viernes, 12 de octubre de 2018

[Poema de homenaje a Juan Eduardo Cirlot] J.-E. C de Manuel Segalá (Espadaña, nº9, 1944)


J.-E. C.

Vibras en el jardín del desvelo nocturno
enloqueciendo rosas casi deshabitadas
por un cielo sin rayos, máuseres o pistolas
que asesinen manzanas y reduzcan sonidos.

No tengo tu silencio ni tu sueño. No tengo
tu muerte derrotada por mar y acantilado,
ni tengo tus pupilas quemadas por auroras
ni tus manos desnudas de amistosos goniómetros.

Estás muriendo tú —amor y odio sin muerte—
convertido en desierto de osamentas fingidas
y en cráteres borrachos de miedos alocados
 que ignoran la caricia de una madera muda.

Las termitas del odio van cavando cavernas,
carcomiendo tu ser de barro sin paisajes
que se derrite en lunas de soledad hastiada
y en noches malheridas por guitarras sin fin.

Tres princesas egipcias buscan tu soledad,
tu soledad de muerto con crímenes perdidos,
soledad sin vuelos de pájaro desnudo,
tu sola soledad de solitaria virgen.

Estás encarcelado y te muerde la serpiente
 que, cobarde, no sabe de tus pulpos enormes
ni de verdes tentáculos persiguiendo tu sexo
hallado por caminos de miedo y de furor.

Tú sabes de horizontes con voz de tigre blanco
y de dulces mujeres que gritan con sus manos
adioses de paloma y ayes de gavilán
a tus verdes cabellos incendiados por soles.

Tú sabes y no sabes. Tú elevas tus miradas,
tus dardos y tus odios hacia un cielo nublado
por la sangre que mana de una herida no abierta
en la nuca del árbol de tu lengua desnuda.

Y tus dedos recorren la delgadez de un muslo
que finge ser un aire convertido en cilindro,
un aire de columnas invisibles y muertas
que construyen el templo de tu noche angustiada.

Y tus pómulos arden fiebres de arco tendido
con flechas que seccionan yugulares borrachas
y trepidan con pulso de paloma pantera
y desnudan sonrisas como mujeres fáciles.

Yo quisiera cantarte con perfil desvelado
y decir que en tu voz hay dientes de locura,
que tiembla como el sexo de cualquier hembra en celo
o como un gran misterio encerrado en tu boca.

Y hablarte de tu frente, de tu frente tan pálida,
de tu frente sin llantos que lloren frías máscaras,
de tu frente que sabe del batir de las alas
de una gaviota verde posada en tu cabeza.

¡Oh, tus sienes! Tus sienes de amapola y de luna,
tristes sienes que rugen amaneceres blancos;
sí, de ellas quiero hablarte cuando las multitudes
las tomen estandarte de sus furias coléricas.

Ahora no. Yo no quiero que detengan su pulso
ni que callen su voz. (Escucho muchas voces
que cuentan hasta mil trescientos treinta y ocho
y no saben que dos más dos más dos son seis).

No sé por qué permites que las hormigas corran
por el mar de tus ojos y los vayan royendo
con sus agudas pinzas y sus reflejos negros
cuando existen los árboles derramados en verde.

No, nunca tu cerebro estuvo atado y muerto
por aquellas tenazas que todos hemos visto.
No. Tu cerebro es dulce y es alto y es hermoso:
tan blanco como un nardo, tan gris como el cemento.

Cuántos senos y muslos tan dulcemente dulces
 han soñado tus manos siempre engarabitadas
en aquellas tus noches sin retorno posible, e
n aquellos tus días de llegada nublosa.

Tus manos cercenadas por cuchillos histéricos
aprisionan un pájaro entre papeles rotos
y desnudan cien vírgenes con sus dedos tan fríos,
cien vírgenes halladas en un mar de ceniza.

Una cuerda sujeta los dos polos magnéticos
que emanan maxilar y pubis enlazados
y runrunea músicas y alaridos negros
que destrozan tu tímpano de manzana madura.

Jota, E, Ce: no digas el secreto que asoma
en tu valle de lirios incendiados, ni cuentes
los parajes de niebla que hierven en tu pecho
y no conocen más que abetos apresados.

Manuel Segalá, Espadaña, nº9, 1944, pp. [20-22]

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