viernes, 12 de octubre de 2018

Eduardo Haro Ibars: "Picabia: el Señorito Proteo sale de su armario" (Combate, 8 de marzo de 1985)


Picabia: el Señorito Proteo sale de su armario
El nombre de Francis Picabia se incluye, con todo derecho, en el panteón de la mitología proteica de las vanguardias de principios de siglo. Relacionado con dadaístas y surrealistas, su nombre de golfo cubano está cerca de todo lo que sucede. Es un rico, no precisamente ocioso, que se une en amistad con Marcel Duchamp, Bretón, Tzara…y que ve en Dada lo concreción de todas las gamberradas que caben en su cabeza de pólvora. Es el Señorito, el blusón dorado del arte Dorado. Como estaba, para la pintura, abandono pronto el correcto impresionismo de sus primeros cuadros para pasar a experimentar con bromas mecánicas o despliegues de simetrías rojinegras, entre el abstraccionismo y Dadá. Más adelante, separado del cadáver de la vanguardia de los años 10, y de la empresa surrealista demasiado seria en sus intentos de demolición y reconstrucción del pensamiento, se dedica a un cierto hiperrealismo que ofrece a la vista del espectador unas señoritas desnudas, nada de calendario.
La imagen del Señorito no es, en arte, necesariamente negativa: en Picabia se trata de la silueta matemática dada por la ecuación nihilismo más dinero. El nihilismo sin dinero de, por ejemplo, Rigaut, le lleva a la destrucción lenta, primero —alcohol en el Ritz o en Harry´s Bar, opio y morfina en casa de sus amigas— y luego acelerada de un tiro de pistola en el corazón, y, así, Rigaut, con sus escritos donde el humor se pone a enfriar en un cubo de cinismo, pasa a la tragedia. Drieu pasa también a la tragedia al sufrir la fascinación que el naciente fascismo ejerció sobre algunos pensadores no conformistas, nihilistas asqueados por la democracia como por todo. El Señorito Picabia no llega a esos extremos, para él la aventura consiste en viajar al votante de su automóvil —expreso— o en lanzar revistas y panfletos como “Cannibale” donde se plasma el espíritu de la época. Su dinero y su vida se ponen al servicio de la demolición.
Contemplando la enorme exposición montada en la sala Pablo Ruiz Picasso, en la Biblioteca Nacional, uno puede quedarse entre sorprendido y decepcionado; decepcionado porque al tratarse de una panorámica de la obra, el escandaloso dadaísta que amábamos aparece un poco desdibujado, perdido entre la totalidad mediocre de su obra. Y sorprendido, porque esa mediocridad, de vez en cuando, se desgarra como un relámpago en el cielo azul surge la “Petit Udnie” o cualquier otra maravilla. Y sobre todo lo que resulta inevitable —aunque sepamos que es producto de una perspectiva falsa— es la comparación con el momento presente, hoy que se plantea de nuevo el contencioso entre vanguardia y todo aquello que no lo es, el caso Picabia se presta a la reflexión. Por un lado, su deseo de originalidad que le lleva a patrocinar y producir obras de lucha y ruptura, en una de las épocas en las que el pensamiento burgués —hablo aquí de la burguesía como estado moral, lenguaje y pensamiento expresados a través de un “arte” y lenguaje determinado— ha sufrido los mayores ataques, los más estremecedores insultos. Esto hace que el personaje y su obra —toda su obra, no sólo la del periodo Dada— me resulte simpática. Picabia expresa su mofa desesperada con la suavidad elegante de quien se calza unos guantes de cabritilla para castrar puercos. Por otra parte está la condena moral del nihilismo, del pasotismo de aquel hombre que vivió en la superficie como una burbuja de champan. En el momento en que el surrealismo “razonaba” la negación Dada, Picabia abandona. El arte comprometido —aunque el compromiso se plantee a un nivel distinto del apoyo a luchas concretas— no le interesa al Señorito. Y ese es el mismo planteamiento que, hoy mismo, se hacen muchos de los que se han puesto el apelativo descriptivo de posmodernos al anteponer un determinado neoclasicismo a la lucha tantálica por conseguir lo Nuevo —ese ideal, siempre situado en mañana— al recoger de la modernidad tan sólo el oropel y entender la moda como algo digno solo de las paginas femeninas de una revista —con lo que esto lleva implícito de desprecio hacia la mujer— el posmoderno abandona el puesto de combate del moderno militante, deja desierta la vanguardia. Estas reflexiones hechas sobre el cadáver de un estimable pintor y escritor pueden parecer tal vez extemporáneas, no lo son tanto. Ahora tras los famosos cuaterna años podemos empezar en Madrid a ver pintura; y lo que se nos ofrece lo que se nos da a ver, es la muestra de una postura distante frente a la sórdida y maravillosa aventura de la lucha cotidiana. Se nos presenta, para que juguemos a las vanguardias, no la imagen de un luchador ni siquiera de ese luchador silencioso y altivo que se llamó Marcel Duchamp, sino la del Señorito.
Por su parte la fundación Juan March ha pagado, con los millones que dejó el contrabandista balear, una exposición de la obra (más reciente) de Rauschemberg Y aquí si está presente la vanguardia: Rauschemberg rompió con al expresionismo abstracto y, relacionándose con las vanguardias europeas anteriores a él pero todavía vigentes, en los años sesenta y ahora, abrió un camino a esa tentativa de asesinato del arte que fue el pop art. Ahí se mantiene, vivo todavía, el espíritu de lucha de quienes tratan de practicar un arte moderno.
Eduardo Haro Ibars, Combate, 8 de marzo de 1985, p. 15.

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