Cristóbal Serra nació en
Palma de Mallorca, en 1922. Estando la guerra civil a punto de terminar cae
enfermo y su dolencia le lleva a vivir en el Puerto de Andraitx (Mallorca) conde
se entrega a la contemplación y a la lectura. Estudia posteriormente derecho en
Barcelona. De esta época datan sus inquietudes literarias. Comienza entonces a
escribir su primer libro: Péndulo, desligado de toda influencia, aunque
luego descubra que está bajo el signo de Kafka y Michaux. Aparte de esta labor,
Cristóbal Serra ha dedicado también su atención a otras actividades: crítica
literaria, articulista en revistas y periódicos, traductor de Lao Tse, y de
poetas como Blake y Michaux. También de Herman Melville. Actualmente traduce a
Lulio. Desde 1952 es profesor de conversación en los cursos para Extranjeros de
la Universidad de Barcelona, que se celebran los verán os en Palma de Mallorca.
En 1953 se licenció en Filosofía y letras y más tarde obtiene un puesto de
profesor en la Escuela de Magisterio de su ciudad natal, donde ejerce
actualmente. Cristóbal Serra comenzó a escribir bajo el enunciado surrealista o
expresionista en prosa “sincopada” y poética, pero últimamente ha derivado
hacia una poesía en prosa que se presenta como caricatura de un mundo que el
señala como absurdo. Maneja un lenguaje muy personal, sobre todo en su último título,
Viaje a Cotiledonia, y se entrega frecuentemente a los juegos de la
palabra. Por medio de la burla y el disparate se opone a todo lo tradicional y
formalista. Interesa su prosa, no por su riqueza o su capacidad para sembrar
imágenes, sino por su rigor expresivo, por su facilidad para atraer al lector hacia
el objeto. Varios textos de Cristóbal Serra figuran también en el libro Narraciones
de lo real y fantástico (Barcelona, 1971)
…
Mrs. B. Flower: Querida inmortal
y nunca olvidada siempreviva: deja que te cuente tu propia historia, ahora que
moras en la eternidad.
¿Quién eras? ¿Qué
significaste para el puerto? Son pocos los que ahora lo saben. Como cosa
olvidada, dejaste este mundo un día invernal de cierzo crudo, y nadie supo ya más
de ti. Pero yo quiero evocarte. ¿Quién era aquella dama vieja, arrugada,
paticoja, que usaba un velo de novia de tul rosa para ir a misa los domingos?
Entonces el puerto no estaba asfaltado y levantaba nubes de polvo tu paso, como
las que sembraba el ardiente siroco. Tú provenías de un mundo fantástico y
absurdo. No te duela, donde estés, que te diga que eras un personaje
dickensiano, pues a Dickens lo encontrabas zafio y tu inglés acendrado era
enemigo de su hinchazón retórico. Con tu tocado hamletiano, tus faldas de color
canela, tu cayado, tus perros, y tus gatos que te seguían, constituías el único
espectáculo circense del puerto. ¿Quién ha encarnado como tú un personaje, sin
pretenderlo? Nadie. El puerto, desde que desertaste de la vida, no contemplaba
esa comba que fuiste tu. Porque tu eras realmente saltarina y andabas
rítmicamente como si pasara por debajo de tus pies una cuerda floja. Eras graciosa
como una rodante pelota multicolor, pues bailaban tus caderas, tu cabeza se movía a
compás, y tus brazos se aspeaban como los de un recién nacido.
Eras la elegida del Señor
para recrear el Arca de Noé. Porque, dime, ¿qué fue tu “Jane”, del que tan
orgullosa estabas, sino un Arca de Noé? No era un barco abandonado,
desarbolado, al que su propietaria tenía encallado. Eso lo decían las malas
lenguas y las comadres de pobre imaginación. Tu barco era el Arca de Noé. Y
quienes eso negaren, les voy a enumerar los animales que en tu barco llegaste a
albergar. Allí tenías a tu gato Polifemo, falto de un ojo, a cuatro o cinco
mínimos rozagantes, a tres perros escuálidos, a una gaviota enfermiza y
alicaída, a un mirlo enjaulado.
Uno de tus mínimos deglutía
mal. Le aplicaste un emplasto de brea y lo saneaste. Al ojo de Polifemo no
pudiste devolverte la luz y tus escuálidos perros fueron siempre pelilacios.
Los orondos eran los mínimos que se comían a diario su buena ración de angulas
y la leche la bebían a borbotones haciendo toda clase de borborigmos.
Nadie va a creerme ahora.
Pero yo sé cuantas acuarelas te pintaron tus mínimos. Con lamer, los muy
lametones, tu aguada, te completaban la obra que estabas haciendo. Eras
sencillamente maravillosa pintando las posiciones de los gatitos, ahora panza
arriba, ahora soñolientos y tumbados. Tus trazos eran sutiles, como era sutil
tu suciedad. Dudo que te hubieses lavado alguna vez en tu vida. Para ti no
rezaba aquello tan ingles de “Godliness in cleanleness”. Sí, un día te bañaste
en el mar, aquel día que te ocurrió lo que tú y yo sabemos. Nadie más.
Fuimos los dos a bañarnos
para celebrar la belleza del día. Se había apoderado de los dos la morriña
septembrina, mes en que los dos habíamos nacido, y teníamos que salir a
descubrir el pulcro horizonte, las aguas mansas, espejantes. Llevabas la
desaliñada indumentaria de siempre y sobre tu hombro tu gaviota enfermiza. Era
un día pre-otoñal. Las lluvias torrenciales del día anterior habían dejado húmedas
las rocas, refulgentes las higueras, cambiados los asfódelos. Las aguas vecinas
de la costa gozaban de una quietud que rozaba la inmovilidad. Gorjeaban los
pájaros sobre los pinos y otros describían vuelos sobre las aguas.
Te echaste al mar con la
gaviota sobre tu cabeza. Creías domesticada al ave, pero ella, apenas columbró
aquel límpido azul del horizonte, de desfallecida, pasó a aletear y rauda emprendió
el vuelo, llevándose entre sus garras prendida tu peluca. Tu Señor debió de
permitir este accidente.
Luego, poco a poco, me
fui enterando que estabas muy acuitada por aquel lamentable accidente. Además, luego
se te había de morir el mirlo el día de San Agustín, mientras que estabas leyendo,
en voz alta, un sonoro sermón de san Juan Crisóstomo. Después de la muerte del
mirlo, recuerdo que yo leí una Devoción de Donne, que tu escuchaste con
atención. Decía: “Un cristal no es menos frágil porque en él este representada
la cara de un rey; ni un rey menos frágil porque Dios se represente en él”.
A pesar de tus extraños
ojos, te tomé simpatía. Eras inglesa, sí, pero no de las que no les importa
nada lo español. Sentías hacia todo lo nuestro, hacia nuestra historia, una
incandescente y cálida pasión. Revoloteabas sobre páginas trágicas de nuestros
anales como un pajarillo de sedeñas alas. Eras la clase de inglesa que raras veces
se encuentra. Severa, con asomos de ternura. Te gustaba leer a Chesterton y
detestabas a aquel tumor frío del ibsenismo que firmaba G.B.S.
Pero te tomé ojeriza
porque tenías el achaque de la mezquindad escocesa. Muchos espíritus religiosos
he conocido avaros como tú, tarados de “bíblica avaricia”. No es que
amontonaras dinero, pero medías tus gastos, discutías los precios en la cantina
del puerto, esperando poder dejar una triste herencia a unos parientes lejanos
aristócratas. Me dolía ver que no pagabas al tartajoso Pablo, que tartajeaba
desde que un rayo casi le fulminó, cuando venía a refugiarse en el puerto,
después de haber sufrido muchos males de amor. El pobre tenía cojas las
facultades y calcular no sabía. La calculista eras tú que le pagabas una
miseria por martillear a diario los metales herrumbrosos de tu barco.
En las grandes solemnidades
eclesiásticas, ibas a misa tempranera, casi al rayar el alba. Devotamente
rezabas sola, porque, en el puerto, pocos eran los que te acompañaban en aquel
homenaje eclesiástico. Pero olvidabas que alguien, sin saber de cálculo, no
tenía ni para tomar un café mal molido y peor hecho. Uno de esos días, a las
primeras luces del amanecer, Pablo arrojó dentro de un barril de alquitrán tus
cuatro gatos rozagantes. ¡Qué alquitranados quedaron! Tú, entonces, como
colaboradora de la revista “El Arca”, te desataste en un artículo sobre la dureza
de corazón de las gentes del puerto y de paso en aquel esgrimiste la pluma
contra los toros, tachándolos de detestable espectáculo.
Empeoró tu salud a causa
de aquel ensañamiento y todo tu cuerpo quedó convertido en un eczema. ¡Pobre
Bárbara! Te llevaron al hospital y allí te vi entre gasas protectoras. Parecías
Lázaro recién salido de la huesa. Todo tu cuerpo espolvoreado de azufre,
siempreviva amarilla. Mejoraste pronto porque eras de recia condición. Este
disgusto todavía no te llevó a la tumba. Otro sería el que te llevaría.
Cuando la visión de tus
ojos quedó empañada por unas cataratas, acogiste a una pueblerina que habían
violado aquellos días, para que te cuidase todo. La muchacha era silenciosa e
hizo cuanto pudo para aliviar tu congoja. Pero, una noche, aunque descubrió que
unos hombres rodeaban el lastre de tu barco, temerosa, hízose la dormida.
Supongo que comprenderás la razón de aquel silencio. Te robaron el plomo, que
en aquellos tiempos de posguerra era valiosísimo. Y por esta causa despediste a
la chica y te fuiste a vivir en un pisito sombrío del puerto. ¿Por qué no
quisiste comprar nuevo plomo, aguardando recuperar el que te habían robado? Te pregunto
eso porque en el pisito te mustiaste para siempre y llegaste a morir más enteca
que un gorrión despechugado.
***
Te fuiste de este mundo,
sin haber podido realizar aquel guión que concebiste: Una echadora de cartas,
un raro capitán, una mujer con un perrazo negro, diversos puertos mediterráneos,
un tesoro áureo en Venezuela, una revuelta sudamericana, un episodio de nuestra
guerra civil. En este guión, no habías olvidado ni el Azar, ni el Destino, dos protagonistas
del guión de tu vida.
(Del libro inédito: “Cartas
del Puerto”.)
En. Antonio Beneyto (Ed.),
Manifiesto español o una antología de narradores, Ediciones Marte,
Barcelona, 1973 pp. 436-438