jueves, 15 de noviembre de 2018

Entrevista a "Sabino Ordás" (Pueblo Literario, 14 de junio de 1978)


Panorámica literaria española del viejo profesor exiliado
Entrevista con Sabino Ordás en su retiro leonés de Ardón
Uno pensaba encontrar a Sabino Ordás inmerso en la aureola del sabio que se halla de vuelta de todo, del intelectual en la torre de sus elevadas disquisiciones. Los datos con que contaba sobre su vida y su obra me hacían adivinar una persona replegada en la soledad de la investigación, tocada por ese aroma de ausencias que deja el exilio y —por tanto— como a contrapelo de ese paisaje vecinal, llano y campesina, de Ardón, su pueblo natal a donde regresó hace cosa de un año. Pero todas esta divagaciones se fueron a pique nada más encararme con Ordás, en la temprana tarde de un templado, más bien frío, domingo de junio, en la cantina del pueblo, donde me esperaba jugando al mus con tres paisanos más o menos de su edad. Entre el órdago y la cazalla, Ordás me dio la mano, después de colocar su cigarrillo apagado en la oreja, y le ordenó al cantinero que me sirviese una copa. Así, observando la ciencia cachazuda y filosófica del mus, aguardé el remate de la partida y comprendí lo vanas que eran mis divagaciones sobre el personaje. Este Sabino Ordás de barbas moteadas y gesto de sabio aldeano y cazurro. Juvenil a sus setenta y cuatro años, arropado bajo la boina y con la cacha como atributo más estético que necesario, difícilmente le hace a uno rememorar al profesor que transitó las Américas desempeñando cátedras de Literatura Española durante más de treinta y cinco años de fecunda dedicación. En la Universidad norteamericana de Salt Lake City se jubilaba Ordás el año pasado —tres cursos añadidos después de los setenta—, decidido al definitivo regreso. Y los leoneses, como el resto de sus compatriotas, comenzábamos a tener noticias de un olvidado paisano, autor de una obra amplia y fundamental, cuyo nombre y labor nos habían sido secuestrados en los cuarenta impenitentes años de franquismo.
AL olvido le sucede ahora este encuentro jubiloso, que uno espera ver transformado en el justo y necesario reconocimiento que a todos nos ha de beneficiar. La cultura viva del país necesita no sólo recuperar a las figuras del exilio —lo que a Dios gracias va sucediendo—, sino también integrarlas sin ningún menoscabo en nuestra propia y actual realidad cultural. Y más en nuestras realidades regionales, cuando tenemos la suerte —como en el caso de Ordás— de encontrarnos a un intelectual cosmopolita atento a todos los hechos culturales y, a la vez, y primordialmente, encarado a su tierra, Porque nosotros los jóvenes, quizá sobre todo los jóvenes leoneses, los que, a pesar de los pesares seguimos siendo provincianos, los no favorecidos por la proximidad con la metrópoli cultural, es decir, Cataluña, los que no somos paniaguados de ningún clan madrileño, vemos en Ordás la voz más genuina de nuestra cultura, porque hundiendo sus raíces en nuestra sustancia más auténtica, la que se remonta a la noche de los tiempos —voz cazurría y cosmopolita, voz tradicional y renovadora— se transporta, sin embargo, a nuestro tiempo con una audacia pasmosamente sencilla. Yo quiero recordar tres obras de Sabino Ordás publicadas por los años treinta; «La expresión literaria de los pueblos del Astura», «El leonés como idioma frustrado» y «La región idiomática del Bierzo», obras juveniles. científicamente irreprochables, que conviven al lado de sus sustanciales aportaciones; «Genealogía y rescate de desfamados», un ensayo originalísimo e imprescindible sobre la literatura castellana del XVIII, «El idioma de la Academia», o esa voluminosa y en tantos aspectos definitiva: «La expresión literaria en castellano desde la descolonización ultramarina hasta el franquismo tardío», ocaso la obra más ambiciosa de toda nuestra crítica literaria contemporánea.
No me parece ocioso reposar, a grandes rasgos, la biografía de Sabino Ordás, que él vino a resumirme demasiado esquemáticamente como introducción a la entrevista, una vez finalizada la partida de mus y acomodados en una mesa de la cantina, con esta frase no exenta de humor y añoranzas:  Andanza y plática con demasiado trasiego, mucha elucubración y ausencia del sabio complemento de la hembra.
Nacido en Ardón en 1904 se fue a Madrid a los veinte años y allí vivió y convivió en la ya mítica Residencia de Estudiantes licenciándose en Letras por la Central. Amistades de esa época: Alberti, Max Aub, Pariente Viguera, Monegros, Dalí, Buñuel, Lorca... Activo partícipe y promotor de las veladas de la Residencia, comprometido (lo recuerda con carcajadas que suenan hacía dentro) en una correspondencia secreta que vio la luz en un rarísimo opúsculo del que acaso sólo se conserve el ejemplar que él tiene, en la que también participaron Buñuel y Lorca: posiblemente la literatura epistolar más eróticamente surrealista jamás escrita, cultivador también de una jocoso y vitalista bohemia en aquellos añas. Su anecdotario es un torrente infinito que uno agradecería en libro.
En el treinta y nueve, después de combatir con las tropas republicanas. se exilia en condiciones atrozmente dramáticas; herido en el brazo izquierdo, del que prácticamente tiene perdido el juego.
Desde ese momento, su vida se convierte en un apasionado periplo americano. Quien siga a Ordás en sus artículos para este PUEBLO Literario, siquiera con la mitad de devoción con que le seguimos desde León, tendrá noticia del entorno intelectual y artístico en que se ha venido moviendo, traducido en una serle de amistades, variadas y hondas, que nutren y se alimentan de su generosa humanidad. Saul Bellow, Truman Capote, Salinger, el dibujante Al Capp, Hemingway, Dos Passos, Chandler, de quienes guarda recuerdos y apretadas correspondencias. Buñuel, entrañable Max Aub, Bergamín, Andújar, Carpentier, Borges... Por no citar estudiosos, tratadistas y «gentes del ramo» como Sabino les llama. Recordemos, sin embargo, a Jacobson y a Chomsky, tan en la línea de tarea y amistad, compañeros de muchos cursos.
La conversación fue larga y sustanciosa: del franquismo a los nuevos filósofos franceses, repasamos todo un itinerario de temas que corrió paralelo con nuestro tránsito por la cantina, la casa de Ordás, el pueblo endomingado, la vega magnífica del Esla.
Empezó diciendo
Sabino Ordás empezó diciendo:
—Poco sé yo directamente de lo que aquí ocurrió durante el franquismo; mis amigos más jóvenes, algunos bondadosos visitantes, muchos corresponsales pacientes, me han ido relatando lo que aquí pasaba. A mi juicio, el franquismo hizo lo posible por la desertización cultural. Esto fue especialmente nefasto en el campo de !o literario. Aquel dirigismo cutre de «los años imperiales», la estúpida, pero implacable censura de toda la era de Franco, desvincularon la cultura del país de las corrientes mundiales más interesantes. Esa obra increíblemente jesuítica y redicha del padre Moeller, «Literatura del siglo XX y cristianismo», llegó a ser la «biblia literaria» de los jóvenes españoles... La lectura de lo peor de André Maurois vino a sustituir así la de la obra de Sartre, la frívola lectura de Somerset Maughan y de Daphne du Maurier sustituía la de Virginia Wolf, la de Horace Beemaster; Papini era la nueva literatura italiana, y Patrolini, Bassoni, no digamos Moravia, andaban en la clandestinidad. En esta situación no es extraño que la intención de algunos autores por mantener la creación viva comportase tal cúmulo de esfuerzos de todo tipo (mutilación autocensura, compulsiva militancia) que los resultados eran casi siempre obras aisladas, fruto de la pasión individual, y que parecen milagrosas si se considera que surgieron en un terreno hostil, y pienso en «El Jarama», «Tiempo de silencio», «Once variaciones», «Ultimas tardes con Teresa», «Nuevas amistades»... Con el tiempo y el desarrollismo económico, a muchos de nuestros escritores el ejercicio del puro formalismo, y de un cierto culturalismo idiotamente cosmopolita, les dio la ilusión de la libertad. Esto originó una literatura vacua, pedante, de espaldas al lector y al país (pienso en algunos casos realmente pintorescos, Leyva, Molina, en aquellos «novísimos» poetas, pienso en tantos otros), donde la distinción que hace Aranguren de cultura franquista y cultura hecha durante el franquismo llega a confundirse.
La ridícula beatería de la crítica
—Entonces, en este retorno suyo a España, vemos que la impresión de nuestro panorama literario no le parece demasiado favorable. ¿Pero qué opina de cuantos ejercemos la crítica?
—La crítica tiene una gran responsabilidad en la desorientación actual. Y no me refiero a la crítica universitaria, cuya falta de conexión con la realidad es casi grotesca; ahí la tenemos ahora, por ejemplo, sumida en la más ridícula beatería, en el más abyecto fetichismo hacia la «generación del veintisiete», que, mereciendo todos los respetos, no es el único fenómeno literario de los últimos tiempos, y ni siquiera de su época. Me refiero a la crítica especializada de los medios de comunicación, la critica que debería estar más atenta al libro nuestro de cada día. Esta crítica, en el mejor de los casos, y sirva de ejemplo José María Castellet. ha ejercido su función como un mandarinato: no orientando, sino dictando ukases; comportándose, aunque sin duda de modo involuntario, con arreglo al esquema de poder que funcionaba en el país: dictador rodeado de una servil obediencia. Es lamentable, pero histórica, esa evolución de la crítica «a bandazos», que obliga a pasar del «realismo objetivo» (predicado primero como insoslayable obligación cultural y moral del escritor) a la «destrucción del lenguaje» y el dictado formalista...
En España la crítica no cumple una función social; no está al servido de los lectores ni de la cultura del país; ejerce, simplemente, el ditirambo según la moda —que marcan las editoriales, no hay que olvidarlo—, la amistad y vinculación con autores o grupitos o el mero capricho personal.
Los santuarios y sus dioses
—La contundencia de sus respuestas en este asunto parecería suponer que nuestro panorama literario es desolador. Reconozco que su opinión es, por lo menos, exagerada. De hecho hay unos cuantos escritores estimables.
—Naturalmente. Y yo no pretendo hacer «tabla rasa» de la literatura que existe ahora mismo. A los que menos responsabilizo yo de esta situación es a los autores. Pero el ejercicio de una crítica hagiografías tiene el paisaje literario lleno de santuarios donde, sobre pedestales y rodeados de flores inmarcesibles, permanecen Torrente Ballester, Benet, Cela, Goytisolo, Umbral, dioses mayores, o aparecen de un día para otro diosecillos ya con altar y santuario incorporado (Álvaro Pombo, José María Guelbenzu, Leopoldo María Panero) ... y con los que la relación sólo puede ser idolátrica, sin que una crítica razonable los ponga en su sitio. Parece que éste es un país de. individualidades geniales, Y yo, que tengo mis dudas sobre la eficacia cultural de decretar genialidades, prefiero de todos modos un panorama donde se multipliquen los escritores, con menos «libros del año» y más libros todo el año, sin santuarios.
¿Por qué arremeter siempre contra Corín Tellado?
—Cree usted que también actúa así la crítica más joven? ¿No ha leído usted cosas mejores en revistas tales como «El viejo topo», «Ozono», «Ajoblanco»...?
—Desgraciadamente, este alejamiento mío aldeano no me permite conocer, con minuciosidad, estas revistas que usted ha mencionado, y que sólo ocasionalmente me llegan, no dan mucho pie para la esperanza. He visto que siendo tan renovadoras en su factura, tan interesante en su proyección sobre la generalidad del ámbito cultural, adolecen en el campo de la crítica literaria del mismo defecto. Y esto me sorprende, por cuanto, hasta ahora, siempre fue la juventud iconoclasta, y así debería ser la crítica joven, aunque no para destruir las figuras, o al menos no en todos los casos, sino los pedestales, eso siempre. La crítica joven debe continuar ejerciendo ese tradicional acoso del santón que ha sido característica suya. Aquí, hasta con eso se ha acabado... También veo que la crítica joven tiene el prurito de no hablar de los novedades literarias digamos «comerciales». Las ignora, o si se refiere a ellas lo hoce bajo el prisma sociológico. Creo que esto es un grave error porque el país necesita que los Vizcaíno Casas, los Palominos, sean desenmascarados al nivel de la crítica especializada, que se diga que lo que hacen es una basura oportunista, y no sólo desde el punto de vista sociológico, sino desde el estrictamente literario. No comprendo cómo los críticos jóvenes pueden silenciar a estos malos autores, que por otra parto son los que más venden. ¿Por qué arremeter siempre contra Corín Tellado? Los críticos jóvenes deberían hacer lo posible porque vendiesen menos, en bien del país y de la literatura española.
Las casas editoriales, seguidas por la crítica
—Hablaba usted de que, en muchas ocasiones son las editoriales las que marcan las modas.
—Cierto, cierto. Las grandes editoriales son empresas industriales, como las fábricas de neveras o los supermercados y, desde luego, no parece que se estén arriesgando mucho en el campo cultural... Recientemente ha venido por aquí Juan Cueto Alas, tan atento siempre a la salud de nuestra cultura, y se quejaba, resignadamente ya, de las llamadas «Novedades» de la Feria del Libro de Madrid. Eche usted una ojeada a los títulos y dígame cuántos nombres de nuevos autores españoles encuentra. ¿Es qué no hay? Lo que pasa es que las editoriales sólo juegan sobre seguro, no tienen la mínima intención de promocionar la cultura fuera de la seguridad mercantil, lo cual es lógico, pero entonces que no acudan plañideramente en demanda de ayuda para el libro, protección del Estado, etcétera, Fíjese que yo creo, vista la actuación de las grandes editoriales, que el Instituto Nacional del Libro debería pasar a depender del Ministerio de Comercio y dejar el de Cultura, Pero dejemos esto. El caso es que las grandes editoriales marcan las pautas culturales con su producción y el coro complaciente de la crítica las aclama. El año pasado, Alfaguara publicó el «Melmoth», una obra pintoresca e irregular incluso en su género (al cabo es un subproducto de «El monje», de Lewis y de «La religiosa», de Diderot) y, por lo que pude leer, fue el despepitarse de la crítica, y sustanciosa publicidad para Alfaguara. ¿Y qué decir de los montajes de la Editorial Planeta? Tengo leídas unas declaraciones del propio patriarca de la editorial en que, aparte de dejar bien claro que a él sólo le interesa el dinero, dice que le da igual fabricar libros que chorizos. Pues que fabrique chorizos, digo yo, pero ya que fabrican libros, que asuman los riesgos de los demás comerciantes, ¿Por qué el país va a subvencionarles o ayudarles? Me parece grotesco a la par que indignante que, encima, acudan al chantaje cultural.
Las autonomías
— ¿Qué opina de la hipersensibilidad autonómica? ¿crea que desde un punto de vista cultural será beneficiosa para el país?
—Esto, que no es de ahora, que se viene produciendo en España con una cierta cadencia, puede ser una resurrección de las más nobles y creativas latencias que esconde nuestro pueblo. Esta y no otra era también la idea de los regeneracionistas, con Costa a la cabeza. Si en algo nos hemos distinguido los españoles sobre el resto de los europeos es precisamente en este especial apego a lo que llamamos patria chica, lo que ahora viene llamándose nacionalidad. Soy partidario de liberar esa tendencia en vez de constreñirla. Y no hay motivos de alarma en tal fenómeno. Ocurre que España es por sí misma un minicontinente, pero continente al fin, donde debieran fomentarse los cultivos culturales de los más pequeños predios, de modo quo la interacción entre nuestras regiones fuese tan estimulante y positiva para el conjunto de la cultura peninsular como lo es para Europa la posición de Francia en medio de las corrientes del arte y el pensamiento que en el continente se producen.
Un problema de identidad
—Permítame ahora una pregunta final, que quizá sólo interese a los asturianos y a quienes vivimos en esta tierra. Los leoneses entendemos que por venir a vivir en este pueblecito de León usted ha dado ya un paso al frente en favor de nuestra cultura, pero esa insistencia suya en llamar Astura a un río tan nuestro como el Esla no ha dejado de producir recelo. ¿A qué se debe tal cosa?
—¿Y si le dijese que vine a morir a Ardón porque no tenía donde caerme muerto? Pero tranquilícese, esa no ha sido la única razón, tampoco la principal. Convencido de cosa tan vulgar como que la tierra ha de volver a la tierra, yo he querido mezclarme con el polvo mismo que me dio la vida. Es de volver a la tierra, yo he que[rido que yo no me] muriera lejos de estos barros. Si hubiera muerto en Salt Lake, sentiría que yo no era yo mismo. Y ya que hablo de identidad diré que Astura es el nombre auténtico del río Esla, que ha devenido tal a través de una caprichosa alteración que han traído los siglos: Astura, Astula, Estola y Estula, Estla Ezla y, finalmente, Esla. No debe usted preocuparse porque yo prefiera aquél sobre éste. Al fin, ahora que tan de moda está el revolver en nuestros esencias, es un modo de llamar la atención sobre nuestras referencias asturas, más poderosas aquí que al otro lado de las montañas, donde, sin embargo, se ha quedado el patronímico. Y es que éste y otros temas conectados con nuestra tierra han ocupado no pocos de los momentos más esforzados de mi vida de estudioso. Si los parlamentarios leoneses y asturianos hubieran leído alguno de estos trabajos no cometerían hoy tantas torpezas. Creo haber sido el primero en haber denunciado que nada hay en la Crónica de Sampiro que induzca a pensar en la división entre el Reino de Asturias y el Reino de León, siendo el reino en su conjunto íntegramente heredado por García I. «Garseamus filius ejus, suscesit inregno», dice textualmente el cronicón. Y el tema no es baladí porque viene a negar el carácter patrimonial de la monarquía astur, lo que resulta sumamente lógico, si, como todo el mundo acepta, es aquella heredera del espíritu visigodo. Por eso, el traslado de la corte morca una falsa diferencia entre el Reino de .Asturias y el Reino de León, porque, en efecto, al establecerse el solio en tierra leonesa ni cambia la dinastía ni cambia la vida interna del Estado, sino únicamente la capitalidad del mismo. De ahí que las crónicas lo den tan poca importancia que apenas la mencionen.
Joaquín Boeza, Pueblo Literario, 14 de junio de 1978.

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