sábado, 27 de octubre de 2018

Salvador Dalí: "El surrealismo soy yo" (ABC, 12 de mayo de 1984)


EL SURREALISMO SOY YO
A los seis años de edad quería ser cocinero. A los siete, anhelaba ser Napoleón, y desde entonces mis ambiciones se han acrecentado.
No soy un hombre violento. No soy dócil, hace muchos años rompí las ventanas de una galería porque habían interferido mi trabajo. Pero nada he hecho últimamente. La Prensa siempre habla de estas cosas.
Mi hermano murió antes de nacer yo, de manera que cuando esto sucedió, mis padres me dieron el nombre del hermano fallecido: Salvador. Toda mi niñez la viví en el terror de pensar que yo era mi hermano y que estaba muerto en realidad. Comencé a hacer cosas extravagantes para atraer la atención hacia mí, para demostrar que era yo mismo. Para corroborar que no era mi hermano muerto.
Creo que mi personalidad es más importante que mi talento. Mis excentricidades son actos concentrados y deliberados. No son bromas, sino lo que más cuenta en mi vida. Es posible que el mundo necesite otros veinte años para comprenderlo.
Esto que llaman excentricidades es algo más vital para mí que mi propio arte. En los años de mi adolescencia seguía viviendo con la personalidad de mi hermano muerto. Todos estos años he hecho locuras para exterminar la imagen de ese hermano y determinar mi propia personalidad. Por eso empecé a acariciar la idea de convertirme en un genio, y llegué a serlo sin dejar de ser un exhibicionista consumado. Todo esto representa la naturaleza trágica y constante de mi personalidad real.
La extravagante publicidad que he recibido de la Prensa me ha ayudado como artista. Cuando era joven, para ganar seguridad representaba el papel de genio. Cultivé una leyenda. Luego la Prensa la aceptó y después de un tiempo empecé a convencerme de que verdaderamente era un genio. Ahora estoy totalmente convencido. Mis relaciones con la Prensa han convertido la leyenda en realidad.
Era y sigo siendo imprescindible. Soy un hombre de extremos.
A menudo me preguntan si al decir a la gente que soy un genio no la intimido, si no dificulta nuestros contactos. Posiblemente así sea con algunas personas, pero con otras los simplifica. El contacto es más inmediato y violento. Pero hay muchos obstáculos. Las personas muy tímidas viven enfrentándose casi a los mismos extremos. También me preguntan en qué soy genio. Mi pintura es parte de ello. Pero más que nada, lo es mi intuición creativa. Soy muy perceptivo. Por ejemplo, una vez pinté la estructura molecular del ácido desoxirribonucleico y luego cuatro científicos obtuvieron el premio Nobel por descubrirlo.
Creo que tengo cosas en común no con los nuevos pintores, sino con los antiguos: Rafael, Vermeer, Velázquez. No me siento cerca de los que tienen mí misma profesión ni con los actores. Me siento más unido a los místicos, a los filósofos y a los teólogos.
Cuando Velázquez llegó a Italia y le preguntaron qué pensaba de Rafael, contestó: «No me agrada en absoluto.» Pero si estudiamos muy de cerca sus dos pinturas más famosas, «Las Meninas» y «La rendición de Breda». encontramos que repite el tema y la estructura general de «El matrimonio de las Vírgenes», de Rafael.
Actualmente, cuando nadie está de acuerdo con nada, especialmente con el caos estético reinante, todo coincide en un fenómeno singular: Velázquez. Todos consideran a Velázquez como el más vivo y moderno de los pintores.
Soy profundamente religioso y los valores más importantes de la vida son litúrgicos.
Creo en la violencia y me encantan todos los tipos de guerra, incluyendo una atómica que todo lo destruiría. Si se produjera, todos nos convertiríamos en ángeles y, de acuerdo con la teoría antigua, lo único que quedaría en la Tierra serían peces pequeños que se desarrollarían hasta convertirse en una raza humana distinta y superior.
El invento más importante del siglo es una máquina del pensamiento que yo mismo he inventado, una forma de cibernética, pero con el ojo humano.
Las ideas más importantes las he concebido en Nueva York. En California no se me ocurre nada. Europa ofrece condiciones sublimes para realizar estas ideas; pero en Nueva York se me ocurren ideas cada quince minutos. Nueva York está lleno de locos. No se trata de tipos paranoicos de primera clase, como yo; son tan sólo de segunda. Con todo, son gentes locas e interesantes que hacen que el lugar sea interesante para vivir.
En Nueva York sólo duermo. En España sólo trabajo. Allí desayuno a las nueve treinta. Luego fiesta hasta las diecisiete treinta. A esta hora empiezan los cocteles y las «cogitaciones». Esto me agrada enormemente. En Nueva York todo el mundo corre, mas no Dalí. Dalí duerme, duerme, duerme.
En la Costa Brava, en el pueblo de Port Lligat. duermo en una gigantesca cama matrimonial que tiene un gran dosel; en la cabecera pinté una escena de botes, en donde aparece mi esposa. Gala, sentada, ofreciéndome una corona. La Cosía Brava es hermosa y muchas personalidades notables han vivido ahí. El director de orquesta Artie Shaw estuvo en Aigua Blava; Robert Ruark vivió en Palamós, que está tachonado de percebes. También estuvieron Madeleine Carroll y su marido, Andrew Heiskell, presidente de la Junta de Vida.
Yo vivo y trabajo en mi casa blanca de cajones. que está a las orillas del mar y desde donde se domina el Mediterráneo. No hay árboles. No soporto lo verde. Mi paisaje carece de árboles. Tiene el aspecto de un esqueleto de asno en putrefacción. Es posible que con el tiempo ponga algunos olivos. Mi corinas en mi patio.
Nueva York no es verde. Inglaterra tiene muchos pastos, todo se toma verde repentinamente. Y observen te Gran Bretaña, su mundo se ha derrumbado.
Velázquez no pintó jamás con verdes. Rojo y azul, blanco y amarillo.
Pero desde mi patio el panorama no tiene color. Es gris y amarillo. Es monocromático. Sin árboles. En Nueva York tampoco los hay.
Soy un tipo paradójico, exhibicionista, excéntrico y concéntrico a te vez, exactamente un exhibicionista daliniano.
El surrealismo... soy yo. Soy el único surrealista perfecto y trabajo dentro de la gran tradición española. Los místicos españoles siempre fueron surrealistas; los franceses, ateos.
En los primeros años de la década del cuarenta me expulsaron del grupo «oficial» de surrealistas por ser excesivamente surrealista. Una de mis pinturas mostraba a Lenin con las posaderas de tres metros de largo sostenidas por una muleta. Esperaba que eso sacudiera e impresionara a mis colegas, pero ellos fingieron aburrimiento.
Después me obsesioné, al punto de delirio, con la personalidad de Hitler, a quien siempre intuí como mujer. Mi visión nada tenía que ver con la política; sin embargo, pronto me vi defendiendo mi posición ante una reunión de surrealistas franceses.
La reunión fue memorable. Pasé la mayor parte de la sesión puesto de hinojos, no suplicando contra mi expulsión, sino exhortándolos a comprender que mi obsesión por Hitler era puramente paranoica y apocalíptica.
Pero los surrealistas no me comprendieron. Y permitieron que siguiera existiendo alguien como yo, que pretendía ser un verdadero loco, viviente y organizado.
Mi obsesión persistió hasta la muerte del Führer. Oí la noticia cuando me estaba tomando la temperatura. Durante exactamente diecisiete minutos permanecí tendido, pensando, con el termómetro en la boca. Cuando me levanté mi temperatura estaba perfectamente bien. Tanto Hitler como el surrealismo se convirtieron en etapas muertas.
Entonces tuve la certeza de que yo era el salvador del arte moderno, el único capaz de sublimar, integrar y racionalizar todas las experiencias revolucionarias de los tiempos modernos, dentro de la gran tradición clásica del realismo y el misticismo, que es la misión suprema y gloriosa de España.
Salvador Dalí, ABC, 12 de mayo de 1984, pp.50-51.

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