viernes, 8 de mayo de 2020

"Carta a una siempreviva" por Cristóbal Serra (En. "Manifiesto español o una antología del narradores", Antonio Beneyto (Ed.) 1973)


Carta a una siempreviva

Cristóbal Serra nació en Palma de Mallorca, en 1922. Estando la guerra civil a punto de terminar cae enfermo y su dolencia le lleva a vivir en el Puerto de Andraitx (Mallorca) conde se entrega a la contemplación y a la lectura. Estudia posteriormente derecho en Barcelona. De esta época datan sus inquietudes literarias. Comienza entonces a escribir su primer libro: Péndulo, desligado de toda influencia, aunque luego descubra que está bajo el signo de Kafka y Michaux. Aparte de esta labor, Cristóbal Serra ha dedicado también su atención a otras actividades: crítica literaria, articulista en revistas y periódicos, traductor de Lao Tse, y de poetas como Blake y Michaux. También de Herman Melville. Actualmente traduce a Lulio. Desde 1952 es profesor de conversación en los cursos para Extranjeros de la Universidad de Barcelona, que se celebran los verán os en Palma de Mallorca. En 1953 se licenció en Filosofía y letras y más tarde obtiene un puesto de profesor en la Escuela de Magisterio de su ciudad natal, donde ejerce actualmente. Cristóbal Serra comenzó a escribir bajo el enunciado surrealista o expresionista en prosa “sincopada” y poética, pero últimamente ha derivado hacia una poesía en prosa que se presenta como caricatura de un mundo que el señala como absurdo. Maneja un lenguaje muy personal, sobre todo en su último título, Viaje a Cotiledonia, y se entrega frecuentemente a los juegos de la palabra. Por medio de la burla y el disparate se opone a todo lo tradicional y formalista. Interesa su prosa, no por su riqueza o su capacidad para sembrar imágenes, sino por su rigor expresivo, por su facilidad para atraer al lector hacia el objeto. Varios textos de Cristóbal Serra figuran también en el libro Narraciones de lo real y fantástico (Barcelona, 1971)


Mrs. B. Flower: Querida inmortal y nunca olvidada siempreviva: deja que te cuente tu propia historia, ahora que moras en la eternidad.

¿Quién eras? ¿Qué significaste para el puerto? Son pocos los que ahora lo saben. Como cosa olvidada, dejaste este mundo un día invernal de cierzo crudo, y nadie supo ya más de ti. Pero yo quiero evocarte. ¿Quién era aquella dama vieja, arrugada, paticoja, que usaba un velo de novia de tul rosa para ir a misa los domingos? Entonces el puerto no estaba asfaltado y levantaba nubes de polvo tu paso, como las que sembraba el ardiente siroco. Tú provenías de un mundo fantástico y absurdo. No te duela, donde estés, que te diga que eras un personaje dickensiano, pues a Dickens lo encontrabas zafio y tu inglés acendrado era enemigo de su hinchazón retórico. Con tu tocado hamletiano, tus faldas de color canela, tu cayado, tus perros, y tus gatos que te seguían, constituías el único espectáculo circense del puerto. ¿Quién ha encarnado como tú un personaje, sin pretenderlo? Nadie. El puerto, desde que desertaste de la vida, no contemplaba esa comba que fuiste tu. Porque tu eras realmente saltarina y andabas rítmicamente como si pasara por debajo de tus pies una cuerda floja. Eras graciosa como una rodante pelota multicolor, pues bailaban tus caderas, tu cabeza se movía a compás, y tus brazos se aspeaban como los de un recién nacido.

Eras la elegida del Señor para recrear el Arca de Noé. Porque, dime, ¿qué fue tu “Jane”, del que tan orgullosa estabas, sino un Arca de Noé? No era un barco abandonado, desarbolado, al que su propietaria tenía encallado. Eso lo decían las malas lenguas y las comadres de pobre imaginación. Tu barco era el Arca de Noé. Y quienes eso negaren, les voy a enumerar los animales que en tu barco llegaste a albergar. Allí tenías a tu gato Polifemo, falto de un ojo, a cuatro o cinco mínimos rozagantes, a tres perros escuálidos, a una gaviota enfermiza y alicaída, a un mirlo enjaulado.

Uno de tus mínimos deglutía mal. Le aplicaste un emplasto de brea y lo saneaste. Al ojo de Polifemo no pudiste devolverte la luz y tus escuálidos perros fueron siempre pelilacios. Los orondos eran los mínimos que se comían a diario su buena ración de angulas y la leche la bebían a borbotones haciendo toda clase de borborigmos.

Nadie va a creerme ahora. Pero yo sé cuantas acuarelas te pintaron tus mínimos. Con lamer, los muy lametones, tu aguada, te completaban la obra que estabas haciendo. Eras sencillamente maravillosa pintando las posiciones de los gatitos, ahora panza arriba, ahora soñolientos y tumbados. Tus trazos eran sutiles, como era sutil tu suciedad. Dudo que te hubieses lavado alguna vez en tu vida. Para ti no rezaba aquello tan ingles de “Godliness in cleanleness”. Sí, un día te bañaste en el mar, aquel día que te ocurrió lo que tú y yo sabemos. Nadie más.

Fuimos los dos a bañarnos para celebrar la belleza del día. Se había apoderado de los dos la morriña septembrina, mes en que los dos habíamos nacido, y teníamos que salir a descubrir el pulcro horizonte, las aguas mansas, espejantes. Llevabas la desaliñada indumentaria de siempre y sobre tu hombro tu gaviota enfermiza. Era un día pre-otoñal. Las lluvias torrenciales del día anterior habían dejado húmedas las rocas, refulgentes las higueras, cambiados los asfódelos. Las aguas vecinas de la costa gozaban de una quietud que rozaba la inmovilidad. Gorjeaban los pájaros sobre los pinos y otros describían vuelos sobre las aguas.

Te echaste al mar con la gaviota sobre tu cabeza. Creías domesticada al ave, pero ella, apenas columbró aquel límpido azul del horizonte, de desfallecida, pasó a aletear y rauda emprendió el vuelo, llevándose entre sus garras prendida tu peluca. Tu Señor debió de permitir este accidente.

Luego, poco a poco, me fui enterando que estabas muy acuitada por aquel lamentable accidente. Además, luego se te había de morir el mirlo el día de San Agustín, mientras que estabas leyendo, en voz alta, un sonoro sermón de san Juan Crisóstomo. Después de la muerte del mirlo, recuerdo que yo leí una Devoción de Donne, que tu escuchaste con atención. Decía: “Un cristal no es menos frágil porque en él este representada la cara de un rey; ni un rey menos frágil porque Dios se represente en él”.

A pesar de tus extraños ojos, te tomé simpatía. Eras inglesa, sí, pero no de las que no les importa nada lo español. Sentías hacia todo lo nuestro, hacia nuestra historia, una incandescente y cálida pasión. Revoloteabas sobre páginas trágicas de nuestros anales como un pajarillo de sedeñas alas. Eras la clase de inglesa que raras veces se encuentra. Severa, con asomos de ternura. Te gustaba leer a Chesterton y detestabas a aquel tumor frío del ibsenismo que firmaba G.B.S.

Pero te tomé ojeriza porque tenías el achaque de la mezquindad escocesa. Muchos espíritus religiosos he conocido avaros como tú, tarados de “bíblica avaricia”. No es que amontonaras dinero, pero medías tus gastos, discutías los precios en la cantina del puerto, esperando poder dejar una triste herencia a unos parientes lejanos aristócratas. Me dolía ver que no pagabas al tartajoso Pablo, que tartajeaba desde que un rayo casi le fulminó, cuando venía a refugiarse en el puerto, después de haber sufrido muchos males de amor. El pobre tenía cojas las facultades y calcular no sabía. La calculista eras tú que le pagabas una miseria por martillear a diario los metales herrumbrosos de tu barco.

En las grandes solemnidades eclesiásticas, ibas a misa tempranera, casi al rayar el alba. Devotamente rezabas sola, porque, en el puerto, pocos eran los que te acompañaban en aquel homenaje eclesiástico. Pero olvidabas que alguien, sin saber de cálculo, no tenía ni para tomar un café mal molido y peor hecho. Uno de esos días, a las primeras luces del amanecer, Pablo arrojó dentro de un barril de alquitrán tus cuatro gatos rozagantes. ¡Qué alquitranados quedaron! Tú, entonces, como colaboradora de la revista “El Arca”, te desataste en un artículo sobre la dureza de corazón de las gentes del puerto y de paso en aquel esgrimiste la pluma contra los toros, tachándolos de detestable espectáculo.

Empeoró tu salud a causa de aquel ensañamiento y todo tu cuerpo quedó convertido en un eczema. ¡Pobre Bárbara! Te llevaron al hospital y allí te vi entre gasas protectoras. Parecías Lázaro recién salido de la huesa. Todo tu cuerpo espolvoreado de azufre, siempreviva amarilla. Mejoraste pronto porque eras de recia condición. Este disgusto todavía no te llevó a la tumba. Otro sería el que te llevaría.

Cuando la visión de tus ojos quedó empañada por unas cataratas, acogiste a una pueblerina que habían violado aquellos días, para que te cuidase todo. La muchacha era silenciosa e hizo cuanto pudo para aliviar tu congoja. Pero, una noche, aunque descubrió que unos hombres rodeaban el lastre de tu barco, temerosa, hízose la dormida. Supongo que comprenderás la razón de aquel silencio. Te robaron el plomo, que en aquellos tiempos de posguerra era valiosísimo. Y por esta causa despediste a la chica y te fuiste a vivir en un pisito sombrío del puerto. ¿Por qué no quisiste comprar nuevo plomo, aguardando recuperar el que te habían robado? Te pregunto eso porque en el pisito te mustiaste para siempre y llegaste a morir más enteca que un gorrión despechugado.

***
Te fuiste de este mundo, sin haber podido realizar aquel guión que concebiste: Una echadora de cartas, un raro capitán, una mujer con un perrazo negro, diversos puertos mediterráneos, un tesoro áureo en Venezuela, una revuelta sudamericana, un episodio de nuestra guerra civil. En este guión, no habías olvidado ni el Azar, ni el Destino, dos protagonistas del guión de tu vida.

(Del libro inédito: “Cartas del Puerto”.)

En. Antonio Beneyto (Ed.), Manifiesto español o una antología de narradores, Ediciones Marte, Barcelona, 1973 pp. 436-438

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