Picabia: el Señorito Proteo sale de
su armario
El
nombre de Francis Picabia se incluye, con todo derecho, en el panteón de la mitología
proteica de las vanguardias de principios de siglo. Relacionado con dadaístas y
surrealistas, su nombre de golfo cubano está cerca de todo lo que sucede. Es un
rico, no precisamente ocioso, que se une en amistad con Marcel Duchamp, Bretón,
Tzara…y que ve en Dada lo concreción de todas las gamberradas que caben en su
cabeza de pólvora. Es el Señorito, el blusón dorado del arte Dorado. Como
estaba, para la pintura, abandono pronto el correcto impresionismo de sus
primeros cuadros para pasar a experimentar con bromas mecánicas o despliegues
de simetrías rojinegras, entre el abstraccionismo y Dadá. Más adelante,
separado del cadáver de la vanguardia de los años 10, y de la empresa
surrealista demasiado seria en sus intentos de demolición y reconstrucción del
pensamiento, se dedica a un cierto hiperrealismo que ofrece a la vista del
espectador unas señoritas desnudas, nada de calendario.
La
imagen del Señorito no es, en arte, necesariamente negativa: en Picabia se
trata de la silueta matemática dada por la ecuación nihilismo más dinero. El
nihilismo sin dinero de, por ejemplo, Rigaut, le lleva a la destrucción lenta, primero
—alcohol en el Ritz o en Harry´s Bar, opio y morfina en casa de sus amigas— y
luego acelerada de un tiro de pistola en el corazón, y, así, Rigaut, con sus
escritos donde el humor se pone a enfriar en un cubo de cinismo, pasa a la
tragedia. Drieu pasa también a la tragedia al sufrir la fascinación que el naciente
fascismo ejerció sobre algunos pensadores no conformistas, nihilistas asqueados
por la democracia como por todo. El Señorito Picabia no llega a esos extremos,
para él la aventura consiste en viajar al votante de su automóvil —expreso— o
en lanzar revistas y panfletos como “Cannibale”
donde se plasma el espíritu de la época. Su dinero y su vida se ponen al servicio
de la demolición.
Contemplando
la enorme exposición montada en la sala Pablo Ruiz Picasso, en la Biblioteca
Nacional, uno puede quedarse entre sorprendido y decepcionado; decepcionado
porque al tratarse de una panorámica de la obra, el escandaloso dadaísta que
amábamos aparece un poco desdibujado, perdido entre la totalidad mediocre de su
obra. Y sorprendido, porque esa mediocridad, de vez en cuando, se desgarra como
un relámpago en el cielo azul surge la “Petit
Udnie” o cualquier otra maravilla. Y sobre todo lo que resulta inevitable
—aunque sepamos que es producto de una perspectiva falsa— es la comparación con
el momento presente, hoy que se plantea de nuevo el contencioso entre
vanguardia y todo aquello que no lo es, el caso Picabia se presta a la
reflexión. Por un lado, su deseo de originalidad que le lleva a patrocinar y
producir obras de lucha y ruptura, en una de las épocas en las que el
pensamiento burgués —hablo aquí de la burguesía como estado moral, lenguaje y
pensamiento expresados a través de un “arte”
y lenguaje determinado— ha sufrido los mayores ataques, los más estremecedores insultos.
Esto hace que el personaje y su obra —toda su obra, no sólo la del periodo
Dada— me resulte simpática. Picabia expresa su mofa desesperada con la suavidad
elegante de quien se calza unos guantes de cabritilla para castrar puercos. Por
otra parte está la condena moral del nihilismo, del pasotismo de aquel hombre que vivió en la superficie como una
burbuja de champan. En el momento en que el surrealismo “razonaba” la negación
Dada, Picabia abandona. El arte comprometido —aunque el compromiso se plantee a
un nivel distinto del apoyo a luchas concretas— no le interesa al Señorito. Y ese
es el mismo planteamiento que, hoy mismo, se hacen muchos de los que se han
puesto el apelativo descriptivo de posmodernos al anteponer un determinado
neoclasicismo a la lucha tantálica por conseguir lo Nuevo —ese ideal, siempre
situado en mañana— al recoger de la modernidad tan sólo el oropel y entender la
moda como algo digno solo de las paginas femeninas
de una revista —con lo que esto lleva implícito de desprecio hacia la mujer— el
posmoderno abandona el puesto de combate del moderno militante, deja desierta
la vanguardia. Estas reflexiones hechas sobre el cadáver de un estimable pintor
y escritor pueden parecer tal vez extemporáneas, no lo son tanto. Ahora tras
los famosos cuaterna años podemos empezar en Madrid a ver pintura; y lo que se
nos ofrece lo que se nos da a ver, es la muestra de una postura distante frente
a la sórdida y maravillosa aventura de la lucha cotidiana. Se nos presenta, para
que juguemos a las vanguardias, no la imagen de un luchador ni siquiera de ese
luchador silencioso y altivo que se llamó Marcel Duchamp, sino la del Señorito.
Por
su parte la fundación Juan March ha pagado, con los millones que dejó el
contrabandista balear, una exposición de la obra (más reciente) de Rauschemberg
Y aquí si está presente la vanguardia: Rauschemberg rompió con al expresionismo
abstracto y, relacionándose con las vanguardias europeas anteriores a él pero
todavía vigentes, en los años sesenta y ahora, abrió un camino a esa tentativa
de asesinato del arte que fue el pop art. Ahí se mantiene, vivo todavía, el
espíritu de lucha de quienes tratan de practicar un arte moderno.
Eduardo
Haro Ibars, Combate, 8 de marzo de
1985, p. 15.
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