sábado, 13 de octubre de 2018

"Pablo Luis Landsberg" de Jorge Siles Salinas (ABC, 4 de junio de 1969)


PABLO LUIS LANDSBERG
No hace mucho se han cumplido los veinticinco años de la muerte del filósofo P. L. Landsberg, acaecida en el campo de concentración de Oranienburg, cerca de Berlín. La originalidad de su pensamiento junto a las trágicas circunstancias que rodearon su vida, en la que supo dar testimonio, con su sacrificio, de su fe cristiana y de su inquebrantable firmeza moral, hacen de él una figura muy distinta a la del frío pensador, distanciado del mundo y de sus problemas por obra de su propio esfuerzo de análisis y meditación. A ello se añade, para hacer más atrayente a nosotros su personalidad, la honda simpatía que Landsberg sintió hacia España, donde vivió en los años anteriores a la guerra civil, no sin que este hecho dejara una huella muy viva en su espíritu.
Entre los libros más importantes que escribió Landsberg cabe citar “La Edad Media y nosotros” y “Ensayo sobre la experiencia de la muerte". El primero fue publicado por la “Revista de Occidente” y es lástima que no se haya vuelto a editar; acaso el aniversario que recordamos fuese la mejor ocasión para darlo nuevamente a la publicidad. El segundo fue vertido al castellano por Eugenio Imaz, en “Cruz y Raya”. Reeditado este libro en 1962, es de lamentar que no haya aparecido junto con él el apéndice que acompaña a la versión francesa de 1951, titulado “El problema moral del suicidio”.
Quisiéramos referirnos, precisamente, en la presente nota conmemorativa, a ese último estudio, pues él es, sin duda, el que se halla más vinculado a la forma en que se cumplió su destino, cuando apenas había cumplido los 43 años, al morir, agotado por los sufrimientos, víctima de una despiadada persecución religiosa y racial.
La fecha de este trabajo es el año 1942. Al escribir sobre el suicidio, Landsberg tenía a la vista, obviamente, la realidad en la que él mismo se encontraba, pues todo le inducía a pensar en la actitud 4ue habría de asumir en el caso de caer en poder de sus perseguidores. Su amigo Jean Lacroix refiere, en el prólogo a la edición francesa, que Landsberg llevaba consigo un pomo de veneno en previsión de lo que pudiera sucederle.
Serenamente, maravillosamente, discurre el autor en las 50 páginas de su estudio sobre la actitud cristiana ante el suicidio. La moral cristiana, dice Landsberg, es la única que se opone al suicidio de una manera absoluta, sin admitir excepción a este precepto. Pero es un hecho que en todos los pueblos y en todas las épocas el suicidio ha existido. Es preciso ver en él, por tanto, una tentación demasiado general, demasiado común a todos los seres humanos. Muy corriente y muy necia es la suposición de que debe ser juzgado simplemente como un cobarde aquel que se suicida. El caso de un Aníbal, de un Catón, de un Séneca, de una Lucrecia, pruegan que, muchas veces, el suicidio ha constituido un supremo acto de valentía o un recurso final en defensa del honor. Mayor es, ciertamente, el número de los que no se atreven a matarse por cobardía que el de los que efectivamente se matan por miedo al sufrimiento.
Landsberg medita sobre el tema del suicidio desde un punto de vista cristiano, pero también desde un punto de vista actual. El mundo en el que el filósofo vive y que de continuo le amenaza es un mundo que se empeña en despersonalizar al hombre. No en vano la filosofía que Landsberg profesa es la del “personalismo”. La pavorosa, aplastante realidad que ha visto crecer el siglo XX es el totalitarismo. El Estado posee medios de anulación de la personalidad que hasta ahora el mundo no había conocido. Nada cuenta el hombre frente al poder omnímodo, capaz de todas las transformaciones, que es el Estado, ese Leviatán sin alma.
Siguiendo su curso, avanzando como sombra maligna que cubre el universo, el Estado totalitario aplasta al hombre, destruye su intimidad, aniquila su libertad. Los prisioneros, en manos del Estado totalitario, son seres maleables, aterrorizados, capaces de hacer y decir lo que de ellos quieran sus verdugos. La técnica puesta al servicio del terror convierte a los seres humanos en juguetes miserables, dispuestos a todas las abyecciones. Las drogas, los “lavados de cerebro”, los métodos de “reeducación”, las “técnicas de envilecimiento”, quebrantan y hacen imposible toda voluntad de resistencia, toda posibilidad de heroísmo.
Ha sido necesario que la Humanidad conociera la experiencia de la postguerra para medir todos los horrores a que se halla abocada la existencia humana bajo esta despiadada realidad, fruto de la moderna civilización. Los prisioneros, confesándose culpables, entre lágrimas de arrepentimiento. Los cardenales, los obispos, los intelectuales, los altos funcionarios, los antiguos camaradas, los jerarcas caídos en desgracia, todos, firmando sus “confesiones” en que se reconocen autores de todos los crímenes, en que se declaran merecedores de todos los castigos... Aldous Huxley ya supo dar la visión apocalíptica de este mundo desgarrado, con incomparable visión profética, en 1926, año de la aparición de “Un mundo feliz”.
¿No será menester que el mundo cristiano considere esta nueva realidad, que es el marco en que la vida actual se halla inscrita, y que a la luz de estos fenómenos, hasta ahora desconocidos, se mire desde un ángulo nuevo el problema moral del suicidio?
Landsberg, ciertamente, no plantea las cosas desde esta perspectiva, al menos de un modo formal. No hay en sus páginas ninguna referencia a “una nueva situación histórica” desde la que fuera necesario considerar esta honda cuestión moral. Pero, sin duda, en su propia vida no menos que en la circunstancia espiritual que le rodea, él ya intuye la profundidad del mal que acecha a la condición humana en el curso actual de la civilización. Por eso, considera necesario plantearse valientemente, sin subterfugios, el problema moral del suicidio a través de la posibilidad real de su propio suicidio.
Jean Lacroix nos dice, sin embargo, que habiendo caído su amigo Landsberg en manos de la Gestapo, tomó, heroicamente, el camino que su conciencia cristiana le señalaba; destruyó así el veneno que hasta entonces había llevado consigo y “en el momento de ser detenido, aceptó plenamente no disponer él mismo de su vida”.

Jorge Siles Salinas, La Paz, 1969
ABC, 4 de junio de 1969, p. 3

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