuvo una celebridad casi clandestina, una difusión intensa, pero
difícil, a fines de los años cincuenta y a comienzos de los sesenta, El
pensamiento cautivo. Czesław Miłosz, que había nacido en Lituania en 191l, pasó
toda la Segunda Guerra Mundial en la Varsovia ocupada por los nazis, donde
publicó poemas en revistas y papeles de la resistencia. En el libro que acabo
de mencionar, que es una mezcla de autobiografía y ensayo, un texto híbrido y
revelador, como muchos de los mejores que produjo el siglo pasado, el escritor
cuenta que un día de enero de 1945 se hallaba en la puerta de la choza de un
campesino, en una aldea donde acababan de caer unos pocos obuses de pequeño
calibre. De repente vio a una hilera de hombres que avanzaban por una planicie
nevada. Al frente iba una muchacha que marchaba con grandes botas de fieltro y
que esgrimía una pistola ametralladora. Era el primer destacamento del Ejército
Rojo. Como todos mis compatriotas, escribe Miłosz, así fui liberado de la
dominación de Berlín. Y agrega una frase lapidaria, que cuando la leí en los
años cincuenta, en tiempos de hegemonía intelectual del marxismo de cuño
soviético, sonaba como subversiva: “en otras palabras, quedé bajo la
dominación de Moscú”.
Miłosz conoció la
experiencia del escritor oficial, acogido y celebrado por el régimen, en los
primeros tiempos de la Polonia comunista, en pleno apogeo del stalinismo. Fue
premiado con un puesto de agregado cultural en Washington y poco después, en
1951, en París. Pero su libro nos revela un conflicto profundo, una rebeldía,
una incomodidad, una insatisfacción que inevitablemente, necesariamente, se
agudizaban. Hacia fines del año 51 abandonó su cargo y obtuvo asilo político en
Francia. Poco después consiguió un puesto de profesor de literaturas eslavas en
Berkeley, California, y publicó El pensamiento cautivo. Stalin murió en
esa época, a comienzos de 1953, y los primeros procesos de deshielo, de
revisión crítica del stalinismo en el interior de la Unión Soviética, se
iniciaron en 1956, en la era de Nikita Kruschev. Como se ve, la historia de Czesław
Miłosz es una biografía del siglo XX, una historia dramática y que él mostró en
una obra rica y variada, de la que sólo conocemos unos cuantos hitos. Después
de su ensayo autobiográfico leí poemas suyos en revistas de habla inglesa y
supe que se traducían otros libros. En 1980, en años en que ya se notaba una
disidencia fuerte en Polonia, Miłosz obtuvo el Premio Nobel. En medio de tanto
centenario y tanto cumpleaños, entre cortinas de humo creadas por una prensa
literaria cada vez más apresurada y superficial, nos hemos olvidado de todo
esto. No puedo resumir El pensamiento cautivo en pocas líneas, pero
reviso mi edición de la Universidad de Puerto Rico, me encuentro con mis notas
de lectura de entonces y compruebo que las conclusiones son más complejas de lo
que uno podría pensar. Miłosz acusaba a los escritores sumisos, a los seguidores
obsecuentes de lo que él llamaba el Centro y el Método, es decir,
del stalinismo en versión oficial, moscovita, pero a la vez mostraba la
tremenda dificultad de la época. Él había sido escritor de gobierno, de orden,
sometido por entero al realismo socialista, y sabía en qué consistía todo
eso. En primer lugar, sabía que los escritores de su especie provenían de
familias burguesas y pequeño-burguesas, de sistemas, de formas de orden,
precisamente, que ya eran anacrónicas, apolilladas. Esto hacía que fueran
proclives a aceptar las nuevas consignas, la Nueva Fe, como explica
reiteradas veces en su ensayo. Eran intelectuales, filósofos, dramaturgos,
poetas, que buscaban algo, una fuente de inspiración, un motivo de lucha, y ese
algo ya no podía consistir en ideales de la Revolución Francesa o de la
Independencia de los Estados Unidos. El choque con las autoridades del nuevo
régimen, las de Polonia y las de Moscú, se producía muy pronto, pero la mayoría
de las experiencias de los escritores o artistas que emigraban a Occidente eran
decididamente malas. Esto no se dice con frecuencia, y no es un fenómeno que
hayamos tomado en cuenta.
Miłosz, cuenta historias
de poetas de países del Este que llegaban o París o a Londres, huyendo
de los comisarios de la Nueva Fe, y tenían que trabajar de ascensoristas
o de cuidadores de tiendas para subsistir. No se adaptaban al socialismo
real, pero el capitalismo los recibía con toda su frialdad, con su perfecta
indiferencia. Más de alguno regresó, arrepentido, y se incorporó a los
engranajes del Este sin discutir tanto. En los años duros, en los de
José Stalin, lo esencial, la exigencia básica, primera, irreversible, era
aceptar en su totalidad, sin la menor reserva, la estética del realismo
socialista. No era necesario ingresar al partido o entonar loas a las autoridades.
Pero había que escribir poemas sociales, novelas realistas, y desconfiar por
sobre todas las cosas de una desviación bautizada como “cosmopolitismo”.
Ser cosmopolita consistía en admirar la obra de Franz Kafka, de William Faulkner,
de T. S. Eliot, aun cuando se podían deslizar elogios moderados de The
Wasteland (La tierra baldía), haciendo hincapié, por ejemplo, en los
elementos críticos de la sociedad burguesa contemporánea que era posible
advertir en el poema. Lo más seguro, sin embargo, explica Miłosz, era dedicarse
al comentario de escritores de cualquier lengua anteriores a 1870. Así no se
corría peligro. Y había siempre un hecho claro: ser escritor o intelectual en
los países del bloque soviético, siempre que se aceptaran las orientaciones
generales que venían de arriba, implicaba tener la subsistencia e incluso los
premios, los honores, los puestos en las academias, perfectamente asegurados.
En el exterior, fuera de este orden nuevo, de la sumisión al Método, como
escribía Czesław Miłosz, se encontraba la intemperie, el peligro, la selva.
Había que ser valiente y había que tener motivos sólidos para dar el paso y
salirse del sistema. Ahora me pongo a pensar en castillos que sólo conocí de
oídas, destinados a residencia de escritores, en editoriales complacientes, en
restaurantes de lujo de Budapest donde los escritores comían por cuenta del
Estado, en hoteles exclusivos, en termas destinadas a conservar la eterna
juventud, en clínicas gratuitas, y comprendo tarde actitudes que antes no
comprendía del todo. Si el crimen político fue uno de los rasgos negros del
siglo pasado, el otro fue la sumisión, la perfecta hipocresía, las conductas
incondicionales. Y tenemos que reconocer, ahora, que escapar era un acto de una
audacia muchas veces suicida.
Uno relee ahora, con
motivo de su muerte a los 93 años de edad, a Czesław Miłosz, y comprende que
los fenómenos del socialismo real eran más complejos, más intrincados de
lo que uno mismo pensaba. Miłosz fue silenciado por el mundo literario de
Occidente, fue sometido a un proceso de linchamiento intelectual que muchos
hemos sufrido en carne propia, y acaba de morir en estos días en un relativo
olvido. Un editor me dijo en una oportunidad, hace ya cerca de veinte años, que
no podía sacar una nueva edición de Persona non grata, mi testimonio
cubano, porque acaba de aparecer una traducción nueva de El pensamiento
cautivo y ya eran demasiadas cosas juntas.
La prudencia, el miedo
que dominaban en el Este en aquellos años se trasladaban al Oeste. Lo
curioso es que yo había leído primero al tío o al tío abuelo de Miłosz, en la
versión del chileno Augusto D’Halmar; más tarde había encontrado al azar, y
movido por el alcance de nombres, el extraordinario ensayo del sobrino, y todo
esto terminó por influir de algún modo, junto a muchas otras influencias, desde
luego, en mi propia escritura. Miłosz, por ejemplo, nos llamó la atención desde
mediados de la década del cincuenta sobre el 1984, de George Orwell,
libro que al parecer era enormemente leído por los miembros más encumbrados de
la Nomenclatura, quienes encontraban en el precisiones de una lucidez
asombrosa sobre las sociedades de su mundo, a pesar de que Orwell nunca las
había visitado. Eran fenómenos paradójicos y que sólo se podían percibir desde
muy adentro o desde la distancia. No está mal, por eso, que los saque a relucir
ahora, aunque se trate de figuras y episodios del pasado. Al fin y al cabo, leo
por ahí que muchos alemanes de hoy sienten una apasionada nostalgia de los
tiempos del Muro de Berlín. Después de releer a Miłosz, entiendo, y a la vez me
hago preguntas inquietantes sobre la condición humana.
Jorge Edwards, La Segunda,
Santiago de Chile, 10 de septiembre de 2004. p, 9.
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